viernes, 22 de julio de 2011

La soledad del jardinero izquierdo (crónica chilanga)


Alejandro Rozado


Estaba la casa llena. El sol me tenía en ascuas, las manos pegajosas de sudor y todos gritándonos el hastío desde lejos. Ese episodio en particular se hizo interminable, y como no había cátcher, cada pichada que el bateador en turno dejaba pasar provocaba que la pelota rodase entre los matorrales secos atrás de la cancha; aquel llano se engullía nuestras voces convertidas en hilos neuróticos que querían terminar ya con el juego. Estaba la casa llena y sólo un out en la última entrada. Alex Reina, nuestro pítcher “estrella” de escasos trece años (aunque por lo enano parecía de once), cubría toda la ruta de un juego a siete innings. Encerrado en un mutismo desconcertante, el chico lanzaba impetuoso la pelota a home con un descontrol proverbial que desesperaba aún más a los contrarios. No éramos un gran equipo de béisbol: casi siempre perdíamos contra los del Madrid; pero en ese día caluroso de mayo de 1969 íbamos ganando. Tor en primera base, José en segunda, Víctor en el short, Rodrigo en la tercera; Felipe, Lalo y yo en los jardines. Como dije, no había cátcher. Ahí estábamos todos, o al menos los fundamentales, los mismos cuates de la cuadra que horas después festejaríamos nuestro triunfo en casa de Felipe escuchando nuestra nueva adquisición: This Was Jethro Tull, un disco rarísimo con muchos perros en la portada. Sesión para no iniciados: una canción para Jeffrey, serenata en flauta para un cucú, rock para viajar a todas partes y Dharma para uno. Caminar la tarde bajando la loma de los Estudios San Ángel hacia la casa de Sharky, la ciudad de México dorándose espléndida ante nuestros ojos, dueños de algo que nos raptó el tiempo en el sigilo, los discos LP bajo el brazo, los cigarros listos, el aire fresco emboscando el momento, deteniéndolo ahí, mientras esquivábamos el follaje caído de los pirúes de la avenida Altavista... Era la primavera del 69 y habíamos cerrado el juego del mediodía con un double play: de Víctor a José a Tor. Cerramos como nunca más lo haríamos. También esa tarde bajábamos a casa de Sharky dueños –como digo- de algo que, sin perderse del todo, jamás recuperamos; algo que huele a tierra húmeda y que flota en un atardecer contemplado desde la glorieta de la calle Guadalupe, de cara al Panteón Jardín, los amigos sentados, fumando Raleigh sin filtro, el empedrado parejo y brilloso, y esa generación viniéndosenos encima sin percatarnos. ¿Qué fuimos? Indescifrable espíritu, pequeñas cábulas cotidianas, magia inefable de las noches azules que tomaba cuerpo al dar inicio Bob Dylan con su piedra rodante; Proyección 590 sintonizado en el radio de un Volkswagen, los viajes de aventón, la greña larga, los campamentos al Desierto de los Leones que trenzaban jornadas al interior de cada uno de nosotros. Tor y yo hacíamos planes para irnos de guerrilleros –a nadie le decíamos: iba en serio. “Adolescencia, tierra arada por una idea fija” (Octavio Paz). La vida se nos iba en serio y apostamos por ella. ¿Qué construimos mientras practicábamos, asiduos, con los bats y las manoplas? Noches enteras de dominó, Love is con Eric Burdon interceptando fantasmas personales, “Pierna-buena” todos los días y un código estrecho de identidad protegida. Resguardada. Y la edad se desbocó sobre ello. Los recuerdos se confunden y me aferro a un comienzo, el que sea, al menor pretexto. No quiero reconstruir esa historia, no hay ocasión para racionalizarla y asignarnos dudosos roles; sólo siento la necesidad de decir algo que nunca dije, pero que percibí allá en la soledad del jardín izquierdo; algo que, sin saberlo con exactitud, deja abierta una herida por más de cuatro décadas. La vida era un soplo que se esfumaba de las manos sin poderla retener; necesito zambullirme en los orígenes, en esa comunión, esa complicidad invisible y sobrentendida que aún brilla en nuestros ojos, ese secreto que poseíamos y que no puedo guardar solo. La memoria falla, pero la imaginación puede evocar el pasado y fundirlo con la pasión del mediodía, allá en el llano, cuando aquel roletazo cayó en el guante de Víctor, a José, a Tor. Double play! que jamás repetiríamos.


(Texto publicado en abril de 2005 en la revista Tragaluz.)

martes, 12 de julio de 2011

Tradición y modernidad en el cine de Emilio ''Indio'' Fernández


Alejandro Rozado


Dadme las pautas matrimoniales,
las normas morales que dominan la vida familiar,
y os diré las características principales de su organización.

EMILE DURKHEIM


El epígrafe que encabeza el presente ensayo bien podría asociarse a las pautas éticas y estéticas de una vida subjetiva tan formidable como la del cine de cualquier sociedad histórica particular. En México, de toda la producción cinematográfica filmada durante la década de los cuarentas, la obra dirigida por Emilio Fernández destaca notablemente por las resonancias trágicas que adoptó en la pantalla el problema de la modernización capitalista -problema crónico, por cierto, para nuestro país desde los inicios de la era republicana. Más específicamente, la tragedia rural que elaboró este cineasta se convirtió en discurso reordenador de una nueva versión de sociedad: la nación inventada para millones de campesinos en vías de su proletarización urbana. 

Para ello, Fernández se apartó de la representación melodramática -tan vigorosa en toda Hispanoamérica- para internarse en una zona artística donde el conflicto histórico que vivió el país generó una verdadera experiencia de conocimiento. La obra visual del Indio Fernández desplegó -de una película a otra- un reiterado y claro planteamiento de la lucha entre los valores tradicionales comunitarios y los valores del progreso -esa máscara de la modernización con la cual, en ocasiones, todavía creemos dialogar. Ambos valores corresponden a modelos de desarrollo social enfrentados que han tenido igual pertinencia histórica en la formación mexicana. En el caso de este cine de autor, la resolución de un valor en otro fue claramente un conflicto trágico.

