Alejandro Rozado
Los seres llamados vampiros existen
VAN HELSING
- Drácula, de Bram Stocker, Barcelona, Ediciones B, 1995, 490 pp. (primera edición en inglés, 1897).
Drácula es quizá el libro más cinematográfico de nuestra historia. Su publicación apareció justo con el nacimiento del cine, a fines del siglo XIX; y veinticinco años después de su primera edición, la novela de Bram Stocker fue llevada a la pantalla por el cineasta alemán F.W. Murnau con su inigualable filme expresionista Nosferatu (1922). Con la paternidad de estas dos obras maestras –una literaria y otra fílmica-, el mito del vampiro adquirió una vida portentosa en el imaginario de la naciente sociedad de masas. Se trata, sin duda alguna, de la ideación más prolífica del cine anglosajón, cuyas versiones inglesas de la productora Hammer durante la década de los 50’s, así como el Nosferatu de Werner Herzog en los 70’s y la pretenciosa versión de Francis F. Coppola (Bram Stocker’s Dracula, 1992, publicitada como la producción “más leal” a la novela original), destacan en la memoria como muestras sobresalientes de la vitalidad del mito.
La necesidad tan universal para el espíritu humano de no morir y acceder a algún tipo de vida eterna, adquiere en el ocaso de la cultura occidental la monstruosa forma romántica del Conde Drácula, amo y señor de las escarpadas regiones de Transilvania, a las cuales somete en pleno siglo XIX desde un antiquísimo y siniestro castillo levantado sobre el risco más elevado de la comarca. Desde las investigaciones de Claude Levi-Strauss, sabemos que el mito es la forma de meta-comunicación más eficaz de la humanidad, aquella cuya magia traspasa las fronteras del inicio de las civilizaciones y que es capaz de actualizarse con extraordinaria energía hasta nuestros días. El mito por excelencia generado por la modernidad es el vampiro y, viceversa, la figura del vampiro adquiere vida propia y desarrolla un tipo de horror que hilvana nuestras vidas mundanas con la mayor majestad que este monstruo feudal puede desplegar. A través de ese legendario príncipe de las tinieblas, los hombres y mujeres se comunican entre sí -la mayoría de las veces sin saberlo- y representan de un modo u otro el drama terrible de proyectar el miedo a lo efímero de nuestra existencia con una historia magnífica.
Pero la calidad de lo cinematográfico que distingue a la novela que nos ocupa no proviene sólo de la coincidencia histórica entre la publicación del libro y su proyección en las pantallas grandes de la época; proviene también de la estructura narrativa que exhiben sus páginas. En efecto: novela sin narrador por antonomasia, Drácula representa ante todo la hazaña del montaje como recurso no sólo privilegiado sino único de tan peculiar historia de horror. La cuidada edición de materiales escritos por los protagonistas (cuadernos de diario, bitácoras de navegación, reportes médicos, notas de periódico, telegramas y cartas postales) hacen que el relato se desenvuelva solo, por así decirlo, sin la necesidad del escritor. De modo muy similar al manejo detrás de cámara que algunos directores de cine tienen para dar la impresión de que las imágenes de una cinta se suceden de forma tan natural que pareciera que no hay fotógrafo ni director de escena presidiendo los rodajes. La mayor magia del montaje es la habilidad para desaparecer al autor de la historia; entonces, los hechos parecen contarse por sí mismos. Drácula es precisamente eso: un portentoso precipitado de hechos formidables y encadenados entre sí, capaces de atrapar al lector más pusilánime.
