domingo, 28 de febrero de 2010

"Deméter": la goleta del miedo (sobre "Drácula", la novela de Bram Stocker)


Alejandro Rozado


Los seres llamados vampiros existen

VAN HELSING

- Drácula, de Bram Stocker, Barcelona, Ediciones B, 1995, 490 pp. (primera edición en inglés, 1897).

Drácula es quizá el libro más cinematográfico de nuestra historia. Su publicación apareció justo con el nacimiento del cine, a fines del siglo XIX; y veinticinco años después de su primera edición, la novela de Bram Stocker fue llevada a la pantalla por el cineasta alemán F.W. Murnau con su inigualable filme expresionista Nosferatu (1922). Con la paternidad de estas dos obras maestras –una literaria y otra fílmica-, el mito del vampiro adquirió una vida portentosa en el imaginario de la naciente sociedad de masas. Se trata, sin duda alguna, de la ideación más prolífica del cine anglosajón, cuyas versiones inglesas de la productora Hammer durante la década de los 50’s, así como el Nosferatu de Werner Herzog en los 70’s y la pretenciosa versión de Francis F. Coppola (Bram Stocker’s Dracula, 1992, publicitada como la producción “más leal” a la novela original), destacan en la memoria como muestras sobresalientes de la vitalidad del mito.

La necesidad tan universal para el espíritu humano de no morir y acceder a algún tipo de vida eterna, adquiere en el ocaso de la cultura occidental la monstruosa forma romántica del Conde Drácula, amo y señor de las escarpadas regiones de Transilvania, a las cuales somete en pleno siglo XIX desde un antiquísimo y siniestro castillo levantado sobre el risco más elevado de la comarca. Desde las investigaciones de Claude Levi-Strauss, sabemos que el mito es la forma de meta-comunicación más eficaz de la humanidad, aquella cuya magia traspasa las fronteras del inicio de las civilizaciones y que es capaz de actualizarse con extraordinaria energía hasta nuestros días. El mito por excelencia generado por la modernidad es el vampiro y, viceversa, la figura del vampiro adquiere vida propia y desarrolla un tipo de horror que hilvana nuestras vidas mundanas con la mayor majestad que este monstruo feudal puede desplegar. A través de ese legendario príncipe de las tinieblas, los hombres y mujeres se comunican entre sí -la mayoría de las veces sin saberlo- y representan de un modo u otro el drama terrible de proyectar el miedo a lo efímero de nuestra existencia con una historia magnífica.

Pero la calidad de lo cinematográfico que distingue a la novela que nos ocupa no proviene sólo de la coincidencia histórica entre la publicación del libro y su proyección en las pantallas grandes de la época; proviene también de la estructura narrativa que exhiben sus páginas. En efecto: novela sin narrador por antonomasia, Drácula representa ante todo la hazaña del montaje como recurso no sólo privilegiado sino único de tan peculiar historia de horror. La cuidada edición de materiales escritos por los protagonistas (cuadernos de diario, bitácoras de navegación, reportes médicos, notas de periódico, telegramas y cartas postales) hacen que el relato se desenvuelva solo, por así decirlo, sin la necesidad del escritor. De modo muy similar al manejo detrás de cámara que algunos directores de cine tienen para dar la impresión de que las imágenes de una cinta se suceden de forma tan natural que pareciera que no hay fotógrafo ni director de escena presidiendo los rodajes. La mayor magia del montaje es la habilidad para desaparecer al autor de la historia; entonces, los hechos parecen contarse por sí mismos. Drácula es precisamente eso: un portentoso precipitado de hechos formidables y encadenados entre sí, capaces de atrapar al lector más pusilánime.

