martes, 28 de diciembre de 2010

Monasticismo cultural: una opción histórica


Alejandro Rozado


- Berman, Morris, El crepúsculo de la cultura americana, México, Ed. Sexto Piso, 2002, 274 pp.

En su impar novela Farenheit 451, Ray Bradbury expuso hace más de medio siglo que la mejor opción que tendría la comunidad futura de exiliados (sobrevivientes de conciencia del inminente desastre de la civilización) sería rescatar y "conservar los conocimientos imprescindibles, intactos y a salvo". En esta ficción futurista, el Estado llegaría a eliminar los libros hasta su prohibición absoluta, así que la única manera de garantizar la subsistencia clandestina de las mejores obras de la cultura sería memorizándolas. La organización que surgiría -"flexible, fragmentaria y dispersa"- para sustentar este modesto pero trascendente propósito sería la de los book people: gente autoasignada para la grabación mnemotécnica de las grandes obras y cuya comunidad dispersa se convertiría en una virtual biblioteca universal ambulante (un libro por persona); la conservación de dichas obras se haría "molecularmente", recitándolas fielmente de padres a hijos, con lo cual se regresaría así a la homérica transmisión oral de la literatura. Esta visión crepuscular de Bradbury inspira el horizonte de Morris Berman en The Twilight of American Culture, cuya traducción al español comentamos en esta ocasión.

Berman parece ser un norteamericano singular: matemático de la Universidad de Cornell y doctor en filosofía por la Universidad Johns Hopkins, su itinerario intelectual lo ha conducido directamente al tema más dramático de esta época: la declinación histórica de nuestra civilización, cuyo cáncer -según el propio Berman- está localizado en los Estados Unidos y ha hecho metástasis en el resto del planeta. Dedicado a la historia de la ciencia, es autor de una trilogía de libros sobre la evolución de la conciencia occidental: El reencantamiento del mundo; Cuerpo y espíritu: la historia oculta de Occidente, e Historia de la conciencia (todos publicados por la editorial chilena Cuatro Vientos). Por añadidura, el libro que aquí nos ocupa resultó, en retrospectiva, un trabajo preparatorio de lo que constituiría su título más polémico hasta el momento: Dark Ages America (2006).

El autor se ha hecho las preguntas históricas pertinentes a esta época, similares a las que animan y desvelan a este blog; en particular, la búsqueda dolorosa de sentido en los tiempos que corren. Para Berman, con los albores del siglo XXI nos encontramos ante una versión confirmatoria de lo ya anunciado por el filósofo alemán Oswald Spengler hace casi un siglo: el colapso de una civilización que está tocando fondo, por vías muy parecidas -por cierto- a las descritas en la decadencia del imperio romano. Sin embargo, hay un rasgo singularísimo que acompaña a la actual caída histórica: el ostentoso gasto económico y tecnológico imperial. Esta aparente contradicción explicaría, en parte, la negación reflejada por los estudios estadounidenses acerca del tema, los cuales están más atraídos por la inmediatez de los problemas de hoy y sus urgentes necesidades de solución. Tanto la gran revolución cibernética e informativa, el aumento impresionante de los niveles de productividad y consumo en grandes regiones del mundo desarrollado y la vida vertiginosa de las grandes metrópolis -aparte de ser característico del ritmo allegro vivace del último movimiento sinfónico de Occidente-, conforman el espectacular escenario del capitalismo corporativo mundial, el cual suple cada vez más la falta de luz propia con luz artificial. Semejante derroche de energía tecnológica y consumista es la forma histórica que caracteriza al declive de los Estados Unidos: el "mundo McWorld" de impetuosa actividad comercial que parece tener como consigna la eliminación de todo vestigio de lo que concebimos como cultura.

Más que una investigación, El crepúsculo de la cultura norteamericana aspira a ser una especie de guía para los inadaptados y exiliados del modo de vida absurdo y sin futuro que ofrece el régimen económico y político dominante. Las ideas expuestas se apoyan en fuentes de segunda mano y parecen ser las conclusiones de una larga reflexión del autor. Precisamente por ello, éste se detiene poco en debatir acerca de la inevitabilidad o no del colapso cultural de EU; más bien lo da como un hecho consumado por fuerza de necesidad histórica. También piensa que las alternativas de Occidente son de larguísimo plazo y no distrae nuestra atención en la búsqueda de soluciones inmediatas (Berman hace consideraciones con la misma perspectiva de Vico, Hegel, Nietzsche y Spengler: en términos de siglos, no de décadas). ¡Pero eso es inusual en el pensamiento norteamericano!

A partir de estas presuposiciones de gran calado historicista, Berman describe cuatro factores de actualidad que son comunes a la situación de colapso más o menos inminente de toda civilización:

1) Una desigualdad económica y social desorbitada, a través de la acumulación corporativa del capital mundial, la disminución de las clases medias y el incremento escandaloso de los sueldos de los altos funcionarios tanto del gobierno como de la iniciativa privada, así como el descenso violento de los niveles de vida del resto de la población. La competencia comercial con la nueva potencia china obliga al capital occidental a emigrar al tercer mundo para obtener mano de obra más barata, situación que ha terminado por moderar a la izquierda de los países desarrollados so pena de desfondarse en el desempleo total de sus representados. Los intereses del primer mundo se convierten en un imperativo tal que vence las resistencias y fronteras formales de los Estados nacionales, sometiendo sus economías mediante élites regionales favorecidas y asociadas a las empresas corporativas. Todo lo cual provoca el derrumbe de las estructuras productivas y de consumo que sostenían realidades económicas locales con personalidad cultural propia.

2) Observación de rendimientos decrecientes por unidad de inversión en las políticas sociales como pensiones, salud, etc. Esta tesis de origen marxista -en cuanto a la observación del agotamiento de la competencia entre capitales- y weberiano -en cuanto la observación de la contradicción intrínseca de la modernización social- presupone que a mayor democracia, mayores necesidades sociales deben ser atendidas a través de la instiucionalización de costosas e ineficientes oficinas públicas -con el agravante de que la captación de recursos es notoriamente menor en comparación del aumento de la demanda de este tipo de servicios públicos.

3) La caída abrupta de la educación y el entendimiento en general -uno de los renglones que más escandalizan al autor. Al referir los datos que documentan el descenso del nivel educativo de los estudiantes de EU, así como los alarmantes niveles de lectura y "cultura general" que exhibe penosamente el grueso de los ciudadanos norteamericanos, Berman sugiere que su país se ha convertido en "una gigantesca máquina de fabricar imbéciles" que incluso parecen celebrar su propia ignorancia. El autor estima que el número de individuos genuinamente alfabetos -es decir, aquellos familiarizados con un mínimo de textos y escritores base: Marx, Darwin, Dickens, Cervantes...- no llega a los 5 millones en los Estados Unidos. Los estragos de esta tragedia cultural se reflejan en los hábitos "intelectuales" de la llamada Generación X: cuatro horas de televisión diaria o frente a la pantalla de su computadora como mínimo, una novela de Danielle Steele al año, asistencia a universidades que conciben cada vez más la educación superior como un entretenimiento visual orientado al consumo, reducción drástica del repertorio del lenguaje y su sustitución por abreviaturas, siglas y claves, y un desprecio por el conocimiento que no sea operativo, lo que implica desterrar de la formación académica las disciplinas humanísticas.

4) La muerte espiritual de la sociedad. Este último diagnóstico es expuesto por Morris Berman en forma de un sistema de evidencias culturales equivalentes que desembocan en la identificación clara de la nueva ideología dominante: el consumismo corporativo. Un cuerpo de ideas y criterios que colocan en el centro de las preocupaciones del ciudadano contemporáneo la necesidad de comprar. Esta necesidad ha penetrado la mentalidad occidental hasta imponerse por encima de cualquier otro valor que promueva el bienestar humano. El verbo tener se ha convertido en el criterio superior de la vida occidental, venciendo en su lucha a el conocer, el amar o el saber estar. “Comprar para tener” es el máximo significado a que puede aspirar una sociedad que ha renunciado a seguir viva.

Con todo, la llamada "muerte cultural" de Occidente no significa, en rigor, ausencia alguna de subjetividad colectiva sino su vulgarización extrema. De ahí que el verdadero gusto dominante de esta etapa consumista sea lo que se conoce como kitsch: una absurda pasión “de masas” por lo irrelevante, lo vacío pero inflado aparatosamente y “protegido por el fino abrigo del fraude”. ¡Pero lo kitsch en grande y a lo bestia!: ventas millonarias de libros de superación personal escritos por gurús que reivindican filosofemas orientalistas obsoletos desde hace siglos en sus propios países de origen; giras de conciertos multitudinarios de grupos de rock que se reciclan y homenajean a sí mismos como si fuesen grandes acontecimientos históricos con el beneplácito de sus millones de fans; la publicidad como la fuente primordial de “ideas” condensadas en slogans de rápida digestión e inmediato olvido; el cine hollywoodense como la narrativa contemporánea que degrada los códigos de violencia hasta el nivel de lo chistoso y gratuito; la información noticiosa de los grandes monopolios mediáticos como sinónimo de fuente fundamental del conocimiento; el ideal extendido de ser forever young y que la madurez emocional y la sabiduría que otorga la experiencia son la forma extrema del aburrimiento, y –en suma- un sinfín de otros lugares comunes, constituyen testimonio suficiente de la degradación de una gran cultura hasta el nivel inferior del entretenimiento: esa espesa capa adiposa de "actividades" consumistas que anquilosan los residuos brillantes de la mentalidad occidental, otrora orgullosa por su pujanza y osadía de pensamiento.

A pesar de lo inevitable del colapso de nuestra civilización, Morris Berman piensa que el hombre consciente de hoy tiene una importantísima tarea: conservar, sembrar y cultivar en este páramo occidental las semillas necesarias para el advenimiento de una nueva era social. Estudioso de la historia del conocimiento, este autor estadounidense apoya su idea en las investigaciones especializadas acerca del accidentado tránsito de la decadencia del imperio romano hacia una nueva cultura europea. La Edad Oscura que atravesó la región duró al menos seiscientos años (del siglo V al XI de la era cristiana) hasta que nuevos brotes de una nueva sensibilidad artística e intelectual surgieron en el sur de Francia. Durante esos largos seis siglos en que se apagaron las luces de la cultura greco-latina a lo largo y ancho del continente, hubo pequeños pero significativos lunares de resistencia en que se resguardaron lo más posible las obras más representativas de la antigüedad; dichos centros de acopio y conservación fueron los monasterios cristianos, en donde los monjes que se refugiaban de las vicisitudes de la barbarie exterior se dedicaron a la transcripción, edición y archivo de los textos rescatables los pensadores clásicos.

Desde luego, la historia no es teleológica y Berman mismo se encarga de subrayar que durante el oscurantismo de la época –incluyendo la conciencia de los propios monjes- rigió por completo la incertidumbre sobre el futuro cultural. Aún así, llegó un momento de confluencia histórica en que muchos factores económicos y sociales (especialmente el resurgimiento de una clase media próspera) propiciaron un giro epocal importantísimo; no importa que aquellos ascetas del medioevo no comprendiesen cabalmente los libros que copiaban o que sus interpretaciones estuviesen condicionadas pobremente por su propia ortodoxia; lo que cuenta es que sin esa labor de rescate realizada durante generaciones y generaciones de vida monástica, el renacimiento cultural mediterráneo hubiese sido impensable.