El argumento de Bram Stocker trata sobre el peligro de que un ser enigmático y poderosamente mortal invada, desde el intrincado y vago oriente europeo, a la orgullosa primera potencia capitalista del mundo: Inglaterra. El horror, concebido como la fascinación de lo otro a partir del miedo que provoca su encuentro, somete a la civilización occidental a una prueba decisiva que, un siglo después -con la reacción al ataque del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York-, aún no ha logrado superar. La batalla que se libra en la novela entre el "bien" y el "mal" es también la lucha de estrategias entre dos formas de conocimiento: la luz de la ciencia de entonces, frente a la oscuridad de la intuición resguardada en las profundidades intemporales de la mente. Positivismo contra romanticismo. Por un lado, el cientificismo de los doctores Van Helsing y John Seward, junto al pragmatismo de arrojados hombres de negocio como Johnattan Harker (y su esposa Mina) y sir Arthur Holmwood, así como la llaneza viril y directa del aventurero texano de pocas palabras Quincey Morris; y por otro lado, el poder de desdoblamiento físico y mental que tiene el viejo Conde para convertirse en lobo, murciélago, neblina nocturna y tropel de ratas, junto al poder de contagio y propagación -parecido a la rabia- de trastornos severos en los sujetos mordidos por los colmillos del vampiro infernal, la capacidad de comunicación telepática -de dominante sugestión hipnótica- que desconcierta al común de los mortales y, sobre todo, la inquietante forma de no-vida que desafía no sólo a la ciencia sino a la naturaleza perecedera de todo lo viviente. Es una guerra también de las fuerzas que otorga el día a los representantes del progreso y el bienestar, contra las fuerzas que a su vez otorga la noche a los delirantes excluidos: los lunáticos internados en instituciones psiquiátricas –como el desconcertante zoófago Renfield y su alta conciencia de las cadenas alimenticias-, los agrestes cíngaros tan alejados de Dios, o el potencial ejército de desadaptados sociales que amenaza silenciosamente a la vanidosa Londres civilizada. Las fuerzas nocturnales de toda civilización luminosa, como la occidental, desatan el incontrolable instinto de volver al principio anterior a toda vida. El propio Van Helsing lo percibe extasiado durante la madrugada otoñal del último día del vampiro:
"(...) hasta que llegó esa hora fría en que toda la Naturaleza se encuentra en su grado vital más bajo".La novela está pletórica de grandes momentos inquietantes: desde la inicial y fatídica visita de Harker a la mansión del Conde -personaje de anticuadas maneras anfitrionas pero que repta cuesta abajo por las paredes externas de su castillo-, o la aparición del soberbio doctor holandés Van Helsing en el escenario inglés y su impotencia para salvar a la bobalicona señorita Lucy Westenra del asedio, muerte y resurrección maléfica que le induce el gran vampiro, hasta la espectacular pelea que libran los cinco varones del bien contra el noble chupa sangre rumano en su casa de Picadilly y de la cual Drácula se escabulle no sin antes amenazar a sus perseguidores con esta escalofriante sentencia premonitoria también contra el futuro de la civilización toda:
“-¡Creéis que vais a destruirme… con vuestras caras pálidas ahí en fila, como corderos en el matadero! ¡Ya lo lamentaréis cada uno de vosotros! ¡Creéis que me habéis dejado sin un solo refugio, pero tengo más! ¡Mi venganza acaba de empezar! Se prolongará durante siglos, y el tiempo estará de mi parte. Las mujeres que amáis son mías ya… y a través de ellas, vosotros, y muchos otros también, y seréis mis chacales cuando yo necesite alimento (…)”Drácula: el mayor profeta moderno de la destrucción, el más valiente también -y el más preciso. Su condena a los mortales ingleses es un concentrado del odio y el resentimiento de pueblos y tradiciones que se han visto humillados tras siglos de guerra y expropiación.
Pero hay un pasaje privilegiado: aquel de la embarcación de la muerte, la Deméter, que conduce al Conde y a sus decenas de cajones de tierra desde el puerto de Varna, en la orilla de las misteriosas aguas del Mar del Norte, hasta el soleado puerto de Withby en el alto Yorkshire de Inglaterra. La sola navegación de la modesta goleta rusa, que inicia con una tripulación de veinte hombres y termina sin un ser vivo a bordo, conducida “a ciegas” a través de una densa neblina y un tormentoso oleaje inesperado por los propios meteorólogos ingleses, da para una historia autónoma al interior de la novela misma. La bitácora de viaje del capitán hallada junto a su cadáver amarrado al timón de la embarcación es el guión aterrador de un operativo de exterminio siniestro en altamar que avanza sigilosa y prepotente ante la completa vulnerabilidad de los rudos marinos de la Deméter. Ante los curiosos veraneantes de Withby, la llegada de la goleta es un espectáculo alucinante y demencial: el barco parece zozobrar en medio de la tormenta hasta su milagroso arribo al muelle. Durante un número desconocido de días con sus noches, la nave deambuló por los mares como mudo testigo de las atrocidades del Conde Drácula en su viaje invasor. Lo cual remite a la fuerza evocativa de varios relatos de embarcaciones modernas que tuvieron destinos parecidos al de la Deméter; en primer lugar, es imposible desligar esta parte de la narración de Stocker con la conocida leyenda de El Holandés Errante, aquel buque de los prósperos Países Bajos que en el inaugural siglo XVII se perdió navegando fantasmalmente y sin rumbo fijo por el océano. Imposible también no referir una noticia mucho más reciente de la época, cuando en diciembre de 1872 fue descubierto el barco norteamericano Mary Celeste navegando sin tripulación por el Atlántico, cerca de las islas Azores. Quizá este fascinante símbolo del extravío en la inmensidad oceánica motivó la imaginación del joven Rimbaud para componer, en el coincidente año de 1871, su poema El barco ebrio, uno de sus textos líricos más libres, en que la nave maldita delira sus soledades:
"(...) y he visto algunas veces lo que el hombre creyó ver".