El argumento de Bram Stocker trata sobre el peligro de que un ser enigmático y poderosamente mortal invada, desde el intrincado y vago oriente europeo, a la orgullosa primera potencia capitalista del mundo: Inglaterra. El horror, concebido como la fascinación de lo otro a partir del miedo que provoca su encuentro, somete a la civilización occidental a una prueba decisiva que, un siglo después -con la reacción al ataque del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York-, aún no ha logrado superar. La batalla que se libra en la novela entre el "bien" y el "mal" es también la lucha de estrategias entre dos formas de conocimiento: la luz de la ciencia de entonces, frente a la oscuridad de la intuición resguardada en las profundidades intemporales de la mente. Positivismo contra romanticismo. Por un lado, el cientificismo de los doctores Van Helsing y John Seward, junto al pragmatismo de arrojados hombres de negocio como Johnattan Harker (y su esposa Mina) y sir Arthur Holmwood, así como la llaneza viril y directa del aventurero texano de pocas palabras Quincey Morris; y por otro lado, el poder de desdoblamiento físico y mental que tiene el viejo Conde para convertirse en lobo, murciélago, neblina nocturna y tropel de ratas, junto al poder de contagio y propagación -parecido a la rabia- de trastornos severos en los sujetos mordidos por los colmillos del vampiro infernal, la capacidad de comunicación telepática -de dominante sugestión hipnótica- que desconcierta al común de los mortales y, sobre todo, la inquietante forma de no-vida que desafía no sólo a la ciencia sino a la naturaleza perecedera de todo lo viviente. Es una guerra también de las fuerzas que otorga el día a los representantes del progreso y el bienestar, contra las fuerzas que a su vez otorga la noche a los delirantes excluidos: los lunáticos internados en instituciones psiquiátricas –como el desconcertante zoófago Renfield y su alta conciencia de las cadenas alimenticias-, los agrestes cíngaros tan alejados de Dios, o el potencial ejército de desadaptados sociales que amenaza silenciosamente a la vanidosa Londres civilizada. Las fuerzas nocturnales de toda civilización luminosa, como la occidental, desatan el incontrolable instinto de volver al principio anterior a toda vida. El propio Van Helsing lo percibe extasiado durante la madrugada otoñal del último día del vampiro:

"(...) hasta que llegó esa hora fría en que toda la Naturaleza se encuentra en su grado vital más bajo".
La novela está pletórica de grandes momentos inquietantes: desde la inicial y fatídica visita de Harker a la mansión del Conde -personaje de anticuadas maneras anfitrionas pero que repta cuesta abajo por las paredes externas de su castillo-, o la aparición del soberbio doctor holandés Van Helsing en el escenario inglés y su impotencia para salvar a la bobalicona señorita Lucy Westenra del asedio, muerte y resurrección maléfica que le induce el gran vampiro, hasta la espectacular pelea que libran los cinco varones del bien contra el noble chupa sangre rumano en su casa de Picadilly y de la cual Drácula se escabulle no sin antes amenazar a sus perseguidores con esta escalofriante sentencia premonitoria también contra el futuro de la civilización toda:
“-¡Creéis que vais a destruirme… con vuestras caras pálidas ahí en fila, como corderos en el matadero! ¡Ya lo lamentaréis cada uno de vosotros! ¡Creéis que me habéis dejado sin un solo refugio, pero tengo más! ¡Mi venganza acaba de empezar! Se prolongará durante siglos, y el tiempo estará de mi parte. Las mujeres que amáis son mías ya… y a través de ellas, vosotros, y muchos otros también, y seréis mis chacales cuando yo necesite alimento (…)”
Drácula: el mayor profeta moderno de la destrucción, el más valiente también -y el más preciso. Su condena a los mortales ingleses es un concentrado del odio y el resentimiento de pueblos y tradiciones que se han visto humillados tras siglos de guerra y expropiación.

