jueves, 29 de abril de 2010

No hay penitencia que valga (el cine de Clint Eastwood)



Alejandro Rozado


“A la hora de matar siempre he tenido suerte”
WILL MUNNY en Los imperdonables


“Action!”.- En la última escena de Cazador blanco, corazón negro (White Hunter, Black Heart, 1990), de Clint Eastwood, éste representa a un extravagante director de cine de los cincuentas, llamado John Wilson, quien aprovechando que su nueva película en turno es rodada en locaciones africanas, posterga caprichosamente una y otra vez el comienzo de la producción debido a su incontenible obsesión aventurera de salir a la caza de algún elefante; después de una trágica incursión en la selva, en la que fallece el guía de su expedición, Wilson regresa consternado al set de filmación, en donde el staff lo espera impaciente con todo listo para comenzar el rodaje. Wilson, culpable y errático por lo que acaba de sucederle, se derrumba en la silla de director, suspira derrotado y solamente alcanza a musitar: "Action!"… Fin de la película.

Como hecho adrede, la siguiente obra dirigida por Eastwood sería Unforgiven (Los imperdonables, 1992), una de las mejores películas de la historia del cine. De modo que la metáfora (“Action!”) que enlaza a estas dos cintas consecutivas resulta asombrosamente eficaz, como si al cineasta le hubiese llegado el momento preciso de dejarse, por fin, de juegos megalomaniacos, demostraciones de fuerza y hazañas violentas para ponerse a dirigir cine en serio. Desde entonces, se observa un cambio dramático en la trayectoria artística de Eastwood como director de cine; cambio que le ganaría el reconocimiento de la crítica europea y lo elevaría inesperadamente a la categoría de autor cinematográfico –incluso uno de los mejores y, sobre todo, respetados del cine norteamericano.

De pistolero a cineasta.- Alguna vez afirmé que las películas de Clint Eastwood parecían dirigidas por Dirty Harry… Fue una mera ocurrencia entre amigos surgida al calor de las copas en cierta conversación nocturna, pero que ahora interpreto como parte de un esfuerzo más prolongado por descifrar una obra profusa, desigual y al mismo tiempo significativa. Viril, emocional y derechista; pero también sincera, directa y cada vez más sensible, inserta en el marco de un sentimiento mayor acerca del quebranto social de nuestra cultura.

Con más de treinta películas dirigidas en su carrera (entre las cuales por lo menos la mitad son totalmente olvidables), Eastwood -como sus personajes- envejeció con su época; sólo que este cineasta, a diferencia de tantos otros, aprovechó el deterioro del tiempo para mejorar. Conforme pasaron los años, fuimos testigos de cómo el protagonista Harry El Sucio se fue convirtiendo en director; al mirarse a sí mismo, el viejo y rudo policía se formulaba nuevas y más hondas preguntas. Se trata de la conversión –con toda seguridad única- de un pistolero en artista, de un matón en cineasta.

Una revisión del cine de Eastwood no puede excluir su trabajo actoral previo, especialmente a partir de la trilogía excepcional de spaghetti western que dirigió su maestro Sergio Leone en la década de los 60’s. Pues se trató de la edificación y mutación sucesiva de una figura fílmica portentosamente narcisista. Como un auténtico Dorian Grey de Hollywood, el actor-director se contempló e interrogó ante la pantalla, escudriñando en su rostro -endurecido por la mueca ensayada- el inescrupuloso paso del tiempo, hasta que de pronto, en el ocaso de su carrera, experimentó esa insólita conversión artística a la que me refiero.

Un cine dirigido por Harry El Sucio.- Aprendiz de Sergio Leone y de Don Siegel –para quienes construyó como actor un perfil de héroe crepuscular de los años 60's y 70's-, Clint Eastwood se aplicó con esmero en cultivar con mediana fortuna los dos géneros preferidos de sus maestros: el western y el thriller policiaco. A través de ellos, su filmografía trazó una equívoca ruta profesional, una tortuosa evolución de cuatro décadas que fue abriéndose paso a tiros y puñetazos entre argumentos de cajón, dilemas morales falsos del más puro estilo republicano (si la ley no es justa, entonces la justicia se ejerce por propia mano armada) y ciertos momentos lúcidos, plenamente cinematográficos, a pesar de la pobreza de recursos y la delgadez argumental de muchas de sus cintas. Cómo olvidar la persecución nocturna en Dirty Harry (1972, dirigida por Siegel) que culmina en el estadio vacío de football de los San Francisco 49ers, cuando de pronto se encienden las luces de la cancha en tinieblas y Harry Callahan le suelta un plomazo al violador de niñas en fuga y luego le restriega el zapato en la herida de bala para que confiese dónde tiene a la víctima secuestrada en turno, mientras el criminal aúlla por sus derechos humanos… el estadio, silencioso como un pozo de concreto inmenso, contempla impasible la barbarie de esas criaturas enfermas que se torturan en la vastedad de la noche urbana.