Finalmente, otro vínculo intertextual que suscita esta goleta del miedo que el Conde Drácula comanda desde las sombras, es la reproducción casera –muy recomendable, por cierto, para el lector- de la secuencia maestra correspondiente en la cinta Nosferatu, antes citada, editada con la obertura de El buque fantasma (1843), de Wagner, como música de fondo. La experiencia es iniciática y totalmente extasiante para cualquier sensibilidad cinéfila promedio. Pareciera que el petulante compositor alemán del siglo XIX hubiese concebido su pieza -originalmente compuesta en honor a El Holanés Errante- para musicalizar la gran película de Murnau rodada 80 años después. Los siniestros oleajes que se levantan como lenguas sedientas en las imágenes de la barca maldita, mientras el vampiro expresionista se pasea parsimonioso por la cubierta aterrorizando a los tripulantes, dan la descabellada impresión de que hubiesen inspirado al genio de Wagner en una asombrosa reversión temporal de los hechos. En realidad, no importa que el genio operístico haya vivido mucho antes que la invención del espléndido cine mudo alemán, sino que la historia del romanticismo haya sido capaz de mostrarnos sus analogías estéticas y sus equivalencias de significado, como manifestaciones de un solo fenómeno espiritual. Así, Nosferatu (la película), inspirada en el Drácula de Bram Stocker, a su vez deja sus huellas retrospectivas en la ópera wagneriana. Porque el tiempo en el arte no es esa dimensión lineal que avanza hacia adelante, sino esa duración caprichosa que hace piruetas y vuelve una y otra vez sobre sí misma hasta que un nuevo paradigma la agota.
Cierto que, de todas las adaptaciones cinematográficas –contadas por centenas- que se han hecho, la película de Coppola ha sido la más apegada al libro; pero es totalmente insuficiente. Quizá porque sea ya muy difícil superar la caracterización que hizo en varias ocasiones el actor inglés Christopher Lee como la encarnación del Conde en las imprescindibles producciones Hammer; pero también porque Hollywood no puede evitar jamás la deformación introducida de una historia de amor, en este caso entre Drácula y Mina Harker, que es fraude puro. Sin embargo, es muy rescatable la secuencia de la persecución final contra el vampiro bajo la nieve, bastante apegada al texto.
Drácula es una novela de hechos magníficamente ensamblados, sin grandes pretensiones intelectuales, filosóficas o incluso literarias, pero que contiene un par de frases colocadas en puntos clave de la narración que envidiaría cualquier gran escritor. Por ejemplo, cuando Van Helsing y una Mina Harker ya infectada por el mal del vampirismo se acercan en carreta a la morada del Conde:
Cierto que, de todas las adaptaciones cinematográficas –contadas por centenas- que se han hecho, la película de Coppola ha sido la más apegada al libro; pero es totalmente insuficiente. Quizá porque sea ya muy difícil superar la caracterización que hizo en varias ocasiones el actor inglés Christopher Lee como la encarnación del Conde en las imprescindibles producciones Hammer; pero también porque Hollywood no puede evitar jamás la deformación introducida de una historia de amor, en este caso entre Drácula y Mina Harker, que es fraude puro. Sin embargo, es muy rescatable la secuencia de la persecución final contra el vampiro bajo la nieve, bastante apegada al texto.
Drácula es una novela de hechos magníficamente ensamblados, sin grandes pretensiones intelectuales, filosóficas o incluso literarias, pero que contiene un par de frases colocadas en puntos clave de la narración que envidiaría cualquier gran escritor. Por ejemplo, cuando Van Helsing y una Mina Harker ya infectada por el mal del vampirismo se acercan en carreta a la morada del Conde:
"Porque vamos subiendo, subiendo, y todo es escarpado y rocoso, como si se tratara de los bordes del mundo".Su lectura es exaltante como la noche misma. A lo largo de ella, llegué a pensar lo siguiente: "Puede que el mundo no tenga remedio y la vida pierda todo sentido -pero al menos estoy leyendo Drácula y ninguna otra cosa me importa (…)”. Me enteré que el autor, Bram Stocker, se casó con la ex novia de Oscar Wilde, y que éste llegó a afirmar que Drácula era la mejor novela del siglo XIX que había leído. Y como dijo Borges: "Oscar Wilde casi siempre tiene razón...".
Guadalajara, 28 de febrero, 2010.