Alejandro Rozado
Tras celebrarse recientemente la última serie mundial de béisbol, un diario neoyorquino afirmó que con el vigésimo séptimo gallardete mundial en manos de los Yankees de Nueva York, "las cosas vuelven a estar en orden". La afirmación es nada trivial: más allá de rendir culto a un equipazo de profesionales del guante y el bat que ha creado una verdadera dinastía en el béisbol profesional, enunciar que todo vuelve "a su lugar" significa también que en otras áreas de la vida el triunfo de los Yankees da pauta a sentimientos mayores que emergen después de años caóticos en que el mundo parece haber perdido el rumbo de su historia. Si los Yankees de Nueva York son otra vez campeones de mundo, en algún nivel del inconsciente colectivo se puede tener algún asidero: no todo ha cambiado en la vida moderna, todavía hay una realidad constatable que permanece en su lugar. Que un shortstop estrella como Derek Jeter recuerde las hazañas de Babe Ruth, Lou Gherig o Joe DiMaggio, tiende a dar sentido a un imaginario social extraviado en el maremágnum de calamidades que caracteriza a la época.
Acaso lo anterior sea porque el béisbol es mejor que la vida misma. Entre otras cosas, porque pone en juego la soledad de uno mismo. Porque, en efecto, este antiguo deporte de equipo está al mismo tiempo concebido para que en cada lance el beisbolista se vea solo ante su destino. Solo está el bateador con sus pensamientos cuando se para en la caja de bateo y bajo la presión de una rechifla universal en su contra; solo está también el fielder allá lejos, enmedio de esa llanura mongólica que es el jardín central que cubre y vigila; pero el más solitario de todos es el pitcher, subido en un montículo en el centro del cuadro, solísimo con sus tics de nervios, escupiendo en la grava, pestañeando por la irritación que le provoca el sudor al gotear de su frente y bordear la comisura de sus ojos, ajustándose la gorra varias veces antes de cada lanzamiento, resoplando desde el abdomen para tirar una recta precisa a más de noventa millas por hora o para tender una curva desconcertante sobre el plato aun a riesgo de quebrarse el codo por el esfuerzo. Todos los pítchers son Charlie Brown y sus inconmensurables monólogos interiores.
Pero esta condición solitaria del beisbolista facilita, al mismo tiempo, que la competencia esté siempre tocada, movimiento tras movimiento, por la reflexión inteligente. Y cada lanzamiento para la goma, sea bola o strike, va modificando la realidad del juego de tal modo que las estrategias de los equipos contendientes se ven sometidas a cambios continuos. La soledad abismal del baseball player, respaldada por la fuerza de la reflexión que le hace tomar determinaciones enérgicas y oportunas, templan el carácter del juego mismo y lo convierten en uno de los deportes más nobles que haya inventado la modernidad. Lejos estamos con semejantes virtudes humanas de la pesarosa política actual; sin embargo, podríamos aprovechar para aprender sustantivamente de la vida apreciando de vez en cuando un partido de los legendarios Yankees. Al menos yo aprendo más de ella apartándome un rato de la política y observando con qué gallardía el pelotero Alex Rodríguez desafía la adversidad de un juego de serie mundial antes de dar el batazo certero que contribuya a mejorar al deporte que ama en su conjunto.
La sociedad debería ser amada del mismo modo.
Noviembre-2009.
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