lunes, 17 de diciembre de 2012

Una gata azul birmano (poesía felina)


Alejandro Rozado


Llegó una tarde lluviosa a la puerta de mi consultorio. Entró como si nada, muy seria ella, con un maullido discreto a guisa de saludo. Una especie de "ya vine" cotidiano que fue dejando chispas bajo el paso cadencioso de alguien sin duda elegante. Echó un vistazo al aposento, checó lo mullido de los sillones y decidió quedarse. Extendió su larga cola sobre el tapete azul y posó su altiva figura para la admiración intemporal que emanaba ya de mis ojos. Después de tan honroso gesto hacia mí -y hacia todas aquellas generaciones humanas que a través mío la miraban-, me permitió admirar su pelaje gris humo, brillante, femenino; más tarde colocó sus inasibles ojos amarillos sobre mi miseria, como preguntándome: "¿Qué?, ¿acaso necesito presentación?"... Decidí llamarla Mata-Hari.

Después de esta primera impresión, y tras diez años, la cosa no ha cambiado; me refiero a la relación aristocrática que la gata propone con eficacia en su derredor: nos mira "desde la altura de su imperio". Recuerdo las palabras de un paciente que es biólogo experto en zoología: "no hay gato corriente; todos son finos". Y sí, tiene hábitos de reina, como exigir que siempre la acompañen a comer o cagarse sobre las colchas de las camas si no he tenido el tiempo de cambiarle su arena; también trató con desprecio a nuestra difunta perrita, ansiosa de jugar con ella todo el tiempo.
Es el espíritu familiar del lugar;
juzga, preside, inspira (...)

Pero nos fascina en casa. Aporta unas cuantas gotas de erotismo sobre nuestras vidas ajetreadas, a la manera en que Baudelaire lo describía:
Ven, mi bello gato, a mi corazón amoroso;
recoge las uñas de tus patas
y deja que me hunda en tus bellos ojos,
mezcla de metal y de ágata,

mientras mis dedos peinan suavemente
tu cabeza y tu elástico lomo,
y mi mano se embriaga con el placer
de palpar tu eléctrico cuerpo (...)

Ver a Mata-Hari es de verdad un privilegio en todo momento; pero acariciarla es experiencia mayor en un mortal: es tocar una deidad egipcia recostada en tu regazo.

La doctora veterinaria nos confirmó su pedigreé: "Es una gata azul birmano", dijo. De tal nobleza oriental se ha desprendido que es también excelente compañera de estudio: le agradezco su infinito silencio que suele guardar en mi biblioteca mientras trabajo; se mueve con sigilo entre los libros; se sube de un brinco a mi escritorio y se recuesta de lado, con la cabeza erguida y la cola colgando con majestad, arrullándse con los sonidos de mi caligrafía sobre un cuaderno de apuntes. Entonces ambos alcanzamos un nivel, de lo que se diría el estar, en que el reconocimiento mutuo "no necesita de palabras".

Reza un conocido proverbio chino que la historia de la humanidad es el sueño de un gato, lo cual es harto sugerente. La Mata-Hari reposa siestas de muchas y, sobre todo, profundísimas horas. En verdad pareciera que al dormir ejerciera un mágico dominio sobre nuestras vigilias; un poder céntrico que ejecuta con indiferencia desde algún cojín incidental. Su sueño es como una emigración lejana que no se despega de aquí, de la cotidianidad de un patio o de la familiaridad de una cocina. Al propósito, Eliseo Diego dice:
El gato duerme en la cocina
mientras la lluvia corre afuera.
Cien y mil años de penumbra.
La tarde sólo un soplo, afuera.

El gato duerme desde cuándo,
la lluvia es otra y otra, afuera.
El gato en paz, en paz el sueño,
y el agua hacia el mar
                                -afuera.

Además, tengo la certeza de que a mi gata le gusta el blues. Cuando de pronto se pone nerviosa y no está a gusto en ningún lugar, he descubierto que se sosiega inmediatamente en cuanto pongo un disco de Willie Dixon o de Lightnin' Hopkins. Hasta creo haberla sorprendido llevando el ritmo con su patita derecha.


Guadalajara, diciembre de 2012.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Borges metafísico


Alejandro Rozado

Uno de los primeros libros que leí fue Las mil y una noches
en la versión inglesa de Lang. Después he leído otras traducciones (...)
pero he tenido la impresión de que todas son traducciones de la de Lang,
simplemente porque ésta fue la primera que leí;
de modo que para mí la versión árabe tiene que ser una traducción
más o menos buena de la versión inglesa de Lang.

JORGE LUIS BORGES


Si es cierto lo que escribió Octavio Paz sobre Jorge Luis Borges, en el sentido de que en su obra están ausentes tanto la historia como el amor y la mujer (tres elementos clave de la literatura romántica), habría que releer al políglota argentino a la luz de esa bengala que disparó en su momento el poeta mexicano y percibir desde otra perspectiva los elegantes relatos y poemas borgesianos. A esa tarea me dediqué en forma no muy exhaustiva, pero suficiente para atreverme a escribir el siguiente apunte. 

La literatura de Borges es, desde luego, una gran fantasía subsidiada por la imaginación universal que nos dio Occidente. De algún modo, su deslumbrante obra es, al mismo tiempo, una fastuosa alabanza de la visión infinita de universo que inauguró nuestra modernidad. Pero hay que añadir también que dicha celebración adquirió la forma disociada de mundos paralelos, de los cuales uno de ellos (preferentemente el ideal) es o termina siendo la hipóstasis del otro. Es decir: un Borges infinitista, pero también idealista y -más aún- metafísico.

La declaración del bonaerense que figura como epígrafe del presente artículo es algo más que un chispazo de inteligencia y humor; es una confesión circunstancial de su concepción (poética) del mundo. Para Borges, la realidad inmediata de las percepciones, las ilusiones, y la detallada configuración de los numerosos hechos que eslabonan la historia, se presenta hipostasiada en otra realidad -trascendente o inmanente- superior, igual a sí misma, que gobierna absolutamente, hasta en el menor de los detalles, las vicisitudes particulares de los hombres y la naturaleza. Dicha hipóstasis no consiste en una mera esencia intemporal cuyo relato (religioso o científico) establecería su origen cronológico en el tiempo cero del universo o de la historia, sino en una Verdad oculta y descubierta por la curiosidad imaginativa del propio Borges.

Así, del mismo modo en que la versión inglesa -leída por él- de Las mil y una noches podría ser el origen metafísico de las demás versiones -incluyendo la primera-, la reescritura idéntica del Quijote laboriosamente construida por un letrista podría ser aquella que, en retrospectiva, derivase en la novela de Cervantes. Se trata de una naturaleza borgesiana del mundo cuyos arcanos sólo son accesibles a través de discretísimas señales o herméticos oráculos. 

Repasemos algunos relatos de Ficciones, El Aleph y El hacedor para ilustrar este meta-procedimiento del autor. Por ejemplo, en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", Borges "documenta" que a principios del gran siglo de la modernidad (obviamente, el XVII) un núcleo de sabios comenzaron a crear un mundo alternativo a partir de la elaboración detallada de una enciclopedia que comprobaría sus tesis idealistas; así comienza la invención de Tlön. Desde luego que a semejante sociedad secreta de filósofos no podía dejar de pertenecer el obispo Berkeley... Así, y a contracorriente del empirismo de Hume, la Idea de Tlön procedió a invertir los términos ("Las naciones de este planeta -escribe Borges- son congénitamente idealistas") y a llevarlos hasta sus últimas consecuencias ("Este monismo o idealismo total invalida la ciencia"), al grado de que la realidad del mundo humano se verá, a la larga, desplazada por el avance inexorable de Tlön -pues "siglos y siglos de idealismo no han dejado [ni dejarán] de influir en la realidad"...

En "El acercamiento a Almotásim" -ficción borgesiana relatada bajo el formato de una elegante reseña literaria-, este personaje árabe al cual no se le conoce más que por sus efectos en los demás, es concebido como una fuente de virtud que se propaga sutilmente a través del encadenamiento de encuentros, fortuitos o no, hasta convertirse en una insinuación disipada de su presencia a través del leve gesto involuntario de un malhechor cualquiera.