Pues bien, este monasticismo de viejo cuño sirve a Morris Berman de analogía para elaborar su propuesta de una alternativa para aquellos exiliados conscientes de la decadencia occidental –aunque el nuevo monasticismo poco tenga que ver con retiros y encierros religiosos. Retomando las ideaciones de Ray Bradbury, entre otros escritores de ciencia-ficción contemporáneos, el autor sostiene que ha llegado la hora de admitir que poco o nada se puede hacer para detener el colapso civilizatorio y que la tarea más pertinente con este momento histórico es recuperar los mejores valores de Occidente (la generosidad de la tradición socialista, la poderosa tradición intelectual y la elevada conciencia de una individualidad que albergue un mundo interior sensible) y difundirlos en baja escala a manera de una tenaz sobrevivencia. Los sujetos que estarían convocados a semejante tarea serían los cientos de miles de individuos no integrados por el “mundo McWorld”, y cuya vida monástica contemporánea consistiría en socializar en pequeños grupos los conocimientos que dieron significado supremo a Occidente. Aquel profesor de literatura que se esmera en transmitir el valor de la poesía a sus escasos alumnos interesados, aquella madre de familia que no ceja en enseñar a sus hijos a separar la basura para su mejor aprovechamiento, aquel joven que se niega a participar en la nefasta práctica del bullying en las escuelas, aquel incansable luchador social ("amante de causas perdidas") que persiste bajo las más desfavorables condiciones en organizar y transmitir la importancia espiritual del "nosotros", o aquel grupo de selectos amigos que se reúnen a discutir algún tema de interés humanístico alrededor de una mesa con buen café, confortables bebidas y bajo la atmósfera mágica del humo de los cigarros que los envuelva mientras reflexionan, son algunos ejemplos del nuevo monasticismo aquí propuesto. Labor modestísima y sin grandes expectativas –dado lo incierto de los procesos históricos-, los “nuevos monjes” (como los llama el autor), en todo caso, tendrían la esperanza de influir (mucho o poco, no se sabe) en el surgimiento de otra cultura.

El crepúsculo de la cultura americana es, pues, un llamado a las “comunidades de abandonados” (Horkheimer) para construir múltiples “zonas de inteligencia” y modos de vida que resistan el embate del consumismo que extermina las formas de vida cultural contemporáneas. Lectura recomendable que habrá que sopesar con interés, ya que la opción monástica (¿neomonasticismo?) definiría para muchos una nueva perspectiva histórica de la que se desprenden tareas y formas nuevas de organización social.


Huatulco, Oax., diciembre de 2010.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Horror-noir: la cuestión de la libertad en ''Corazón satánico'' de Alan Parker

Alejandro Rozado


- Corazón satánico (Angel Heart), de Alan Parker (1987/ EU), con Mickey Rourke y Robert de Niro.

En la civilización occidental, existe una línea de parentesco artístico bastante clara que va desde el cine expresionista alemán de los años silentes, atraviesa al cine negro norteamericano de la posguerra y desemboca inequívocamente en ciertas obras de horror contemporáneo. Si en 1947 hubo un libro fundamental de Siegfried Kracauer titulado De Caligari a Hitler en que se historiaba con profundidad la psicología del horror en el cine alemán desde la época muda hasta el ascenso al poder del fascismo, ahora podría escribirse un libro sociológico llamado Del Doctor Caligari a la Bruja de Blair donde se consideraría la vigencia estética de cien años de un decidido aliento romanticista en el cine. La historia de este gran estilo cinematográfico está aún por escribirse; y uno de sus capítulos más importantes relataría el surgimiento de un género propio dentro de esta gran corriente. Se trata del horror-noir que, como la expresión indica, consiste en una peculiar metamorfosis del cine de atmósfera urbana y oscura de tipo chandleriana en una experiencia de gran impacto narrativo acerca de lo sobrenatural.

La primera referencia notable del horror-noir fue la cinta Corazón satánico (Angel Heart) de Alan Parker, estrenada en el ya lejano 1987 -justo en el auge de la década reaganiana, cuando el neoliberalismo lucía victorioso la ideología de la libertad restringida al campo corto del individualismo. En un sentido profundo, la película representó una respuesta artística al estado de cosas que se configuraba fatídicamente en ese entonces en favor de un dominio corporativo mundial que desdibujaría las nociones modernas del Estado y la sociedad.

Según declaraciones hechas en una revista de la época (Films and Filming, sep-1987), el interés del director inglés por la novela Falling Angel, de William Hjostberg, radicaba en la posibilidad que ésta ofrecía para reunir en la pantalla dos géneros tradicionalmente delimitados: el cine negro (o noir) y el horror. Si a Parker siempre le aguijoneó la idea de realizar una película de género, esta novela le presentaba de golpe dos géneros juntos. A falta de un término mejor, en ese tiempo se acuñaba la noción de "mezcla de géneros"; pero lo que en realidad se fue dando en Corazón satánico es la conversión estética, de un género en otro, sin solución de continuidad.

El investigador privado Harry Angel (un Mickey Rourke todavía dotado de una presencia brandoniana en las pantallas que pronto desaparecería) es contratado por un misterioso personaje llamado Louis Cyphre (Robert de Niro) para que localice a un tal Johnny Favorite, antiguo cantante que tiene "algunas deudas pendientes" con Cyphre. Si al comienzo todo parece un trabajo de rutina, poco a poco la investigación va arrojando extraños crímenes que obligan al protagonista a ahondar aún más en la pista de Favorite. Pero lejos de aclarar el misterio, las pesquisas se complican trágicamente: Harry Angel sigue dejando un rastro de personajes asesinados después de haberse entrevistado con ellos, hasta que su cliente le revela que el hombre que el detective busca es el propio Angel, quien oculta inconscientemente la identidad de Favorite después de que éste hizo un pacto con el diablo (Louis Cyphre: Lucifer).

Con argumento tan sugerente, el cineasta emprendió la adaptación de la novela mediante una modificación decisiva: trasladar la mitad de la historia desde Nueva York hacia Nueva Orleáns, con una abierta intención visual. La trayectoria del detective Angel en la búsqueda del ex cantante debía experimentar un cambio de atmósfera: desde el frío y distante deshielo neoyorkino hasta el bochornoso e impregnante calor de Louisiana, en clara aproximación del protagonista a lo que sería, literalmente, su infierno. Con ello, Corazón satánico cerró el trazo de una extensa curva abierta setenta años atrás por el expresionismo cinematográfico alemán.

En efecto, el cine negro norteamericano, nutrido -como es sabido- por la emigración de cineastas alemanes antes de la guerra para configurar un estilo único en los años 40's y 50's (y cuya influencia ha proseguido hasta la fecha en frecuentes evocaciones de género), reconcoce final y explícitamente, con este filme de Parker, el principal de sus orígenes -al menos el más cinematográfico- y zambulle sus delirios en las aguas pantanosas e inciertas del horror expresionista. Y aunque es cierto que el expresionismo alemán no se redujo al horror, también lo es que unidos han conjugado una de las fórmulas más aptas para que el cine despliegue toda su fuerza visual.

Conversión, entonces, de un género en otro: Harry Angel, tan seguro de su propia identidad y orgulloso de haber crecido en Brooklyn, va arribando desde su inequívoca personalidad de héroe noir hasta el descubrimiento espantoso de su verdadero yo -que no es otro que el diablo mismo. El protagonista ignora que su investigación es una celada del Mal para regresar a quien pertenece; lo único que percibe son vagas visiones inconexas hasta que al final se topa con el espejo narcisista totalmente resquebrajado. Por cierto que el cine negro siempre insinuó esta operación conversiva del uno en su otro, y ello dotó siempre de gran misterio a sus obras, pero nunca adquirió como a partir de Corazón satánico -en aquel entonces se lo impidió, entre otros motivos, el realismo de la posguerra- la franca experiencia del pasmo, del horror que suscita el conocimiento brusco de lo desconocido e inexplicable y, sobre todo, de lo imponente sobrenatural: el misterium tremendum de que hablaba el sociólogo Rudolf Otto en sus estudios sobre lo religioso.

Pero la película reporta, además, otro cambio más profundo, relacionado con las angustias contemporáneas en torno al sentido de la libertad. La primera parte de la cinta (la neoyorquina) respeta la concepción individualista moderna que admite la existencia de un campo de fuerzas contradictorias entre el héroe -individuo irreductible de voluntad personalísima- y las fuerzas de destino (impersonales o metapersonales) que tienden a doblegarlo. Las obras negras clásicas ofrecieron diferentes soluciones a dicha tensión: en ciertas ocasiones, el héroe imponía su voluntad a pesar del oscurecimiento de su perspectiva vital inducido por el naciente pesimismo de la época; en otras, el héroe sucumbía ante el enorme peso de su suerte fatal. Pero en cualquiera de todas las combinaciones de solución, lo que sostenía al juego dramático era la noción de libertad como un valor que el hombre alcanzaba enfrentándose al destino o a las llamadas fuerzas de la necesidad; la libertad era el margen de acción, por pequeño que fuese, con que el hombre contaba para regir su propia fatalidad.

En cambio, la segunda parte de Corazón satánico propone un giro radical que, por lo demás, se acopla bien con el perfil de horror asumido en la cinta; en esta nueva situación, aquel margen de acción se anula. O mejor dicho: se nos revela que jamás hubo tal juego de posibilidades y que el hombre no es más que una mera determinación unilateral de fuerzas metafísicas (en este caso, del Mal). Este aliento fatídico se desploma sobre el sentido global de la obra, del mismo modo que la lluvia torrencial de Louisiana cae como pesada cortina sobre las últimas esperanzas de Harry Angel por mantener su propia identidad.

Si la libertad era la palanca con que el ser humano podía manipular, hasta cierto punto, su destino frente a la necesidad; y si inclusive la libertad habría sido la conciencia de la necesidad -según reza aquel principio hegeliano marxista que tanto influyó en Occidente-, Corazón satánico pareció decirnos, por el contrario, que la libertad es tan sólo una ilusión, un impulso ingenuo del individuo. Es decir: la absoluta inconciencia de la necesidad.

Resulta en ello elocuente cómo Harry Angel se aferra inútilmente a la versión narcisa de su vida -antes tan indiscutible y firme-, gritando al demonio que lo tiene poseído: "¡Yo sé quién soy!", en total incongruencia con la verdad que él mismo ha descubierto: la de ser un simple brazo ejecutor de crímenes diabólicos. El atentado sufrido por el detective no fue sólo contra sus ideas sino contra sus mismísimas creencias, es decir, contra lo más esencial con que contamos para construir este mundo y vivir en él. En otras palabras, el filme anuncia, antes que un cambio (cambio, ¿hacia qué?), el desmoronamiento de una realidad sostenida por nuestras creencias modernas acerca de la libertad.

Por estas razones, Corazón satánico tiene relevancia sociológica, moral y, por supuesto, cinematográfica. En adelante, algunos cineastas (David Lynch, Martin Scorsese...) incursionarían en el horror-noir con distintas propuestas acerca de este cuestionamiento de la libertad contemporánea que expuso la cinta de Alan Parker.


Lagunillas, Jal., noviembre de 2010.


