jueves, 20 de junio de 2013

En el noveno año de la Guerra de Troya (notas sobre ''La Ilíada'')


Alejandro Rozado


"El horror de las batallas y muertes homéricas
le da a La Ilíada toda su maravilla."

GIAMBATTISTA VICO


- La Ilíada, Homero, traducción al español de Luis Segalá y Estalella, Nueva York, W.M. Jackson, Inc., col. Los Clásicos, 1963, 407 pp.

- No hay más que poesía histórica. Ya lo sugería Giambattista Vico, el primer pensador historicista de Occidente: los magníficos cantos homéricos pueden resultar burdos para los castos oídos de los renacentistas. La filosofía histórica del sin igual pensador dieciochesco italiano aduce que, en virtud de que no existe -salvo en la imaginación utopista de los hombres- ninguna edad de oro de la humanidad, toda época histórica de cualquier civilización presenta las huellas y los pronósticos propios de su desigual desarrollo particular. Más aún, Vico subraya que cada cultura describe la trayectoria espontánea de todo ser vivo en su imperfecta maduración hacia la muerte; así, las sociedades superiormente organizadas atraviesan por etapas semejantes a la de la niñez, la adolescencia, la adultez y la vejez. No hay perfección ni años dorados. Cada etapa despliega el máximo de sus limitadas posibilidades históricas a través de cierta economía de explotación, una organización social y política desigual, una estructura moral opresora específica y una poética espiritual correspondiente, todas singulares y congruentes entre sí. Vico expone entonces (en su máximo libro: Ciencia nueva) el caso de cómo los cantos homéricos representan la inconfundible poética de los inicios de la civilización grecolatina. Para Vico, la "Edad de los Héroes" equivale a la infancia de las sociedades, y la imaginación por ella concebida es la más "sublime y corpórea" y lo más alejada de la reflexión racional tan desarrollada en las edades adultas. Es en este contexto reflexivo que Vico sitúa el papel de La Ilíada, de Homero. Un texto salvaje y lírico a la vez, cruel y grandioso, de un primitivismo tan afirmativo que atisba el germen de lo que sería una cultura excepcional. 

- La Ilíada (de "Ilión", como los griegos antiguos denominaban a la ciudad de Troya) es un relato épico que narra grandes hechos en el noveno año de la guerra desatada por la alianza de las tribus de la futura nación griega (los aqueos) que intentan rescatar a la princesa Helena de manos de sus enemigos troyanos; en particular, la epopeya narra cómo el jefe de la alianza suprema, Agamenón, provoca la furia de su estratégico general -el divino Aquiles- y, consiguientemente, su orgulloso retiro de los combates. Esta disputa interior es la forma particular que adquiere "el comienzo del fin" de la decenal conflagración. Concebido alrededor del siglo VIII a. C., este largo poema de tradición oral canta las hazañas de hombres que supuestamente existieron varias generaciones atrás de la del poeta jónico Homero, a quien se atribuye la autoría. Probablemente fueron los micenos -que dominaron militarmente los pueblos del Mediterráneo entre los siglos XIII y XII a. C.- quienes emprendieron la conquista de Troya. En todo caso, se trata -en la visión mítica de los griegos- de los últimos acontecimientos de la historia en que los dioses del Olimpo intervinieron en la vida de los hombres antes de su repliegue definitivo. De ahí que La Ilíada sea considerado el texto fundacional de la cultura grecorromana.
''... Oyóle Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj sobre los hombros;; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando éste comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chaquido (...)

Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por líquidos caminos. El Atrida [Agamenón] mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron junto a la orilla del estéril mar hecatombes perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba en espirales al cielo, enroscándose alrededor del humo". (Canto I)