También bajo el género de una nota literaria ("Pierre Menard, autor del Quijote"), Borges despliega una de sus más geniales ocurrencias: reseñar la gran otredad de El Quijote. No la mundialmente conocida obra de Cervantes sino una versión esforzadamente idéntica, a cargo de un meticuloso y erudito escritor francés: Pierre Menard. Borges y el pasatiempo de construir soberbiamente otredades, algo banales pero siempre reificadas respecto de la realidad -jamás, por cierto, el otro infierno que ha desgarrado a la historia. Más que historicistas, las ideaciones borgesianas son onanistas.

Probablemente exista una condición fundamental que le impida al argentino bañarse en las aguas historicistas del tiempo humano, a pesar de su indudable erudición sobre el pasado: dicha condición es su "congénito" -como él diría- idealismo literario.

En "Borges y yo", el autor se disocia y en una breve narración perfecta expone la cualidad invasiva del uno sobre su otro: aquel Borges -el hombre de letras- va devorando poco a poco la existencia del Borges cotidiano que se deja vivir para que el primero trame su literatura. El ideador domina sobre el ser mundano. Y en "El hacedor", Borges es una mera manifestación o prolongación de Homero: el poeta que paulatinamente pierde la vista. Y del mismo modo en que "todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare", cada grado de ceguera que experimenta el creador de El Aleph lo va convirtiendo en el poeta griego. 

En "Las ruinas circulares", un mago se propone "crear" con sus sueños una encarnación. Del mismo modo en que dios creó al hombre, Borges inventa -y hace que sus personajes inventen- realidades materiales con todo el "poder" que le es dado detentar a un demiurgo. La Idea todopoderosa, aunque también trabajosa, está en Menard y en Almotásim, lo mismo que en la cultura de Uqbar. ¿Y qué decir de Homero en el preciso título de "El hacedor"? De la idea a la materia hay de por medio un laborioso y detallado quehacer. Así parece distinguirse la poética borgesiana: como una metafísica idealista pormenorizada.

"La lotería en Babilonia" y "La biblioteca de Babel" son variaciones de un mismo tema onanista: la construcción de realidades alternativas a partir de premisas arbitrarias -e ideales- como en todo sistema matemático. La especulación de mundos a partir de axiomas de vida. Por ejemplo, La Compañía de Babilonia, encargada de absolutamente todos los aspectos de la lotería -infundida, cual antigua hegemonía entre los habitantes-, adquiere un "funcionamiento silencioso, comparable al de Dios". 

Mientras la visión apolínea de la cultura clásica se asentó históricamente en la certidumbre de la presencia configurada en formas geométricas y magnitudes positivas y medibles, Borges juega con otros puntos de partida: "He concocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre". La lotería babilónica como la forma de organización representativa de otra concepción del mundo, a partir de la Idea inicial del azar, que luego se despliega hasta hacer de Babilonia una realidad totalizada por la suerte: "otra" congruencia. Y el narrador de "La biblioteca de Babel" reincide en el método de exposición literaria de Borges: "quiero rememorar algunos axiomas"...

En "Funes, el memorioso", Borges construye la semblanza de un personaje, el joven Funes, que encarna esa "perplejidad metafísica" que el autor busca: un supercerebro que recuerda la totalidad: no sólo todo lo vivido desde un único punto de vista, sino todo lo posiblemente vivido desde otros ángulos. La memoria holística de una mente que, al recrear el mundo con sus recuerdos, se aproxima, de nuevo, al ideal del gran demiurgo.

Y finalmente, en "El Aleph" -como es sabido-, el narrador argentino propone la localización de un punto que contiene a todos los puntos del universo. Un lugar concentrado de la exstencia desde el cual la experiencia humana puede enloquecer de semejante absoluto.

Curiosamente, este universalismo borgesiano es definitivamente fáustico-occidental, pues comparte con la mayoría de las mentes mayores de nuestra cultura la fascinación y el vértigo por lo asintótico: aquello que sin límites se aproxima al tiempo eterno y al espacio infinito sin tocarlo jamás. De ahí su cercanía con la matemática; pero sólo con cierta matemática: la moderna, el cálculo infinitesimal, una de las grandes creaciones de la mente occidental. En un sentido amplio, existe una relación de continuidad entre Dante, Leibnitz, Borges y Bill Gates...

El internet hubiese fascinado y, al mismo tiempo, deprimido a Borges, pues el nuevo cosmos cibernético sustituye ahora a la biblioteca de Babel, el cerebro de Funes o el punto absoluto del Aleph. Lo que uno quiera saber sobre el mundo es posible obtener con sólo teclear en un buscador. La red o Matrix son la nueva divinidad absoluta. Borges percibiría dolorosamente en el mundo-Facebook el aliento fétido de Mark Zuckerberg induciendo hasta la más leve gesticulación de un alegre e inocente usuario que, autómata, hace click en "Me gusta"...

Mientras que en su narrativa Borges es un sujeto verdaderamente cognoscente, separado de su objeto por su propia erudición, en sus versos el interrogador se vuelve de continuo interrogado:

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?

Al repasar los poemas que aparecen en su conocida Nueva antología personal (1968), puedo apreciar un cambio de sensibilidad respecto de sus relatos aquí enumerados. La poesía de Borges es un profundo y preocupado interrogatorio acerca del paso inexorable del tiempo y de la muerte misma; aquí, el autor se transforma o, mejor dicho, se disuelve en el poema mismo. El idealismo metafísico, que frecuentemente deleita su prosa de ficción, tiende a diluirse en sus versos (sin desaparecer del todo), arrasado por el implacable curso de un mundo precipitado a través del cono de un reloj de arena.

No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida. (...)

Todo lo arrastra y pierde este incansable
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable.

El yo, el hombre real, ¿materia deleznable? Bueno, Borges al fin idealista... De cualquier manera, ante su distinguido rechazo a la vida (la historia, la mujer, el amor), la narrativa borgesiana edifica entretenidos sistemas infinitesimales, fríos y de extraña rareza, que responden a la convocatoria de un ser ideal e inmutable; mientras que en su poesía -ontológicamente más sensata-, el argentino no puede sustraerse de la realidad pavorosa de saberse pequeño y mortal; penetra, así, con la mirada, los recuerdos y la palabra misma, el insondable misterio de no obtener respuestas.

¿Cuál será el Borges real y cuál el Borges reificado? ¿El poeta? ¿El narrador?


Puerto Vallarta, Jal., octubre de 2012.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Santiago Carrillo murió sólo una vez


 

Alejandro Rozado
 
 
Al día siguiente de la muerte del líder histórico de la izquierda española, Santiago Carrillo, el historiador y articulista mexicano Héctor Aguilar Camín publicó un artículo en Milenio que puede leerse en este link http://www.milenio.com/cdb/doc/impreso/9159344/. El presente texto es una respuesta de coyuntura a dicho artículo.



Héctor Aguilar Camín practica el periodismo de "análisis" que caracteriza al cuerpo principal de editorialistas del periódico Milenio, consistente en enunciar verdades fuera de contexto para "ganar" un pretendido debate con la izquierda mexicana -con la cual dichos editorialistas tienen un pleito casado que raya en la obsesión. Así sucede con su artículo: "La segunda muerte de Santiago Carrillo", recientemente publicado.

Se trata de un texto en que al autor se le ocurre que el de hace unos días no fue el fallecimiento a secas de Santiago Carrillo, sino su segundo. Según esto, hubo dos Carrillos: el primero, un Carrillo radical, dogmático, violento y autoritario; el segundo, en cambio, más moderado, flexible, pacífico y democrático. Para ello, el comunista español tuvo que haber muerto y vuelto a nacer -porque de otro modo Aguilar Camín no se puede explicar el “viraje” político hacia la democracia que protagonizó don Santiago a fines de los años 70 en España. De ahí que, con el fallecimiento del nonagenario dirigente, a Aguilar Camín se le antoje hablar de dos vidas y dos muertes. Y todo este circunloquio, con el único propósito de sugerir a la izquierda mexicana de hoy que ésta debería aprender a comportarse como el "segundo" Carrillo. Bueno.