El siguiente ensayo se propone esbozar las partes componentes de la experiencia trágica en el cine de Emilio Indio Fernández, partiendo de la convicción de que la fuerza poética que este cine estableció tuvo un carácter fundacional, tanto para el cine mexicano mismo como para la nación que lo contempló. Pocos artistas logran que su obra impacte y conmueva la sensibilidad colectiva de un pueblo al grado de proponerle origen y sentido estético a su vida. Emilio Fernández fue uno de ellos.


Un cine genesiaco

Las películas que sustentan este análisis son las más significativas de la obra del Indio entre 1943 y 1949 -su mejor época sin duda alguna-; ellas son: Flor Silvestre (1943), María Candelaria (1943), Bugambilia (1944), La perla (1945), Enamorada (1946), Río Escondido (1947), Maclovia (1948), Pueblerina (1948) y La malquerida (1949). Todas desarrollan las propuestas trágicas del autor sobre la atmósfera rural de un México casi intemporal. En ellas, Emilio Fernández consigue una unidad cinematográfica sin precedentes e inigualable posteriormente por los cineastas mexicanos -incluyendo al propio Fernández. Las claves de esta unidad radican en la lograda representación quietista de un cosmos iconográfico en el cual Naturaleza, Tiempo y Comunidad aparecen como los elementos de una totalidad originaria y equilibrada. México es ese cosmos, el principio y el fin de la tragedia popular: su geografía; su pueblo; su clima, ruinas y provincias; su pasado ancestral siempre revivido; su ambigua nación... Todo aparece fundido en un concepto fílmico capaz de constituirse en génesis, fuente de enormes posibilidades de situaciones, ecos y correspondencias en nuestro cine posterior.

El sentido trágico del Indio Fernández consistió en exponer la inserción problemática en esta totalidad -cósmica y mexicana a la vez- del hombre histórico como un ser concreto dotado de impulsos propios y centrífugos en relación a su origen "natural". El trayecto que describen sus películas no es más que la tensión sostenida entre, por un lado, el individuo perteneciente a esa totalidad que la representa arquetípicamente y, por otro, el Destino; se trata de una privilegiada forma fílmica que potencia la identificación del pueblo-nación con ese origen trágico y con la fatalidad de sus protagonistas. Éstos ejecutan su pasión amorosa, su ilusión de una vida mejor y diferente, sus más conmovedores deseos, enfrentándose al todo que los ha constituido. Atrevimiento de las criaturas humanas, noción de libertad que echa a andar a la Historia y dota de sentido a los pueblos, osadía sacrílega que desquicia las fuerzas del universo. Pero también asistimos al origen de la desdicha, del desenlace doloroso, inevitable y predestinado de los héroes, del patetismo intenso y ritual que consagra al mito de un pueblo condenado y, por ello mismo, enaltecido por el padecimiento.

Personajes como María Candelaria y Lorenzo Rafael adquieren grandeza mítica justamente en virtud de su inocente osadía -amarse contra la tradición de la comunidad- y de su consecuente castigo. Sin el pecado del atrevimiento, así como sin la expiación de la culpa (el pago sagrado de entrega al cosmos, la asunción del destino como regreso al origen fundamental), no existiría el sentido histórico vital de los pueblos en el imaginario social, ni su perfil dramático, ni su identidad nacional. El Indio tuvo la circunstancia de proponer con su cine genesiaco una idea de nación, magna y apasionada, dolorosa y ritual, aunque -como veremos- también demagógica y oficialista.

El carácter unitario de este cine de autor estriba, por encima de su línea argumental anecdótica, en la composición cinematográfica de sus elementos, elaborada cuadro por cuadro y secuencia por secuencia. Cada factor constitutivo de este cine se pliega a la unidad de destino que rige la atmósfera de las películas. Nada sobra en el ceremonial fílmico del Indio, ni siquiera la fotografía de Gabriel Figueroa -a menudo criticada y desdeñada por "paisajista", "folclorista" o "deliberadamente pictórica"-: los firmamentos y ensanchados crepúsculos detrás de los personajes, el hieratismo de los rostros, la limpidez de la luz y la magnanimidad de la escenografía arquitectónica de las iglesias y los cascos de hacienda, subrayan la visión cosmogónica del autor, su férrea voluntad por expresar la vida de una sola pieza; el cielo y la tierra contemplando, impasibles, el empeño de sus crédulas criaturas; el sol señalando líneas dolorosas, sugiriendo caminos, cayendo inclemente sobre los héroes desgraciados; el maguey suplicante tensando sus extremidades al cielo y al surco; la luna o el mar embravecido recordando la pequeñez del hombre y la grandeza de su fe equivocada.

Varias secuencias de, digamos, La perla o Pueblerina conquistan algo poco común en el cine mexicano: la imagen poética, que no es lo mismo que la imagen fotográfica o la suma aritmética de encuadres. La imagen poética del cine del Indio es algo que va más allá de la iconografía -aunque con ella se expresa; es aquello revelador de sentido que rebasa las técnicas de narración cinematográfica y que se consuma en todo instante del tiempo fílmico convocado con maestría por el director. Momento a momento, la intensidad es completa: máxima, incansable e inalcanzable, sin descensos ni secuencias de relleno. El Indio en busca del instante consagratorio, quieto, desbordante de absoluto.


La pauta de la tragedia rural

Los héroes rurales, prototipos del cine primario de Emilio Fernández, viven la ilusión de que el orden ancestral al que pertenecen dé cabida a sus deseos sin que por ello se resquebraje; aspiran a ser admitidos con su voluntad individual por una Naturaleza y una Comunidad sostenidas por el respeto a la tradición, las costumbres y la jerarquía mexicana. Es el deseo de un imposible: ensanchar los cauces de la Armonía consuetudinaria, reformar un mundo que no admite cambios, desatar los nudos que retienen el corazón del cosmos en busca de un nuevo centro.

Ilusión de vida mejor, búsqueda, atrevimiento, conflicto entre pasado y presente, cólera de los dioses, castigo que purifica y revitaliza el orden y otorga sentido al pueblo que revive la tragedia de sus héroes: tal es el círculo trágico del cine del Indio Fernández. La condición dual de ser criaturas de Dios y de actuar por cuenta propia, hace a sus personajes seres destinados a padecer para purificarse y, con su ejemplo, purificar a su pueblo. El cine propone al país un itinerario visual hacia sí mismo.

