domingo, 3 de octubre de 2010

David Lynch: una topología del cine



Alejandro Rozado


Cuando, en Por el lado oscuro del camino (Lost Highway, 1997), alguien murmura por el interfón de la casa de Fred Madison la incomprensible frase: “Dick Laurent ha muerto”, asistimos al comienzo de una realidad espacio-temporal sensiblemente distinta a la concebida hasta entonces en el cine.

Si antes la acción de cualquier filme se desplazaba hacia adelante (o hacia atrás) sobre un tiempo lineal, con esta obra de David Lynch la acción se ve sometida a una desorientación fundamental que, no obstante ello, va trazando un nuevo transcurrir narrativo. Antes de Lynch, el relato en el cine podía ser progresivo o cíclico, reversible o no; incluso podía yuxtaponerse a otros o converger con ellos; pero en todos los casos la acción cinematográfica se desplazaba sobre una sola dimensión, semejante a las vías paralelas de un ferrocarril. Ahora, estamos ante un trastocamiento de esa temporalidad cinematográfica que suscita otro modelo de relato. El problema es que para describirlo y comprenderlo necesitamos un nuevo lenguaje.

Los calificativos hasta ahora vertidos para referir la obra de David Lynch se han agotado; cantidad de ellos -publicados en las secciones de crítica- se han convertido en basura carente de significado en un lapso relativamente breve de años. Expresiones como “genial”, “vertiginoso”, “pesadillesco”, “deconstructivo”, etc., se reciclan en columnas dedicadas a películas como Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), Twin Peaks (1991) o El imperio (Inland Empire, 2006). Con semejante repertorio de “conceptos”, lo único que demostramos es nuestra total limitación para abordar las propuestas de este grupo de obras de autor.

Peor resulta si acudimos al recurso del culto a la personalidad como fuente de comprensión. Descifrar las películas de Lynch a partir del método biográfico -siempre dudoso-, es particularmente decepcionante: la vida del cineasta norteamericano ha sido demasiado estándar como para que explique clave artística alguna de su cine. Y si intentamos partir de sus ideas declaradas, el resultado es repeor aún: las idioteces acerca de “energías universales superiores” que el cineasta predica en algunos foros no se distinguen de otras charlatanerías del pensamiento mágico que han surgido en Occidente. Cosa que, por cierto, ha caracterizado a no pocos artistas de ruptura en la modernidad, desde las alucinaciones de William Blake respecto de seres fantásticos que, según él, poblaban el mundo, hasta las paranoias incurables de Antonin Artaud y los muertos vivos que decía ver. Ello, sin embargo, no ha impedido que sus respectivas obras se desplieguen con gran autoridad sobre el panorama de la cultura moderna.

La clase de espacios que se van abriendo en cintas como Lost Highway, Mulholland Drive (2002) e Inland Empire requiere de un esfuerzo mayor de comprensión, más allá de la comodidad de compararlo con un mundo “onírico” y ya. Por ejemplo, Lost Highway circula mediante una deformación o, mejor dicho, un torcimiento de lo real, de tal modo que al cerrarse el ciclo del relato en el mismo punto de llegada (el interfón de la casa de Fred Madison) algo sustantivo ha cambiado. Si al comienzo el protagonista en persona recibe aquel recado anónimo de la muerte de un tal Dick Laurent, al final vemos al propio Madison murmurando la misma noticia en el interfón afuera de su domicilio. Los puntos de partida y de llegada, si bien son coincidentes, no checan pues el primer Fred Madison está adentro de su casa y el segundo no. Un Madison le comunica algo al otro... No se trata de una mera disociación de la identidad. Es, más bien, como si la realidad espacio-temporal se hubiese trenzado; como si las vías férreas hubiesen girado una sobre otra y recuperado después su paralelismo para llegar al punto de inicio. El trazo de semejante espacio se identifica con el modelo matemático de la Banda de Moebius, la cual consiste en una cinta plana vuelta longitudinalmente sobre sí misma y unida por ambos extremos para cerrar una circunferencia, pero con la particularidad de que la cinta también se gira de forma transversal al menos una vuelta antes de que los dos extremos de la misma se toquen -como se muestra a continuación:


En tal figura no hay ruptura sino un torcimiento flexible de la superficie, de modo que resulta imposible distinguir el derecho y el revés de la banda. Así, las vicisitudes de Fred Madison parecieran transitar de un plano de realidad -de por sí sospechoso- al envés del mismo sin solución de continuidad.