Pero si el primer cine de Eastwood con frecuencia parecía dirigido por Harry El Sucio, ello en parte se debió a que la rudeza pistolera por él exhibida y protagonizada giraba alrededor del asco social. En Impacto fulminante (Sudden Impact, 1982), el veterano inspector Harry Callahan replica a su colega que tras años de experiencia contra el crimen, ha alcanzado cierto grado de frialdad profesional, de modo que ya es capaz de tomar las cosas con razonable serenidad, aun investigando secuelas de asesinatos, persiguiendo a peligrosos sociópatas y descubriendo redes de corrupción en los círculos oficiales. Nada de eso le quita el sueño. Pero lo que no ha podido superar y le parece repugnante es que su mismo colega detective de homicidios esté tragándose literalmente un hot dog mientras ambos examinan un cadáver con un tiro en los genitales en la escena del asesinato… Un cine, por tanto, visceral y revulsivo. Su propuesta en los 70’s y parte de los 80’s no fue tanto la de un cine de acción como de reacción; más acto reflejo que discurso moral, más el sentido común de una venganza concluyente ante los agravios de los agresores que un dilema político acerca de la justicia legal o, en su defecto, de la “buena” violencia. Un planteamiento reactivo que se sitúa en el cine mismo. Más una solución orgánica rigurosamente cinematográfica que una ideología anticomunista; esto es, una narrativa que se constituye desde y para el cine a partir de la premisa del agotamiento de la rudeza, sea ésta necesaria o innecesaria. Cosa que cineastas tan destacados como Scorsese y Tarantino –por mencionar a representantes de dos generaciones diferentes de cine hollywoodense- ni siquiera se han llegado a cuestionar. (Me explico brevemente: el cine norteamericano elaboró durante un siglo una presuposición acerca de la violencia; a saber, que matar a alguien es un asunto relativamente fácil y cotidiano. Con Los imperdonables asistimos a la negación cinematográfica de dicha creencia civilizatoria: para matar hay que estar social y psíquicamente enfermo. Will Munny asesinaba todo lo vivo en estado de resentimiento y ebriedad.)

El consecuente desarrollo del cine de Eastwood fue poderosamente intuitivo, de un auténtico animal fílmico, una bestia del relato que avanzaba sinuoso y tenaz, entre argumentos reiterativos, lugares seguros de efectiva mercadotecnia y el relativo desprecio por la crítica, hasta la formulación de su propia pregunta escénica: ¿tiene el hombre remedio?, ¿es posible su rehabilitación? Y a medida que progresó en su búsqueda expresiva, Eastwood comenzó a ser visto y reconsiderado por los círculos especializados. Gringuísimo, director de una veintena de películas prescindibles de (re)acción y violencia, es sin embargo autor de otras diez buenas cintas, seis de las cuales muestran una cinematografía magistral. Su trilogía consecutiva de los 90’s -Los imperdonables (1992), Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993) y Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995)- así como otras tres cintas de la década siguiente –Río Místico (Mystic River, 2003), Golpes del destino (Million Dollar Baby, 2004) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2007), han llevado a este pistolero detrás de las cámaras hasta la presidencia del Gran Jurado Cinematográfico del Festival de Cannes, en 1994. Sin olvidar, desde luego, los cinco óscares conquistados por Unforgiven (entre ellos, el de mejor director), otros dos obtenidos por Sean Penn y Tim Robbins por su soberbia participación en Mystic River, y cuatro más para Million Dollar Baby (incluido también el de mejor director). El mundo del cine rinde a tiempo merecido respeto al veterano del balazo y los puños.

El toque hawksiano.- Sin embargo, Eastwood no se convirtió en un genio; no innovó ningún aspecto del lenguaje cinematográfico; jamás se propuso ruptura artística alguna con su tradición. Su apego narrativo siempre ha sido a los cánones clásicos del cine norteamericano: sus cintas siempre abren y cierran escenas con rigor simétrico y exhiben una estructura casi geométrica de pannings y encuadres sucesivos que delimitan sus secuencias. Lejos está su obra de las vanguardias europeas que rompieron los formatos; lejos también del barroquismo visual de sus paisanos contemporáneos (los de Palma y los Scorsese, los Spielberg y el único Altman) que parecen interesados en subrayar la presencia genial del autor detrás de las cámaras. La economía narrativa de Eastwood logró lo que sus predecesores formularon como el criterio de un buen cine: que apenas se note la participación del director.