Desgarrado por los proyectos de modernización, México imagina su nuevo origen mítico y el camino doloroso del regreso. La libertad de los hombres no es el fruto moderno de la civilización sino la fuerza impulsiva de la naturaleza humana; no un delicado producto objeto de cuidados democráticos sino un principio constitutivo del inflexible destino. La libertad como el motor que hace girar a la fatalidad y es envuelto por ésta. Los valores fundamentales de Emilio Fernández -libertad, amor, honor- descansan en la tradición amenazada por los cambios modernos. Su cine expone míticamente cómo encara el orden consuetudinario dicha amenaza.


La nación inventada

También es un cine que cree encontrar el rostro de la nación. El trazo de rasgos rigurosos y francos como los de Pedro Armendáriz y Roberto Cañedo, así como las brillosas miradas sumisas cubiertas por los rebozos de Dolores del Río, María Félix y Columba Domínguez constituyen arquetipos y puntos de referencia de una mitología agraria que, asombrosamente, se expandió en una sociedad que emprendía su modernización acelerada. La limpieza de sus sentimientos, la honradez y humildad que reflejan esos rostros apasionados, la pretensiosa entonación indígena que procura acentuar la ingenuidad -y que tantas sonrisas tolerantes ha provocado en la crítica ventajosa de la actualidad-, se corresponden con la claridad y pulcritud de las imágenes. Las relaciones humanas de estas tragedias son nítidas y transparentes como el aire fotografiado, incluso cuando los villanos entran en escena. Los malvados aparecen rebosantes de franqueza: su hipocresía interesada no engaña a nadie, no son laberínticos ni atormentados, exhiben sus titubeos y debilidades abiertamente, su maldad es tan natural como la tierra que pisan. El propio Fernández en Flor Silvestre, Miguel Inclán en María Candelaria, Charles Rooner en La perla y Carlos López Moctezuma en Río Escondido y Maclovia representan a los villanos mejor elaborados por El Indio: su perversidad es igualmente orgánica como la heroicidad de Armendáriz o Cañedo.

La armonía originaria de Fernández no es la felicidad en un mundo utópico sino el juego entre la ambición y el amor equilibrados por poderosas costumbres intransigentes. Por las mismas razones, tampoco hay personajes fascinantemente oscuros; cuando los héroes se ven asaltados por la duda, los atraviesan gesticulaciones teatrales arcaicas y arqueamientos pronunciados de cejas sobrecargados de close-ups y encuadres contrapicados. La franca y rudimentaria intensidad de las situaciones extremas se acompaña de una música insistentemente patética y tremendista y una auténtica afición a la inmovilidad en el corte de cámara: no hay labor fina, mediaciones tonales o siquiera dinamismo en el montaje sino sucesión de momentos quietistas, petrificantes, sin suspenso ni ambigüedad. Así es la nación del Indio.


La armonía alterada

El orden primario no es, por supuesto, igualitario sino jerárquico; cada ser tiene su radio de vida y su destino propio. Las diferencias sociales apuntalan el orden nacional. Las tragedias de María Candelaria y Lorenzo Rafael y del pescador Quino y su mujer comienzan cuando pretenden modificar ese orden implantado por los cielos -como lo deja ver muy claramente la fotografía de Figueroa. Ellos luchan por impulsar su pasión individual: tímido ejercicio de libertad frente al peso de la tradición inamovible, frente al destino que distancia a los enamorados. La imposibilidad de este acto elemental por la existencia es el origen de la tragedia que conmueve al Indio Fernández. Las diferencias sociales como en Flor Silvestre y Bugambilia, el origen bastardo en María Candelaria, la misión encomendada a la maestra rural excluyente del compromiso sentimental en Río Escondido, la condena purgada en el pasado y el honor mancillado en Pueblerina, la circunstancia que separa al padrastro enamorado de su hijastra en La malquerida, aparecen como calamidades naturales que abisman la plenitud del amor. Los personajes se rebelan, sin saberlo, contra semejante destino confiando en su perseverante voluntad personal. Violación ingenua. Santa profanación. Con ella, los héroes crecen en su caída. La pareja trágica se forja una ilusión de nueva vida que supere los determinismos naturales y comunitarios que le han dado existencia; dicha ilusión se convierte en verdadero reto al sol y su corte de nubes majestuosas, en blasfemia y nuevo credo de la voluntad humana libre. Lo importante de este nuevo reto a las fuerzas naturales es que revienta en el sacrilegio, en la ruptura del equilibrio del cosmos ideal. Restaurar este equilibrio es el camino que se verán impelidos a cursar dolorosamente los personajes. Las nubes expresionistas de Fernández-Figueroa contribuyen en ello a una plástica manifestación divina que testifica, vigila, custodia, el comportamiento tenaz de sus desgraciadas criaturas en vías de su purificación.

En las películas abarcadas por esta reflexión, el ciclo señalado de profanación, arrepentimiento y sacrificio como forma enaltecedora, se condensa en momentos clave aunque no necesariamente espectaculares. En Flor Silvestre, el enfrentamiento entre el padre porfirista y el hijo revolucionario alcanza la tentación parricida, contenida en la amenaza de José Luis de golpear a su progenitor, y culpabilizada al buscar la venganza contra el asesino de su padre. José Luis termina fusilado, sin poder culminar el empeño de su amor condenado por las diferencias sociales. En María Candelaria, la pareja de enamorados es despreciada y acosada por el origen pecaminoso de la heroína. Este filme contiene varias secuencias que aluden a la misma estructura que comentamos; recordemos tan sólo el momento de identificación amorosa entre María Candelaria y Lorenzo Rafael: mudos, desprovistos de toda elocuencia, echando a navegar la chalupa en una gran noche de luna llena a través del mejor de los silencios; aquí la revelación de amor de María Candelaria se ve interrumpida por la picadura de un mosquito transmisor del paludismo, presagio de la sanción que la Naturaleza impondrá a ambos. Recordemos también que inmediatamente después de la unión matrimonial de la pareja, ocurre la detención de Lorenzo Rafael por haber incurrido en el robo del vestido de boda de su novia. Y finalmente, la secuencia en que María Candelaria recrimina a la Virgen su carencia de oídos para sus plegarias, ante el escándalo del cura de Xochimilco; la osadía de María Candelaria está en su inocencia inadmisible para la comunidad de indígenas. Ella se arrepentirá ante la Virgen, pero jamás entenderá su muerte a pedradas: "Yo no hice nada malo, Lorenzo Rafael. Yo no hice nada malo"...