Pero las propiedades de la Banda de Moebius son apenas parte de una propuesta cinematográfica que se relaciona intuitivamente con cierta rama de las matemáticas conocida como topología. Esta disciplina estudia los rasgos invariantes de diversas figuras geométricas que se ven sujetas a transformaciones paulatinas sin romperse. La atención de este enfoque es todo aquello que permanece igual a pesar de las deformaciones posibles de un cuerpo en cuestión. Pongamos por caso una esfera de plastilina: a medida que vamos manipulando la figura, podemos llegar a darle otra forma cualquiera, digamos una taza. Se dice entonces que tanto la esfera inicial como la taza resultante de las modificaciones son “topológicamente equivalentes”. Hay, por tanto, una convertiblidad recíproca de ambos modelos, la cual siempre se da no con saltos bruscos sino paulatinamente. Por ejemplo en Inland Empire, el rostro de la vecina polaca que visita a Laura Dern en su residencia experimenta una deformación cuando el encuadre pasa discretamente de un close up a un macro close up, lo que provoca un desconcierto casi imperceptible, pero profundo, en la experiencia tanto de su interlocutora como del propio espectador. La impresión de esa misteriosa mujer antes de su visita es diferente a la que tenemos después; de por medio se ha dado una equivalencia o identidad topológica que sin embargo estremece.

El horror que distingue la obra de Lynch se apoya en esa deformación discreta de la realidad cinematográfica. Se trata de un cine topológico, es decir, de una propuesta en que el relato adquiere una consistencia literalmente plástica y moldeable.

Pero el cine de Lynch es mucho más desconcertante cuando esas transformaciones topológicas ya no sólo someten a cambio las figuras -como las deformaciones de las imágenes reflejadas en cualquier casa de los espejos-, sino cuando incursionan en la dimensión del tiempo. Volvamos a Lost Highway: una de las secuencias más perturbadoras es aquélla en que Fred Madison acude con su esposa a una fiesta y ahí se encuentra con un desconocido de siniestra presencia quien, malignamente, le dice que alguna vez fue invitado por el propio Fred a su casa. “De hecho, en este instante estoy ahí, en tu casa”. Obviamente incrédulo, Fred acepta llamar por teléfono celular a su domicilio delante del desconocido. Alguien contesta por la otra bocina allá, del otro lado de la ciudad, diciéndole: “Te dije que estaba en tu casa”…

Si se supone que en la idea que tenemos de la vida cotidiana un cuerpo no puede ocupar dos espacios al mismo tiempo, el acontecimiento lyncheano asegura lo contrario. Pero entonces se trastoca también la relación causal entre sujeto y predicado. La inconsciencia del asesinato de su esposa Renée (Patricia Arquette) no obedece a algún adivinable trastorno esquizofrénico de Fred sino al enmascaramiento de las identidades derivado de esa realidad modificada en que transitan los personajes. La misma topología ocurre sobradamente en Mulholland Drive, quizá la mejor película del autor hasta el momento.

La elasticidad que caracteriza a estos “filmes de media noche” hace que David Lynch sea el Fritz Lang del cine contemporáneo, pues esas contracciones y estiramientos de los espacios cinematográficos han demostrado su viabilidad en un tipo de cine de horror que se desplaza hacia el cine negro de ida y vuelta -desplazamiento que supo practicar el maestro alemán con holgura.


Ciudad Guzmán, septiembre de 2010.