Pero hay un pasaje privilegiado: aquel de la embarcación de la muerte, la Deméter, que conduce al Conde y a sus decenas de cajones de tierra desde el puerto de Varna, en la orilla de las misteriosas aguas del Mar del Norte, hasta el soleado puerto de Withby en el alto Yorkshire de Inglaterra. La sola navegación de la modesta goleta rusa, que inicia con una tripulación de veinte hombres y termina sin un ser vivo a bordo, conducida “a ciegas” a través de una densa neblina y un tormentoso oleaje inesperado por los propios meteorólogos ingleses, da para una historia autónoma al interior de la novela misma. La bitácora de viaje del capitán hallada junto a su cadáver amarrado al timón de la embarcación es el guión aterrador de un operativo de exterminio siniestro en altamar que avanza sigilosa y prepotente ante la completa vulnerabilidad de los rudos marinos de la Deméter. Ante los curiosos veraneantes de Withby, la llegada de la goleta es un espectáculo alucinante y demencial: el barco parece zozobrar en medio de la tormenta hasta su milagroso arribo al muelle. Durante un número desconocido de días con sus noches, la nave deambuló por los mares como mudo testigo de las atrocidades del Conde Drácula en su viaje invasor. Lo cual remite a la fuerza evocativa de varios relatos de embarcaciones modernas que tuvieron destinos parecidos al de la Deméter; en primer lugar, es imposible desligar esta parte de la narración de Stocker con la conocida leyenda de El Holandés Errante, aquel buque de los prósperos Países Bajos que en el inaugural siglo XVII se perdió navegando fantasmalmente y sin rumbo fijo por el océano. Imposible también no referir una noticia mucho más reciente de la época, cuando en diciembre de 1872 fue descubierto el barco norteamericano Mary Celeste navegando sin tripulación por el Atlántico, cerca de las islas Azores. Quizá este fascinante símbolo del extravío en la inmensidad oceánica motivó la imaginación del joven Rimbaud para componer, en el coincidente año de 1871, su poema El barco ebrio, uno de sus textos líricos más libres, en que la nave maldita delira sus soledades:

"(...) y he visto algunas veces lo que el hombre creyó ver". 
Finalmente, otro vínculo intertextual que suscita esta goleta del miedo que el Conde Drácula comanda desde las sombras, es la reproducción casera –muy recomendable, por cierto, para el lector- de la secuencia maestra correspondiente en la cinta Nosferatu, antes citada, editada con la obertura de El buque fantasma (1843), de Wagner, como música de fondo. La experiencia es iniciática y totalmente extasiante para cualquier sensibilidad cinéfila promedio. Pareciera que el petulante compositor alemán del siglo XIX hubiese concebido su pieza -originalmente compuesta en honor a El Holanés Errante- para musicalizar la gran película de Murnau rodada 80 años después. Los siniestros oleajes que se levantan como lenguas sedientas en las imágenes de la barca maldita, mientras el vampiro expresionista se pasea parsimonioso por la cubierta aterrorizando a los tripulantes, dan la descabellada impresión de que hubiesen inspirado al genio de Wagner en una asombrosa reversión temporal de los hechos. En realidad, no importa que el genio operístico haya vivido mucho antes que la invención del espléndido cine mudo alemán, sino que la historia del romanticismo haya sido capaz de mostrarnos sus analogías estéticas y sus equivalencias de significado, como manifestaciones de un solo fenómeno espiritual. Así, Nosferatu (la película), inspirada en el Drácula de Bram Stocker, a su vez deja sus huellas retrospectivas en la ópera wagneriana. Porque el tiempo en el arte no es esa dimensión lineal que avanza hacia adelante, sino esa duración caprichosa que hace piruetas y vuelve una y otra vez sobre sí misma hasta que un nuevo paradigma la agota.

Cierto que, de todas las adaptaciones cinematográficas –contadas por centenas- que se han hecho, la película de Coppola ha sido la más apegada al libro; pero es totalmente insuficiente. Quizá porque sea ya muy difícil superar la caracterización que hizo en varias ocasiones el actor inglés Christopher Lee como la encarnación del Conde en las imprescindibles producciones Hammer; pero también porque Hollywood no puede evitar jamás la deformación introducida de una historia de amor, en este caso entre Drácula y Mina Harker, que es fraude puro. Sin embargo, es muy rescatable la secuencia de la persecución final contra el vampiro bajo la nieve, bastante apegada al texto.

Drácula es una novela de hechos magníficamente ensamblados, sin grandes pretensiones intelectuales, filosóficas o incluso literarias, pero que contiene un par de frases colocadas en puntos clave de la narración que envidiaría cualquier gran escritor. Por ejemplo, cuando Van Helsing y una Mina Harker ya infectada por el mal del vampirismo se acercan en carreta a la morada del Conde:
"Porque vamos subiendo, subiendo, y todo es escarpado y rocoso, como si se tratara de los bordes del mundo".
Su lectura es exaltante como la noche misma. A lo largo de ella, llegué a pensar lo siguiente: "Puede que el mundo no tenga remedio y la vida pierda todo sentido -pero al menos estoy leyendo Drácula y ninguna otra cosa me importa (…)”. Me enteré que el autor, Bram Stocker, se casó con la ex novia de Oscar Wilde, y que éste llegó a afirmar que Drácula era la mejor novela del siglo XIX que había leído. Y como dijo Borges: "Oscar Wilde casi siempre tiene razón...".