En Bugambilia, como en las dos cintas anteriores, el amor se designa imposible de origen: la distancia social es tan marcada que cada casta concibe el honor diferenciadamente (al enterarse el rico propietario de minas que el capataz Ricardo ha matado en duelo a tiros a quien mancilló el honor de su hija Amalia, el padre le increpa diciéndole que el honor que un capataz defienda no es el mismo que defendería alguien de mejor condición social: "Esta casa tiene su propio honor que defender). La bella Amalia, alegre, coqueta, ligera, que ha insinuado su blanca desnudez perfumada en la secuencia del baño de tina, se lanza al amor prohibido por encima de lo que más adora -su padre. Cuando éste acribilla a tiros a Ricardo en el momento del matrimonio, ella lo condena cegada por el dolor; pero posteriormente la culpabilidad la obliga a declarar falsedades contra el difunto Ricardo para así intentar salvar al padre de la condena por el homicidio.

En Enamorada, el general zapatista Juan José Reyes insiste en la misma empresa amorosa frustrada por el origen social. La aristócrata y bella Beatriz es golpeada por el general cuando éste pierde la paciencia frente a las burlas y humillaciones de la mujer; el incidente llega hasta un puñetazo en la quijada del cura de Cholula, íntimo amigo del militar que lo agrede. El arrepentimiento de José Juan sucede bajo el imponente escenario de la catedral de Cholula, arrodillado ante una Beatriz virginal y visiblemente conmovida, pronunciando parlamentos de lo más devotos e intensos que -junto con los de Pueblerina- se han podido escuchar en el cine mexicano.

En La perla, presenciamos una de las escenas sacrílegas más audaces y sugerentes de esta estructura mítica que comentamos. Se trata del momento en que Quino (un magnífico Armendáriz), el pescador afortunado en hallar una enorme perla en el fondo del mar, prorrumpe en carcajadas estruendosas sobre su bote, con el puño cerrado en señal de éxito y retando insistente hacia el cielo magnífico, mientras su esposa Juana (María Elena Marqués) se postra atemorizada. Más adelante, el mismo Quino, alcoholizado por los esbirros del cacique que codicia la perla, lanza blasfemias a la noche dirigidas contra dos símbolos del México antiguo: el Popocatépetl y los curas, signos de la inmovilidad cósmica y de la respetabilidad católica respectivamente.

En Pueblerina -seguramente la mejor película del Indio Fernández-, el empeño amoroso alcanza momentos memorables de ternura y virtud de sus modestos héroes: Aurelio (Roberto Cañedo) y Paloma (Columba Domínguez). Ambos se encuentran marcados por un pasado amargo: Aurelio, habiendo cumplido una condena de seis años de cárcel por intento de asesinato conta un ex amigo que había violado a Paloma, la prometida de Aurelio; Paloma, por su parte, se exilia de la comunidad durante esos años en los linderos del pueblo, sin hablar con nadie y cuidando al hijo que resultó de aquel trance. La persistencia de su amor los condena a sufrir el aislamiento del resto de la comunidad, así como la persecución vengativa de los caciques y, finalmente, no la muerte trágica sino algo más equívoco: la huida del pueblo entre las tinieblas nocturnas. En esta importante ocasión, y a diferencia de sus anteriores filmes, el Indio Fernández elabora -con un mayor sentido de la incertidumbre- el destino de sus personajes: tras el espléndido duelo final a caballo en que Aurelio sale vencedor frente a sus enemigos, el último plano muestra a un Aurelio reunido con su familia para proseguir juntos la partida. La carreta echa su lento andar, empequeñecida por el gran angular, la lóbrega atmósfera y las nubes cargadas de presagios. Frente al atrevimiento manifiesto y la huida de la justicia, las fuerzas naturales -el cielo encapotado inmenso y rugiente, el eterno anochecer del campo mexicano- presencian pasmadas este nuevo drama humano. La liberación impulsada por los enamorados avanza entre tinieblas, transgrediendo al propio mundo orgánico del Indio Fernández, no sin dolor por la partida, y un incierto porvenir en el ánimo, encuadrado por la composición de un magnífico long shot final, como cuando se abandona el regazo familiar en la peor de las soledades e incomprensiones.

En La malquerida, "el señor de la casa" don Esteban (de nuevo Armendáriz), solitario hacendado y jefe de familia respetado por la comunidad, se enreda entre el respeto a su mujer y la pasión que le inspira su hijastra Acacia (Columba Domínguez). El personaje más hermético de Emilio Fernández decide actuar según los deseos que lo consumen, pero jamás se encuentra a sí mismo. Cuando finalmente Acacia estrecha a su madre, rechazando a Esteban, ya no hay lugar en ese mundo cerrado para él. Acude entonces al enfrentamiento con el padre y hermano de Faustino, pretendiente de Acacia quien fue abatido por Esteban. Los familiares de Faustino, montados a caballo, rodean a Esteban y lo acribillan trotando alrededor de su cuerpo, en una ronda cadenciosa y restauradora del orden universal del director.


El desprendimiento de la comunidad

En este mismo enfoque, el pueblo se comporta como unidad homogénea y anónima, como brazo ejecutor de las fuerzas fatales de la tragedia; se coloca y desplaza en el lado opuesto al de los protagonistas. Atendiendo, sin embargo, al lenguaje visual de estas películas, pueblo e individuo no se rechazan ni excluyen: uno es la matriz del otro. Ambos se compenetran en el origen armónico y se desgarran dolorosamente. El castigo colectivo a María Candelaria reestablece el equilibrio moral que las casualidades han desquiciado en la comunidad. El individuo se coloca al margen de la colectividad por una suerte de delegación de virtudes, no por delirios de liberación individualista. De nuevo, la identidad del héroe y su mundo es necesariamente conflictiva para la celebración del mito trágico.