- Fascinantes, fonéticamente hablando, resultan los nombres propios -y sus patronímicos- de los cientos de personajes del poema. Entre los caudillos de esdrújulos acentos lacedemonios, dánaos, aqueos o argivos, destacan, por supuesto: Aquiles Pelámida, jefe divino de los mirmidones, y Patroclo Menetíada, su escudero y entrañable amigo; Agamenón Atrida, rey de los argivos y jefe militar de las tropas invasoras; Ayax de Oileo y Ayax Telamonio, atenienses; Diómedes Tidida, jefe de los aqueos; Menelao Atrida, el agraviado esposo de Helena, hermano menor de Agamenón y líder de los lacedemonios; el viejo sabio Néstor de Cerenia; Idomeneo, jefe de los cretenses; y, desde luego, Ulises Laértida al mando de los cefalenios. A los troyanos mandábalos Héctor Priámida, hermano mayor de Paris Priámida, raptor de Helena; Eneas, jefe de los dárdanos; Pándaro, jefe de troyanos; Hipotoo y Pileo, quienes dirigían a los pelasgos del mismo modo que Acamante y Piroo a los tracios y Sarpedón y Glauco a los licios... Como en toda sociedad de lazos comunitarios, cada guerrero es un protagonista cercano de su tribu, reconocido familiar y localmente por los suyos -incluso sus propios enemigos podrían ser consanguíneos directos.

- Los hechos de guerra, descritos a lo largo de veinticuatro cantos, despliegan imágenes muy parecidas a las de los grandes murales pictóricos de otras civilizaciones (como la egipcia o la mesoamericana) que dan cuenta de sus orígenes heroicos. Los muralismos siempre han sido épicas plásticas y, a la inversa, La Ilíada es un fresco viviente a través de sus versos. En efecto, el poema homérico está cargado de hechos simultaneístas que parecen desplegarse en un gran lienzo sincrónico más que a lo largo de una historia diacrónica. Mientras un soldado argivo cae bajo el mazo certero de un troyano, éste comienza a caer debido al golpe de espada de un mirmidón que le cercena la cabeza, el cual siente a su vez en el pecho la punta de una flecha enemiga que le destroza las costillas,..., y así sucesivamente:
''Quedaron solos en la batalla horrenda troyanos y aqueos, que se arrojaban broncíneas lanzas; y la pelea se extendía, acá y acullá de la llanura, entre las corrientes del Sinois y el Janto.'' (Canto VI)

- El detallismo con que Homero aborda las heridas de guerra es por lo general espeluznante para las sensibilidades modernas, de un salvajismo característico de las edades heroicas de las culturas sólo engrandecidas por un poderoso lirismo. La arrogancia de armaduras, lanzas y caballos van en consonancia poética con el carácter fatal de la muerte en batalla: sólo hay que esperar matar o ser muerto; de modo que no hay pérdida posible -ya que no hay salvación posible. Por ejemplo, en el Canto XII, Sarpedón (hijo de Júpiter) se dirige a Glauco, despidiéndose así antes de ser aniquilado por Patroclo:
"¡Oh, amigo! Ojalá que, huyendo de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y la muerte pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid donde los varones adquieren gloria; pero como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, sin que puedan huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien, o alguien nos la dará a nosotros."
 - A punto de romper la muralla levantada por los aqueos para proteger sus naves, los troyanos se detienen a la orilla del foso, cuando un águila de mal agüero deja caer inopinadamente de su pico un pequeño dragón ensangrentado, vivo aún, en medio de la turba. Se abre, entonces, un lapso de confusión y duda entre los combatientes... Surrealismos aparte, el precavido Polidamante -militar de Ilión- ve malos augurios divinos para los suyos si éstos siguen avanzando; sin embargo, Héctor subestima el aviso y ordena quemar el mayor número de naves enemigas. La indiferencia de Aquiles ante los destrozos troyanos obligan a su leal Patroclo a tomar la armadura de su amigo, reanimar a los invasores con el aparente regreso del pelámida e iniciar la contraofensiva.
"Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban chillando y gritando como aves -así lanzan sus voces las grullas en el cielo...- y los aqueos marchaban silenciosos, respirando furor y dispuestos a ayudarse mutuamente."
- La barbarie aquea, entonces, comienza a cubrirse de gloria: el rey Penéleo hiere con su lanza a Ilioneo debajo de la ceja, le arranca la pupila, atraviesa el ojo y la punta del arma sale por la nuca, haciendo caer al troyano al suelo. Acto seguido, Penéleo le cercena la cabeza con una espada, y como la lanza sigue incrustada en la cuenca del ojo, la coge levantando la cabeza ya sin cuerpo y la ostenta agresivamente, desafiando a los troyanos en señal de triunfo.