El problema es que el manejo de verdades a medias es indicio inequívoco de manipulación completa, sobre todo en profesionales de la opinión como Aguilar.

Por ejemplo, la referencia que hace de Marx es una perla de este sofista de los medios que lo pinta de cuerpo entero. Miren que sostener que el principal crítico del capitalismo fue también el primero en admitir la “realidad global del mercado” -y que por ello la izquierda actual debía reconocer las medidas económicas tomadas por el neoliberalismo contra los trabajadores- es indicador de que a Aguilar Camín sólo le bastó leer el primer párrafo del primer capítulo del primer tomo de El Capital, para entender “a fondo” la crítica de la economía política capitalista. O quizá le bastó para suponer que podría abatir con ello las muy probables objeciones de sus subestimados lectores. Porque es verdad –pero a medias- que Marx comienza su obra principal con una aseveración descriptiva de la realidad capitalista; a saber: que el mundo se le presenta a cualquier observador como un inmenso “almacén de mercancías”. Pero hasta ahí llega Aguilar Camín; no deja continuar a Marx ni un renglón más, pues con ese párrafo inicial le es suficiente a nuestro editorialista para comprobar que la izquierda de hoy contradice al mismísimo padre del marxismo. Pero se trata de una maniobra demasiado tonta y en la que Aguilar se exige demasiado poco; porque cualquiera que se tome la molestia de leer siquiera el primer capítulo del mismo libro se daría cuenta de que el fundador del materialismo histórico, a pesar de haber descrito la más visible de las características del capitalismo -la universalización de los mercados-, distó mucho de "aceptar” por esa razón la necesidad de “flexibilizar” su postura política comunista. De modo que el alegato de Aguilar Camín queda como un recurso meramente retórico para golpetear la abierta oposición de los legisladores del Frente Progresista a la contrarreforma laboral que finalmente los diputados del bloque dominante aprobaron en el Congreso mexicano. Pero volvamos a Santiago Carrillo...

En efecto, la trayectoria política de este longevo personaje que vivió 97 años es en buena medida la de la izquierda posterior a la revolución rusa: desde la política frentista de los 30's, el estalinismo recalcitrante y la heroica resistencia antifascista en la clandestinidad bajo el larguísimo régimen de Franco, hasta la ruptura con la URSS por la invasión de las tropas rusas en la Praga de 1968, el eurocomunismo de los 70's y, sobre todo, el compromiso histórico que él ideó para la transición democrática española: una reconciliación nacional que asumiera la forma de una monarquía constitucional avanzada. Pero Aguilar Camín se cuelga de éste "último" Santiago Carrillo para subrayar que desplegó una sorpresiva e inexplicable flexibilidad política que debería servir de ejemplo a las demás izquierdas; y para entender lo anterior, el experimentado líder comunista asturiano tuvo que "morir" antes –a los ojos de Aguilar- y dejar atrás un perfil nada compatible con la magistral gestión política que ejecutó a partir de 1977.

Desde luego que el problema de Aguilar Camín es pragmático; a este historiador mexicano venido a menos ya no le interesa la comprensión histórica sino ganar conciencias incautas a cualquier precio. De otro modo, se preguntaría cómo es que Santiago Carrillo sobrevivió tantas etapas contradictorias, y desde la oposición más rabiosamente perseguida que se pueda uno imaginar, sin dejar de jugar un papel protagónico en la lucha política de España. Desde su participación en el ala izquierda de las juventudes socialistas del PSOE, su encarcelamiento durante la llamada revolución asturiana de 1934, su ingreso al Partido Comunista en pleno estallido de la guerra civil, la desastrosa evacuación de Madrid que él codirigió a sus escasos 21 años de edad, hasta el exilio forzado cruzando los Pirineos a pie y luego la organización de la resistencia antifranquista que le obligó a internarse en su país cuantas veces quiso para dirigir personalmente la reconstrucción de la lucha opositora desde la clandestnidad. ¿Se imagina Aguilar Camín, alguna vez identificado como “intelectual de izquierda”, el acopio de "flexibilidad" creativa que debió tener el joven y -por qué no decirlo-, valiente Carrillo para encabezar una lucha tan ardua y peligrosa durante su época pretendidamente "dogmática"? ¿Y cómo se explicaría la alternativa carrillista de la organización real y efectiva de las Comisiones Obreras españolas durante los años 60's -que logró agrupar a millones de obreros en lucha contra un régimen que prohibía la asociación libre de los trabajadores? Ni idea.

Aguilar Camín sólo cree que un "primer" Santiago Carrillo dogmático (es decir, no creativo e inflexible) murió con el Pacto de la Moncloa. Pero esa es la versión que le conviene ya no al historiador sino al ideólogo Aguilar Camín.

Es como decir: "Marx fue dogmático e intransigente, mientras que Engels fue más flexible porque estuvo impulsando al final de su vida el avance electoral de la socialdemocracia alemana". Esta sentencia parecería cierta si no se tomase en cuenta que Marx murió todavía en tiempos en que Alemania estaba bajo la ley bismarkiana de prohibición socialista (es decir, cuando quien era dogmático e intransigente era el régimen prusiano), mientras que a Engels le tocó vivir la abolición de dicha ley y el consecuente crecimiento de la izquierda y el movimiento obrero durante un régimen de libertades democráticas.

Pero lo peor de todo es usar la memoria de Carrillo para reclamar a la izquierda mexicana su inflexibilidad en un contexto en que se pretende abolir los derechos de los trabajadores mexicanos, sacando de contexto a Marx, a Carrillo y a la historia de la izquierda mexicana misma; ese "pase" de mago es, en realidad, una labor de tinterillo patronal: imaginemos que la izquierda mexicana hubiese mostrado "flexibilidad" ante la "realidad de los mercados" -como quiere el columnista de Milenio-, aceptado la contrarreforma laboral de Calderón y votado a favor de ella en el congreso legislativo. Sería entonces una "izquierda de derecha", algo así como un café descafeinado o un león vegetariano. Un contrasentido, pues.

La verdad es que Aguilar Camín es un buscador de contrasentidos: quiere que los trabajadores no defiendan sus derechos, y que los lectores no piensen tantito. Desde que llegó a imponerse el neoliberalismo no ha cesado de trabajar como uno de sus ideólogos nacionales… haciendo sofismas.

Pero no, señores, Santiago Carrillo murió solamente una vez –y eso ocurrió el 18 de septiembre de 2012. Descanse ya en paz.


Guadalajara, 30 de septiembre de 2012.

 

 

jueves, 12 de julio de 2012

Bluesérgicos Rolling Stones





Alejandro Rozado


Ser un adolescente de clase media en los sesentas era tener un destino. Tarde o temprano, uno sabía que habría que enfrentarse al rock inglés y decidir algo, del mismo modo que ese rock había sido también resultado de una decisión de centenas y miles de adolescentes británicos ante su inopinado encuentro con el marginal blues estadounidense. Se trataba de una decisión, tanto estética como ética, que una nueva generación de ciudadanos se veía obligada -empujada por la historia- a tomar. Su máxima podría ser: mientras más cerca se esté del blues, mejor será el rock... Y precisamente eso sucedió con los Rolling Stones.

Cuando, en 1960, el joven gamberro e inteligente Brian Jones -de apenas 19 años y tres bebés ilegítimos ya en su haber- vió a Sonny Boy Williamson tocar su armónica junto a la Chris Barber Band en su pueblito natal de Chelteham, nació en él la idea musical de lo que serían los Rolling Stones: el encuentro del blues negro con los jóvenes músicos británicos. Inédita asociación de experiencia y energía, de música tradicional consolidada y vigorosos sonidos eléctricos de un rock todavía intuitivo.