  

domingo, 3 de octubre de 2010

David Lynch: una topología del cine



Alejandro Rozado


Cuando, en Por el lado oscuro del camino (Lost Highway, 1997), alguien murmura por el interfón de la casa de Fred Madison la incomprensible frase: “Dick Laurent ha muerto”, asistimos al comienzo de una realidad espacio-temporal sensiblemente distinta a la concebida hasta entonces en el cine.

Si antes la acción de cualquier filme se desplazaba hacia adelante (o hacia atrás) sobre un tiempo lineal, con esta obra de David Lynch la acción se ve sometida a una desorientación fundamental que, no obstante ello, va trazando un nuevo transcurrir narrativo. Antes de Lynch, el relato en el cine podía ser progresivo o cíclico, reversible o no; incluso podía yuxtaponerse a otros o converger con ellos; pero en todos los casos la acción cinematográfica se desplazaba sobre una sola dimensión, semejante a las vías paralelas de un ferrocarril. Ahora, estamos ante un trastocamiento de esa temporalidad cinematográfica que suscita otro modelo de relato. El problema es que para describirlo y comprenderlo necesitamos un nuevo lenguaje.

Los calificativos hasta ahora vertidos para referir la obra de David Lynch se han agotado; cantidad de ellos -publicados en las secciones de crítica- se han convertido en basura carente de significado en un lapso relativamente breve de años. Expresiones como “genial”, “vertiginoso”, “pesadillesco”, “deconstructivo”, etc., se reciclan en columnas dedicadas a películas como Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), Twin Peaks (1991) o El imperio (Inland Empire, 2006). Con semejante repertorio de “conceptos”, lo único que demostramos es nuestra total limitación para abordar las propuestas de este grupo de obras de autor.

Peor resulta si acudimos al recurso del culto a la personalidad como fuente de comprensión. Descifrar las películas de Lynch a partir del método biográfico -siempre dudoso-, es particularmente decepcionante: la vida del cineasta norteamericano ha sido demasiado estándar como para que explique clave artística alguna de su cine. Y si intentamos partir de sus ideas declaradas, el resultado es repeor aún: las idioteces acerca de “energías universales superiores” que el cineasta predica en algunos foros no se distinguen de otras charlatanerías del pensamiento mágico que han surgido en Occidente. Cosa que, por cierto, ha caracterizado a no pocos artistas de ruptura en la modernidad, desde las alucinaciones de William Blake respecto de seres fantásticos que, según él, poblaban el mundo, hasta las paranoias incurables de Antonin Artaud y los muertos vivos que decía ver. Ello, sin embargo, no ha impedido que sus respectivas obras se desplieguen con gran autoridad sobre el panorama de la cultura moderna.

La clase de espacios que se van abriendo en cintas como Lost Highway, Mulholland Drive (2002) e Inland Empire requiere de un esfuerzo mayor de comprensión, más allá de la comodidad de compararlo con un mundo “onírico” y ya. Por ejemplo, Lost Highway circula mediante una deformación o, mejor dicho, un torcimiento de lo real, de tal modo que al cerrarse el ciclo del relato en el mismo punto de llegada (el interfón de la casa de Fred Madison) algo sustantivo ha cambiado. Si al comienzo el protagonista en persona recibe aquel recado anónimo de la muerte de un tal Dick Laurent, al final vemos al propio Madison murmurando la misma noticia en el interfón afuera de su domicilio. Los puntos de partida y de llegada, si bien son coincidentes, no checan pues el primer Fred Madison está adentro de su casa y el segundo no. Un Madison le comunica algo al otro... No se trata de una mera disociación de la identidad. Es, más bien, como si la realidad espacio-temporal se hubiese trenzado; como si las vías férreas hubiesen girado una sobre otra y recuperado después su paralelismo para llegar al punto de inicio. El trazo de semejante espacio se identifica con el modelo matemático de la Banda de Moebius, la cual consiste en una cinta plana vuelta longitudinalmente sobre sí misma y unida por ambos extremos para cerrar una circunferencia, pero con la particularidad de que la cinta también se gira de forma transversal al menos una vuelta antes de que los dos extremos de la misma se toquen -como se muestra a continuación:


En tal figura no hay ruptura sino un torcimiento flexible de la superficie, de modo que resulta imposible distinguir el derecho y el revés de la banda. Así, las vicisitudes de Fred Madison parecieran transitar de un plano de realidad -de por sí sospechoso- al envés del mismo sin solución de continuidad.

Pero las propiedades de la Banda de Moebius son apenas parte de una propuesta cinematográfica que se relaciona intuitivamente con cierta rama de las matemáticas conocida como topología. Esta disciplina estudia los rasgos invariantes de diversas figuras geométricas que se ven sujetas a transformaciones paulatinas sin romperse. La atención de este enfoque es todo aquello que permanece igual a pesar de las deformaciones posibles de un cuerpo en cuestión. Pongamos por caso una esfera de plastilina: a medida que vamos manipulando la figura, podemos llegar a darle otra forma cualquiera, digamos una taza. Se dice entonces que tanto la esfera inicial como la taza resultante de las modificaciones son “topológicamente equivalentes”. Hay, por tanto, una convertiblidad recíproca de ambos modelos, la cual siempre se da no con saltos bruscos sino paulatinamente. Por ejemplo en Inland Empire, el rostro de la vecina polaca que visita a Laura Dern en su residencia experimenta una deformación cuando el encuadre pasa discretamente de un close up a un macro close up, lo que provoca un desconcierto casi imperceptible, pero profundo, en la experiencia tanto de su interlocutora como del propio espectador. La impresión de esa misteriosa mujer antes de su visita es diferente a la que tenemos después; de por medio se ha dado una equivalencia o identidad topológica que sin embargo estremece.

El horror que distingue la obra de Lynch se apoya en esa deformación discreta de la realidad cinematográfica. Se trata de un cine topológico, es decir, de una propuesta en que el relato adquiere una consistencia literalmente plástica y moldeable.

Pero el cine de Lynch es mucho más desconcertante cuando esas transformaciones topológicas ya no sólo someten a cambio las figuras -como las deformaciones de las imágenes reflejadas en cualquier casa de los espejos-, sino cuando incursionan en la dimensión del tiempo. Volvamos a Lost Highway: una de las secuencias más perturbadoras es aquélla en que Fred Madison acude con su esposa a una fiesta y ahí se encuentra con un desconocido de siniestra presencia quien, malignamente, le dice que alguna vez fue invitado por el propio Fred a su casa. “De hecho, en este instante estoy ahí, en tu casa”. Obviamente incrédulo, Fred acepta llamar por teléfono celular a su domicilio delante del desconocido. Alguien contesta por la otra bocina allá, del otro lado de la ciudad, diciéndole: “Te dije que estaba en tu casa”…

Si se supone que en la idea que tenemos de la vida cotidiana un cuerpo no puede ocupar dos espacios al mismo tiempo, el acontecimiento lyncheano asegura lo contrario. Pero entonces se trastoca también la relación causal entre sujeto y predicado. La inconsciencia del asesinato de su esposa Renée (Patricia Arquette) no obedece a algún adivinable trastorno esquizofrénico de Fred sino al enmascaramiento de las identidades derivado de esa realidad modificada en que transitan los personajes. La misma topología ocurre sobradamente en Mulholland Drive, quizá la mejor película del autor hasta el momento.

La elasticidad que caracteriza a estos “filmes de media noche” hace que David Lynch sea el Fritz Lang del cine contemporáneo, pues esas contracciones y estiramientos de los espacios cinematográficos han demostrado su viabilidad en un tipo de cine de horror que se desplaza hacia el cine negro de ida y vuelta -desplazamiento que supo practicar el maestro alemán con holgura.


Ciudad Guzmán, septiembre de 2010.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Vindicación de Enrique González Martínez, poeta


Alejandro Rozado


A José Emilio Pacheco


Sentí que mil centurias forjaban mi destino,
que era forzado huésped de un mundo en senectud (…)

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ


Hace cien años, un médico tapatío de mediana edad hacía circular -por los inverosímiles rumbos de Mocorito, Sinaloa- modestísimos ejemplares de sus primeros poemarios. Se trataba de Enrique González Martínez, poeta mayor de las letras mexicanas.

Nadie como un escritor solitario para ofrecerse a la ilusión irrenunciable de ser leído –incluso en rancherías y poblados sin escuela. Y nadie como González Martínez para expresar, en pleno estallido revolucionario, un estoicismo intimista tan a contracorriente de aquellos tiempos. Parece mentira que hubiese existido, en años ruidosos como los de la Revolución Mexicana, alguien tan “ahistórico” que llegase a proclamar, en verso, “no turbar el silencio de la vida (…) porque la ley es ésa”. Y más inconcebible todavía que dicho principio intentara compaginar con funciones públicas intermedias desempeñadas por el “poeta filósofo” durante las dictaduras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Sólo alguien de la estirpe de un Séneca podría creer de verdad que poética y tiranía conviven sin distorsionar la existencia. Lamentablemente, el antiguo sabio romano identificó su error demasiado tarde; González Martínez, en cambio, lo hizo a tiempo.

¿A tiempo? Es sólo un decir; la realidad es que haber servido a los villanos de nuestra historia sigue repercutiendo en imperdonable condena de olvido, especialmente en el caso del poeta que nos ocupa. Mientras las obras de contemporáneos suyos, como Ramón López Velarde brillan como fuegos artificiales en el cielo de las letras modernas mexicanas, la de Enrique González Martínez apenas figura en algún discreto capítulo de la materia de literatura mexicana de la instrucción preparatoria.

Homenaje y olvido son dos términos de una misma equivalencia que se presenta en la historia de la literatura. Así, los honores recibidos en vida por el insigne poeta se corresponden con el abismal desconocimiento de su obra a poco más de los 50 años de su fallecimiento –ocurrido en la Ciudad de México, en 1952.

Pero así son las cosas de la historia. Incluso entre las plumas autorizadas no dejó de sentirse ese influjo de olvido, o una variante del mismo: la exclusión. Por ejemplo, en la selección colectiva titulada Poesía en movimiento (México, Siglo XXI eds., 1966), la obra de González Martínez fue excluida por “tradicionalista” bajo el argumento de que la singular edición tendría como propósito central incorporar una muestra representativa del espíritu “innovador” prevaleciente en la poesía mexicana -desde 1915 hasta el año de la publicación. Y a pesar de la oposición abierta de José Emilio Pacheco, la mayoría del grupo compilador (integrado por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y el propio Pacheco) decidió que González Martínez no reunía ese requisito de innovación, no obstante que Octavio Paz había escrito años antes que el tapatío fue el único poeta realmente modernista de México. Paradojas históricas de los conceptos: para no pocos poetas modernos, los modernistas no fueron en realidad modernos sino tradicionalistas.

Sin embargo, tanto la vergüenza del pasado político de algunos escritores como la obsesión por el cambio constante en los poetas modernos han dejado de ser criterios centrales en la apreciación de las letras mexicanas. Una nueva mirada hacia nuestra poesía tendría ahora una profundidad de campo distinta respecto de lo hecho por González Martínez y otros poetas. La perspectiva que hoy nos permite vindicar al autor de Los senderos ocultos (1910) es, desde luego, el sentimiento de profunda decadencia que ofrece la vida en el siglo veintiuno. Durante los años sesenta, con el repunte político juvenil, el estallido erótico y la rebelión total de los sentidos que se extendió por Occidente, la consagración del instante fue la clave de la “innovación” ininterrumpida de la cultura; cuarenta años después, esos mismos jóvenes sesenteros, protagonistas de grandes batallas colectivas y personales por abrir sus propios horizontes, viven ahora en un inequívoco mundo desolado espiritualmente.