Quizá sea en María Candelaria, Maclovia y Pueblerina donde en forma más patente se observe esta oposición recíproca pueblo-héroes. En las dos primeras, los protagonistas violan normas consuetudinarias de los indígenas asentadas en el peso de los hábitos y usos de los padres fundadores y heredados generación tras generación, no importa lo inflexible de los castigos. En el primer caso, María Candelaria es lapidada por figurar desnuda en el lienzo de un pintor amante de la belleza indígena. En Maclovia, la heroína y su amado son igualmente apedreados por la comunidad que sospecha la culpabilidad de Maclovia (María Félix) en haberse entregado al sargento lascivo (López Moctezuma) a cambio de liberar a su prometido José María (Pedro Armendáriz) de la prisión. En este caso, la tropa que custodia a la comunidad de Janitizio se interpone y salva a la pareja, la cual se ve obligada a abandonar el lugar. En Pueblerina, el pueblo también -pese a simpatizar con Aurelio y Paloma- les da la espalda. La boda de ambos en la cárcel municipal y la fiesta a la que nadie acude figuran entre los momentos de mayor dolor nostálgico y poético de un cine que, como el mexicano, es fácilmente inclinado a los excesos amargos. De nuevo, es el dolor de un desgarramiento orgánico. En La perla, Quino y Juana abandonan el poblado de pescadores, amigos y familiares, expulsados por el poder que los asedia; en Río Escondido, muchos campesinos emigran del infierno caciquil, mientras la maestra rural (María Félix) y el pasante de medicina, enviados de la capital, se encuentran con un bloque indígena monolítico, que ejecuta por ceremonias rituales y plegarias en lugar de oponerse abiertamente a sus opresores.


El tiempo regenerado por la tragedia

La asunción del destino trágico de los héroes y, con ello, el reestablecimiento del orden cósmico del que parte Emilio Fernández, es la culminación del tiempo mítico que recreamos como espectadores. Tiempo pasado que se actualiza mediante la aprhensión de panoramas que no envejecen, tiempo ido que regresa convocado por el ritmo cinematográfico: por el corte extático de escenas y la pausa intrínseca de las secuencias, la cadencia paralizante, la devoción de la cámara por los dones rurales de México... Un nuevo tiempo original para el cine. En él, los héroes no se rebelan: admiten ser su entorno natural, aun a pesar suyo... Lorenzo Rafael no estalla de furia cuando muere María Candelaria: inicia una ceremonia grave de entrega del cuerpo de su amada al Canal de los Muertos. Quino y Juana vuelven -después de huir infructuosamente y morir su hijo- enteros, erguidos, al pueblo pescador; trepan al risco más alto y ejecutan la devolución de la perla de sus desdichas al mar. Esperanza, en Flor Silvestre, consuela la pérdida de su esposo José Luis con la fe del recuerdo amoroso. La memoria revivirá el pasado -evocación, convocación-; la experiencia se hará de nuevo inmediata como sucede con el espectador que regenera la historia mientras la contempla en la pantalla. Así, la bella Amalia de Bugambilia se resigna al aislamiento voluntario después de haber perdido a su amado y a su padre: de ahí en adelante vivirá sola en su enorme y exótica casa, entre sombras y recuerdos de Ricardo: el ayer y el hoy mezclados en un etéreo mundo animado por fugaces soplos de alma, sostenido eficazmente por el escenario colonial. A esta elaborada estructura le corresponde también cierto tipo de sentimiento amoroso: un amor sin plenitud erótica, pero con lentitud mítica; un amor sublimado ante la imposibilidad del amor físico; albergue interior del recuerdo intenso con sublime castidad sumisa. Ni qué decir de la maestra rural de Río Escondido que sucumbe en el momento de ver cumplida su misión redentora y abrírsele la posibilidad de enamorarse del médico del pueblo.


La ilusión del progreso

Finalmente, las historias del Indio Fernández se ven atravesadas por un factor recurrente y que hace de su estructura dramática un ambiguo instrumento de crítica; se trata de la ilusión del progreso que anima la composición de sus filmes.

Desde luego, puede percibirse fácilmente cierta tensión entre la forma de discurrir apegado a la tradición y la predilección por la arenga ilustracionista; pero dicha tensión es equívoca porque en realidad el Indio jamás incursiona en elaboración crítica alguna. Su visión siempre está poblada por iras, arrebatos apasionados, sumisiones pasivas y, si acaso, condenas indiscutibles; nunca por la reflexión, la duda o el esfuerzo problemático de sus personajes. Las cualidades de los héroes son la virtud, la belleza, la devoción; no el juicio, ni la ironía, ni la sospecha. La fe de Fernández en el progreso excluye el análisis y se acerca más a algunas versiones de evangelización, como lo evidencia Río Escondido con suficiencia. Ello no hace del cineasta un artista atrasado sino arcaico, correspondiendo su carácter con una enorme vertiente de la forma de ser mexicana.

La fragilidad de esta ilusión por el avance social no sólo se observa en las paradojas que ésta engendra en los relatos o en la vanalidad de sus resultados, sino se revela con mayor hibridez al cotejar significado y forma, al comparar lo anecdótico con la iconografía de los filmes. En Bugambilia, Armendáriz busca igualarse en fortuna al padre de Dolores del Río como la clave del éxito y de la tolerancia de su amor, pero dicho proyecto de ascenso social puede mucho menos que la ansiedad de los enamorados. En María Candelaria, el pintor moderno y desprejuiciado, así como el médico que asiste a la choza de la heroína atacada por el paludismo, destellan simpatía, paciencia y bondad condescendiente para con los indios (incluso, en la secuencia del doctor en la choza, Fernández juega a la conciliación entre tradición y modernidad, al hacer que el médico invite a la hostil curandera a que haga lo suyo con la enferma mientras él, sabio además de científico, espera su turno con beneplácito); sin embargo, la quinina, medicamento público distribuido por el gobierno, se convierte en instrumento de chantaje; y la acción desinteresada por el arte del pintor burgués se convierte en el flamazo que enciende a la comunidad contra María Candelaria. En Flor Silvestre, el prólogo y epílogo de la película están permeados del oficialismo que cree en "el México moderno"; sin embargo, en el cuerpo de la narración vemos cómo la revolución se descompone en grupos vandálicos que destruyen el hogar paterno y desgarran a la pareja de enamorados. En Río Escondido, como hemos dicho, la misión educativa se convierte en martirologio evangélico. En La perla, la pareja de pescadores rompe un mundo armonizado con la ilusión de que su bebé aprenderá a leer y escribir gracias a la conservación de la perla en su poder: la tragedia los azota sin clemencia hasta la muerte del niño depositario de la ilusión. En Enamorada, el general revolucionario expone al cura, no sin cierta megalomanía caricaturesca, su credo progresista para más tarde caer arrodillado, implorando, con la gravedad del rezo, a la virginal María Félix por su amor. En Pueblerina, labrar la tierra es la esperanza de Aurelio y Paloma, el anhelo de una vida próspera; la ruptura de los lazos clientelares en el comercio de la cosecha y la emigración a otra tierra, suscitan el dolor y pesadumbre de las imágenes. En Maclovia, el indio José María -despreciado por el padre de Maclovia por no gozar de patrimonio que ofrecer a su hija- decide acudir a la escuela a aprender a leer y escribir y ser así digno de su amada. Sin embargo, y a pesar de una excedida secuencia cívica en que el anciano maestro exalta al general Morelos y señala la línea continua entre el Siervo de la Nación y el indio José María, el protagonista no aprende a leer ni a escribir antes de que su suegro consienta el matrimonio, y la historia tome entonces otros derroteros.