Al mismo tiempo, en una estación de tren londinense se encontraban por casualidad dos adolescentes, ex condiscípulos de la primaria, Mick Jagger y Keith Richards. Intercambiaron discos e impresiones sobre Chuck Berry, tocaron algunas rolas... y ya no se separarían nunca más. Jagger decía de la música de Richards: "Me gusta su sonido (...), él dice a toda la gente que estamos tocando blues."

Por su parte, quien sería el legendario baterista de la banda, Charlie Watts, había escrito un libro sobre Charlie Parker a sus escasos 20 años de edad.

Un poco más tarde, en 1961, el mismo Brian Jones, ya instalado en Londres -en casa ni más ni menos que de Alexis Korner, uno de los padres del blues británico-, escuchó el primer disco de Elmore James y de inmediato se fue a comprar su primera guitarra eléctrica.

¿Más evidencias de la influencia decisiva del blues en la integración de los Stones? Jones conoció a Jagger y Richards durante la primavera de 1962 cuando los tres acudían al Ealing Club a escuchar el Blues Inc. de Alexis Korner y aprovechaban ocasionalmente para palomear a ratos con Korner. Luego, éste y su banda se mudó a tocar al Marquee Club con sus jóvenes aprendices. Brian Jones se propuso entonces integrar su propio grupo y le llamó Rollin' Stones: lo integraron Jagger, Richards y el mismo Jones, junto con el pianista Ian Stewart (quien siempre fue identificado como el sexto rolling stone), Dick Taylor en el bajo y Mick Avory (baterista que años después fundaría con los hermanos Davies la histórica banda The Kinks). Su primera presentación fue el jueves 12 de julio de 1962 (hace exactamente 50 años), cuando aprovecharon la ausencia del Blues Inc. y entraron al quite. Lo primero que declaró Jagger después de esa presentación fue: "Espero que no piensen que somos un producto más del rock'n'roll..."

Sin embargo, el dueño del Marquee Club prescindió de sus servicios en el mismo mes de julio. Le dijo a un amigo: "Los acabo de echar; ni son auténticos, ni son buenos". Para la primavera de 1963 ya se habían incorporado Charlie Watts en la batería y Bill Wyman al bajo (quienes integrarían la sección rítmica más portentosa y sólida de la historia del rock). El sexteto (no olvidemos a Ian Stewart) no dejaría de componer, tocar y grabar ya sin cambios hasta la trágica muerte de Brian Jones a fines de los sesentas.

Tocaban ya en el Crowdaddy, Richmond, donde había llenos totales; rápidamente se corría la voz en Londres y sus alrededores que en ese antro de atmósfera oscura se caldeaba el ánimo con el blues de los Rolling. Hasta que una noche de abril se sentaron cuatro tipos a escasos dos metros del escenario para oírlos tocar. Eran Los Beatles. Después de la función, ambos grupos se fueron al departamento que rentaban Brian, Mick y Keith y charlaron hasta el amanecer. Brian Jones le preguntaba a John Lennon cómo hizo el efecto de armónica en "Love me do", mientras McCartney bromeaba cordialmente con los demás. De aquella noche en el Crowdaddy más tarde diría George Harrison: "Era un auténtico delirio. Durante el descanso el público gritaba y agitaba los brazos, bailando sobre las mesas... de una manera que nunca había visto hasta entonces. Ahora todos lo conocemos como shaking. El sonido era sólido, parecía emanar de las paredes y reproducirse dentro de las cabezas. Un gran sonido". Lo que siguió, más que historia, fue leyenda.

Ahora que los Rolling Stones cumplen 50 años de reunirse a tocar, habría que valorar algunos méritos que tuvo esa banda en la construcción de la cultura posmoderna, la cual tuvo como uno de sus vértices macizos al rock. Y macizo significaba grueso; significaba interior, corpóreo, revelador, emanado de un pacto inconsciente que dotó a muchos jóvenes de la certeza inexplicable de pertenecer desde el principio a aquella música. No se necesitaba, para ello, ser coleccionista exhaustivo de discos, anécdotas o chismes del grupo; tampoco edificar altares míticos o glamorosos alrededor de las biografías, más bien superficiales, de Jagger, Richards o Brian Jones. Después de todo, la anecdótica de aquellos muchachos famosones era más o menos igual a la de cualquier otro chico de su condición: una serie de banalidades más o menos estúpidas. Pero tocaban bien y, sobre todo, transmitían una sinapsis completamente nueva. De manera que lo único que hacía falta era sumergirse en el empozado blues que evocaba la banda en sus primeros años para caer en su embrujo. Así se formó el oído de toda una generación de chamacos occidentales.

La música de los Stones fue el centro emocional de las primeras incursiones sónicas de chavos como yo; mi vida se fue haciendo auditiva gracias a ellos, y ese nuevo concepto de música fue para mí referencia segura y criterio lo suficientemente confiable para percibir al mundo. Cuando los momentos difíciles se daban cita durante mi conflictiva adolescencia, y -más tarde- la depresión oprimía mi pecho con su gélida plancha de metal, instintivamente encendía esa música y de inmediato me conectaba con algo más que lo libertario. Se trataba invariablemente de la extraña convocación a un instintivo lugar de pertenencia. Goin' Home. Como una sintonía de regreso al ser en tiempos mezquinos: entrecerrar los puños, volverse sobre sí y comenzar a sentir la caída de una plomada desde la cabeza al centro de uno mismo, convertirse en piedra, talonear el ritmo mientras los huesos golpean a los huesos. Ritual sanador a la sombra de un riff de Richards. Identidad blusérgica sin vuelta de hoja.

Con el paso del tiempo, desde luego que mi percepción del grupo fue cambiando hasta asentarse en cierta levedad desencantada. A partir de 1975, los Stones difícilmente nos dijeron algo significativo con su música -salvo cuando volvían, cada vez con menor frecuencia, al manantial del blues del cual provienen. Sin embargo, la distancia temporal puede recuperar con mayor justeza la contribución cultural específica de aquellos chavalos ingleses. 

Los Rolling Stones fueron, en primer lugar, el punto de inflexión entre el blues, el rock and roll y el rhytm and blues de los años sesenta; en ese sentido, han sido la banda histórica del rock, es decir, la de mayor conciencia de su origen negro y cabrón… Hace algunos años pensé que si se hiciera una recopilación que cotejase las rolas originales de Robert Johnson, Willie Dixon, Bo Diddley, Howlin' Wolf, John Lee Hooker, Chuck Berry y otros maestrazos, con los covers respectivos que ejecutaron los Stones en sus años tempranos, se tendría una muestra interesante acerca de lo que aquí afirmo.

En efecto: entre 1964 y 1972 -la etapa más creativa y sólida-, el grupo de Mick Jagger y Keith Richards grabó diversas piezas clave de los clásicos del blues norteamericano que marcaron rumbo: representan instantes artísticos primigenios en que la imitación de los maestros convirtió, en el sentido fuerte, mágico, del verbo, a los aprendices; los despegó del suelo para que volasen con propias alas. Para consagrar su estilo definitivo a través de una composición tan rockera como "(I Can't Get No) Satisfaction", los Stones tuvieron que interpretar antes "I'm a King Bee", de Slim Harpo; y para concebir  la extraordinaria "Jumpin' Jack Flash", hubo que entonar, con gran sabor negruzco y desmadroso, "Walking the Dog", de Rufus Thomas. En este caso, imitar fue algo más que un propedéutico: fue una transfusión de sangre. Fusión sanguínea: un extraño pacto corpóreo-espiritual entre la dolida armónica de los viejos negros del arroyo urbano estadounidense y la rebelión rockera de los barrios proletarios ingleses. Edición única e irrepetible de la historia musical.