El imperativo pesimista de estos tiempos nos impele, entonces, a reconsiderar casi todo, incluyendo a personajes como Enrique González Martínez. Y lo primero que constatamos es que aquel médico de Mocorito vislumbró, con poemas de un siglo atrás, la conciencia del acabamiento que hoy nos invade. No necesitó, para ello, ninguna cualidad profética acerca del futuro; tan solo la percepción inmediata que todo artista mayor tiene de lo vivo en su desarrollo. Esta mirada atentísima al transcurrir incesante de las cosas hizo que el poeta jalisciense adoptase, como es harto sabido, la figura del búho en contraste con la del cisne modernista. A partir de entonces, el escritor no sería más la estrella central que adornase al mundo con sus elegantes maneras y sus extravagancias vanas, sino el observador austero que testificase y comprendiese el derrotero del mismo. Lejos del sujeto manierista admirado en su languidez, González Martínez personificó al vigilante pormenorizado y extremo del pulso vital; ésa es la ruptura que subyace en “Tuércele el cuello al cisne”, el multicitado poema que identifica culturalmente a nuestro poeta con la tradición moderna del cambio. Esa mirada nocturnal y ornitológica (“Mira al sapiente búho… / Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta / pupila (…) interpreta / el misterioso libro del silencio nocturno”) hizo del poeta un virtuoso discreto y severo, un estoico necesario.

Como el doctor tapatío nunca fue un “poeta joven”, quizá por ello desde sus primeros títulos publicados dejó apreciar versos de honda perspicacia estética y moral, como el de “Irás sobre la vida de las cosas / con noble lentitud (…)”. Pensador serio, antepuso desde un inicio la instrucción de sí mismo en la afinación de su alma con el fin de “escuchar el silencio y ver la sombra” en sus detalles: dos disposiciones sólo factibles para quien se propone atender el decurso de la vida con la percepción intuitiva por delante. Con semejante equipamiento sensorial (esa mirada austera de ave nocturna), la poética de González Martínez durante los diez años de la confrontación armada fue un portentoso tránsito hacia la consolidación de una conciencia no inmediata; aquella que identifica lo perdurable entre las ruinas del presente. El éxtasis de saberse parte de una palpitación mayor de la vida, para luego abrir su universo interior hasta la elevación de una soledad meritoria; y la celebración de la madurez del poeta sólo para después acceder al vislumbre del apagamiento del alma; tales son los temas fundamentales que discurrieron por su producción literaria en tiempos en que el poeta meditó por encima de las balas, las asonadas, los pronunciamientos y las traiciones.

Así, en poemas como “A veces una hoja desprendida” y “Busca en toda las cosas”, Enrique González Martínez dialoga con un mundo pleno de animación:
¡Divina comunión!... Por un instante
son mis sentidos de agudeza rara…
Ya sé lo que murmuras, fuente clara;
ya sé lo que me dices, brisa errante.


No hay duda que el universo acompaña aquí al poeta a través de un graneado intercambio de signos. Si como él mismo escribe en “Psalle et Sile”, la ley consiste en “no turbar el silencio de la vida”, ese silencio no significa ausencia de comunicación; por el contrario: “Atan hebras sutiles a las cosas distantes; / al acento lejano corresponde otro acento”. El mismo principio epistemológico del romanticismo -que parte de que el universo tiene una coherencia analógica que jamás deja de sorprendernos- sirve como matriz a estos versos herederos del simbolismo europeo. La relación con la vida es de expectante certeza adivinatoria. El artista descifra e interpreta el flujo vital de la existencia, pero también en sentido opuesto: el diálogo completo se da cuando “el silencio de la vida” atiende lo que el poeta dice en su callar.
Vamos por el huir de los senderos,
y nuestro mudo paso de viajeros
no despierta a los pájaros… Pasamos
solos por la región desconocida;
y en la vasta quietud, no más la vida
sale a escuchar el verso que callamos.

(“Mi amigo el silencio”)

Sin embargo, muy pronto los poemas de González Martínez abandonaron el éxtasis fundacional que produce el atisbo de ese “divino coloquio de las cosas y el alma”. El contrapunto analógico de la comunión universal fue para el poeta jalisciense la soledad infinita, aquella que en medio del gran concierto de las cosas se aparta y se basta a sí misma. El mundo es una diversidad de mundos autosuficientes al interior de los cuales se reproduce interminablemente el mismo diálogo de silencios. Los elegantes versos de “El alcázar” refieren el alzamiento de un ímpetu enérgico, sin embargo contenido, en pos de ese estado:
Edifiqué mi alcázar en una soberana
cumbre, de aquellas cumbres en que el águila anida,
dejando una ventana abierta hacia la vida
cuyo rumor me llega como el de mar lejana.

Aprisioné mis sueños, la pobre caravana
de mis errantes sueños… De nieblas circuida,
contémplase de lejos la insólita guarida
como esas viejas cúspides de cabellera cana.

Mis sueños allí aguardan que cierre ya la puerta,
y han de mirarme un día de la mansión desierta
cruzar, eterno huésped, las silenciosas naves.

Echados los cerrojos, levantaré el rastrillo,
y al foso que circunda los muros del castillo
una noche de orgullo arrojaré las llaves.


Lejos de los socorridos lamentos de todo solitario en desgracia, para el autor de El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño (1917), la soledad es resultado de labrar el huerto propio: un logro meritorio del espíritu, cultivo y cosecha de la más importante de las virtudes humanas en tiempos de calamidad. Este notable credo estoicista de González Martínez se expresa al final de “La lección de la montaña” como una máxima revelada por las augustas cumbres: “(…) esfuérzate y conquista / la gloria de estar solo (…)”. Del mismo modo, en el soliloquio de una roca montuna, el poeta traduce una excelsa oración que dice:
Señor, yo que no tengo ni musgo florecido
ni un arroyuelo bullidor,
haz que en mis abras forjen las águilas su nido
y hagan su tálamo de amor.

Mas si ha de ser forzoso que me aparte del mundo
y del concierto universal,
hazme símbolo eterno, inmutable y profundo
de la más alta soledad.

(“La plegaria de la roca estéril”)

Sin embargo, comunión y soledad son únicamente dos polos por los que se desliza un solo formato de la existencia: la extensión. Pero ella, por sí misma, es insuficiente para que la sensibilidad se asiente, pues hace falta la consideración del paso del tiempo. Un auténtico estoicismo moderno implica contar con una certera perspectiva temporal. Y lo que asombra en González Martínez es su casi inmediato acercamiento a tan crucial asunto. En este sentido, pocos poetas mexicanos de generaciones anteriores describieron un tránsito relativamente rápido que reflejase el cambio de las estaciones de la vida personal como orientación de su obra. Hay, por ejemplo, poetas de pronunciada vocación primaveral (Carlos Pellicer), así como los hay nacidos en un invierno permanente (Alí Chumacero). Pero Enrique González Martínez demostró que, en un lapso menor a una década, había comprendido cabalmente -a través de configuraciones poéticas identificables- aquello de que verdaderamente “lo nuestro es pasar”.

Para ilustrar lo anterior, sólo referiré dos poemas. El primero es “Meditación bajo la luna”, cuyos generosos tercetos se extienden sobre una reflexión acerca de sus escritos y motivaciones de antaño. El poeta divaga por un jardín en busca de “serenidad bajo la luna”; la atmósfera nocturna propicia no un lirismo inspirado sino un tremendo choque de sensibilidades:
y me pongo a soñar como solía
cuando era el alma, en la niñez lejana,
más pura, más ingenua y menos mía.


González Martínez proclama que el alma humana, aquello que otorga sentido a la existencia de los individuos y los pueblos, sólo despierta después de los años necios de juventud, plagados de amargura romántica, ilusiones y llanto: “¿Será fuerza llorar lo que he llorado?”. A lo que responde con un rotundo “¡… nunca, nunca más!… Y la conciencia / clama liberación (…)” El poeta discute, enérgico y furioso, con su pasado y decide escindirse de aquel que fue sí mismo. “(…) el lírico verso no provoca / el erótico afán, el vivo fuego / que iba del corazón hasta la boca”. Y repudia al verso adolescente de artificial dolencia que emerge, automático, a la conciencia:
Ya te me vas perdiendo en la cercana
penumbra del jardín: inútilmente
vuelves ahora y tornarás mañana…

¿Qué sabes de las ansias del presente?
¿Qué del afán de entonces, si estuviste
lejos del alma y de la vida ausente?

¡Ni lo que fui ni lo que soy!... No existe
en ti ni rastro de mi ser; me dejas
ni más regocijado ni más triste.

Oigo sin duelo tus vetustas quejas,
te miro huir sin emoción alguna,
y me pongo a pedir cuando te alejas
noble serenidad bajo la luna.
La negación del ímpetu primigenio se convierte de pronto en un elogio de la madurez (“…una tarde se trocó mi vida”). Y una nueva voz –la otra voz- le dice al poeta: “Medita y crea”, mientras suena “la oportuna campana de los tiempos”. Versos de valor incuantificable para una etapa de la historia como la nuestra, que se caracteriza por un superfluo hedonismo que se vanagloria de todo lo joven sin alma (lo des-almado). En cambio, para nuestro autor, el poema es la cristalización de un alma trabajada, una escultura labrada pacientemente; es el encuentro del aliento vital con el peso de los años. De la historia de los pueblos se puede decir lo mismo.

Finalmente, hay un segundo poema portentoso, con el cual González Martínez remata su concepción del transcurrir de la vida hasta su consecuencia final: la muerte, no necesariamente física sino anímica. Se trata de “Página en blanco”, que transcribo íntegramente para un mejor impacto en el lector:
Un día, no muy tarde, la inquietud que me acosa
para que diga el canto que conturba mi vida,
cesará, como flama por el viento extinguida,
y la voz será muda y el alma silenciosa.

Todo lo que en un tiempo suscitó mis asombros
y lo que fue codicia del pensamiento mío,
despertará a su paso un “qué sé yo” de hastío,
un desdeñoso y leve encogimiento de hombros.

Trémula ya la mano que oprimió los bordones
de la constante lira, se llevará el pasado
los ecos imprecisos de todo lo cantado
y el lívido fantasma de las meditaciones.

Recogidas las alas, el afán taciturno
no sabrá de las cosas penetrar el acento:
será viento tan sólo la palabra del viento
y rumor sin sentido el mensaje nocturno.

De esta vida de ensueño, de este mundo en que arranco
la visión de mis ojos, la canción de mi oído,
quedarán solamente un laúd sin sonido,
un espíritu en sombras y una página en blanco.


Quizá éste no sea el mejor poema de Enrique González Martínez, pero sin duda es el más lúcido, honesto y visionario de cuantos se lean de él. Vislumbrar el apagamiento de la combustión creadora de una vida, de una cultura, escuchar el llamado de la opacidad final donde no habrá ya nada que decir (la página en blanco) es alcanzar la visión definitiva de que un ser humano es capaz.

