lunes, 27 de junio de 2011

Hacia una sociología de la ''tragedia rural´´ en el cine mexicano


Alejandro Rozado


La realidad social que revela el cine

Vivimos ineludiblemente de representaciones. Aun los procesos primarios de la sobrevivencia humana como el trabajo o las guerras se ven envueltos por estas formas sociales; con mayor razón ocurre a los fenómenos culturales, los cuales tienen existencia en la medida en que fungen como metáforas sociales. Vivimos de representaciones y entre representaciones: vivencias que son convivencias. A tal grado asistimos a ese involucramiento cotidiano que en la mayoría de los casos sociales no hay, al parecer, diferencia entre la realidad y sus representaciones. A decir verdad, todo grupo humano con un mínimo de integración tiene por realidad lo que representa para sí acerca de ella. Pasamos el tiempo haciendo metáforas de la vida para seguir viviendo en ella, es decir: para que dicha vida sea una gran metáfora habitable.

El cine es, desde luego, una de las más visibles figuraciones sociales: constituye un enorme ventanal de nuestra historia reciente. A través suyo desfilan sin cesar representaciones de la sociedad, versiones abiertas y explícitamente admitidas que, sin embargo, encierran a su vez pasos simbólicos, signos opacos, desprovistos de inteligibilidad inmediata -pese a exponerse a la vista de todos.

Para descifrar posibles significados estéticos, psicológicos, socio-históricos o políticos, son precisos enfoques particulares: otros ojos para ver el cine. Quizá estas visiones se coloquen sobre puntos de perspectiva más distantes que la imaginería habitual, pero también gocen de mayor profundidad de campo y de una angulación privilegiada que ayuden a elaborar desconocidas y sugerentes lecturas del cine. Un primer propósito del presente texto es abrir estrategias de nueva visibilidad que hagan uso del cine para apreciar sociológicamente los conflictos significativos y rasgos históricos que enmarcan el espíritu de una época.

Sin embargo, este acto de cognición encierra otro que es su reverso: al asomarnos por ese gran ventanal del cine nos convertimos también en objeto observado; la realidad a la cual queremos arrojar nuestra mirada de pronto nos descubre: a la manera de La rosa púrpura del Cairo (de Woody Allen), alguien o algo nos contempla desde el otro lado, incluso más allá de la pantalla. Como en la sala de los espejos, asomarse al cine puede ser un encuentro desconcertante con uno mismo. Porque uno mismo es ese algo que nos mira desde la pantalla, o mejor dicho: no uno mismo sino ese otro que es el mismo. Si el cine ha sido objeto de crítica de los hombres, ahora los hombres quizá también podamos ser objeto de conocimiento de aquello que también hemos sido: la realidad social que revela el cine. ¿O acaso no puede el cine decirnos algo sobre esa realidad que somos?


El cine que nos constituye

Con esto quiero afirmar que el cine es parte de la ideación colectiva de una sociedad y, no obstante, se nos presenta al mismo tiempo como algo ajeno: a menudo como una combinación de historias contadas desde "afuera" de nuestra vida cotidiana con el único fin de entretenernos, pero otras veces también como un sujeto independiente que se vuelve hacia nosotros mismos... y nos señala y critica. Como sucede con toda representación social, somos sus creadores y simultáneamente no somos dueños de ella; las películas cobran vida propia más allá del argumento que las anima, y establecen relaciones entre sí tejiendo un complicado entramado de realizaciones objetivas que se incorporan a la realidad social y, frecuentemente, la constituyen. Repito: el cine nos constituye; nace de la sociedad, pero también organiza los valores sociales en un horizante moral que da límite y forma a nuestras conductas. Es, como diría Durkheim, un hecho social susceptible de ejercer sobre el individuo una coacción para pensar, sentir y actuar de cierta manera.

La presente es una reflexión sociológica que parte de la certeza de que durante el último siglo han surgido sociedades (culturas) gracias al cine, es decir, situaciones históricas en las cuales la contribución del cine a la construcción social de la realidad ha sido decisiva. El México de los cuarentas es uno de dichos casos.