En suma, Emilio Fernández cree en el progreso social cobijado por la revolución mexicana y cree posible la conciliación entre el pasado indígena-mestizo y las fuerzas e instituciones modernas. Sin embargo, sus imágenes trágicas dicen otra cosa: son un desfile nostálgico, ritual y dolorido del México antiguo que pervive en el moderno. El Indio lleva en la sangre la misma contradicción de su época: la contradicción entre los impulsos modernizadores y el mundo premoderno con el que se estrellan, entre la confianza en el futuro y la cruda y directa revelación del arraigo del pasado, entre el discurso racional y el decurso pasional de la sociedad.


(Una primera versión de este ensayo se publicó en la revista Dicine, números 22 y 23.)


Guadalajara, julio de 2011.

     

domingo, 10 de julio de 2011

Tres mil hits de Jeter



Alejandro Rozado


Fue un lanzamiento cadencioso y mal intencionado. Una curva con bastante joroba que quiso caer abruptamente sobre el plato para engañar al bateador. Sin embargo, la pelota pareció detenerse en el aire lo suficiente para que la vista entrenada de Jeter siguiera su trayectoria hacia home. El veterano shortstop de los Yankees se vio obligado a inclinar ligeramente su cuerpo hacia adelante y estirar sus brazos hacia abajo para batear esa curva a punto de rozar el suelo. El batazo fue seco y nítido -sonó a madera. El swing de Jeter terminó inusualmente arriba, con el bat apuntando a las gradas de atrás en ángulo de 45 grados. Jonrón por el jardín izquierdo. Sorpresivo hit número tres mil en la carrera del beisbolista más querido desde que Mickey Mantle colgó por última vez el uniforme.

Derek Jeter siempre tuvo estrella para el juego de pelota, incluso antes de que apareciera en las Mayores. Los directivos no le hubiesen asignado el número 2 del uniforme de los Yankees si aquel joven de 21 años no hubiese mostrado cualidades suficientes para ello. La misma brillantez lo acompañó el día de sus tres mil, pues bateó de 5-5, incluyendo -además del jonrón- un doble y tres sencillos, dos carreras producidas y una anotada para impulsar a su equipo a la victoria contra los Rays de Tampa Bay, 5 carreras contra 4. Hay días así de perfectos, pero lo notable es que justo el día 9 de julio de 2011, cuando se convertiría en el único pelotero activo de las Grandes Ligas con más de 3 mil hits de por vida, Jeter dio una exhibición, una muestra lúcida, de lo que ha sido su carrera que cubre ya 16 temporadas.

El cinco veces campeón mundial es, desde luego, el preferido de la afición yankee. Nadie como él para jugar, con inteligencia y elegancia a la vez, en las paradas cortas y corriendo las bases; quedará grabada para el recuerdo aquella electrizante jugada de Jeter a la defensiva contra los Atléticos de Oakland en que atravesó corriendo el cuadro -desde las paradas cortas hasta la línea de la primera base- para "corregir" exitosamente la dirección desviada del tiro a home que había hecho el jardinero derecho y "pasarle" la pelota al cátcher Jorge Posada para poner así out al corredor rival, justo antes de anotar. Propios y extraños se quitaron entonces el sombrero ante semejante demostración de lo que significa estar en el juego todo el tiempo, lanzamiento tras lanzamiento, out tras out y entrada por entrada...

Su complexión delgada, rapidez y efectividad en la caja de bateo (con un promedio de .312 de por vida) han hecho que, durante años, el Capitán sea el primero en el orden al bat. Porque Jeter es ante todo un "chocador" de pelota, un bateador que, con un abanico de opciones cuya medida son los 90 grados del diamante, puede dirigir la esférica prácticamente hacia cualquier rumbo. Un chocador sacrifica su poder de bateo a cambio de mayor número de hits sencillos, porque su función principal es abrir el juego embasándose. Ty Cobb, Maury Wills, Pete Rose y Ricky Henderson fueron claros ejemplos de hitters que antecedieron con su técnica al actual primer bat de los "Bombarderos del Bronx".

Ahora, es el primer jugador en la historia de los Yankees de Nueva York que alcanza los tres mil hits vistiendo la misma franela. Las cifras se dicen rápidamente, pero habría que estar ahí, en los entrenamientos matutinos, los agotadores viajes, participando en los 160 juegos casi diarios por temporada, encarando las inevitables lesiones, la incesante presión del público y la prensa, para aquilatar esa cantidad de imparables.

Derek Jeter, el histórico. Junto a Babe Ruth, Lou Gehrig, Joe DiMaggio y Mickey Mantle, estará, tras su retiro, en la primera fila del longevo estadio que todos tenemos en la memoria.


Guadalajara, Jal, julio de 2011.

1968: Tigres vs Cardenales (memoria de una serie mundial)


Alejandro Rozado


En la película The Field of Dreams (El campo de los sueños) alguien afirma que lo mejor de la historia de los Estados Unidos es su béisbol. Creo que es totalmente acertado. Difícilmente encontraremos una disciplina de tan hondas raíces y significados como ese deporte en la Unión Americana, capaz de suscitar todo un espíritu social, es decir, un universo complejo y bien estructurado, ideado para una larga duración a través de la paciente acumulación estadística de los récords. Sin duda, el béisbol es el deporte con mayor conciencia histórica. Sus cifras y registros cronológicos constituyen la genealogía de un fenómeno vital de masas: la malla infinitesimal de datos correlacionados que contienen -y sostienen- un cuerpo histórico que respira, se agita, vive y muere alrededor de un bat y una pelota, un diamante con cuatro bases, un jardín profundo, guantes y cachuchas. No hay nada más orgánico que el béisbol.