Guadalajara, 28 de febrero, 2010.

martes, 9 de febrero de 2010

Chalco: siglo veintiuno


Alejandro Rozado


James Joyce decía –a través de uno de los personajes de su obra teatral Exiliados- que después de su muerte le gustaría que lo recordaran con una estatua en su honor que lo expusiera de cuerpo entero, con la mano levantada a la altura de la frente y con la palma hacia abajo en forma de visera, mirando aparentemente el horizonte, y que al pie de la estatua figurase un epitafio que dijese: En mis tiempos, la mierda llegaba hasta aquí… Pero el autor del Ulysses jamás se imaginó que menos de un siglo después eso precisamente ocurriría, sin metáfora, en un lejano país llamado México.

En junio del año 2000, los habitantes del municipio mexiquense de Valle de Chalco –conurbado al oriente de la Ciudad de México- vivieron una de las más indeseables humillaciones sociales que se pudiesen concebir: con las primeras lluvias intensas del nuevo siglo se reventó el caudaloso canal de aguas negras llamado La Compañía, e inundó con su peste e inefable horror colonias enteras, calle por calle, casa por casa, recámara a recámara, a niveles que alcanzaron los dos metros de altura. Difícil será que se borre de mi mente una imagen televisiva de un noticiero de aquellos días: un vecino de Chalco nadaba, manoteando con dificultad, en un nauseabundo estanque de agua con caca en que se había convertido la calle de su domicilio.

Tras el cenagal que dejó miles de damnificados, las autoridades de la Conagua anunciaron el entubamiento “urgente” de las inmundicias de semejante canal del horror. Sin embargo, una década después se repitió la misma tragedia: el canal volvió a reventar con las lluvias recientes y anegó otra vez de residuos fecales la misma zona habitacional (por supuesto que el director de la Conagua anunció de nuevo que el entubamiento “ya casi” estaba listo). La negligencia de la “nueva” burocracia gubernamental panista obedece a criterios empresariales muy claros: la inversión pública en la pobreza es la peor inversión.

Pero también hay criterios nefastos respecto de las aguas residuales de nuestra civilización compartidos por todas las “fuerzas del progreso”, independientemente del signo ideológico que ostenten, en el sentido de tolerar la inmensidad del desperdicio por contaminación y por falta de plantas de tratamiento adecuadas. La vastedad del fenómeno hace que rebasemos cualquier noción del “sano desequilibrio” de la entropía y la negentropía en este sistema descomunal que nos devora. Lejos estamos de poder afirmar, como Víctor Hugo, que “la mierda de París sería el oro de Francia”. En México, la mierda de las grandes urbes se vuelve contra sus pobladores condicionándoles indescriptibles tragedias.

Tal es el caso de otro lugar espantoso al norte de la capital: el abominable Río de los Remedios, que divide al Distrito Federal de los municipios mexiquenses de Tlalnepantla y Ecatepec. Ahí, el espectáculo de la cloaca es adicionalmente siniestro, pues se trata de un cauce de histórica tradición criminal: el destino último de cadáveres arrojados regularmente por el asesinato cotidiano a cargo de delincuentes y policías por igual. El puente por el que atraviesa la carretera sobre dicho río es conocido con el lúgubre nombre de Puente Negro; es un lugar en donde –durante la “guerra sucia”- nos dábamos cita los jóvenes comunistas para organizar nuestras actividades clandestinas de proselitismo obrero -también donde se encontraban las bandas de criminales y de policías para negociar el saqueo de los civiles. Los asesinatos del Puente Negro sólo podían corresponderse con la degradación en la calidad de vida de los pobladores de la ribera pestilente de Los Remedios; el arrastre de sus líquidos, contaminados por los desechos de la zona más poblada e industrial del país, son un peligro permanente para las colonias aledañas. Con las mismas lluvias invernales que acaban de suscitar la tragedia de Valle de Chalco, este río macabro también se desbordó inundando de desgracias a pobladores que desde hace años me decían que, en vez de pagar sus cuotas correspondientes a la regularización de sus propiedades, “se les debería de pagar por vivir en semejante muladar”.