El cine de los 40's: una respuesta histórica

Ubiquemos el problema: después del enfrentamiento armado de 1910-1920, y durante muchos años, gran parte de la producción artística y cultural (la literatura, la plástica, la música, etc.) exhibió una reiterada, ostentosa y a menudo creativa voluntad de revelación de una suerte de "calidad natural" que diera significado y razón de ser a la sociedad mexicana, frecuentemente identificada con la nación. En buena medida, ese aliento nacionalista que exhaló la revolución mexicana, desde la política y la economía hacia las esferas culturales, impregnó también de optimismo a la naciente actividad cinematográfica; de ahí el radicalismo fotogénico de sus imágenes -relanzadas con extraordinario vigor por el rodaje en estas tierras de la película ¡Viva México!, del director soviético Sergei Eisenstein a principios de la década de los treinta- que reveló una acusada vocación paisajista y folclórica de gran parte de los films de aquella época; de ahí también el surgimiento, auge y hasta longevidad de la comedia ranchera -auténtico "subgénero nacional"-, por sólo dar dos ejemplos. La búsqueda formal de una esencia nacional en el cine pasó por el pintoresquismo anecdótico y visual de no pocas producciones.


Tradición y modernidad en el cine mexicano

Como quiera que se hayan manifestado las variaciones en esta tradición cinematográfica, mi punto es el siguiente: un examen lo más sistemático posible de las películas representativas de los años 1930-1950 nos ayudaría a descubrir que aquel vigor plástico y ese arrojo instintivo por la imagen natural de México ocultaba una ambigua aunque también urgente necesidad cultural, plagada de inseguridades y sobre todo de incapacidad moderna, para enfrentar la crisis espiritual que el progreso le planteó al país. A saber, principalmente, el problema de cómo enfrentar el desarrollo económico y político acelerado, junto con sus inevitables consecuencias de freno al programa de reformas sociales, crecimiento acelerado de la economía, ampliación inusitada de la burocracia estatal, industrialización y urbanización exponenciales, migraciones crónicas del campo a la ciudad, etcétera, cuando la misma revolución dejó ver universos abismales de tradiciones ancestrales en el campo y en los numerosos barrios de artesanos, liderazgos carismáticos locales muy pronunciados y formas de vida social en general cuya racionalidad parecía incompatible con la modernización capitalista. Este dilema alcanzó niveles contradictorios muy agudos que resintió el cine de entonces.

Ahora bien, no siempre la agudeza de los conflictos desemboca en rupturas o revoluciones culturales y artísticas; los resultados dependen de las aptitudes que los hombres conservan para semejantes enfrentamientos. Si una sociedad no está preparada para los cambios que la necesidad histórica propone, entonces sus artistas e intelectuales tienden a cerrar filas y dar la espalda, no a los cambios -pues éstos de todas maneras se dan-, sino a la crítica necesaria para interiorizar dichos cambios. El cine mexicano, especialmente en los años cuarenta, optó casi naturalmente por este último camino. Sin embargo, al cerrarse a la crítica y complacerse con el tradicionalismo inofensivo de sus formas, dicho cine no dejó de contribuir con su imaginería propia a la reelaboración y proyección del conflicto, dándole ordenamiento moral y socializándolo ampliamente entre la población, a través de universos simbólicos y códigos de conducta esquemáticos que perfilaron una forma singular de cohesión social nacional.

Estas líneas formarían parte de un esfuerzo mayor por comprender los procesos sociales por los que el cine mexicano de aquellos años absorbió la tensión entre las formas de vida tradicional y las modernas en la cultura mexicana, y cómo reelaboró esa tensión, por distintos medios formales, aportando su parte visual-dramática a la cosmogonía colectiva que dio perfil, cuerpo y sustento a la sociedad ulterior. Un proyecto mayor contemplaría enfoques multilaterales como el análisis del surgimiento y auge de subgéneros como la comedia ranchera, el melodrama familiar y la comedia picaresca; estudios comparativos de géneros y de algunos directores, la importancia de los grandes divos de la época de oro y, en fin, distintos aspectos que presenta la relación tradición-modernidad en el cine y la sociedad mexicana. El reto que esto representa es brindarnos la ocasión de explorar un terreno todavía poco conocido por las disciplinas sociales en nuestro país: la cultura.