En ese sentido, es relativamente fácil reconocer en las obras de Eastwood la base estilística de un Howard Hawks: aquel artista pragmático que sacrificó sus talentos al servicio de historias tan bien armadas que parecía que se contaban por sí mismas; pero también el maestro de lo sugerido, lo implícito, lo que permanece tácito entre dos frases, entre dos gestos e incluso entre dos cortes de edición. Al respecto, el crítico José de la Colina se refería, hace ya varias décadas, a lo que podríamos denominar el toque hawksiano en el cine: “(…) una mirada de soslayo, una palabra apenas esbozada, y que incluso en la más agresiva violencia pueden significar amistad… [Pues] el hombre es lo que hace, su manera de andar, de mirar, de acercarse a los otros hombres, y también, si se quiere, su manera de hablar, aunque en este caso se define menos por lo que se dice que por el tono en que se dice, y a veces por lo que se calla”. La semántica de la obra se corresponde con el modo de dirigir. El siguiente diálogo entre dos personajes de Los imperdonables ilustra esta estética:
SCHOFIELD KID (sentado junto a un árbol y bebiendo de una botella de whiskey): ¿Era así en los viejos tiempos, Will? ¿Disparando todos a caballo, humo por todas partes, gritos y balazos?
WILL MUNNY (de pie, divisando en el horizonte que alguien se acerca a pagarles la recompensa): Supongo.
KID: Carajo, pensé que nos tenían. Hasta me asusté un poco… sólo por un minuto. ¿Te asustabas en los viejos tiempos?
MUNNY: No lo recuerdo. Casi siempre andaba borracho.
KID: ¡Le dí tres balazos a ese cabrón! Quiso agarrar la pistola y le disparé. La primera bala lo agarró en el pecho… Oye, Will…
MUNNY: Sí.
KID: Fue el primero.
MUNNY: ¿El primer qué?
KID: El primero que mato.
MUNNY: ¿Sí?
KID: Sé que dije que había matado a cinco. No era verdad. Al mexicano del cuchillo le partí la pierna con una pala. No lo maté ni nada.
MUNNY: Pues hoy hiciste pedazos a ese tipo.
KID: Carajo, sí… ¡Lo hice pedazos! (sollozando) Le dí tres balazos mientras cagaba…
MUNNY: Anda, bebe.
KID: ¡Dios!... No parece real… que no volverá a respirar jamás, que está muerto, y el otro también. Todo porque apreté el gatillo.
MUNNY: Es algo inolvidable matar a un hombre. Le quitas todo lo que tiene y todo lo que pueda tener.
KID: Sí… supongo que se lo merecían.
MUNNY: Todos nos lo merecemos, Kid.

Del individuo hobbesiano al imperdonado.- “Todos nos lo merecemos”… Pero, ¿a quiénes se refiere Eastwood? ¿Qué clase de hombre encarna una conclusión así? Sin duda, se trata de una abstracción fílmica, un tipo-ideal de ser nihilista que ve cómo declina su circunstancia. No el hombre robinsoniano delante de una naturaleza por domeñar; tampoco aquel “solo contra el mundo” cuyo liderazgo todavía es capaz de suscitar esperanza; ni siquiera aquel hombre hobbesiano que elaboraron Leone, Siegel e Eastwood entre los 60’s y 70’s, lobo del hombre, sin hogar, sin raíces, sin compromisos más que con su conciencia básica, suficiente y desangelada, el individuo pre-leviatánico que subsiste, psicológicamente, en cada uno de nosotros, ese jinete que deambula por donde aún no llega el Estado (el lejano Oeste) o ese policía que recorre el inframundo urbano o el subsuelo mental de los psicópatas modernos: lugares adonde jamás llegará el Estado.
  
Antes, en tiempos de la epopeya del cine, un Gary Cooper (en High Noon, de Fred Zinneman, 1952) llegaba a ser el solitario alguacil enfrentado a una pandilla de malhechores, pero portando en el chaleco una placa que representaba la defensa de la ley; o un John Wayne y sus amigos (en Río Bravo, de Howard Hawks, 1958) daban la cara por la ley y el orden frente a la delincuencia; y un poco más adelante, en la década de los 60’s, otro sheriff en automóvil (el señero Marlon Brando en Jauría humana, de Arthur Penn) se convertía en el único hombre sensato de una pequeña ciudad sureña, opuesto al linchamiento popular de un forajido que tenía derecho a un juicio justo. Pero con Clint Eastwood, a partir de los 70’s, la ley y la razón dejan de ser equivalentes. El rudo protagonista de su cine, después de ver rebasadas las instituciones por el crimen y la corrupción, no puede ni se propone cambiar al mundo sino tomar las cosas personalmente; él y su realidad social son la misma cosa en disgregación… Si en el Leviatán moderno las fuerzas del orden y el crimen forman la misma ecuación y el tejido social no es más que un pálido desfile de víctimas sucesivas (niños secuestrados, mujeres violadas, hombres inocentes condenados a muerte, etc.), entonces el pistolero (detective o caza recompensas) no tiene otra opción que la venganza: dios los crea y la patología pone frente a frente a los imperdonados sobre un árido presente sin mañana. Punto de llegada, pero también de partida. Aquí termina el cine de Dirty Harry. Y aquí comienza también el cine de Clint Eastwood propiamente dicho…

