domingo, 20 de septiembre de 2009

"Triste domingo" (novela de Ricardo Garibay)


Alejandro Rozado


- Triste domingo, Ricardo Garibay, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1991, 333 pp.


Conocí a Ricardo Garibay cuando yo era jefe de redacción de la editorial Grijalbo. Eran los años de éxito de sus Crónicas del gran Púas, y tuve entonces la ocasión de editar otro más de sus libros-crónica, titulado simplemente Acapulco, magistral testimonio no sólo de aquel puerto turístico, sino del inigualable estilo periodístico del autor. Recuerdo mi asombro inicial y luego la familiaridad que le fui teniendo a su prosaísmo sonoro, después de leer cinco veces su texto, desde el original hasta las galeras y las pruebas finas. Platicábamos mucho acerca de la agresiva realidad social guerrerense –que él conocía muy bien- en los tiempos del cacique y gobernador Rubén Figueroa, de quien hizo en dicha crónica un inolvidable retrato.

Garibay era un hombre intenso y nervioso; elevaba sistemáticamente la voz y daba manotazos sobre mi escritorio, como descargas ansiolíticas intermitentes; sus carcajadas atronadoras le subían el color rojo del rostro, y su cuerpo compacto y fuerte delataba la curvatura de espalda que todo boxeador (él lo fue en su juventud) cultiva en sí mismo para enconchar y preservar la vida. Era cordial y amistoso; también rebosaba enorme energía sexual: era el típico “viejo raboverde” que perseguía a las secretarias, a las meseras, las vendedoras, etc. En una entrevista televisiva confesó sin titubeos que a él le hubiera gustado ser padrote de un burdel; y alguna vez lo vi declarar, después de una digresión sobre sexo y moral, lo siguiente: “La lealtad se practica de la cintura para arriba; la fidelidad, de la cintura para abajo: yo he sido leal...” Fue autor de uno de los mejores guiones cinematográficos que se hayan hecho en México: Los hermanos del hierro, llevado a la pantalla en 1958 por Ismael Rodríguez, muestra de cómo nuestro cine pudo haber incursionado en el género western con voz y presencia propias –cosa que, desde luego, no ocurrió. Publicó su primera novela a una edad ya madura y perteneció a la pléyade de escritores lanzados a la nueva cultura de los sesentas por la editorial Joaquín Mortiz. Su prestigio como hombre de letras ha sido inmenso e irregular. No le fue nunca simpático a ningún grupo literario, su incorregible carácter individualista no propuso otra cosa. Fue un polemista sui generis, pues casi nadie de la corte intelectual polemizaba con él... pero el público sí. Tuvo un programa cultural de televisión en el canal once -cuando el debate abierto era escaso-, que gozó del singular efecto de no pasar inadvertido para la mayoría de las personas que conozco. El magnetismo de Garibay fue tan fuerte que obligó a quienes lo tratamos a tomar posiciones frente ó a propósito de él. Mi hija Maira se llama así gracias a una novela suya que mi esposa y yo leímos durante los meses del embarazo. Y su mejor obra es La casa que arde de noche: el desarrollo de un amor brutal perdido en un triste burdel de paso, bajo la desolación de un agreste panorama norteño. Casi una pequeña obra maestra, como otras noveletas contemporáneas mexicanas.