De algún modo, se trata de acercarnos por nuevos senderos a la realidad intersubjetiva que dominó en el país como resultado del movimiento revolucionario. Hasta la fecha, existe poca preocupación por reconstruir el horizonte subjetivo -tanto ideas como creencias- de la época post-revolucionaria; la mayoría de los trabajos históricos se han centrado en estudios socio-económicos y políticos, abocados a encontrar las claves del ingreso de México al desarrollo y sus secuelas que hoy en día aún estamos pagando. Sin embargo, en la trayectoria de la legitimidad que construyó el Estado mexicano post-revolucionario hubo componentes culturales, particularmente en el cine, sin los que no hubiera sido posible transformar tan drásticamente al país como se hizo a partir de 1950.


Cine y progreso

Pero, ¿es posible afirmar que un fenómeno "superestructural" como el cine cumpla funciones tan determinantes en el seno de una sociedad? Provisionalmente responderemos que sí: durante el siglo que lleva de vida, la cultura cinematográfica ha ocupado, en algunos casos históricos concretos, el mismo lugar preponderante que en sociedades anteriores desempeñaron distintas estructuras y simbologías religiosas, artísticas o políticas. La década del 40 en Italia y en México serían dos ejemplos muy notorios -por no hablar del enorme papel del cine norteamericano en la configuración de la conciencia mundial contemporánea. Invento enmarcado en la segunda revolución industrial -a fines del siglo XIX- el cinematógrafo acompañó desde sus primeras cintas al progreso y sus distintas formas de modernización, testimoniando el surgimiento de sociedades de masas con un lenguaje visual propio rápidamente desarrollado y extendido entre las multitudes del siglo posterior. No fue mera casualidad el hecho de que uno de los primeros filmes de la historia fuese el encuadre de la llegada de un ferrocarril; éste, al movilizar a cientos de miles de inmigrantes y a ejércitos enteros, consolidó el mercado interno de las naciones; fue el motor que aceleró los tiempos de la modernidad, hizo crecer la vida social y ensanchó la movilidad y la potencialidad del hombre medio. El cine atestiguó ese extraordinario proceso desde las primeras cintas y fue imagen inmediata de esa sociedad de masas en expansión.


La invención cinematográfica de México

Sin embargo, al referirme al caso mexicano quiero resaltar la excepcionalidad histórica que lo circunda; la influencia social de la cinematografía nacional en el periodo señalado fue de tal profundidad y redondez que podemos considerarla no sólo única sino también límite. Quizá sea más claro y directo lo anterior si apelamos a una experiencia ampliamente socializada y aceptada como tal: la evocación de la década de los cuarenta como la época dorada del cine mexicano; evocación desde la cual se despeñan decenas de imágenes cinematográficas sobre la memoria. Las historias, roles y conductas en vías de institucionalizarse poseen, gracias a virtuosos encuadres filmados para la eternidad, un referente de impresionante persistencia visual en nuestra cultura. Tal vez sean los "ídolos del cine nacional" sobre quienes descanse el gran mito de aquella década: Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, los hermanos Soler, Pedro Infante, la Doña... Una sucesión de presencias inapelables colmaron con sus conductas dramáticas (dentro y fuera de la pantalla) casi todos los espacios de la vida cotidiana; sucesión, en fin, de momentos pretéritos cargados eventualmente de actualidad. Divas y divos alimentaron necesidades sociales de no poca importancia... para bien y para mal; no reflejaron la realidad social mexicana, la representaron: le dieron otra dimensión.