Pero antes, vale decir un par de cosas más acerca del lugar que ocupa Eastwood en la trayectoria del western. Enarbolando un empeño casi obsoleto (mantener vivo el género), y contra todo buen pronóstico, Eastwood prosiguió lo iniciado por Griffith y Ford y que continuaron Hawks, Mann, Hathaway y Leone. En retrospectiva, podría decirse que desde Por un puñado de dólares, de Leone (1964), filme que parecía anunciar la muerte del cine de pistoleros, Eastwood sostuvo una esmerada reelaboración personal de lo que fuera el género cinematográfico por excelencia en los Estados Unidos. Era necesario decir algo más concluyente que la parodia italiana del género en los 60’s, pero también había que esperar, cinta tras cinta, a que Eastwood mismo envejeciese… Hasta que llegó el momento de filmar Los imperdonables, una especie de post scriptum del cine norteamericano todo, un balance magistral de cien años de historia, el summum de lo mejor que ha producido Hollywood.

La importancia de Unforgiven.- El ocaso de la vida del ex asesino Will Munny, rehabilitado tardíamente por su esposa ya fallecida, fue el tema ad hoc para exponer lo que una gran tradición de cine siempre quiso decir sin saberlo: que el hombre está irremediablemente perdido ante sus debilidades y la crueldad de un destino que lo lacera en el vicio y en la necesidad de matar no sólo por un puñado de dólares sino por cualquier razón; que no hay consuelo ni manera de arrepentirse de tanto daño perpetrado. Pero también que en el mayor de los desamparos, una vez hecho el recuento de los destrozos, el héroe nietzscheano (vaya contrasentido), ese emisario de la muerte inapelable, experimenta un portentoso hecho: madura. “Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo”, decía Nietzsche. Porque aun el peor de los criminales está sujeto a este sencillo y natural fenómeno de la vida que es madurar. Y allí donde antes hubo barbarie desmedida ahora puede haber templanza, donde hubo crueldad ahora hay cansancio infinito. Y entonces ocurre algo que ningún moralismo logra: el hombre puede, al fin, despertar. Y cuando alguien logra abrir bien sus ojos, sólo ve la realidad sin adjetivos. Entonces los sueños terminan… y las pesadillas también. La conversión del hombre que elabora Clint Eastwood en su obra postrera no es hacia el bien, esa bobalicona virtud del ciudadano que cumple sus obligaciones con el Estado, sino hacia la lucidez. Con una importante diferencia: aquel que ha vivido en la mierda humana sabe sobrevivir; incluso ahora puede volver a ella sin peligro de empantanarse de nuevo. Su vigilia desalentada, su decaída naturaleza, le impiden reincidir en el mismo hoyo despreciable. El jinete solitario puede, entonces, retirarse definitivamente de las pantallas. Como el propio Munny lo hace, después del último ajuste de cuentas con su vida, bajo una cortina de lluvia que lo introduce en las tinieblas del mal tiempo, alejándose del mismo viejo pueblo del oeste, por la única calle principal, arada decenas de veces por el mismo centauro en pos de su propio estado de naturaleza. Con Los imperdonables, Clint Eastwood hace que el western llegue dignamente a su fin. Cierre de una larga reflexión fílmica acerca del hombre fuera de la historia, sin raíz sedentaria, sin comunidad rural: sin sentido, peregrinando entre las fuerzas de la barbarie nómada que el caza-recompensas encarna y el impulso instintivo hacia un atisbo de continuidad propia.

Crítica de la epopeya del Lejano Oeste, crítica del mito del cine violento y sus protagonistas impecables, Unforgiven es sin embargo el mejor western y la mejor película en cien años de cine norteamericano. Después de esta obra no hay nada más que decir acerca del género; se seguirán haciendo buenas cintas (como Hombre muerto, de Jim Jarmush, o Apaloosa, de Ed Harris), pero se puede distinguir claramente que el western cerró ya su gran ciclo. El cine nació con él, tuvo su crecimiento, época dorada, madurez y su ocaso hasta morir con una gran cinta: ojalá que otras formas del arte y cultura tuviesen una vida tan plena y tan consciente de su acabamiento como la tuvo el cine de pistoleros.