Enrique González Martínez, poeta. Un crítico de lo real a través del propio poema. Crítico de sí mismo; crítico del crítico de sí mismo; crítico de la poesía a través de la intuición de la muerte. Una pasión dominada, su estoicismo. Del mismo modo en que previamente hizo la negación de su poesía inicial, poco después realizó la negación futura de su obra de madurez. El poeta pronosticó la senectud y demencia final de lo que alguna vez fue una poética de pie. Con ello, la perspectiva se completó y el artista pudo desarrollar el resto de su obra ya sin tantos cuestionamientos filosóficos. Había comprendido lo fundamental; además, lo más importante: dio forma verbal a su visión. Fin del didactismo poético y comienzo de la poesía propiamente dicha. Con “Parábola del huésped sin nombre”, “El yunque”, “El puñal”, “El sembrador”, “La persecución” y “Hora fracta”, comprobamos que sus mejores poemas estarían por venir.


Guadalajara, septiembre de 2010.



NOTA BIBLIOGRÁFICA: El presente ensayo fue motivado por la lectura de notables ediciones mexicanas como: Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, primera edición, 1928; Antología del modernismo (1884-1921), de José Emilio Pacheco, primera edición, 1970; y Tuércele el cuello al cisne y otros poemas, de Enrique González Martínez, compilación y prólogo de Jaime Torres Bodet, primera edición, 1971.

viernes, 30 de julio de 2010

Venganza de la naturaleza (nota sobre un relato de Jack London)

   
Alejandro Rozado


- El llamado de lo salvaje (The Call of the Wild), Jack London (primera edición en inglés: 1903), Buenos Aires, Ed. Cantaro, 2003, 139 pp.

Jack London (1876-1916) fue un joven obrero, después vagabundo, escritor de relatos de viajes, pródigo novelista, aventurero del mar y militante socialista en tiempos del emergente capitalismo norteamericano. Nacido en California, tuvo una vida intensa hasta su muerte; antecedente inmediato del escritor de acción que sería Ernest Hemingway, London también amaba treparse a una embarcación y perderse en la inmensidad oceánica. Muy joven logró adquirir su propia nave, y al final de sus días realizó un viaje de tres años junto con su esposa, después del cual regresó a California irreversiblemente envejecido por las enfermedades adquiridas en altamar. En la línea vital y literaria de Melville y Conrad –contemporáneos suyos-, sus novelas fueron auténticas crónicas de experiencias personales que escribió con abundancia en su corta vida (cuarenta años). Identificar a Jack London como un escritor del género juvenil de aventuras ha sido un recurso comercial de la industria editorial que –por cierto- ha dado buenos resultados; su novela Colmillo Blanco ha sido un éxito -incluso en la industria del cine con varias adaptaciones del libro. Sin embargo, la obra de este escritor estadounidense rebasa rápidamente la etiqueta de ventas en cuanto uno se asoma a sus páginas.

Tal es el caso de la novela que nos ocupa, El llamado de lo salvaje (publicada por primera vez en 1903), en la que a partir de una fábula animal, el autor sigue el doloroso periplo inverso que va de la vida doméstica hasta el extravío en la naturaleza de lo salvaje. Se trata de la historia de un perro, cruzado de San Bernardo con Pastor, llamado Buck. Su impresionante físico llama la atención de los traficantes de perros y es secuestrado del latifundio de un senador californiano y trasladado a las quiméricas tierras de Alaska. La narración en tercera persona pareciera inspirada en las descripciones de la etología del siglo acerca de las motivaciones del comportamiento animal; sin embargo, como en toda descripción etológica, se trata también de una inevitada humanización literaria a propósito de las vicisitudes que arrastra Buck en relación con los hombres y los perros con los que compartirá los trabajos forzados a los que será sometido. Desde luego que puede haber muchas otras lecturas acerca del texto, pero me interesa subrayar el paralelismo entre la suerte de este perrazo y el destino que London sugiere para nuestra civilización.

La historia de Buck es un descenso del estado de confort en el rancho de su dueño a un estado de salvajismo recuperado y liberador, después de atravesar un lastimoso itinerario de maltratos y aprendizajes para la sobrevivencia. El perro cautivo padece las calamidades de la esclavitud, de las cuales la más importante es la “ley del garrote”: una especie de régimen conductista a base de palos brutalmente asestados cada vez que cualquier animal intente gobernarse por sí mismo o sublevarse a mordidas contra “el que manda”. Pero también aprende la “ley del colmillo”, establecida por el riguroso celo que reina entre las cuadrillas de los perros esquimales de tiro. Buck se tiene que adaptar a los dos ámbitos so pena de perecer. Con la ley del garrote no hay problema para el can, pues es una regla tan clara y sencilla como temible; en cambio, la ley del colmillo es un gélido micro universo competitivo y cambiante que organiza la inteligencia y la pasión de los animales alrededor del trineo.

Mientras arrastran cargas pesadas de correspondencia a través de miles de kilómetros de nieve y tormentas, cada perro desempeña una función específica que depende del lugar que ocupe en el tiro; dichas funciones están rigurosamente jerarquizadas y autorreguladas entre ellos mismos mediante un amplio código de gruñidos, peladas de diente, ladridos y mordiscos. La rivalidad entre los miembros de la manada es tan aguda que cada can experimenta el imperativo impostergable de cumplir su tarea al grado de realizar sacrificios impensables. Por ejemplo, el pasaje sobre la agonía de uno de esos perros, llamado Dave, es uno de tantos momentos de la novela que es sencillamente imposible de concebir en el relato de una producción de Disney o de la Warner. El noble y callado animal, probado en su eficiencia durante incontables viajes, en cierto instante es invadido por tremendos dolores e inflamaciones que lo van incapacitando para seguir las labores de arrastre del trineo a través de la estepa; los conductores tratan de sustituirlo, pero el Dave pelea, riñe y logra mantenerse en su puesto a pesar de sus escalofriantes aullidos. Jalar del trineo es lo único significativo en la existencia de ese maravilloso ejemplar que terminará siendo abandonado por su cuadrilla mientras desfallece de cansancio y dolor.

Del mismo modo, la cuestión del liderazgo al interior de la manada se desarrolla como una sorda lucha de caracteres por encabezar el tiro, lucha al final de la cual se define por medio de un enfrentamiento bestial entre un perro de instinto agresivo y traidor que responde al nombre de Spitz, y un Buck ya fogueado por miles de millas corridas bajo larguísimos inviernos. Las dentelladas de los canes estremecen el campamento invernal hasta que un golpe de mandíbula de Buck le quiebra los huesos de una pata a su rival y lo deja mortalmente fuera de combate. Las ventiscas polares acallan los alaridos, y las tormentas de nieve borran las huellas de esos pequeños dramas de animales que a nadie importan. Jack London y la atención a los bárbaros susurros de la naturaleza recóndita. Como si el escritor buscase, a través de la aventura de la vida y de sus letras, la frontera entre la civilización y la barbarie: lejano lugar donde pudiese surgir alguna comprensión superior a la de sus ideales socialistas.

En la última parte de la novela, cuando Buck es adoptado por un sencillo y rudo gambusino, John Thornton, la prosa documental cede poco a poco su lugar a una narración de corte mítico; el autor se va desplazando perceptiblemente de la realidad a la leyenda. La exploración de los bosques que ejecuta Thornton en compañía de su perro le permite a éste identificar un perturbador y al mismo tiempo irresistible llamado de los lobos: una convocación genética hacia la plenitud indómita. Así, el leal agradecimiento que Buck profesa a su nuevo amo no le impide convertirse paulatinamente en un animal de una monstruosidad fabulosa. A esas alturas del relato, Buck es ya la transformación espiritual de un perro grande y sobreviviente en un Perro Fantasma enorme: un lobo gigante que liderea los aullidos de su nueva manada para atemorizar a los hombres de la región y vengar así el gratuito asesinato cometido contra el buen Thornton. El poder mitológico como contrapeso imaginario de una sociedad humana enferma de depredación civilizatoria.

El llamado de lo salvaje: la epopeya de un perro convertido en dios terrible. Dios de los hombres. Dios de los lobos. Venganza de la naturaleza.
                                   

martes, 29 de junio de 2010

Iwo Jima: el arte de recordar una cinta en blanco y negro


Alejandro Rozado


A la memoria del general brigadier
Jorge M. Maldonado (1935-2010),
quien arriesgó su vida en no pocas ocasiones
para impedir el asesinato de gente inocente
a manos del ejército mexicano.


- Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima), Clint Eastwood (2006), con Ken Watanabe y Kazunari Ninomiya.

En la isla de Iwo Jima hay un volcán, no muy elevado, que en febrero de 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, fue testigo silencioso de una de las batallas más sangrientas del mundo moderno; se trata del extinguido volcán Suribachi desde cuya cima se domina toda la extensión del pedregoso islote, perdido en la inmensidad del Océno Pacífico. Los tres aeródromos construidos por el ejército japonés sobre una inverosímil meseta de la isla se habían convertido en punto estratégico clave para los planes estadounidenses de invadir al país del Sol Naciente. Toda la fuerza militar norteamericana posible decidió entonces darse cita en ese punto, Iwo Jima, que resultaría siniestro para el futuro de ambos países. Las cifras hablan por sí mismas: EU destinó 500 barcos de guerra con un cuarto de millón de soldados para asaltar esta guarnición defendida por apenas 21 mil japoneses comparativamente mal armados. Y sin embargo, lo que parecía "pan comido" para el ejército occidental se convirtió en una de sus peores pesadillas: después de 34 inesperados días de cruentos combates, el saldo de la batalla de Iwo Jima fue una victoria pírrica para los norteamericanos, pues si bien el 99% de los soldados japoneses murieron en acción, el número de bajas del lado americano fue superior al de los orientales: más de 24 mil efectivos. ¿Por qué? Si alguna explicación hubiera de tan demencial suceso, ésta pudiera provenir de la determinación japonesa de resguardarse en las cuevas del volcán y sus alrededores a través de 18 kilómetros de túneles intercomunicados que cavaron los soldados y en donde miles de ellos resistieron hasta el punto de la autoinmolación con granadas de mano activadas contra sus propios cuerpos -todo antes de caer en manos del enemigo.

De suyo se desprende que acometer la dolorosísima historia de Iwo Jima supuso siempre un gran reto para cualquier cineasta norteamericano; pero narrarla desde la visión de los vencidos y rodar la cinta con actores japoneses hablando en su propio idioma rebasó lo imaginable para cualquier producción hollywoodense. Desde luego, nada importante ocurre sin condiciones históricas favorables: tuvo que sobrevenir una profunda crisis en la economía japonesa contemporánea y la emergencia (durante los 90's) de un gigante más amenazador para Norteamérica, como lo es China, para que Cartas desde Iwo Jima pudiera ser concebida en la industria del cine estadounidense. Pero también fue necesario contar con la participación de una sensibilidad artística que no abunda en el cine norteamericano.

Después de revisar diferentes proyectos, Steven Spielberg, propietario de los derechos de la obra, ofreció la cinta al director del momento, Clint Eastwood, quien se involucró en el tema a tal grado que en 2006 se vería a sí mismo dirigiendo dos películas sobre la propia batalla de Iwo Jima. La primera, Flags of our Fathers, sería una mirada crítica de lo que significó finalmente para los norteamericanos dicha contienda: un fetiche de la fotografía del reportero Joe Rosenthal que le daría la vuelta al mundo cientos de veces, fotografía en la cual unos soldados colocan la bandera de las barras y las estrellas en la cima del Suribachi. La segunda película, Letters from Iwo Jima, se convirtió, en cambio, en la otra mirada: la que constata el extremo sacrificio de los soldados japoneses por contener el mayor tiempo posible la ofensiva de los Estados Unidos en su camino a Japón. Con esta segunda cinta, el veterano director seguramente realizó su última obra maestra.