Es relativamente fácil identificar los arquetipos sociales que aquel cine encarnó (la madre abnegada siempre al borde del llanto, el padre autoritario pero en el fondo bueno, el joven ranchero cantador y carismático, el salomónico cura del pueblo, los pícaros del campo y la ciudad siempre dispuestos a subordinar sus papeles, el cacique villano, el campesino casi siempre de fondo escenográfico, etc.). Un poco más complicado es explicar por qué, cómo y para qué dichos arquetipos cumplieron una función tan básica en la configuración del orden social. Si se me permite la analogía, el cine cuarentenal mexicano fue a su sociedad como los padres a sus hijos, en cuanto a la conformación del carácter y de la impresión cosmogónica se refiere. Pero entonces la realidad de dicho cine quizá tenga un carácter fundador. Ciertamente, no es gratuito que se haya dado en llamar a sus protagonistas, los "clásicos": el modelo a seguir, el conjunto de factores (temáticas, manejo formal, ordenamiento de géneros cuidadosamente regimentados, actores, directores e, incluso, público) que tallaron un relieve subjetivo de extraordinaria solidez sobre la realidad social de la época.

¿Y qué fundaron esos "clasicos"? No es difícil colegir que el cine dio imagen, forma y espectáculo a una extraordinaria mentira nacional: el nacionalismo como concepción cultural hegemónica para todos los mexicanos. Si el país se adentró en la jactanciosa empresa del progreso, sin sociedad civil consistente, sin democracia política, sin reforma crítica en la moral pública, sin enriquecimiento de las ideas y, en fin, sin la necesaria interiorización de los nuevos problemas que significaron un cambio de vida tan brusco como el que vivió México, entonces dicho progreso sólo podría provenir autoritariamente "de arriba hacia abajo", desde el Estado asistencial hasta la sociedad pasiva, desde el subsidio hasta el mal manejo del mismo, desde las empresas estatales hasta el derroche infinito de recursos con bajísimo aprovechamiento, desde la presidencia de la república hasta las grandes organizaciones corporativistas que hicieron posible la alianza de las clases sociales para tan alto propósito. El progreso institucional, sin embargo, tuvo que echar mano de un recurso fundamental para inducir en la población una transformación tan gigantesca como vertiginosa: la ideología nacionalista, ese juego de prestidigitación en que se combinaron los valores tradicionales milenarios que reveló la revolución mexicana con la vergonzante necesidad de eliminarlos históricamente en favor de una sociedad con "más y mejores beneficios". El nacionalismo cinematográfico fue el escaparate donde millones de almas extraviadas de su origen rural identificaron en las historias de la pantalla grande los senderos convergentes de un Gran Relato -ficticio mas verosímil- sobre la historia nacional que diese sentido al nuevo escenario: un país industrial, urbano, capitalista, centralista, autoritario, profundamente desigual, corrupto y dependiente de los Estados Unidos. Enorme operación intelectual y artística que ejecutó el cine de los cuarentas con resultados efectivos para que prosperase así el progreso durante las siguientes décadas.


El cine de Emilio Indio Fernández

La más importante aportación cinematográfica de aquellos años decisivos para la formación de la hegemonía nacionalista fue la que realizó el equipo de colaboradores del cineasta Emilio Indio Fernández, entre quienes destacan: el fotógrafo Gabriel Figueroa, el guionista Mauricio Magdaleno y los actores Dolores del Río, Pedro Armendáriz, María Félix, Columba Domínguez y Roberto Cañedo. Todos ellos participaron en la elaboración del Gran Relato, el mito mayor cuyos componentes ofrecerían un nuevo sentido nacional a la sociedad en ciernes. La obra de Emilio Fernández durante los cuarentas fue la que elaboró de la manera más acabada un nuevo universo simbólico coherente y cerrado; una repuesta profundamente sensible a los cambios que padecía la sociedad mexicana pero, al mismo tiempo, inflexible en su intención de exponer certezas visuales, miradas rotundas, contundentes e inapelables, temerosas de lo desconocido.