La estética de Clint Eastwood.- No hay perdón para desdichados como Will Munny... esta frase podría definir el criterio estético del cine de autor que Eastwood halló finalmente en su obra. ¿Se estará juzgando a sí mismo, quien durante años se dedicó a participar y dirigir películas violentas de gran ideología republicana? Como me dijo el doctor Alfonso Islas, asiduo cinéfilo, después de vidas tan plagadas de ruinosos errores, "no hay penitencia que valga", ni hazaña generosa, ni acción justiciera. Como el personaje más provecto de Los siete samuráis, de Kurosawa, el protagonista de Unforgiven ha perdido toda justificación para redimir su relato; tipos como Munny son perdedores lo suficientemente aguerridos como para vengar crueldades ajenas (como la cometida contra su amigo Ned), pero ello no basta para dejar de vivir en desgracia ("ser rudo no es suficiente", se dirá en Million Dollar Baby). Si acaso, el dilema que tienen los personajes de las grandes películas del Eastwood de los 90’s en adelante oscila entre lo malo o lo peor. Sobre esa línea decadente ellos tienen que decidir: entre volver a matar por dinero o caer en la ruina familiar, entre ser internado en una terrible correccional para menores o quedarse bajo la atroz custodia de un padre peligroso y criminal (en Un mundo perfecto), entre huir con la mujer que ama pero quien nunca le perdonará haber abandonado a su familia o retirarse convencido de no volver a encontrar nunca más otro amor (en Los puentes de Madison), entre vivir desadaptado por el trauma de un infame secuestro pederasta o morir en manos de otros vengadores admitiendo un asesinato que no cometió (en Río Místico), o entre cuidar a su Moh Cushla parapléjica toda su vida o cumplir su trágico deseo de ser desconectada… "Todos nos lo merecemos", concluye Munny en ese pasaje hawksiano que hemos citado. Por eso, el pistolero se aleja de cámara en el último encuadre; lo mismo que Frankie Dunn, el veterano manager de box, en Million Dollar Baby, se aleja del hospital después de ver morir a su pupila; y así también se aleja en lontananza, sobre los columpios que forma el camino de terracería de los campos de Iowa, la camioneta del fotógrafo trotamundos Robert Kincaid en Los puentes de Madison, después de revelársele que ha viajado tanto tiempo sólo para saber que el amor verdadero le será imposible de tener. El empleo de la profundidad de campo ha sido un privilegio de Occidente, un recurso expresivo, una perspectiva del mundo que no tuvieron los griegos ni los musulmanes, por ejemplo… tampoco los mesoamericanos. Eastwood integra con tino inigualable este elemento estético como rúbrica a su cinematografía de autor.

Si para el credo de Eastwood, los arrepentidos de todos modos no tienen perdón, sin embargo su condena se convierte en una de las críticas más profundas y honestas que se pueden realizar al interior del star system por todos compartido. Porque después de ser testigos de la post-historia de Will Munny, sabemos que matar a un hombre no es tan fácil como ha difundido el cine imperial; y porque al asumir así su suerte, el personaje irredimible tiene, al menos, la opción de convertirse en hombre.


Guadalajara, abril de 2010.