- En la misma batalla caería el citado Sarpedón tras ser herido por la lanza del engrandecido Patroclo -disfrazado de Aquiles:
"(...) Patroclo, sujetándole el pecho con el pie, le arrancó el asta; con ella siguió el diafragma, y salieron a la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero."
La disputa por el cuerpo y armadura del líder licio enarca al poema, lo pone en estado de máxima alerta. El rescate de un jefe muerto asegura la celebración de sus exequias y el consiguiente honor de la respectiva tribu. Defender un cadáver ilustre con la misma fiereza con que se protege la propia vida es un asunto de elevada moral colectiva. Se genera, así, una danza terrible alrededor del destrozado cuerpo de Sarpedón:
"(...) Epigeo echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la cabeza y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre el cuerpo de Sarpedón y a su alrededor se esparció la destructora muerte. Apesadumbróse Patroclo por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como veloz gavilán persigue a grajos o estorninos; de la misma manera acometiste, ¡oh hábil jinete Patroclo!, a los licios y troyanos..." (Canto XVI)

Patroclo entonces acometería a Estenelao con una piedra que le reventaría el cuello; Glauco sorprendería a Baticles hundiéndole la pica en el pecho, mientras Meríones heriría al divino Laógono debajo de la quijada y de la oreja.
"Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre y el polvo lo cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos alrededor del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo..." 

La euforia de la victoria atrapó al amigo de Aquiles al grado de creerse el inminente vencedor de Troya. Pero esta loca embriaguez de sangre desembocaría en la eliminación no menos trágica (dictada por Zeus) de Patroclo bajo la espada de Héctor.

- La hecatombe homérica se desenvuelve entonces como un gran monstruo multicéfalo: la multitud de soldados se desdobla ahora en pos del cadáver de Patroclo. Una gallarda batalla dentro de la batalla. La pugna por negociar el cadáver de Sarpedón por el de Patroclo hace que los más fieros guerreros circulen alrededor del Menetíada hecho jirones. El lirismo de La Ilíada alcanza entonces el cenit de la poesía heroica y brutal a la vez; una nube negra cubre la llanura gimiente que separa a las naves griegas de las murallas de Troya:
"(...) cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos y calaban las lanzas. Ayax recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que ninguno retrocediese, abandonando el cadáver. (...) hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que peleaban alrededor del cadáver del Menetíada. (...) La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos de otros... Y así sostuvieron todo el día la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudorosos tenían las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y los ojos, cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida de pies ligeros [Aquiles]. Como un hombre da a los obreros una piel grande de toro cubierta de grasa para que la estiren, y ellos cogiéndola se ponen en círculo, y estirándola todos sale la humedad, penetra la grasa y la piel queda perfectamente extendida, de la misma manera tiraban aquéllos del cadáver acá y acullá, en reducido espacio, y tenían grandes esperanzas de arrastrarlo los troyanos hacia Ilión y los aqueos a las cóncavas naves. Tumulto feroz surgía alrededor del muerto (...)" (Canto XVII)
 - Al enterarse de la muerte de Patroclo, Aquiles decide romper con su política de brazos cruzados para vengar a su amigo. La guerra dará a la crueldad humana una vuelta de tuerca más. Pero los dioses tampoco permanecen indiferentes; más bien, al contrario, participan proverbialmente en la dirección de los hechos. Júpiter manda a las deidades a cumplir sus caprichosos designios; pero éstas conllevan sus propios favoritismos e intervienen protegiendo discrecionalmente a algunos mortales, ya sea desviando flechas o cubriéndolos con nubes espesas, ya convirtiéndose ellos mismos en hombres que participan en la acción. Fascinante resulta la participación del río Janto, divinidad particular que, harta de tanta sangre derramada por el brazo de Aquiles, se transforma en un hombre líquido y amedrenta al Pelámida con sus oleajes y remolinos salvajes:
"Aquiles saltó desde la escarpada orilla al centro del río. Pero el río le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquiles que había en el cauce, los arrojó a la orilla mugiendo como toro. (...) Aquiles procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido." (Canto XXI)
 - Conforme el poema de Homero se acerca a su fin, los significados cobran forma para la futura civilización griega. En este sentido, la muerte de Héctor es la culminación de los dilemas morales que el hombre primigenio de la cultura griega se plantea en búsqueda de un destino verdaderamente histórico. La venganza de Aquiles que sobrevendrá como algo inevitable sobre el líder troyano que venció en batalla a Patroclo obliga a Héctor a retar la determinación divina y a hurgar en su guerrera conciencia algún principio de libertad -principio que, siglos después, enaltecería a Grecia y a Roma. El príncipe troyano delibera consigo mismo al pie de la muralla que resguarda a su patria; tiene enfrente al imbatible Aquiles, quien lo reta a pelear frente a frente. Y se dice:
"¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche funesta en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir... y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame: 'Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas'. Así hablarán;  preferible será volver a la población después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora (...) saliera al encuentro del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas [Agamenón y Menelao] llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión -que esto fue lo que originó la guerra-, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es mantener con él, desde una encina o desde una roca, coloquio, como mancebo y doncella suelen mantener. Mejor será empezar el combate cuanto antes (...)" (Canto XXII)
 En efecto, mientras Héctor reconoce sus errores, piensa en lo que espera su pueblo de él y explora la posibilidad de algún acuerdo menos trágico para los suyos (todas éstas, cualidades deliberativas de un hombre libre), Aquiles no está para contemplación alguna. Y cuando Héctor le propone un trato digno para el cadáver resultante, Aquiles responde:
"¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios (...) no puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Marte, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Palas Minerva te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica." (Canto XXII)
- Así las cosas, Héctor arrostra su destino tratando de vencer al invencible... pero finalmente cae atravesado por un lado del cuello por la punta de Aquiles. Éste de inmediato se jacta de su triunfo y le increpa:
"¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti perros y aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres."
Y a los ruegos del moribundo en el sentido de entregar su cuerpo a la familia real de Troya, Aquiles lo remata diciéndole:
"No me supliques, ¡perro!... Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! (...)"
Inmediatamente después de ser muerto, acudieron presurosos los demás aqueos "y ninguno dejó de herirle". Como acto seguido, Aquiles le horadó los tendones traseros de ambos pies, desde el tobillo hasta el talón, le introdujo correas de piel de buey y le ató a su carro para arrastrarlo y llevarlo destrozado al campamento de los aqueos.