El carácter magistral del filme radica, esencialmente, en el bello despliegue visual acerca del respeto. Porque de eso trata la cinta de Eastwood, del respeto por miles de soldados anónimos caídos, soldados que eran, al mismo tiempo, miembros de familias atribuladas por el conflicto bélico y a las cuales les fueron escritas innumerables cartas desde el frente de batalla; cartas tanto de consuelo como de desesperación, de apoyo como de resignación, de esperanza como de despedida. A través de ellas se desprenden y adivinan millares de historias particulares que una por una fueron nutriendo los contingentes que entraron salvajemente en combate. Hombres pacíficos que la guerra convirtió en homicidas y en suicidas; hombres dignos que padecieron la calamidad de la falta de agua durante un mes de sitio y las consecuentes enfermedades infecciosas derivadas de la inmundicia que soportaron. De hecho, entre el castigo del ataque enemigo y la disentería, los soldados japoneses fueron llevados a un infierno difícil de imaginar.

El guión sigue los pesares del joven soldado raso Saigo (Kazunari Ninomiya), ex panadero y padre de familia reclutado contra su voluntad para ir a "morir por el emperador". La llegada a Iwo Jima del destacado general Tadamichi Kuribayashi para asumir el mando de la defensa de la isla significó un cambio en la actitud de Saigo: de ser el inconforme quejón que a menudo se metía en problemas con sus superiores, el protagonista descubre en el prestigiado Kuribayashi (un estupendo Ken Watanabe) el contrapunto necesario para sobrevivir. Dos o tres encuentros ocasionales entre ambos personajes durante el sitio provocaron en Saigo el asombro de saberse "un buen soldado".   

Una película, entonces, acerca del respeto. Respeto por el enemigo y por uno mismo. ¿Y quién mejor que Kurosawa para inspirar ese tema? Cartas desde Iwo Jima debía ser, por tanto, una película que llevase la impronta del maestro fallecido. Se sabe que Clint Eastwood, mientras rodaba Flags of our Fathers, buscó entre la comunidad japonesa de cine al "nuevo Kurosawa" que pudiese filmar el guión de Letters from Iwo Jima. Como le respondieron que ya no había alguien equivalente al director de Los siete samuráis, Eastwood mismo -quien filmase con Sergio Leone en los 60's secuencias impares de westerns inspirados en el maestro japonés- decidió hacerse cargo de la dirección.

El resultado fue un homenaje a Kurosawa hasta en el menor de los detalles. La fotografía duotonal, los planos compuestos por dos cuerpos en tensión dramática a cada extremo de la pantalla, la humanización del samurái, la recurrencia de los encuadres dentro de otros encuadres -especialmente en las secuencias de combate desde el interior de las cuevas- confluyen hacia una ineludible impresión de toda la cinta: la de que los soldados residuales japoneses, aquellos que sobrevivieron los embates del enemigo y salieron de sus escondites para llegar al comando supremo y luego morir en el ataque final, son parte del sacrificado batallón que emerge de las penumbras de "El túnel", el mejor de los relatos que integran los Sueños (1990) de Kurosawa. Un batallón de hombres al borde de una historia que pronto se olvidaría de ellos; una unidad militar compuesta por maltrechos padres, hermanos e hijos enmudecidos, obedientes, terribles, que recién habían escrito sus últimas cartas para decir adiós a sus seres queridos.

Pero también el cuerpo de la película está lleno de referencias inconfundibles: los flashbacks son del tipo Rashomon, la dirección de actores, tan intimista, recuerda Los siete samuráis, los diálogos en las cuevas están cargadas del dramatismo de los parlamentos en los interiores de Yojimbo, la actuación de Ken Watanabe está inspirada en la de Toshiro Mifune en el papel de Barbarroja. ¡Y la fotografía! La fotografía de Tom Stern es el arte de teñir con sepias, verdes y grises los encuadres para que recordemos la cinta en blanco y negro.

En efecto, en la isla de Iwo Jima hay un volcán, no muy elevado, en cuyo interior fueron exterminados miles de hombres como si fuesen hormigas sometidas a un operativo de control de plagas. Desde lejos, la loma del volcán parece un inmenso túmulo donde se antoja enterrada toda la humanidad.

 

martes, 25 de mayo de 2010

Pequeña pasión cinematográfica (crónica de los 70's)


Alejandro Rozado


Camino por barrios perdidos del norte de la ciudad de México. Sin rumbo. Vivo en un departamentucho de la colonia Estrella (en cuyo mercado venden inolvidables tacos de huitlacoche, chicharrón y flor de calabaza, que disfruto a la mesa frecuentemente compartida con rateros anónimos). A menudo salto al barrio de la Industrial y deambulo –como hoy- desde Potrero y Misterios hasta el cerro del Tepeyac. Procuro evitar el río humano que fluye por el gran camellón de la calzada de Guadalupe hasta La Villa. La procesión avanza ininterrumpidamente desde hace más de tres siglos, pero su colorido ritual está apagado para mí.

Es de noche a fines de los años setenta (ignoro si sobreviviré a esta época que después se dará en llamar “de la guerra sucia”). Vengo de una reunión clandestina de obreros de la Ford y las malas noticias de la célula de camaradas me embargan el ánimo. Tengo veinticuatro años y, a ratos, sospecho ser el último de los comunistas. Estoy atrapado. Mi trayectoria ortogonal por esa zona de la ciudad se parece a la de una rata de laboratorio conductista: doblo en una esquina hacia la derecha y, en la siguiente, a la izquierda, intuyendo alguna recompensa al final del laberinto.

Cuadrícula inconmensurable de calles.

Atrapado entre reuniones. Lecturas. Marchas obreras. Primeros de mayo. Círculos de estudio. Tácticas conspirativas. Detenciones. Disidencias. Burocracia. Proclamas. Torturas. Historia... Entre Potrero y Tepeyac. Los Misterios y La Villa. El volanteo de madrugada en la fábrica de papel San Cristóbal. Giro a la izquierda. Al cambio de turno de las seis. Tengo que pasar por don Salud Ceballos en la fundidora de acero. Ahora a la derecha. Llevarlo al aeropuerto. Reunión nacional de metalúrgicos. Sí, en Monterrey. Ya tengo el boleto. La pistola debajo del asiento. Exigimos la liberación de nuestros compañeros. Otra vez a la derecha. Inmediata. Qué buen puntacho, dijo un diputado priísta. No, no tengo tiempo. Ándale. No de veras, no puedo. La pistola. Doblo a mi izquierda. La pistola debajo del asiento. Hace cuánto que no voy al cine. Hablé con Valentín Campa y me dio instrucciones precisas. Debo ir a San Juanico. A casa de Patricio. Déjenlo, ya no le peguen. Nos vemos en el Puente Negro, tengo barba y llevo puesta una chamarra de mezclilla. Nunca pases solo por La Calavera porque ahí sí te matan. ¿Dónde está la carta de Siqueiros? No se la des. Tú algún día te vas a ir de aquí. Ahora síguete derecho. Pero los obreros nos tenemos que quedar. La pistola. Nosotros tramitamos su libertad. Hagan el favor de acompañarnos. ¿Dónde quedó la pistola? Ya te dije que debajo del asiento. Camaradas y amigos. Como cuatro. ¿Cuatro qué? Como cuatro años que no voy al cine...

Veo la marquesina luminosa del cine Tepeyac, una vieja sala de segunda. No me di cuenta cómo llegué hasta aquí. Anuncian Las mil y una noches, de Pasolini. El poeta comunista. Qué andará haciendo una película de Pasolini por estos pinches rumbos. Como cuatro años que no me paro en un cine, ni fiestas o reuniones familiares. Tampoco la playa. Todavía alcanzo la última función... Chin marín.

Han pasado más de tres décadas desde aquel entonces. Puedo afirmar que después de aquella atribulada noche, mi vida cambió. Durante tres horas de explosión erótica, colores y risas, atento al desarrollo narrativo de Sherezada (un relato dentro de otro relato dentro de otro y otro) y martilleada en mi mente la exclamación de uno de los protagonistas en busca de la mujer de su vida (“¡Sumurrud, Sumurrud!”), se me reveló –como si dios existiera- que algo muy íntimo y liberador estaba ocurriendo entre la pantalla y yo. Conmovido, sollocé en aquella sala mágica, semivacía y pulgosa. La obra de un poeta italiano me estaba convenciendo que la utopía había terminado para mí. Esa noche se me exhibió una función exclusiva: yo era el destinatario de esa historia oriental con sabor latino. Sentí nacer en mí una pequeña pasión cinematográfica. Al poco tiempo me retiré, no sin dolor, de la aventura revolucionaria que me había puesto al borde del frenesí y la muerte. De ahí en adelante el cine me ofrecería luz suficiente, como lámpara en la oscuridad.


               

martes, 11 de mayo de 2010

Cementerio de ahuehuetes



  
Alejandro Rozado


En mayo de 2006, ocurrió un hecho sangriento en Atenco, Estado de México: se dio un levantamiento popular radical que fue reprimido por las fuerzas del orden. La barbarie de los registros fue tal que conmovió al país entero. He aquí una evocación literaria a propósito de dichos acontecimientos.


En San Salvador Atenco existe un cementerio de ahuehuetes a un costado del pueblo. Extrañamente, es un lugar llamado El Contador. Se trata de una reserva hermosa y abandonada de árboles viejos, un lugar adonde pareciera que acuden a morir esas formidables y longevas coníferas mexicanas. Así como la región está regada de ruinas mesoamericanas, este parque ancestral resguarda otro tipo de ruinas: troncos colosales de hasta cuarenta metros de alto con más de quinientos años de vida; muchos de ellos son gigantes muertos tendidos sobre la yerba, en donde anidan aves y ardillas; otros aún permanecen en pie, con sus largos brazos retorcidos, arrugados y fuertes -aunque secos. Parecen grupos de elefantes -"coléricos, distantes...", diría el poeta cubano Eliseo Diego.

Hoy en día, al referirse a Atenco, todo mundo habla de machetes, mas nadie de ahuehuetes... Será quizá porque esta reserva es un espacio de excepción, un lugar por donde no pasa el tiempo humano: la historia. Frente a los alaridos seculares, en esta zona impera el más absoluto silencio intemporal. Muchos de esos árboles ya verdeaban por la hermosa rivera del lago de Texcoco, cuando los tecpanecas incursionaban ese territorio azotando al reino de los texcocanos con bárbaras masacres. Dice la leyenda que posiblemente uno de esos ahuehuetes protegió al niño Netzahualcóyotl de la muerte, al trepar éste por sus ramas mientras era testigo oculto del asesinato de su padre, a palos y hachazos, a manos de las huestes del cruel Tezozómoc. Los tecpanecas saquearon las chozas, violaron a las mujeres de los texcocanos y las raptaron hacia el reino de Azcapozalco. Tiempo después, restaurados los agravios de su reino, el viejo rey poeta tenía como paseo preferido precisamente el del Contador. 