domingo, 4 de abril de 2010

El yo cinematográfico


Alejandro Rozado

1) El yo mediado por una cámara.- Hace unos años, Humberto Beck publicó un breve y sustancioso ensayo ("Nueva historia del ojo", Letras Libres, México, enero, 2004) , cuyo título, sin embargo, desorienta y diverge de su verdadero contenido. Se trata de un espléndido texto que expone la emergencia de una nueva percepción del yo, como resultado de la extendida experiencia del hombre-masa contemporáneo. Tras un siglo de vigoroso desarrollo –afirma el autor-, el cine ha acumulado tal material de escenas, secuencias, foto-fijas, carteles publicitarios, diálogos, musicalizaciones y un sinfín de circunstancias particulares asociadas al hecho social de “asistir al cine”, que éste se ha convertido en una especie de manual enciclopédico de comportamientos del hombre moderno, un canon de lo sentimentalmente vigente. Es decir, el espectador no sólo vive imaginariamente la experiencia inmediata de los protagonistas con quienes se identifica al momento de ver una película particular sino que –afirma Beck- se ve inducido para modificar su propia vida inspirado por un meta código de la pantalla grande (y chica, añadiríamos). Así por ejemplo, el paradigmático diálogo final en el aeropuerto de Casablanca, el tipo de besos envolventes que impuso Hollywood en las escenas románticas de antaño, el peso específico de cierto humor que ironiza con gags televisivos a la tragedia misma, los diálogos estúpidos e interminables entre los matones de Pulp Fiction y demás cintas de Tarantino que provocan la gracia fácil de un público que se cree exigente, el uso de la cámara lenta para subrayar la epopeya de la muerte o la sublimidad de las situaciones eróticas, el héroe solitario alejándose en un long shot final, y mil situaciones más reagrupadas en el imaginario social, han conformado un repertorio de criterios que guían con actitudes estereotipadas al espectador en el amargo tránsito de convertirse en ciudadano común. La poderosa autonomía expresiva que ha conseguido el cine termina configurando formas específicas de socialización de conductas y sentimientos: maneras de vivir imitadas y luego adaptadas, mecanismos que la imaginación fílmica ha fomentado culturalmente en el individuo para darse una nueva imagen de sí mismo en el mundo. El yo cinematográfico que surge de este proceso es, entonces, una portentosa construcción social de nuestra realidad.

Ahora bien, al incorporarse el cine en el imaginario de la sociedad de masas lo hacen también sus elementos constitutivos: secuencias narrativas, imágenes en movimiento, distintos ángulos de encuadre, planos sucesivos editados y sonorizados con cierto efecto deseado, etc. Todo un transcurrir ahora concebido de tal modo que la vida individual es pensada como una película vista por espectadores imaginarios que nos siguen a todos lados, interesados supuestamente en toda la extensión de nuestra mediocridad diaria. Una especie de Truman Show, pero en el que nosotros como protagonistas vivimos la simulación de estar concientes de ser grabados por alguna producción y observados por “alguien” -no importa quién. Lo que aquí cuenta es que el espectador ficticio sea lo suficientemente curioso como para involucrarse gratuitamente en nuestra insignificante intimidad de ciudadano medio y se construya así una nueva versión del yo (post narciso), mediatizado por una lente y por un público mudo y expectante.

La cámara de videofilmación es el vehículo por el cual se introduce esta nueva apreciación del sí mismo; la camarita como la nueva herramienta psicológica de autopercepción. El individuo solitario, cada vez más anómico, da la espalda al llamado de la logoterapia que le ofrece la búsqueda de un significado específico a su vida despojada; en cambio, el embrujo del cine literalmente lo salva de sus responsabilidades ante el mundo que le toca vivir y le sirve de modelo para reelaborarse como protagonista central de un drama anodino y carente de importancia. ¿Un narcisismo exacerbado, como apunta Humberto Beck?, ¿o quizá más complejo? ¿O acaso se trate de una representación diferente del sí mismo?

Como quiera que sea, lo cinematográfico se convierte ahora en una categoría existencial, una manera de estar en el mundo, mediada por cámaras y pantallas a menudo inexistentes salvo en los deseos personales. La imaginación fílmica del yo contemporáneo no sólo crea películas, sino que hace de todo lo que pasa en su mundo, una película personal.

Tradicionalmente en el cine, la relación espectador-pantalla (sujeto pasivo-objeto activo) estaba muy bien delimitada y su dinámica de intercambio hacía que el cine como relato se autocontemplase en la mente del espectador. Pero el hiperdesarrollo de las funciones de la cámara en la vida toda hasta llegar a la cámara casera (handycam) ha hecho que ésta se convierta en metáfora universal de la conciencia, sustituyendo al espejo de Narciso. Conversión que engendra una nueva concepción del yo: el yo cinematográfico. Aquí, la conciencia ya no se apoya en el ojo que mira su propia imagen, ni siquiera en la mirada del ojo reflejado (ese mirar mirarse de los poetas modernos), sino que la conciencia del yo se forja en una mirada ajena imaginando que se asoma con mediano interés a las pequeñeces de nuestro mundo a través de una cámara (auto voyeurismo mediado por el ojo de un camarógrafo o espectador ficticio). Ante los asedios contemporáneos contra el sujeto, he aquí una reacción social inopinada que refuerza el yo cognoscente, una genuina "fuente del yo". En este sentido, la cámara no es ninguna nueva visión de la historia (como la locomotora lo ha sido para el progreso), pero sí representa una nueva visión del yo y de su insulsa biografía. Aún más, podríamos afirmar que al descarrilarse el tren de la historia occidental, con la consiguiente pérdida del porvenir, lo que ha venido a consolarnos en nuestro infortunio es esta entretenida y banal versión cinematográfica del yo actual. (¿Pero el consuelo será lo único que nos quede?)