La lista de dichos covers blueseros sería larga y diversa: iría desde "Not Fade Away" (previamente interpretada por Bo Diddley) hasta "Little Baby" o "I Just Want to Make Love to You", del maestrazo Willie Dixon; desde la chingona "Route 66" (cantada en versión jazz por Nat King Cole) hasta la rockanrolerísima "Carol" de Chuck Berry; desde "Little Red Rooster", también de Dixon pero magistralmente interpretada por Howlin' Wolf hasta "You Gotta Move", del inquebrantable reverendo Davis. Sobra decir que quien atendiese a esta lista podría identificar obvias diferencias: la energía eléctrica en unos y el profundo feeling en otros; un ritmo más acelerado y fresco de un lado, y de otro la oscura y cachonda cadencia ancestral. Pero quizá lo más relevante sea que con esta recopilación ideal asistiríamos a la escucha de un legado musical originario que terminó transformando la sensibilidad de la civilización occidental en sus postrimerías.

A partir de rolas tan ajenas al propósito comercial como “Down Home Girl”, “Pain in my Heart” o “Little Red Rooster”, interpretadas por los todavía desconocidos Rolling Stones, no cabe duda que la juventud comenzó a abrirse otra senda de percepción: Elvis, los Beach Boys, incluso los primeros Beatles, quedaban del otro lado del mundo, en la superficie donde el sol de mentiras aún brilla. Mientras que de este lado se alineaban quienes descubrían que podían vivir la decadencia social sin derrumbarse: no morir como si estuviesen vivos, sino saber vivir en situaciones en que tal vez sería mejor no existir.

Así por ejemplo, escuchar “Route 66” es como viajar por una autopista solitaria a velocidad de suicida; “Little Red Rooster” sirve de ritmo para un funeral idóneo en noches de desencanto; “Goin’ Home” es una pieza bluesadictiva (ya de Jagger y Richards) de casi doce minutos de atmósfera hookeriana, donde el camino a casa es un trayecto de pasos, suspiros, silbidos, prisas, alucinaciones, rincones, silencios y ritmo maldito; y “Love in Vain”, del fundador Robert Johnson, la resurrección negra en cadencias descendentes, un ejercicio magistral de estilo stone, con la confluencia de la guitarra acústica de Richards como base decantada de una historia final (el amor en vano, deshecho sobre el andén de una estación de trenes), y la slide de Mick Taylor, cuyas cuerdas hechizan al viajero perdido entre miradas de soslayo. Puro, total y absoluto blues cayendo, cayendo, como una desgracia suave sobre el sillón donde estoy sentado.


Guadalajara, 12 de julio de 2012.

sábado, 23 de junio de 2012

Georg Simmel: el largo eclipse de su sociología


Alejandro Rozado
 
 

Todos somos fragmentos no sólo del hombre
en general, sino de nosotros mismos.
 
GEORG SIMMEL

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando la lucha de clases ascendió al escenario político visible de la modernidad, el pensamiento intelectual se vio fuertemente atraído por la nueva y poderosa percepción de que toda existencia individual estaba determinada o condicionada por innumerables influencias sociales. Las sociedades históricas, vistas como grandes conjuntos, engendrarían las existencias individuales del mismo modo en que “el mar engendra las olas”.

Había que establecer las bases de ese conocimiento social a través de la fundación de una nueva ciencia, aunque muy diferente a la estructura de las ciencias experimentales hasta entonces desarrolladas. La idea inicial de una ciencia social tendría que ver con el estudio del hombre en todo aquello que no fuese su naturaleza; de ahí surgió la primera versión de la sociología como una macro disciplina que contemplase en su seno a la Ética, la Economía, la Historia, la Etnología, y un largo etcétera de materias preexistentes; algo así como el gran puchero de la sociología, en donde el objeto de estudio -el hombre social-  fuese el común denominador que se confundía y sobreponía en las diferentes ciencias. Esta tentación de la sociología de ser el compendio de todas las ciencias sociales particulares pronto cedió su impulsividad inicial (tanto positivista como marxista) para dar paso a una etapa más madura y decantada en la cual la sociología misma debía ubicarse en un lugar más modesto y auténtico a la vez, al lado de las demás ciencias particulares "del espíritu" -como las llamó su gran epistemólogo Whilhelm Dilthey.

Los fundamentos de esta nueva sociología se dieron en el contexto del ascenso de las luchas sociales en Alemania a finales del siglo XIX, cuando el partido socialdemócrata obrero se convirtió en una poderosa opción electoral tras la abolición de las leyes antisocialistas. Un nutrido conjunto de pensadores contemporáneos veía al fenómeno de lo social como el compuesto unitario de la acción recíproca de los individuos.
 
El filósofo alemán Georg Simmel (1858-1918) -quien disputa hasta la fecha con Max Weber y Emile Durkheim la paternidad de la sociología moderna- tuvo el mérito de hacer simultáneamente una propuesta lúcida, concreta, funcional y congruente en su artículo: "El problema de la sociología" (1894). Para este profesor berlinés, la unidad de análisis de la sociología no debía ser un objeto de estudio específico (la sociedad), sino todas aquellas maneras en que dicho objeto se expresa histórica y contextualmente. No tanto los contenidos sociales que dan sustancia al devenir histórico como las formas en que aquéllos se manifiestan particularmente.

Esta abstracción metodológica –la distinción entre forma y contenido- abrió un campo amplísimo y específico, escasamente explorado, para el conocimiento de las sociedades modernas. Ofreció a los estudiosos la posibilidad de tender sobre la realidad una nueva mirada, focalizada en las innumerables formas de socialización en que incurren inevitablemente los hombres para llevar adelante sus motivaciones, impulsos, metas e intereses -que Simmel identificaba como "contenidos", los cuales seguirían siendo objeto de estudio de las otras ciencias sociales como la antropología, la economía, la psicología o la historia.

Para que este tipo de análisis formal de la sociología fuese válido, Simmel sostenía como necesario comprobar y cotejar dos condiciones:

1) la existencia de una forma de socialización que contuviese a diversos contenidos. Al respecto, el académico alemán demostró en innumerables estudios particulares que algunas formas de interacción como “subordinación, competencia, imitación, división del trabajo, partidismo, representación, inclusión y exclusión… se encuentran tanto en una sociedad política como en una comunidad religiosa, en una banda de conspiradores como en una cooperativa económica, en una escuela de arte como en una familia”; y, de manera simétrica, 

2) la existencia de diversas formas que expresen un mismo contenido. Por ejemplo, Simmel afirmó que “el interés económico lo mismo se realiza por la concurrencia que por la organización de los productores conforme a un plan… Los contenidos religiosos, permaneciendo idénticos, adoptan unas veces una forma liberal; otras, una forma centralizada. Los intereses basados en las relaciones sexuales se satisfacen en la pluralidad casi incalculable de las formas familiares” y extra familiares.

Sólo de este modo comprobable sería válido separar ambas categorías (forma y contenido) en favor de una teoría sociológica formal. Una suerte de geometría social -como el propio Simmel expuso metafóricamente.

En estricto sentido, entonces, la sociología simmeliana trata las formas de socialización o acción recíproca que establecen el fenómeno de lo social. Ahora bien, dichas formas de socialización concretas son numerosísimas y la sociología formal simmeliana no las simplifica –tan sólo las reagrupa. Por ejemplo, la subordinación es una forma general que incluye muchos tipos que varían según contextos y gradaciones de ciertas variables históricas. Destacan además, bajo dichos tipos, algunos perfiles sociales que representan la forma determinante de los grupos (el pobre, el imparcial, el tercero en discordia, el secreto o el entrecruzamiento de círculos sociales en la personalidad del individuo). Así, este pensador se convirtió en un experto viajero entre las cosas de la vida cotidiana y de las instituciones, cuyo medio de transporte preferido fue el pensamiento analógico.

Aunque parezca contradictorio, toda esta morfología sociológica propuesta tuvo el mérito de partir de un método intuitivo: “Es preciso decidirse –afirmaba Simmel- a hablar de un procedimiento intuitivo… Nos referimos a una particular disposición de la mirada, gracias a la cual se realiza la escisión entre la forma y el contenido”. A esa cierta disposición intuitiva de la mirada sobre lo social se iría uno acostumbrando a través del examen de ejemplos casuísticos hasta llegar inductivamente a un estado superior de conceptuación. En otras palabras, Simmel reivindicó para la sociología un método artístico de apropiación de la realidad; método que se alejó de las pretensiones cientistas de otros sociólogos como Durkheim, al tiempo que se aproximó a los pensadores historicistas como Dilthey.  