Ahora, seiscientos años más tarde, los nuevos tecpanecas llegaron uniformados de azul a repetir el mismo ritual guerrero, el mismo ciclo de la venganza ancestral. Y me pregunto: ¿cuántas batallas salvajes habrán contemplado los ahuehuetes de Texcoco? ¿Alguien se habrá percatado desde qué altura del tiempo inmemorial esos árboles de la sabiduría y la quietud nos miran matándonos a machetazos, piedras y palos, los unos a los otros? ¿Desde qué silencioso instante de la historia testifican nuestra furia descargándose sobre los caminos? ¿Cuánto durará esta prolongada noria de la historia girando?

En estos terribles días en que uno de los lagos más hermosos y florecientes del Anáhuac está totalmente seco, y sólo corren por su imperturbable llanura las tolvaneras de polvo y sal, el viento parece responder a nuestras preguntas con uno de los últimos versos del rey Netzahualcóyotl, el poeta del ahuehuete: "No para siempre en esta vida". No para siempre…

jueves, 29 de abril de 2010

No hay penitencia que valga (el cine de Clint Eastwood)



Alejandro Rozado


“A la hora de matar siempre he tenido suerte”
WILL MUNNY en Los imperdonables


“Action!”.- En la última escena de Cazador blanco, corazón negro (White Hunter, Black Heart, 1990), de Clint Eastwood, éste representa a un extravagante director de cine de los cincuentas, llamado John Wilson, quien aprovechando que su nueva película en turno es rodada en locaciones africanas, posterga caprichosamente una y otra vez el comienzo de la producción debido a su incontenible obsesión aventurera de salir a la caza de algún elefante; después de una trágica incursión en la selva, en la que fallece el guía de su expedición, Wilson regresa consternado al set de filmación, en donde el staff lo espera impaciente con todo listo para comenzar el rodaje. Wilson, culpable y errático por lo que acaba de sucederle, se derrumba en la silla de director, suspira derrotado y solamente alcanza a musitar: "Action!"… Fin de la película.

Como hecho adrede, la siguiente obra dirigida por Eastwood sería Unforgiven (Los imperdonables, 1992), una de las mejores películas de la historia del cine. De modo que la metáfora (“Action!”) que enlaza a estas dos cintas consecutivas resulta asombrosamente eficaz, como si al cineasta le hubiese llegado el momento preciso de dejarse, por fin, de juegos megalomaniacos, demostraciones de fuerza y hazañas violentas para ponerse a dirigir cine en serio. Desde entonces, se observa un cambio dramático en la trayectoria artística de Eastwood como director de cine; cambio que le ganaría el reconocimiento de la crítica europea y lo elevaría inesperadamente a la categoría de autor cinematográfico –incluso uno de los mejores y, sobre todo, respetados del cine norteamericano.

De pistolero a cineasta.- Alguna vez afirmé que las películas de Clint Eastwood parecían dirigidas por Dirty Harry… Fue una mera ocurrencia entre amigos surgida al calor de las copas en cierta conversación nocturna, pero que ahora interpreto como parte de un esfuerzo más prolongado por descifrar una obra profusa, desigual y al mismo tiempo significativa. Viril, emocional y derechista; pero también sincera, directa y cada vez más sensible, inserta en el marco de un sentimiento mayor acerca del quebranto social de nuestra cultura.

Con más de treinta películas dirigidas en su carrera (entre las cuales por lo menos la mitad son totalmente olvidables), Eastwood -como sus personajes- envejeció con su época; sólo que este cineasta, a diferencia de tantos otros, aprovechó el deterioro del tiempo para mejorar. Conforme pasaron los años, fuimos testigos de cómo el protagonista Harry El Sucio se fue convirtiendo en director; al mirarse a sí mismo, el viejo y rudo policía se formulaba nuevas y más hondas preguntas. Se trata de la conversión –con toda seguridad única- de un pistolero en artista, de un matón en cineasta.

Una revisión del cine de Eastwood no puede excluir su trabajo actoral previo, especialmente a partir de la trilogía excepcional de spaghetti western que dirigió su maestro Sergio Leone en la década de los 60’s. Pues se trató de la edificación y mutación sucesiva de una figura fílmica portentosamente narcisista. Como un auténtico Dorian Grey de Hollywood, el actor-director se contempló e interrogó ante la pantalla, escudriñando en su rostro -endurecido por la mueca ensayada- el inescrupuloso paso del tiempo, hasta que de pronto, en el ocaso de su carrera, experimentó esa insólita conversión artística a la que me refiero.

Un cine dirigido por Harry El Sucio.- Aprendiz de Sergio Leone y de Don Siegel –para quienes construyó como actor un perfil de héroe crepuscular de los años 60's y 70's-, Clint Eastwood se aplicó con esmero en cultivar con mediana fortuna los dos géneros preferidos de sus maestros: el western y el thriller policiaco. A través de ellos, su filmografía trazó una equívoca ruta profesional, una tortuosa evolución de cuatro décadas que fue abriéndose paso a tiros y puñetazos entre argumentos de cajón, dilemas morales falsos del más puro estilo republicano (si la ley no es justa, entonces la justicia se ejerce por propia mano armada) y ciertos momentos lúcidos, plenamente cinematográficos, a pesar de la pobreza de recursos y la delgadez argumental de muchas de sus cintas. Cómo olvidar la persecución nocturna en Dirty Harry (1972, dirigida por Siegel) que culmina en el estadio vacío de football de los San Francisco 49ers, cuando de pronto se encienden las luces de la cancha en tinieblas y Harry Callahan le suelta un plomazo al violador de niñas en fuga y luego le restriega el zapato en la herida de bala para que confiese dónde tiene a la víctima secuestrada en turno, mientras el criminal aúlla por sus derechos humanos… el estadio, silencioso como un pozo de concreto inmenso, contempla impasible la barbarie de esas criaturas enfermas que se torturan en la vastedad de la noche urbana.

Pero si el primer cine de Eastwood con frecuencia parecía dirigido por Harry El Sucio, ello en parte se debió a que la rudeza pistolera por él exhibida y protagonizada giraba alrededor del asco social. En Impacto fulminante (Sudden Impact, 1982), el veterano inspector Harry Callahan replica a su colega que tras años de experiencia contra el crimen, ha alcanzado cierto grado de frialdad profesional, de modo que ya es capaz de tomar las cosas con razonable serenidad, aun investigando secuelas de asesinatos, persiguiendo a peligrosos sociópatas y descubriendo redes de corrupción en los círculos oficiales. Nada de eso le quita el sueño. Pero lo que no ha podido superar y le parece repugnante es que su mismo colega detective de homicidios esté tragándose literalmente un hot dog mientras ambos examinan un cadáver con un tiro en los genitales en la escena del asesinato… Un cine, por tanto, visceral y revulsivo. Su propuesta en los 70’s y parte de los 80’s no fue tanto la de un cine de acción como de reacción; más acto reflejo que discurso moral, más el sentido común de una venganza concluyente ante los agravios de los agresores que un dilema político acerca de la justicia legal o, en su defecto, de la “buena” violencia. Un planteamiento reactivo que se sitúa en el cine mismo. Más una solución orgánica rigurosamente cinematográfica que una ideología anticomunista; esto es, una narrativa que se constituye desde y para el cine a partir de la premisa del agotamiento de la rudeza, sea ésta necesaria o innecesaria. Cosa que cineastas tan destacados como Scorsese y Tarantino –por mencionar a representantes de dos generaciones diferentes de cine hollywoodense- ni siquiera se han llegado a cuestionar. (Me explico brevemente: el cine norteamericano elaboró durante un siglo una presuposición acerca de la violencia; a saber, que matar a alguien es un asunto relativamente fácil y cotidiano. Con Los imperdonables asistimos a la negación cinematográfica de dicha creencia civilizatoria: para matar hay que estar social y psíquicamente enfermo. Will Munny asesinaba todo lo vivo en estado de resentimiento y ebriedad.)

El consecuente desarrollo del cine de Eastwood fue poderosamente intuitivo, de un auténtico animal fílmico, una bestia del relato que avanzaba sinuoso y tenaz, entre argumentos reiterativos, lugares seguros de efectiva mercadotecnia y el relativo desprecio por la crítica, hasta la formulación de su propia pregunta escénica: ¿tiene el hombre remedio?, ¿es posible su rehabilitación? Y a medida que progresó en su búsqueda expresiva, Eastwood comenzó a ser visto y reconsiderado por los círculos especializados. Gringuísimo, director de una veintena de películas prescindibles de (re)acción y violencia, es sin embargo autor de otras diez buenas cintas, seis de las cuales muestran una cinematografía magistral. Su trilogía consecutiva de los 90’s -Los imperdonables (1992), Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993) y Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995)- así como otras tres cintas de la década siguiente –Río Místico (Mystic River, 2003), Golpes del destino (Million Dollar Baby, 2004) y Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2007), han llevado a este pistolero detrás de las cámaras hasta la presidencia del Gran Jurado Cinematográfico del Festival de Cannes, en 1994. Sin olvidar, desde luego, los cinco óscares conquistados por Unforgiven (entre ellos, el de mejor director), otros dos obtenidos por Sean Penn y Tim Robbins por su soberbia participación en Mystic River, y cuatro más para Million Dollar Baby (incluido también el de mejor director). El mundo del cine rinde a tiempo merecido respeto al veterano del balazo y los puños.

El toque hawksiano.- Sin embargo, Eastwood no se convirtió en un genio; no innovó ningún aspecto del lenguaje cinematográfico; jamás se propuso ruptura artística alguna con su tradición. Su apego narrativo siempre ha sido a los cánones clásicos del cine norteamericano: sus cintas siempre abren y cierran escenas con rigor simétrico y exhiben una estructura casi geométrica de pannings y encuadres sucesivos que delimitan sus secuencias. Lejos está su obra de las vanguardias europeas que rompieron los formatos; lejos también del barroquismo visual de sus paisanos contemporáneos (los de Palma y los Scorsese, los Spielberg y el único Altman) que parecen interesados en subrayar la presencia genial del autor detrás de las cámaras. La economía narrativa de Eastwood logró lo que sus predecesores formularon como el criterio de un buen cine: que apenas se note la participación del director.