El impacto de este cambio de autopercepción ha conducido a consecuencias insospechadas en los medios de información. La desaparición paulatina de toda realidad que no sea filmada aumentaría la persistencia del deseo irremediable de ser mirados: camarización de las conciencias y del mundo. Una “efusión de realidad –dice Beck- nos recorre cuando una mirada de otro nos rescata de la nada” con su interés abúlico de mirón y metiche. Antes, con el narcisismo moderno, creíamos con toda pasión en la imagen que proyectábamos de nosotros mismos hacia los demás, y éramos capaces de defenderla con convicción hasta las últimas consecuencias –incluso la muerte. Ahora, estamos en el mundo sólo en la medida en que la conciencia ajena, imaginada o virtual, nos rescate del vacío. En el mundo del reality show, el deseo de ser pensados, de ser vistos, de ser conectados, lo es todo. La otredad –antes tan enigmática y aterradora- ahora nos constituye con su mirada hipotética. En ella reside la nueva facultad para otorgarnos la existencia redimida de nuestra pequeñez, aunque ésta carezca de toda significación histórica. Hasta aquí, el logrado artículo de Beck y sus implicaciones.


2) El yo mediado por una pantalla.- Sin embargo, llegado a este punto es necesario extender esta reflexión; de no hacerlo, estaríamos concibiendo sólo un lado de la relación del yo cinematográfico: el lado del protagonista. Pero nos falta completar el fenómeno con el supuesto yo que observa, ya sea a través del visor de la cámara (el yo camarógrafo) o a través de la pantalla (el yo espectador). Es decir, además del yo que es visto, hay al menos un presunto yo mirón.

Me ven, luego existo; pero también: veo a través de una pantalla, luego existo. Tan importante es salir en la tele como decirle a alguien: “te vi en la tele” -incluso el autoconfirmante por excelencia: “lo vi o lo dijeron en la televisión”. En otras palabras: el yo enfocado sólo en sí mismo parece una entidad autosuficiente que se regodearía por sí sola, pero ampliando el campo visual de análisis veremos que se trata en realidad de una relación social; el yo cinematográfico aquí propuesto no podría concebirse sin su público espectador –por imaginaria y neurótica que sea su visión. En este sentido, la función del público imaginario es tan protagónica como la del personaje central de una vida gris. El público también se realiza al constatar, a través de la pantalla, que del otro lado no hay nada excepcional ni diferente de su propia realidad; y cada espectador confirma que lo singular se ha desvanecido para siempre y que quien podría aparecer encuadrado por la cámara es él mismo y su lamentable derredor. Si ahora cualquier chavo que escribe versos puede ser poeta, y cualquier punketo puede destrozar las más elementales nociones musicales, grabar un disco y ocupar un lugar respetable del espectro comercial, entonces también cualquier vida rutinaria privada puede interesar a unos cuantos millones de iguales (blogueros del mundo, igualaos en un solo plano).

Asistimos con ello a esa glamorosa cultura mediática que pondera “la consagración del instante” (el irrenunciable grito de los románticos) como equivalente a salir “al aire” en un noticiero de radio, mandar un mensaje por celular para opinar sobre cualquier asunto, oír mencionado tu insignificante nombre en los micrófonos de cualquier foro, ver con satisfacción tu comentario publicado en un periódico acerca de alguna noticia o artículo editorial, añadir tu firma a una protesta por Internet dirigida a alguna institución de gobierno que jamás será atendida. Y así, pasamos del espejismo de la igualación a la cultura de la fosa séptica –tan fomentada por el poder mediático- en la que los derechos ciudadanos son convertidos en desechos de un público pasivo que, sin embargo, vive creyéndose activo partícipe de la historia.

Concebida así la cuestión, el yo cinematográfico forma parte central de una suerte de acción social decadente. El modelo del cine y su detrás de cámara habrá dado cuerpo así a la idea de la vida cotidiana posmoderna.