Pero hay otra contribución de la sociología simmeliana todavía insuficientemente valorada; antes y después del profesor berlinés, la sociología se ha caracterizado por el estudio de las unidades sociales “visibles”, es decir, objetivadas en instituciones o en grandes conflictos: el Estado, los sindicatos, iglesias, ejércitos, familia y división del trabajo. Simmel, en cambio, llamó la atención sobre un campo infinitesimal de la sociedad: el de las interacciones cotidianas, pequeñas y efímeras que sostienen la trama social. El interés de la mirada de Simmel fue la sociedad en estado naciente, por decirlo así. “Se trata aquí de los procesos microscópico-moleculares que se ofrecen en el material humano”. Una micro sociología: el juego de miradas, los celos, la correspondencia epistolar y nuevas formas bilaterales de comunicación (la conversación telefónica que podría derivar sus enseñanzas hasta la comunicación actual por internet), el ritual de los comensales, la moda, la simpatía, y mil tramas adicionales entrelazan incesantemente a los hombres en sociedad, sin que los estudios sociológicos hayan prestado aún la debida atención. En esos intersticios sociales se engendra, por ejemplo, la rigidez o la elasticidad que las instituciones exhiben en los fenómenos supraindividuales. Ahí también, en la interacción social microscópica -mas no invisible-, radica el carácter irrompible de la sociedad: podrán quebrarse las instituciones, pero nunca el tejido social.

Por alguna histórica razón, el legado de Georg Simmel ha tardado mucho en tomar cuerpo en la sociología posterior -a diferencia de sus contemporáneos equivalentes: Weber y Durkheim. Sólo hasta hace un cuarto de siglo, se comienza a retomar ese universo fragmentario y plural que se plasmó en 25 libros y más de 300 artículos escritos con un estilo único, entre artístico, elegante y doctoral a la vez. Con su libro La filosofía del dinero (1900), por ejemplo, Simmel dio plenitud corporal al pensamiento sociológico de la vida urbana y cotidiana, salpicado aquí y allá con reflexiones de un esteta y un filósofo de la modernidad postrera. Un Montaigne tardío y apasionado que se apartaba discretamente de su realidad para estudiarla mejor.


Guadalajara, junio de 2012.


domingo, 8 de abril de 2012

Nazar Haro lo advirtió: nunca dejarían gobernar a la izquierda (entrevista con Alejandro Rozado)

Miguel Nazar Haro, cuando fue jefe de la Dirección Federal de Seguridad



Paloma Robles
(Diario La Jornada-Jalisco, 5-feb-2012)


"Diles a tus jefes, esos pinches comunistas de mierda, dile a Arnoldo [Martínez Verdugo, secretario general del partido] y al pinche Campa [Valentín Campa, quien recién había sido candidato presidencial sin registro electoral de la izquierda y, pese a ello, logró sumar un millón y medio de votos], diles a ellos que la legalización que va a tener la izquierda va a ser para que ustedes colaboren con nosotros. Van a colaborar con el gobierno, no van a oponerse; si se oponen los vamos a hacer pedazos. ¡Nunca, óyelo bien, nunca los vamos a dejar gobernar!"

El puño grueso de Miguel Nazar Haro se encajaba -un día de agosto de 1977- en el rostro del entrevistado, Alejandro Rozado, mientras le leían la cartilla: el "programa político" de los años por venir.

El ex militante del Partido Comunista Mexicano en el periodo de la llamada "guerra sucia" recuerda la escena sentado de manera cómoda en el sillón en donde comúnmente da terapia psicológica a sus pacientes. Rozado evoca con nitidez la noche en que fue secuestrado por personal de la Dirección Federal de Seguridad. Dicha área dependía de la Subsecretaría de Gobernación y era operada por Miguel Nazar Haro, al que el entrevistado catalogó como "un policía paranoico de altísima peligrosidad que estaba sinceramente convencido de su cruzada anticomunista". Tras cinco años de militancia lejos de la burbuja universitaria en donde hizo sus pininos en la izquierda, las detenciones se volvieron comunes. El trabajo clandestino en las grandes empresas de la zona de Ecatepec (Estado de México), "la más poblada e industriosa del país", cobró factura. Al cumplir una semana preso en una cárcel le anunciaron a él y a otro camarada su repentina salida, relata Alejandro, quien explica detalladamente cómo fue secuestrado.

Eran las dos de la mañana, ya no había taxis ni camiones; mi amigo y yo estábamos muy lejos, sin dinero (...) a la salida de la cárcel nos estaban esperando unos agentes de la Dirección Federal de Seguridad, nos dijeron 'suban al auto, nosotros tramitamos su liberación'. Nos llevaron a un lugar que no conozco, una cárcel clandestina, ahora le llamarían una casa de seguridad. Ahí fuimos torturados de distintas maneras -cosa de la que me parece de muy mal gusto hablar en detalle-, pero fuimos torturados y después me enteré de que en todo el país fueron secuestrados una serie de jóvenes militantes y tratados de la misma manera".

México atravesaba un cambio de gobierno, Luis Echeverría Álvarez había salido de la presidencia; José López Portillo, el nuevo mandatario, se enfrentaba a una izquierda sometida con un costo de miles de muertos y desaparecidos. Al país le urgía una "amnistía". El entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, diseñó una reforma política para legalizar a la izquierda y liberar a todos loa presos políticos de los años 60 y 70, de los que la mayoría eran guerrilleros. Rozado rememora que los dirigentes del Partido Comunista Mexicano, Martínez Verdugo, Valentín Campa y Gilberto Rincón Gallardo estaban en conversaciones con Gobernación para ponerse de acuerdo en cómo se lanzaría la legalización.

Nazar Haro tenía que justificar la existencia de grupos guerrilleros en el país a fin de obstaculizar lo más posible la reforma política. "Era el último coletazo del lagarto de la represión en los años 70 y yo fui víctima de ese operativo".

"Miguel Nazar Haro fue un policía muy inteligente y bestia al mismo tiempo, o sea: hay bestias inteligentes, y él estaba convencido, me parece que sinceramente, de que su labor era patriótica, fue adiestrado por la CIA. Estaban convencidos de que nosotros éramos los enemigos y por tanto era una guerra. Él creía que al detenernos, incluso asesinarnos, estaba haciendo algo bueno por México. Imagina un funcionario que además cree en lo que está haciendo, pues va a tratar de ser eficiente y sí lo era, y además de altísima peligrosidad, era un paranoico".

"Un espécimen digno de ser estudiado en la psicología", continúa el también sociólogo quien menciona que "Nazar Haro gozaba de las torturas, era un experto, él mismo hacía los interrogatorios, parecía que le gustaba. Tenía a muchos agentes que harían ese papel, pero a él le gustaba ir, como que les ponía el ejemplo a los agentes de cómo se debía interrogar". Al relatar lo sucedido en esos años, la piel del entrevistado se torna rosada, casi roja, sobre todo cuando recuerda la lapidaria frase de su represor: "[...] ¡Nunca, óyelo bien, nunca los vamos a dejar gobernar!".

"En ese momento yo decía, 'sí güey, cómo no'. Pero con el paso del tiempo y los dos mega fraudes ocurridos contra la izquierda mexicana en 1988 y 2006 me di cuenta de que el programa político que me dictó Nazar Haro fue totalmente cierto, a la izquierda no la iban a dejar gobernar".

Con su legalización, la izquierda cambio y 30 años después Rozado critica a los partidos políticos -incluido al PRD- pues asegura que "están condicionados a un tipo de reglas de juego que no son nada democráticas y que han justificado un régimen anfibio que ni es democrático ni es autoritario": el panista.

"Ahora vivimos en una democracia electoral simulada", dice.

El 26 de enero de 2012, Nazar Haro murió anciano y enfermo de diabetes, "acusado de una serie de crímenes que sí cometió, estoy seguro de ello, y sin que se le pudiera hacer juicio", lamenta el entrevistado. Insiste: "En México no existe una democracia real".