En ese sentido, es relativamente fácil reconocer en las obras de Eastwood la base estilística de un Howard Hawks: aquel artista pragmático que sacrificó sus talentos al servicio de historias tan bien armadas que parecía que se contaban por sí mismas; pero también el maestro de lo sugerido, lo implícito, lo que permanece tácito entre dos frases, entre dos gestos e incluso entre dos cortes de edición. Al respecto, el crítico José de la Colina se refería, hace ya varias décadas, a lo que podríamos denominar el toque hawksiano en el cine: “(…) una mirada de soslayo, una palabra apenas esbozada, y que incluso en la más agresiva violencia pueden significar amistad… [Pues] el hombre es lo que hace, su manera de andar, de mirar, de acercarse a los otros hombres, y también, si se quiere, su manera de hablar, aunque en este caso se define menos por lo que se dice que por el tono en que se dice, y a veces por lo que se calla”. La semántica de la obra se corresponde con el modo de dirigir. El siguiente diálogo entre dos personajes de Los imperdonables ilustra esta estética:
SCHOFIELD KID (sentado junto a un árbol y bebiendo de una botella de whiskey): ¿Era así en los viejos tiempos, Will? ¿Disparando todos a caballo, humo por todas partes, gritos y balazos?
WILL MUNNY (de pie, divisando en el horizonte que alguien se acerca a pagarles la recompensa): Supongo.
KID: Carajo, pensé que nos tenían. Hasta me asusté un poco… sólo por un minuto. ¿Te asustabas en los viejos tiempos?
MUNNY: No lo recuerdo. Casi siempre andaba borracho.
KID: ¡Le dí tres balazos a ese cabrón! Quiso agarrar la pistola y le disparé. La primera bala lo agarró en el pecho… Oye, Will…
MUNNY: Sí.
KID: Fue el primero.
MUNNY: ¿El primer qué?
KID: El primero que mato.
MUNNY: ¿Sí?
KID: Sé que dije que había matado a cinco. No era verdad. Al mexicano del cuchillo le partí la pierna con una pala. No lo maté ni nada.
MUNNY: Pues hoy hiciste pedazos a ese tipo.
KID: Carajo, sí… ¡Lo hice pedazos! (sollozando) Le dí tres balazos mientras cagaba…
MUNNY: Anda, bebe.
KID: ¡Dios!... No parece real… que no volverá a respirar jamás, que está muerto, y el otro también. Todo porque apreté el gatillo.
MUNNY: Es algo inolvidable matar a un hombre. Le quitas todo lo que tiene y todo lo que pueda tener.
KID: Sí… supongo que se lo merecían.
MUNNY: Todos nos lo merecemos, Kid.

Del individuo hobbesiano al imperdonado.- “Todos nos lo merecemos”… Pero, ¿a quiénes se refiere Eastwood? ¿Qué clase de hombre encarna una conclusión así? Sin duda, se trata de una abstracción fílmica, un tipo-ideal de ser nihilista que ve cómo declina su circunstancia. No el hombre robinsoniano delante de una naturaleza por domeñar; tampoco aquel “solo contra el mundo” cuyo liderazgo todavía es capaz de suscitar esperanza; ni siquiera aquel hombre hobbesiano que elaboraron Leone, Siegel e Eastwood entre los 60’s y 70’s, lobo del hombre, sin hogar, sin raíces, sin compromisos más que con su conciencia básica, suficiente y desangelada, el individuo pre-leviatánico que subsiste, psicológicamente, en cada uno de nosotros, ese jinete que deambula por donde aún no llega el Estado (el lejano Oeste) o ese policía que recorre el inframundo urbano o el subsuelo mental de los psicópatas modernos: lugares adonde jamás llegará el Estado.
  
Antes, en tiempos de la epopeya del cine, un Gary Cooper (en High Noon, de Fred Zinneman, 1952) llegaba a ser el solitario alguacil enfrentado a una pandilla de malhechores, pero portando en el chaleco una placa que representaba la defensa de la ley; o un John Wayne y sus amigos (en Río Bravo, de Howard Hawks, 1958) daban la cara por la ley y el orden frente a la delincuencia; y un poco más adelante, en la década de los 60’s, otro sheriff en automóvil (el señero Marlon Brando en Jauría humana, de Arthur Penn) se convertía en el único hombre sensato de una pequeña ciudad sureña, opuesto al linchamiento popular de un forajido que tenía derecho a un juicio justo. Pero con Clint Eastwood, a partir de los 70’s, la ley y la razón dejan de ser equivalentes. El rudo protagonista de su cine, después de ver rebasadas las instituciones por el crimen y la corrupción, no puede ni se propone cambiar al mundo sino tomar las cosas personalmente; él y su realidad social son la misma cosa en disgregación… Si en el Leviatán moderno las fuerzas del orden y el crimen forman la misma ecuación y el tejido social no es más que un pálido desfile de víctimas sucesivas (niños secuestrados, mujeres violadas, hombres inocentes condenados a muerte, etc.), entonces el pistolero (detective o caza recompensas) no tiene otra opción que la venganza: dios los crea y la patología pone frente a frente a los imperdonados sobre un árido presente sin mañana. Punto de llegada, pero también de partida. Aquí termina el cine de Dirty Harry. Y aquí comienza también el cine de Clint Eastwood propiamente dicho…

Pero antes, vale decir un par de cosas más acerca del lugar que ocupa Eastwood en la trayectoria del western. Enarbolando un empeño casi obsoleto (mantener vivo el género), y contra todo buen pronóstico, Eastwood prosiguió lo iniciado por Griffith y Ford y que continuaron Hawks, Mann, Hathaway y Leone. En retrospectiva, podría decirse que desde Por un puñado de dólares, de Leone (1964), filme que parecía anunciar la muerte del cine de pistoleros, Eastwood sostuvo una esmerada reelaboración personal de lo que fuera el género cinematográfico por excelencia en los Estados Unidos. Era necesario decir algo más concluyente que la parodia italiana del género en los 60’s, pero también había que esperar, cinta tras cinta, a que Eastwood mismo envejeciese… Hasta que llegó el momento de filmar Los imperdonables, una especie de post scriptum del cine norteamericano todo, un balance magistral de cien años de historia, el summum de lo mejor que ha producido Hollywood.

La importancia de Unforgiven.- El ocaso de la vida del ex asesino Will Munny, rehabilitado tardíamente por su esposa ya fallecida, fue el tema ad hoc para exponer lo que una gran tradición de cine siempre quiso decir sin saberlo: que el hombre está irremediablemente perdido ante sus debilidades y la crueldad de un destino que lo lacera en el vicio y en la necesidad de matar no sólo por un puñado de dólares sino por cualquier razón; que no hay consuelo ni manera de arrepentirse de tanto daño perpetrado. Pero también que en el mayor de los desamparos, una vez hecho el recuento de los destrozos, el héroe nietzscheano (vaya contrasentido), ese emisario de la muerte inapelable, experimenta un portentoso hecho: madura. “Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo”, decía Nietzsche. Porque aun el peor de los criminales está sujeto a este sencillo y natural fenómeno de la vida que es madurar. Y allí donde antes hubo barbarie desmedida ahora puede haber templanza, donde hubo crueldad ahora hay cansancio infinito. Y entonces ocurre algo que ningún moralismo logra: el hombre puede, al fin, despertar. Y cuando alguien logra abrir bien sus ojos, sólo ve la realidad sin adjetivos. Entonces los sueños terminan… y las pesadillas también. La conversión del hombre que elabora Clint Eastwood en su obra postrera no es hacia el bien, esa bobalicona virtud del ciudadano que cumple sus obligaciones con el Estado, sino hacia la lucidez. Con una importante diferencia: aquel que ha vivido en la mierda humana sabe sobrevivir; incluso ahora puede volver a ella sin peligro de empantanarse de nuevo. Su vigilia desalentada, su decaída naturaleza, le impiden reincidir en el mismo hoyo despreciable. El jinete solitario puede, entonces, retirarse definitivamente de las pantallas. Como el propio Munny lo hace, después del último ajuste de cuentas con su vida, bajo una cortina de lluvia que lo introduce en las tinieblas del mal tiempo, alejándose del mismo viejo pueblo del oeste, por la única calle principal, arada decenas de veces por el mismo centauro en pos de su propio estado de naturaleza. Con Los imperdonables, Clint Eastwood hace que el western llegue dignamente a su fin. Cierre de una larga reflexión fílmica acerca del hombre fuera de la historia, sin raíz sedentaria, sin comunidad rural: sin sentido, peregrinando entre las fuerzas de la barbarie nómada que el caza-recompensas encarna y el impulso instintivo hacia un atisbo de continuidad propia.

Crítica de la epopeya del Lejano Oeste, crítica del mito del cine violento y sus protagonistas impecables, Unforgiven es sin embargo el mejor western y la mejor película en cien años de cine norteamericano. Después de esta obra no hay nada más que decir acerca del género; se seguirán haciendo buenas cintas (como Hombre muerto, de Jim Jarmush, o Apaloosa, de Ed Harris), pero se puede distinguir claramente que el western cerró ya su gran ciclo. El cine nació con él, tuvo su crecimiento, época dorada, madurez y su ocaso hasta morir con una gran cinta: ojalá que otras formas del arte y cultura tuviesen una vida tan plena y tan consciente de su acabamiento como la tuvo el cine de pistoleros.

La estética de Clint Eastwood.- No hay perdón para desdichados como Will Munny... esta frase podría definir el criterio estético del cine de autor que Eastwood halló finalmente en su obra. ¿Se estará juzgando a sí mismo, quien durante años se dedicó a participar y dirigir películas violentas de gran ideología republicana? Como me dijo el doctor Alfonso Islas, asiduo cinéfilo, después de vidas tan plagadas de ruinosos errores, "no hay penitencia que valga", ni hazaña generosa, ni acción justiciera. Como el personaje más provecto de Los siete samuráis, de Kurosawa, el protagonista de Unforgiven ha perdido toda justificación para redimir su relato; tipos como Munny son perdedores lo suficientemente aguerridos como para vengar crueldades ajenas (como la cometida contra su amigo Ned), pero ello no basta para dejar de vivir en desgracia ("ser rudo no es suficiente", se dirá en Million Dollar Baby). Si acaso, el dilema que tienen los personajes de las grandes películas del Eastwood de los 90’s en adelante oscila entre lo malo o lo peor. Sobre esa línea decadente ellos tienen que decidir: entre volver a matar por dinero o caer en la ruina familiar, entre ser internado en una terrible correccional para menores o quedarse bajo la atroz custodia de un padre peligroso y criminal (en Un mundo perfecto), entre huir con la mujer que ama pero quien nunca le perdonará haber abandonado a su familia o retirarse convencido de no volver a encontrar nunca más otro amor (en Los puentes de Madison), entre vivir desadaptado por el trauma de un infame secuestro pederasta o morir en manos de otros vengadores admitiendo un asesinato que no cometió (en Río Místico), o entre cuidar a su Moh Cushla parapléjica toda su vida o cumplir su trágico deseo de ser desconectada… "Todos nos lo merecemos", concluye Munny en ese pasaje hawksiano que hemos citado. Por eso, el pistolero se aleja de cámara en el último encuadre; lo mismo que Frankie Dunn, el veterano manager de box, en Million Dollar Baby, se aleja del hospital después de ver morir a su pupila; y así también se aleja en lontananza, sobre los columpios que forma el camino de terracería de los campos de Iowa, la camioneta del fotógrafo trotamundos Robert Kincaid en Los puentes de Madison, después de revelársele que ha viajado tanto tiempo sólo para saber que el amor verdadero le será imposible de tener. El empleo de la profundidad de campo ha sido un privilegio de Occidente, un recurso expresivo, una perspectiva del mundo que no tuvieron los griegos ni los musulmanes, por ejemplo… tampoco los mesoamericanos. Eastwood integra con tino inigualable este elemento estético como rúbrica a su cinematografía de autor.

Si para el credo de Eastwood, los arrepentidos de todos modos no tienen perdón, sin embargo su condena se convierte en una de las críticas más profundas y honestas que se pueden realizar al interior del star system por todos compartido. Porque después de ser testigos de la post-historia de Will Munny, sabemos que matar a un hombre no es tan fácil como ha difundido el cine imperial; y porque al asumir así su suerte, el personaje irredimible tiene, al menos, la opción de convertirse en hombre.


Guadalajara, abril de 2010.