- El dilema entre honrar un cadáver o desecharlo como carroña es justamente el dilema fundacional de la Antigüedad greco-latina: Héctor o Patroclo. La consideración o no consideración social (moral) de la vida en un cuerpo ya inerte que la contuvo. La pompa fúnebre o los buitres; el homo sacer (el hombre prescindible que redescubre para la actualidad el filósofo italiano Gorgio Agamben) o el zoon politikon (el aristotélico animal político capaz de aprender a vivir en sociedad). He aquí la fuerza conmovedora que palpita debajo de una de las grandes civilizaciones humanas.

- La Ilíada transita en sus últimos cantos desde las exequias al amigo de Aquiles hasta el encuentro sorpresivo entre este último y Príamo -rey de Troya y padre de Héctor. El viejo monarca se anima solo -protegido por Mercurio- a cruzar de noche las filas aqueas hasta llegar a la tienda de Aquiles. Besando sus manos homicidas y dejando atónito al divino, le suplica acordarse de su anciano padre, Peleo, para compadecerse del troyano y le entregue el cuerpo de Héctor. Aquiles, tocado hasta las lágrimas por el gesto noble y valeroso del anciano, ordena preparar el cadáver de Héctor sin que se enteren los aqueos, ofrece cena y dormitorio a Príamo y le promete contener a los aqueos y suspender la guerra por el tiempo en que Troya disponga para las exequias de su hijo más querido. El conflicto Héctor o Patroclo se transforma con magistral belleza en el entendimiento entre Príamo y Aquiles: la grandeza del vencedor sólo es equiparable a la del vencido. Aquí, La Ilíada alcanza una poética propia: la sensibilidad del hombre brutal en tiempos heroicos para los antiguos. En otras palabras, podemos afirmar que en el noveno año de la Guerra de Troya nació la poética de la Antigüedad.


Guadalajara, junio de 2013.
 

  

1 comentario:

  1. Es un retrato de la naturaleza humana sin cortapistas.
    Es el hombre humanizándose golpe a golpe a través de la crueldad de la experiencia.
    Lo triste es que no guardamos memoria histórica y que cada generación, cada vida repite los mismos errores.
    Elena

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