Pero lo que me convoca ahora a escribir es su novela más exitosa: Triste domingo, publicada a los setenta años del autor. Coronación y legado de un oficio frondoso de sonidos y ritmos verbales, precipitaciones de letras cargadas de luces oblícuas, esta novela culmina un lejano anhelo de Garibay: hacer realidad la fantasía de sus pasiones, construir un alter ego perfecto que ejecutase lo que él no pudo en vida propia. Y ese tipo responde al nombre de Salazar, a secas; poderoso varón de las finanzas, identificable a leguas por la gran clase que imprime a sus actos y huellas tras sus pasos y quien, a pesar de su edad madura –cincuenta y siete-, es capaz de ejercer un embrujo irresistible sobre la joven guapa y talentosa protagonista (Alejandra). Salazar es un hombre rigurosamente cultivado por el vino; arrastra en su templanza de carácter años de espera y reposo; el color de su piel y el grosor de su voz lacónica se parece a un vino bordeaux; la tersura de sus maneras y su exquisitez en el gusto es como un oporto, bienvenido en toda ocasión de vida o de muerte, pues el oporto es el “médico de los agonizantes”. Salazar corporiza la sabiduría de los mejores viñedos y nos revela que una buena botella es capaz de guiar una saludable conversación y equilibrar, en sí misma, el gozo y la inteligencia como pocos objetos cultos. La joven Alejandra es trastornada hasta el fondo de sí cada vez que este hombre fomenta el habla alrededor de la personalidad del vino que se degusta. La identidad que surge entre el hombre y lo que se bebe se convierte en inmejorable parámetro: quien “sabe de vinos” es usualmente un ser maduro, alguien cuya conciencia histórica habita en un paladar entrenado en los sabores y sinsabores de su existir. Así, Salazar es el hombre total, la proyección sublime del Garibay falible; el veterano que todavía puede ocupar un lugar excepcional en el mercado del amor, el viejo sin competencia alguna entre los jóvenes talentos de la clase media, por el sólo hecho de lo que Salazar es en cada uno de sus gestos.

De modo que dicho personaje es la maestría literaria de un Garibay ya irreprimible, colmado del narcisismo dramático que todo escritor flaubertiano aspira a agraciar en sus páginas. El Salazar de Triste domingo seduce desde el fondo de su añejamiento, cuando hunde sus ojos en los de su interlocutor como si revisase a contraluz la adhesión de un tinto al verde cristal de su botella; así sucede con Alejandra y con Fabián –el fatal pobrediablo enamorado de ésta-, lo mismo con los deslumbrados por el poder que con los bohemios de la colonia Condesa de un DF ochentero. Los submundos de la pluralidad capitalina, gérmenes de la democracia eternamente aplazada, descienden a la categoría de menores de edad o de abúlicos cuya leve inclinación literaria es sólo eso: una mera inclinación y, además, leve. El trágico fin de Alejandra reduce a una generación orgullosa de su elocuencia banal a una parálisis de existencia y a la ausencia de peso histórico; mientras, Salazar-Garibay contempla desde su progresiva ausencia en la narración cómo se va extinguiendo el alma de la belleza imposible. Así, el autor no puede ocultar que en el fondo de su bellaquería burdelera y sus riñas boxísticas que tanto protagonizó, fue siempre un viejo romántico.

Ricardo Garibay murió en Cuernavaca en 1999, a la edad de setenta y seis años. Pocos escritores han tenido una prosa tan temperamental como la suya. Deseo larga vida a su obra.

Anécdota ridícula a manera de epílogo

Una vez vimos anunciada la presencia de Ricardo Garibay en uno de los bares más cotizados de la Guadalajara glamorosa. Se nos hizo raro, a mi esposa y a mí, que un escritor como él no diese una conferencia magistral en alguno de los foros universitarios o de la Secretaría de Cultura de Jalisco. Pero, en fin, conociendo sus extravagancias y gustos por la vida borracha, decidimos no perdernos esta oportunidad de su visita; reservamos una mesa y llegamos puntuales al lugar de la cita. Todavía algo incrédulos, preguntamos al mesero si de veras llegaría Ricardo Garibay, y con toda seguridad nos confirmó su presencia para las 9 de la noche. Entusiasmados, bebimos una copa y esperamos. A la hora señalada anuncian por fin su llegada y aparece un joven cantante homónimo del escritor, émulo del insoportable Mijares, entre nutridos aplausos. Por lo visto, Velia y yo éramos los únicos del lugar que no sabíamos de la existencia del show man. Salimos del bar de inmediato, muertos de risa y vergüenza.

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