3) Lo visible.- El problema, sin embargo, no radica en la configuración cinematográfica misma adoptada por el yo y sus relaciones en la época de la decadencia occidental, sino en la visibilidad que arroja dicha configuración. Porque la percepción que los hombres van teniendo de sí mismos es siempre histórica, es decir, constitutiva del momento cultural por el que atraviese su sociedad, y si asistimos en estos tiempos a la transformación del yo moderno (el yo espejo) en un yo cinematográfico se debe al enorme peso histórico que han tenido los medios audiovisuales de alto impacto en el último siglo. De modo que el individuo concebido a sí mismo como inmerso en un maratónico programa televisivo o en una saga de cintas de corte autobiográfico quizá sea la forma específica predilecta en que la decadencia nos enmarque. Pero, ¿qué tipo de “cinematografía”, por así decirlo, se estará dando entre las miles y miles de personas insertas en la globalidad que las determina?, ¿será posible que no ya un individuo aislado sino toda una relación social completa pueda imprimirle a la percepción de su vida un perfil propio? ¿Podrá acaso convertirse la vida cotidiana de alguien o de una colectividad en cierto tipo de cine de autor?, ¿o podría acaso una comunidad contemporánea verse a sí misma como parte de una corriente artística, como una manera compartida de relatarse históricamente? Semejante cuadro de dudas es lo que seguramente se pondrá en juego en los tiempos que corren; qué calidad de comunicación, qué encuadres de la vida personal estarán por seleccionarse, qué historias, qué público… Qué estilo.

Para ello –repito- es necesario considerar la noción de lo visible: aquella yuxtaposición de códigos de distintos grupos sociales que resultan más o menos aceptados naturalmente por el espectador; como se trata también de otro concepto de carácter histórico, cada época ensancha o reduce, trastoca el horizonte y la forma de lo visible. Lo visible es lo socialmente aceptado como fotografiable o presentable. Sus cambios están ligados a las necesidades de los grupos sociales, cada uno de los cuales define su propio campo de visibilidad. Se trata de uno de los criterios de control social más efectivo que hayan inventado las culturas, puesto que determina los límites de lo permitido y los márgenes del cambio cultural mismo.

Pero también existe un margen de vulnerabilidad dentro del absoluto control de lo visible; particularmente en un filme: el cruce de los ejes diacrónico y sincrónico de toda cinta. Es muy sabido entre los historiadores la riqueza de información que representa una película realizada en cierto lugar y época de estudio; porque detrás de lo fotografiado se insinúa siempre un universo oculto “a punto de estallar”. Porque el cine no es un mero reflejo de lo real sino que es también un documento para el contra-análisis de la realidad social: una revelación. Lo visible puede ser analizado y valorado no por lo que muestra sino por lo que oculta.

Siendo en toda cultura el modelo de lo que se permite ver, lo visible -para la decadencia occidental- se ha expandido horizontal y verticalmente formando una vasta superficie plana de dos dimensiones. Dicha expansión de la visibilidad se corresponde con la expansión propia de los mercados, al grado de correr paralelamente e incluso confundirse entre sí. Como los mercados, lo visible ha tocado los límites mismos de la privacidad, extinguiéndola –recuérdese cómo empezó la “cámara escondida” sorprendiendo en su cotidianidad a ciudadanos que caían en trampas premeditadas para la comicidad del público; ahora ya ni siquiera existe el factor sorpresa...

Pues bien, el yo cinematográfico que hemos esbozado aquí obedece a cierto patrón específico de lo visible comercial en donde la cotidianeidad ha pasado a ser pública completamente: ahora me puedo permitir dormir, despertar, desayunar, bostezar, rascarme las verijas, ir al baño, humillar o ser humillado, exponer mis psicopatologías inofensivas, mostrar mis debilidades y la pérdida absoluta del decoro ante una cámara digital encendida -puedo incluso exhibir mi suicidio, como en Mar adentro, y conmocionar al mercado con altísimos raitings. Pero también los espacios tradicionalmente dedicados al amplio espectro de lo sagrado se han visto invadidos por lo visible: las diversas expresiones del dolor y sus vínculos emocionales, el momento de inspiración creativa, el inconmensurable tránsito de lo sexual a lo sublime, el inefable paso personal e intransferible hacia la muerte, y muchísimos instantes de excepción más, son ahora objetos susceptibles de un video. Lo íntimo perdió su dimensión, lo mismo que lo violento, lo vulgar, lo insulso, lo serio, lo crudo, lo institucional: un político haciendo un chascarrillo ocurrente y de mal gusto ante los micrófonos es equivalente a que lo porno llegue a todos los rincones. La vida del yo posmoderno, cinematografiado, mediado por cámaras reales o ficticias de video para un público real o ficticio, no es más que un montaje tan desprovisto de interés como una cinta porno. Por eso se podría decir que lo visible del yo cinematográfico en esta decadencia es la pornografización de la vida.

Pero si lo visible decadente se ha extendido a los lugares más recónditos de la vida privada y de lo sagrado en alianza con la poderosa expansión de los mercados, ¿qué es lo que todavía se oculta detrás de esa visibilidad, lo no permitido, lo no fotografiable? ¿Cuál es ese cosmos opaco "a punto de estallar" y de hacerse perceptible?


Lo prohibido es que las imágenes piensen...



Chapala, Jalisco, abril de 2010.