"No ha habido un cambio sustancial porque la llamada 'transición democrática' resultó un timo, una mentira, nada más se logró la alternancia de gobierno, pero sedejaron intocados los asuntos del pasado y una sociedad que no arregla sus asuntos del pasado no puede cambiar".

"El país no ha cambiado más que de maquillaje, además muy posmoderno", repite con coraje. Al tiempo admite que Reyes Heroles fue la figura más brillante del PRI: "cambió todo para que nada cambiase, a eso se ha dado en llamar gatopardismo".

La conversación versa ahora sobre la condición de los jóvenes frente a la crisis que vive el mundo, "... un asunto que bien podría parecerse a lo que usted vivió en los años 70", le pregunto. Pero Rozado ataja sin mayor escozor y reconoce que en los años 70 la lucha no tenía "ni rumbo ni estrategia" pero sí había una idea que se proyectaba en acciones, algunas más violentas que otras.

La deseperación de la protesta sigue siendo la misma, nosotros en los 70' éramos desesperados, éramos más radicales, pero la decepción sigue siendo la misma. Ahora se desnudan en público y piensan que mientras más los vean más existen, antes pensábamos que mientras menos nos viesen más existiríamos".

-¿Sigue creyendo que las formas radicales siguen siendo las únicas formas de mover la estructura?

-Yo pienso que las posibilidades de modificar se han ido extinguiendo; pienso que vivimos una decadencia y nos está llevando al traste a todos. La decadencia está ocurriendo en el amor, en el honor, en las relaciones comerciales, en la comunicación, en las formas dignas de trabajo, y en los problemas de seguridad por supuesto. Las posibilidades de transformar a la sociedad de una manera más esperanzadora se han ido evaporando muy rápidamente y estamos entrando en una situación en descomposición a largo plazo.

-Pensemos en algo posible.

-Una izquierda que gane las elecciones, está probado -desde mi punto de vista- que eso no va a funcionar porque es el programa que nos panteó la Dirección Federal de Seguridad que anima al Estado mexicano (...) lo que se necesita son formas organizadas duraderas, como las del Frente Amplio de Uruguay.

Para Rozado, "un frente amplio es aspirar a que toda la sociedad civil esté organizada".

"Es necesaria una organización que no sea de las conocidas 'redes sociales', ahí se expresa mucho pero no amarran nada, el único que amarra es el Estado con la oligarquía financiera y para que haya un cambio debe haber una especie de contra Estado que provenga de la sociedad civil. Claro que se debe utilizar para ello la tecnología digital, pero para organizar el frente amplio -no para sustituirlo".

Fiel a su actitud crítica, Alejandro termina la entrevista diciendo que "nadie quiere entrarle realmente entrarl al verdadero cambio, nadie. Todos quieren figurar, ser más amorosos ahora, antes más agresivos, pero todo mundole da la vuelta a eso. Andrés Manuel López Obrador es una persona con mucho empeño que recorriendo todos los pueblos está haciendoun trabajo inmenso, pero no los organiza para que decidan sobre sus problemas sino para que voten por él".


(Versión revisada de la publicación original)

miércoles, 14 de marzo de 2012

El malestar del amor (apuntes sobre una pérdida de porvenir)




 
Alejandro Rozado


En el amor, la única victoria es la retirada.
NAPOLEÓN


Una lectura posmoderna de Shakespeare

Si Romeo y Julieta no hubiesen muerto y su anhelada unión hubiese llegado a buen término, veinte años después tendríamos a un Romeo panzón, calvo y desangelado, y a su linda esposa convertida en un desaliño total, llena de hijos y con la mirada extraviada. Tal sería un balance probable para el sentimiento amoroso en los tiempos que corren.

En la tragedia shakesperiana, la imposibilidad de concretar aquella conmovedora pasión no impidió la plenitud espiritual; la muerte física de los enamorados mantuvo, sin embargo, vivo el amor. Pero entonces eran grandes tiempos y el amor, inmortal... Cuatrocientos años después, esa virtud eterna que, de algún modo u otro, habían sostenido heroicamente generaciones de enamorados se ha evaporado y en su lugar permanece el cascajo de una gran idea: lugares comunes, falsas expectativas y una confusión general de los jóvenes (y no tan jóvenes) partícipes del impulso amoroso.

La crisis actual del amor -junto al estado de confusión que guarda el arte contemporáneo- es uno de los signos sociológicos más fuertes y claros de la decadencia cultural. No se trata solamente del carácter mercantil que el amor ha tenido durante siglos -incluso antes del capitalismo- sino de la irreversible devaluación del mismo en el tianguis global. Y no precisamente por la parafernalia sexual dominante sino más bien porque el amor occidental, al adolecer ya de futuro, da muestras de su pérdida de sentido.


El hedonismo cocacolero

Las rebeliones juveniles de los sesentas incorporaron el principio del placer como un valor central en el panorama de Occidente. Sin embargo, la derrota mundial del 68 abrió un gran espacio a los poderes corporatistas internacionales para convertir aquel saludable hedonismo libertario en un aberrante principio de la vida consumista. La reivindicación del famoso aquí y ahora que efectuaron los amplios movimientos poéticos, musicales y sociales de aquellos años desembocó, una década más tarde, en un ambicioso plan publicitario en manos de las empresas transnacionales para configurar y condicionar ese gran y apetitoso mercado que desde entonces representan los jóvenes -incluidos los niños.

El hedonismo cocacolero que hoy nos domina propone y dispone de un presente también cocacolero: "vive tu vida plenamente" y no te importe lo demás. Si antes vivir con intensidad el día a día significó una liberación de los yugos que imponía un sistema de vida y de trabajo enajenantes, ahora extraerle el jugo al instante inmediato equivale a consumir el refresco, auto, teléfono celular o zapato tennis mejor posicionado en el mercado. Equivale, en suma, a la más grande enajenación de la conciencia colectiva jamás antes vista (¿será necesario aquí desglosar un ensayo pormenorizado para demostrarlo?).

El costo de tan gigantesca operación ideológica es, sin duda, enorme; pero el meollo de este desastre cultural radica en la pérdida del sentido en nuestra civilización, sentido ligado indisolublemente a la noción de futuro. En efecto, la más importante creencia que durante siglos había sostenido a Occidente se ha desvanecido del panorama contemporáneo y su ausencia afecta no sólo la comprensión de la historia en general sino también la de las biografías particulares de la gente común: las vidas individuales, desprovistas de esta importante noción temporal, ven desestructurarse no sólo sus ideas sino sus afectos por igual en un fenómeno muy extendido que bien podríamos denominar malestar del amor.


Amor sin futuro

Hay algo profundamente triste en todo esto. En la medida que el futuro desapareció como punto de referencia central de la vida toda, las relaciones amorosas -antes con vocación de eternidad- ahora se ven sujetas a una indefectible fecha de caducidad. ¿Constituirá ello un cambio en la conciencia de la muerte del amor romántico? Sin duda: el modelo de amor para la modernidad, prologado por Shakespeare en Romeo y Julieta, está básicamente agotado.

Antes, frente a la perspectiva romántica de la muerte y la imposibilidad de prolongar la juventud y vida misma del ser amado, el amante -lejos de rendirse a esa fatalidad- sublimaba su pasión en un para siempre que le permitiese tolerar la existencia; tal es el origen -entre otras cosas- de las sonatas para piano, las rapsodias regionales de profunda melancolía, los adagios sinfónicos y las canciones y poemas de amor que han conmovido la sensibilidad de Occidente y armado un sólido bloque cultural. Hoy, en cambio, la misma conciencia mortal desmotiva al sujeto posmoderno al grado de concebirse a sí mismo como portador de pasiones efímeras. El amante contemporáneo se ha convertido en un verdadero pusilánime de los afectos. "Si de todos modos esto que siento va a fenecer -se dice a sí mismo-, ¿para qué empeño esfuerzos superiores en ello? Sólo me resta pasarla bien y atender exclusivamente a los placeres que acepten colocar mi conciencia en el plano de existencia menos crítico: el de mis comportamientos inmediatos". Esta liviandad poco tiene que ver con el amor que aprendimos de nuestra propia modernidad. El alma occidental, entonces, se va deshabitando persona por persona hasta generalizarse por completo en una auténtica emigración espiritual -semejante a la acaecida en las postrimerías de la civilización romana. Los sujetos individuales de la historia cotidiana, Fulano, Mengano, todos y cada uno de ellos, se convierten en escenarios particulares del abandono paulatino de lo que ha animado tradicionalmente a la modernidad: un ánima susceptible de enamorarse y enlazar su destino a otra.