En 1968, en el por muchas razones fatídico mes de octubre, se enfrentaron en la Serie Mundial de Grandes Ligas exactamente dos equipos que 38 años después se verían las caras otra vez: los Tigres de Detroit por la Liga Americana y los Cardenales de San Luis por la Liga Nacional. La serie del 2006 se definió con facilidad en favor de los poderosos Cardenales del poderoso toletero Pujols. En cambio, en el lejano 68 fuimos testigos de una de las series mundiales más emocionantes de la historia de este deporte; epopeya que ganó Detroit en un espectacular e inteligente duelo de estrategias, especialmente de pitcheo, hasta el séptimo y último juego de la serie.

De hecho, durante todo ese año habían dominado los pítchers sobre los bateadores. Los números de la temporada se verían fielmente reflejados en los equipos finalistas. Por el lado de los Cardenales, destacaba uno de los monstruos del montículo en los años 60: Bob Gibson, verdugo de los Yankees de Nueva York en la serie de 1964 y de los Medias Rojas de Boston en la de 1967. Gibson llegó a la serie del 68 con 22 juegos ganados y 9 perdidos, y con un porcentaje microscópico de 1.12 de carreras limpias admitidas. Era el gran villano: lanzaba la pelota como si fuese un asesino, de mirada fría y amenazante, gallardamente negro como el ébano, y estilizado y de movimientos ágiles como los de una pantera gigante. Por el lado de los Tigres -club centenario que suele llegar cada veinte años a la serie final- figuraba otro fenómeno de las cifras: Denny McLain. Este pítcher derecho de origen irlandés era un fuera de serie, pues llegó al final de esa temporada con 31 juegos ganados contra sólo 6 perdidos. Para darnos una idea de lo que esto significa, baste señalar que desde 1934, con el gran Dizzy Dean de los Cardenales, ningún lanzador de Ligas Mayores había vuelto a ganar más de treinta juegos por temporada -tampoco nadie ha repetido la hazaña de McLain hasta ahora. O sea que a lo largo de casi ocho décadas, solamente el irlandés ha rebasado la treintena de juegos ganados. A la sombra de éste, como segundo lanzador del staff de pitcheo, estaba el zurdito Mickey Lolich, con  récord de 17-9 en ganados y perdidos y con un alto índice de ponches. Los Tigres llegaban, además, con una leyenda del bat y el fildeo: el veterano Al Kaline, quien (en 1955), a los 20 años de edad, había sido el campeón de bateo de la Liga Americana con .340 de porcentaje y durante todos los años 60's había calificado como el mejor jardinero a la defensiva de la misma liga. Finalmente, la batería de jonroneros de Detroit se completaba con Dick MacCauliffe, Jim Northrup, Norm Cash y Willie Horton (un gordito que hacía el swing en rigurosa línea horizontal, soportando el peso del bat en esa posición con sus gruesas muñecas). Los Cardenales, por su parte, contaban con otras dos figuras al bat: Lou Brock, espectacular robador de bases que ya había mostrado su peligrosidad en series mundiales anteriores; y Orlando Cepeda, poderoso cuarto bat productor de carreras. Con esos pedazos de beisbolistas, los dos equipos llegaron a la serie final.

En el Juego 1 se enfrentaron Gibson y McLain en un esperadísimo match de lanzadores. Ese día fue 2 de octubre de 1968 y también hubo una masacre en el Busch Stadium de St. Louis Missouri: Bob Gibson, el asesino, impuso una marca de 17 bateadores retirados por la vía del ponche, incluyendo tres a Kaline y tres más a Norm Cash; los Tigres sólo pudieron dar cinco hits sin ninguna carrera. Gibson salió a jugar precisamente en el punto culminante de su carrera y blanqueó a Detroit 4-0. Con esas piedras lanzadas a home, ni McLain y su cadena de triunfos en la temporada ni nadie pudo hacer algo. El Juego 2 fue, en cambio, fácilmente ganado por los Tigres: 8 carreras contra 1. El zurdo Lolich dio una impactante demostración de fortaleza al lanzar bolas rápidas e, incluso, completar el juego. (Antes los pítchers podían cubrir las nueve entradas de cada partido si demostraban su dominio sobre el equipo rival; ahora los expertos calculan 100 lanzamientos como límite máximo de cualquier abridor en un juego, después del cual es sustituido por un relevista.)

Ya en la ciudad de Detroit, el Juego 3 fue un cubetazo de agua fría para los aficionados locales, pues no habiendo un pítcher de respeto en el brazo del cardenal Washburn, los Tigres de todos modos cayeron 7-3. Orlando Cepeda y el cátcher Tim McCarver (otro irlandés) batearon cada uno un homerun de dos carreras para garantizar el triunfo de San Luis. El Juego 4 fue una reedición del primero: Bob Gibson de nuevo aplastó a Denny McLain, esta vez diez carreras contra sólo una. Ahora fue Lou Brock quien respaldó a su pítcher en la ofensiva: pegó primero un jonrón, después un doblete y luego un triple, conduciendo cuatro carreras al plato. Derrumbado McLain, los Tigres estaban en una de las peores desventajas en las series mundiales: ir abajo 3 juegos contra 1. Entonces volvió a aparecer Mickey Lolich en el Juego 5, y aunque comenzó el primer inning anunciando una tragedia (cuando Lou Brock abrió el juego dando un doble para posteriormente anotar la primera de un rally de tres carreras), el zurdo mostró una capacidad de recuperación asombrosa: en los siguientes 8 innings no volvió a permitir carrera y completó de nuevo el partido. Los Tigres ganaron 5-3.

Al ver el potencial de Lolich, el manager de los Tigres, Mayo Smith, decidió invertir el orden de la lista de lanzadores; la lógica indicaba que para el séptimo juego se debían de enfrentar de nueva cuenta en un tercer duelo los mejores pítchers del momento (Gibson y McLain). En forma sorpresiva, Smith mandó pitchar a McLain en el Juego 6, de vuelta en el estadio de los Cardenales, contra el mediano Washburn. El derecho de los Tigres recuperó entonces la forma que había tenido durante la temporada regular: venció al equipo local esparciendo nueve hits y permitiendo sólo una carrera. La ofensiva de Detroit explotó, al fin, en el tercer inning con un rally de 10 carreras, para finalmente ganar 13-1. Al Kaline y Jim Northrup impulsaron cada quien cuatro carreras -Northrup con un jonrón impresionante con casa llena.