Porque las épocas de transición suscitan, a la par de los grandes cambios, grandes dudas. Si éstas se dieron en la década postcardenista, ahora podemos afirmar que no hubo tierra fértil que las hiciese crecer. Si hubo marejadas, la sociedad se aferró a la tabla ideológica de lo nacional que la salvó del naufragio; si hubo encrucijada (tradición o modernidad), la intelectualidad y los artistas optaron por renegociar ese dilema y convertirlo en un solo camino: el nacionalismo cultural. Acostumbrada a cerrar filas ante el menor asomo de crítica, la inteligencia mexicana clausuró la consideración de otras sensibilidades y percepciones más dispuestas a la reflexión y al diálogo. Es tan profunda esta disposición cultural entre los mexicanos que haber atravesado sucesivamente en la historia ideologías tan modernas como el liberalismo, el positivismo y el socialismo, ello no nos hizo modernos, pues se mantuvo intacta nuestra estructura psíquica-social. 


La tragedia rural: el gran relato nacionalista del cine

Al percibir los grandes trastornos de la vida tradicional -particularmente con la contrarreforma agraria-, lejos de explorar lo incierto y problematizar dramáticamente la nueva circunstancia nacional, Emilio Fernández incluyó dichos cambios en una cosmogonía magnificada, trágica y altamente estética, dolorosa pero absolutamente indudable: lo que llamaremos aquí la tragedia rural. Fernández con ello tensó al máximo su propia imaginación hasta redondear casi un género personal: el mundo rural consuetudinario desafiado por el amor de modestos héroes individuales que sucumben trágicamente a un destino duro y liberador a la vez. Con Pueblerina (1948), el universo del cine que predominó por esos años quedó concluido; después, tendríamos ídolos taquilleros e historias urbanas -suerte de secuela del tránsito de la mano de obra del campo a la ciudad-, pero ni una sola idea más correspondiente a esa tradición nacionalista, sentimental y nostálgica. Tuvo que surgir otra vena artística muy diferente a la anterior -con Luis Buñuel a partir de 1950- para que el cine mexicano se zambullese en el turbulento ácido de la crítica y la ironía con una nueva concepción de las cosas.


La personalidad del Indio dejó ver siempre una dualidad emocional muy marcada, una contradicción de la cual se alimentó renovadamente: por un lado, fue un hombre tradicional de cepa, machista, alcohólico y agresivo -incluso peligroso cuando andaba armado-, amante de los gallos de pelea y las costumbres de la campiña mexicana; es decir, vivía en un mundo cuyos valores eran auténticas piedras de toque, vértices legendarios que brillaban como jades antiguos, sagrados, sólidos e inquebrantables; pero por el otro lado, fue un hombre que creía en el progreso ciegamente y, del mismo modo, creía que las instituciones establecidas habían surgido naturalmente de las viejas tradiciones populares que reveló el movimiento revolucionario del cual él mismo provino. Fue por tanto, un nacionalista más de tantos que hubo en ese México todavía temprano.

Pero esta "naturalidad" ideológica se convirtió en su cine en una verdadera conmoción artística; el progreso perturbó la sensibilidad de Fernández: éste presintió en su lenguaje cinematográfico que el paso de la tradición a la modernidad no estaba aún resuelto. El conflicto fue tan agudo que el realizador se vio obligado a imprimir una fuerza visual y un temple dramático a sus historias que lograron absorber y transformar dicha tensión en un estilo trágico-rural muy personal. Un estilo: reacción y camino, impulso y solución, propuesta estética y moral a los grandes problemas sociales. 

Aquí, la socialización que conlleva el cine va más allá de la mera función reflejante de lo real-social, pues se trata de una respuesta, de una lucha que el artista efectuó para plasmar formalmente su visión moral del mundo. Al delinear con nitidez su propia mirada, Emilio Fernández iluminó con nuevos significados a las realizaciones anteriores e, incluso, posteriores; al delimitar los rasgos formales de la tragedia rural en su obra, reagrupó el archipiélago de películas que lo rodean, les otorgó un nuevo centro de gravitación y las convirtió en corriente de opinión: hechos sociales, gigantesca veta sociológica localizada en el corazón de la cultura.

En otro espacio analizaremos con más detalle las características de la obra de este importante cineasta mexicano desde la perspectiva sociológica que pretendemos.


(Una primera versión de este ensayo apareció como primer capítulo del libro: Cine y realidad social en México, de Alejandro Rozado, Guadalajara, U de G, 1991.)


Guadalajara, Jal., junio de 2011