Para los hombres y mujeres modernos, amar significó entregar literalmente el cuerpo y el alma al ser amado... pero en esa ofrenda también se entregaba el futuro o cierta idea de él. Cierto, la fe en el progreso que predominó durante los siglos capitalistas absolutizó al futuro para justificar el sacrificio inescrupuloso de todo presente erótico; y el huracán del romanticismo muchas veces también arrasó con el presente amoroso. Pero en ambas versiones de la modernidad siempre permaneció vigente el mañana como articulador de sentido. En la era nocturna de nuestra civilización, en cambio, el porvenir es un edificio venido abajo, y todo proyecto de amor que hoy surge entre las nuevas parejas tiende a ser desmantelado por las circunstancias posmo.

Cada cultura posee su propia forma de expresar el sentimiento amoroso hasta su agotamiento, y nosotros solamente estamos viviendo la agonía del viejo modo de amar que generamos hace muchos siglos. Para alargar lo más posible la existencia de ese moribundo cultural que llamamos amor, la civilización se ha limitado a suministrarle una inescrupulosa vida artificial: dosis cada vez mayores de adrenalina, estímulos pornográficos que degradan el cuerpo de mujeres y niños principalmente, consumo complaciente de violencia sexual, un indecible auge industrial de la cirugía plástica, etc. Productos, en suma, de ese falso hedonismo que se obsesiona patológicamente en rendir culto al presente comercializado. Craso error de nuestra civilización en naufragio, porque hasta ahora para los occidentales el presente nunca ha tenido sentido sin su propio futuro.


Seguir siendo occidentales

La exaltación corporativista del presente ha devenido en una evasión psicosociológica colosal. Tras ella no existe ninguna posición filosófica fundamental sino un inmenso extrañamiento. Para la tradicional modernidad occidental -tanto en sus vertientes racionalista y romántica- el amor, la alegría, el disfrute de tantas áreas de vida, sin negar su impostergable necesidad, no significaban nada si carecían de sentido –y éste se veía intrínsecamente ligado al concepto también moderno de futuro; al grado de que un hombre o mujer verdaderamente modernos preferían el sacrificio, la tristeza y tantos otros estados adversos si -y sólo si- éstos tuviesen un para qué histórico particular. Éste podía ser: la prosperidad, la seguridad patrimonial, la feliz proliferación de la familia, o la unión perenne de los enamorados; pero todos ellos eran estados imaginarios lanzados por la creencia indudable en el carácter perfectible del futuro. Los labios que un romántico besara o el cuerpo que un apasionado melancólico abrazase, siempre se situaron en esa perspectiva. Ese es el único sentido que hasta ahora habíamos entendido. Y no olvidemos que, a pesar de todo, somos occidentales... y no nos queda otra que seguirlo siendo.

Ojalá pudiésemos ser apolíneos, como los antiguos griegos, y sólo vivir el presente inmediato y tangible como si fuese una mera magnitud positiva al margen del devenir. Pero también nuestras ciencias tendrían que verse afectadas: nuestra física tendría que ser estática y nuestra matemática tendría que limitarse a la geometría. De ahí que el actual culto hedonista al instante sea postizo: porque poco o nada tiene que ver con los paradigmas y símbolos de la cultura clásica de donde surgió. El placer posmoderno desconoce por completo aquel concepto de Epicuro: la ataraxia. 

Así que admitámoslo de una buena vez: hasta ahora lo único que existe es la declinación del amor occidental. La vida amororsa se acaba, su muerte se insinúa y, en medio, los enamorados... El amor contemporáneo es decadente porque se niega a toda idea moderna de desarrollo. Su ontología es un continuo decaimiento, desde el comienzo. Y cualquier instante es buen pretexto para convertirse en "el fin del compromiso" (el "no eres tú, soy yo" y otros clichés parecidos). Instintivamente, los enamorados se convierten en inmediatos verdugos de sus propias relaciones: ejecutan al amor del mismo modo que un jinete ejecuta a su caballo fracturado de una pata. Con un tiro de gracia… ¿Será posible concebir otra manera de amar a estas alturas de nuestra decaída historia cultural?


Amar para madurar

Existe una posibilidad histórica para el amor en la decadencia occidental que todavía pudiese adquirir algunos tintes claros de sentido; sólo que habrá que ajustar nuestra identidad con lo que entendemos por transcurrir. Hasta ahora, hemos concebido a éste como una realización del tiempo racional, el tiempo de la ciencia, el tiempo de Newton; es decir, como una dimensión externa al hombre. El corolario de esta dimensión temporal racionalista así concebida es la ideación de las nociones de pasado, presente y futuro dispuestas en un continuum unidimensional: la línea recta. Y el ritmo de semejante concepción del tiempo es uniforme, dictado por el segundero del reloj universal, en que un instante es siempre igual a otro indefinidamente. Como hemos visto, el amor occidental compartió esta matriz conceptual y se subió también –como la economía, la ciencia y la política- al tren que iba hacia el futuro con la firme idea de “avanzar” sobre el tiempo.

Pero ahora se trataría no de avanzar sino de crecer: madurar, cumplir los ciclos vitales con alta conciencia. La idea racionalista del tiempo no sirve ya a este propósito. Necesitamos otra fuente moderna de inspiración, que inevitablemente proviene del romanticismo; me refiero a una idea del transcurrir que tiene que ver con el concepto de la duración bergsoniana. La duración sería una dimensión “interna” de la temporalidad, una suerte de tiempo subjetivo que no corre en línea recta afuera de nosotros mismos sino que asciende “desde dentro”, por decirlo así, como el crecimiento de la fronda en cualquier árbol. La duración no se subdivide en ritmos uniformes y medibles como el segundo o el minuto, sino su rítmica proviene también de factores intrínsecos. Todo ser vivo tiene su propio timing de maduración biológica, emocional y, en el caso humano, ésta también se da en su conciencia histórico-existencial. Para distinguirlo del destino –asociado al tiempo exterior-, dicho timing lo podemos denominar como el sino: ese fatum intrínseco que portan todas las cosas vivas y que se manifiesta en una inclinación, una tendencia, a cursar irreversiblemente las etapas necesarias de la vida, desde el nacer hasta el morir.

Este rescate de la idea de duración ofrece al amor contemporáneo un nuevo sentido, un sino ajeno al tiempo lineal y que podría condensarse en la siguiente máxima: los hombres y mujeres de la posmodernidad se enamoran para madurar una vida en pareja -no para hacerla progresar necesariamente, ni para meramente disfrutarla; ni siquiera para detenerla en un instante eterno.

La misión intrínseca de un amor duradero sería la de realizar su ciclo vital, con el ritmo inherente de cada pareja, hasta que aquello que lo anime deje de vivir -independientemente de si dicho amor termina junto con la desaparición física de los enamorados o no. Ese tipo de amor es el único que todavía tendría significado en la posmodernidad: un sentido fuera del tiempo (extemporáneo) y duradero a la vez: el amor decadentista, propiamente dicho.

"Pero, ¿y el futuro? -me preguntará, entonces, el aguzado lector-, ¿dónde queda el futuro del amor en esta opción decadentista?"...¡Ah!, el futuro decadentista del amor es aquello que todo ciudadano occidental se ha empeñado en evadir sistemáticamente: su muerte inexorable, pero después de un espléndido auge amoroso y de una honrosa madurez de pareja.