El 10 de octubre fue el día climático del Juego 7. Por los Cardenales salió al montículo un descansado Bob Gibson, dispuesto a acabar con los campeones de la Liga Americana -como había hecho con los Yanquis de Nueva York de Mickey Manlte y Roger Maris cuatro años atrás y con Los Medias Rojas de Boston de Carl Yaztrzemsky doce meses antes. Por los Tigres, Mayo Smith decidió jugársela con el caballo negro, Lolich, cuyo brazo solamente tenía un par de días de descanso, pero que no obstante estaba enrachado contra los de San Luis. El partido dio inicio y el tiempo entonces se detuvo: Gibson colgó el primer cero en la pizarra y Lolich hizo lo mismo; y así, sucesivamente, transcurrieron los innings, bateador tras bateador, hasta la parte alta de la séptima entrada, con el marcador 0-0. En ese séptimo inning, y ya con dos outs, Kaline y Cash se embasaron al conectar en forma consecutiva dos sencillos; luego tocó el turno al bat a Jim Northrup, quien pegó un batazo elevado y profundo, pero fildeable, al jardín central. En ese preciso momento algo inesperado ocurrió: el jardinero de San Luis, Curt Flood, calculó mal la trayectoria de la pelota en el aire y se vio rebasado por el fly, el cual se convirtió en un triple productor de dos carreras. Todavía Bill Freehan conectó un doblete impulsor de Northrup y la tercera carrera de los Tigres. Los Cardenales siguieron sin anotar en el cierre de la séptima y la octava entrada. En la novena ambos equipos anotaron una carrera, quedando el marcador final 4-1. Contra todo pronóstico, los Tigres de Detroit habían ganado la serie mundial. El bravísimo Mickey Lolich fue nombrado el Jugador Más Valioso de la serie (un reconocimiento muy codiciado por todo pelotero), al considerar la hombrada realizada por el zurdo de ganar tres de los cuatro juegos necesarios para obtener el campeonato y porque durante el quinto y séptimo juegos acumuló 16 entradas consecutivas en las que no permitió a los Cardenales que le anotaran una sola carrera.

Treinta y ocho años después, el viejo Al Kaline, héroe de mil juegos rescatados por las estadísticas y protagonista principal de aquella memorable final, tuvo el honor de lanzar la bola inaugural de la edición 2006 de la Serie Mundial: Tigres vs Cardenales, otra vez.

El béisbol es siempre agradecido: tiene memoria y nunca olvida a quienes le han dado vida con sus proezas.


Guadalajara, julio de 2011.

sábado, 9 de julio de 2011

Barry Bonds y el batazo que desgarró el tiempo


Alejandro Rozado


El 7 de agosto de 2007, el veterano beisbolista de cuarenta y tres años, Barry Bonds, bateó el jonrón número 756 de su carrera, con el cual rompió la marca de 755 que Hank Aaron había establecido tres décadas años atrás. Ocurrió durante una de esas noches cálidas de San Francisco, en el orgulloso estadio de los Gigantes, construido al borde del mar, cuando en la quinta entrada, con un out y sin hombres en base, a la cuenta llena de tres bolas y dos strikes, un lanzamiento de más de 90 millas por hora, recto y pegado al cuerpo del bateador zurdo, provocó que se rompiese el tiempo de un batazo. La pelota voló por el jardín derecho, apenas encima de la cerca. Pocos días después, Barry Bonds (el nuevo B. B. King) añadiría seis vuelacercas más para culminar una carrera de 22 temporadas con 762 home runs que promediaron más de treinta y cuatro por cada una de ellas.

El cuadrangular es el símbolo máximo del béisbol. Todo estadio se cae ante esa demostración no sólo de fuerza y poderío, sino también de indecible intuición, buen ojo, paciencia de hierro y reflejos inconcebibles. Bonds: el jonronero… el que nació bendecido por el juego de pelota: hijo de Bobby Bonds, destacado jardinero central de los mismos Gigantes de San Francisco, apadrinado por Willie Mays –el mejor pelotero de todos los tiempos, según Woody Allen (Manhattan, 1980) y según el novelista Paul Auster-, y primo del legendario Reggie Jackson.

Corpulento y rápido a la vez (robó más de quinientas bases corriendo en los senderos), se le acusó de consumir substancias anabólicas para jugar; poco tiempo atrás, cuando B.B. se acercaba al récord de Babe Ruth, un cartel en cierto estadio lo espetaba diciendo: “Bonds: Ruth bateó 714 home runs comiendo hamburguesas, ¿y tú con cuántas substancias prohibidas?” (como si tragar hamburguesas fuera algo digno de orgullo).

Pero quien hubiese tenido la curiosidad de ver a Bonds en la caja de bateo estaría de acuerdo en que poseía un swing portentoso y casi impenetrable; es decir, no había punto realmente débil en su zona de strike. Pelota que entraba en dicha zona era pelota condenada a ser cascada por el bat del negrazo.

El problema para los pitchers no fue la fuerza de Bonds sino su inexpugnable misterio para abatirlos; no es casual que también éste haya sido líder de bases por bolas recibidas y de bases por bolas intencionales -incluso es de los pocos bateadores que ha recibido base por bola intencional ¡con la casa llena de corredores! Si el grandulón Babe Ruth debió su grandeza al poder de su corpulencia, y el chaparrito Hank Aaron a sus impresionantes muñecas que hacían girar el bat con un plus de fuerza decisivo para volarse las bardas, el secreto de Bonds fue, seguramente, establecer un absoluto dominio de su zona de strike sobre el plato, gracias a la combinación de varios factores en el plantado y a la hora de tomar posición en la caja de bateo. Bonds hizo del arte de batear una logística y una estrategia casi indescifrable para el pítcher rival.

Por eso, cuando aquella noche dio su batazo número 756 de cuatro esquinas, la historia se derrumbó. Al caer la marca más significativa del béisbol, cayó también un siglo de hazañas en el único juego donde todavía tienen cabida los héroes cotidianos.


Guadalajara, julio de 2011.