Toda esta Venecia a la mexicana, surgida en una sola noche de espanto para miles de familias desfavorecidas, traza el rostro verdadero de la ironía que vive México. Una ironía que va más allá de aquel viejo chiste en que un tipo baja al infierno, y el diablo le asigna la cámara de los torturados en un mar de mierda que les llega hasta arribita del cuello, de tal modo que los pecadores procuran quedarse quietos para “no hacer olas”. Aquí la ironía hace que los pecadores merezcan esos indescriptibles tormentos simplemente por ser pobres y tener que vivir a lo largo del inmenso intestino grueso de la metrópoli, condenados a no hacer olas so pena de padecer la represión de las fuerzas del nuevo orden.

En un futuro, los niños de Chalco, Tlalnepantla, Ecatepec y demás zonas afectadas por el desastre, niños infectados por una inmundicia que nunca eligieron respirar, podrán decir, como Joyce: “en mis tiempos la mierda llegaba hasta aquí”. Pero ojalá también que esos niños convertidos en adultos sean hombres forjados en la adversidad que hayan levantado grandes olas de protesta y recuperado la dignidad que la civilización les regateó sistemáticamente.


7 de febrero, 2010.

viernes, 5 de febrero de 2010

El arte de la secuencia cinematográfica


Alejandro Rozado


Hay imágenes que nos constituyen como seres históricos de nuestra maltrecha modernidad. Muchas de ellas podrán ser obras maestras de la pintura, otras serán fotografías instantáneas de situaciones políticas cruciales, y otras más estarán ligadas seguramente a alguna escena culminante de la historia del cine (sin mencionar los logotipos de marca comercial que signan a la posmodernidad). Todas, a pesar de sus diferencias, tienen en común el carácter estático o instantáneo del tiempo detenido, en donde el relato es básicamente una presuposición. Sin embargo, la memoria de las imágenes sometidas a cierto movimiento -es decir, el montaje de ellas- son las más representativas de una modernidad asumida con total plenitud. Por ejemplo, la secuencia final de Blade Runner -en que el líder de los replicantes confiesa, bajo la pertinaz lluvia, a un vapuleado Harrison Ford la búsqueda de respuestas a su artificial existencia- es posiblemente uno de los momentos más inspirados y evocativos para millones de cinéfilos que se hacen las mismas preguntas que Rutger Hauer en la cinta. Así también, podemos rememorar la secuencia de mayor culto en el siglo XX: la de la masacre en las escalinatas del puerto de Odesa en El Acorazado Potemkin; o bien, el magnífico impasse suscitado en High Noon, cuando Gary Cooper se apresta a enfrentar, solo ante su destino, a la banda de matones que tiene sometido a un pueblo del lejano Oeste; o el pasaje de la transformación del mono en hombre durante la primera secuencia situada hace unos 6 millones de años en 2001: Odisea en el espacio; o bien la fastuosa secuencia wagneriana del ataque de los helicópteros Hue sobre una aldea vietnamita en Apocalypse Now! Éstas y muchas otras muestras dan cuenta de un repertorio de relatos antologados por nuestra mente: podremos olvidar de qué trata una película o en qué termina, pero siempre tendremos presente hasta en el menor detalle el pulso fascinante de cierta secuencia especial de la misma cinta; relatos asimismo socializados por la necesidad irrenunciable de seguir existiendo con algún sentido, que reducen la vasta retroalimentación social que suscita el cine a una mínima expresión coherente y más efectiva: la secuencia cinematográfica, ese lugar de convergencia entre los cineastas y la imaginación del espectador que se ha convertido en una de las comunicaciones más relevantes de nuestros tiempos. Por ello, es menester prestar atención al arte fílmico de la secuencia.

La secuencia es una unidad de tiempo y espacio dentro de una narración cinematográfica. De algún modo, se puede afirmar que se trata de una historia dentro de otra; es decir, un pequeño universo que, aunque eslabonado por supuesto al gran relato de la película, puede ser contado en sí mismo. Su importancia radica en que es un factor mucho más dúctil que el filme mismo: mientras que todo largometraje (en tanto unidad mayor compuesta por varias secuencias) está obligado a requisitos comerciales más estrictos de duración, la secuencia goza de un margen mayor de libertad: puede ser brevísima o extremadamente larga. Localizable en cualquier punto a lo largo de toda la cinta, la secuencia puede cumplir diversas funciones, desde ilustrar los créditos y servir de epígrafe, prólogo o inicio, hasta configurar capítulos bien delimitados, cumplir labores de enlace, o consagrar su edición más cuidada en un logrado final -incluso hay secuencias que hacen las veces de epílogo o colofón.

Por lo regular, la secuencia está compuesta por la sucesión de varios planos que debidamente ordenados cuentan una mini-historia; pero hay veces en que con un solo plano, usualmente en movimiento, basta para definir una secuencia. A esta particularidad fílmica se le conoce como plano-secuencia y constituye uno de los exámenes más rigurosos que tienen los cineastas en su carrera para ser considerados "maestros". Dos ejemplos y una mención honorífica: 1) Orson Welles da inicio a su filme negro Touch of Evil (Sombras del mal) con un largo plano-secuencia con la cámara montada en una grúa y que sigue “con la mirada” a un automóvil que le han colocado un explosivo poco antes de cruzar la frontera EU-México; 2) Brian de Palma también inicia su malograda película Snake Eyes (Ojos de serpiente) con un plano-secuencia de doctorado, siguiendo cámara en mano a un Nicholas Cage en la víspera de una función de box; 3) finalmente, es muy sabido que el único filme de la historia del cine que está facturado con un solo plano-secuencia –al menos como efecto visual- es The Rope (La soga), del inigualable Alfred Hitchcock. En este mismo renglón, cabe decir que si bien todo director de cine sueña con tener en su trayectoria algún plano-secuencia, la mayoría no lo intenta, pues un plano-secuencia malogrado no existe; es decir, que todo plano-secuencia es como el coñac: tiene la obligatoriedad de ser sobresaliente.

Como sugeríamos al inicio, hay películas que dependen de una sola secuencia para no ser olvidadas jamás por el espectador -y al revés también: hay espectadores que dependen de una sola secuencia para ser verdaderos cinéfilos por el resto de sus días. También hay muchísimos casos en que una película, siendo realmente olvidable, sin embargo contiene en su edición una secuencia que la salva de la mediocridad. Aún más, hay directores de cine que nunca han hecho una cinta memorable pero poseen en su haber excelentes secuencias. Son por lo regular cineastas que su fuerte es la narración breve, pero que por diversas razones -fundamentalmente comerciales- tienen que dirigir largometrajes que no saben sostener. Y desde luego que los grandes autores cinematográficos suelen ser extraordinarios secuencistas.

Quizá la auténtica clave secreta del cine radique en saber secuenciar, pues en su inmensa mayoría tiene que ver con la presencia en vivo de todos los elementos que hay que reunir en alguna circunstancia de rodaje. En esas situaciones -y sin menoscabo del resto de las funciones del montaje y la postproducción-, el director tiene que emplear a fondo todos sus recursos, tanto artísticos como organizativos, para ejecutar una buena secuencia; de algún modo, la acción que otorga la unidad de tiempo y espacio a la secuencia rebasa el material audiovisual editado en las tiras definitivas del rollo fotográfico y extiende sus raíces hacia las locaciones o el set de filmación. Sólo un carácter bien templado puede ser capaz de dirigir una obra secuencial en tantos frentes simultáneos y con tal diversidad de particularidades.

La cultura de la secuencia se ha desarrollado muy poco entre la crítica y el espectador común y corriente; casi todas las palmas de la apreciación de masas se la llevan los actores, la fotografía o los efectos especiales. Sin embargo, todo espectador lleva archivada en su mente una lista de sus secuencias favoritas, ya sea que pertenezcan a filmes prescindibles o no. Darse a conocer dicha lista sería un recomendable ejercicio de identificación con uno mismo en tiempos en que es difícil saber quién es cada quien de verdad. La secuencia os hará libres...