jueves, 11 de diciembre de 2014

Ayotzinapa y el transformismo mexicano: tesis para una coyuntura política


Alejandro Rozado


El punto político de inflexión: La masacre perpetrada en Iguala, Guerrero, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, cuando un conjunto de estudiantes normalistas rurales de la cercana ciudad de Ayotzinapa pretendían manifestar su rechazo a las políticas públicas de ahorcamiento presupuestal que se aplican sobre su escuela, marca un punto de inflexión en la lucha política contemporánea en México. El saldo de la fatídica noche guerrerense fue de 6 muertos (uno de ellos bárbaramente desollado después de haberle extraído los ojos) y 43 secuestrados -presuntamente asesinados, quemados y triturados sus huesos en un basurero en las inmediaciones de la cabecera municipal vecina de Cocula. El veloz e inverosímil operativo criminal estuvo, al parecer, ordenado por el presidente municipal de Iguala y su esposa (vergonzosamente miembros activos del izquierdista Partido de la Revolución Democrática), junto con policías municipales y sicarios del cártel de drogas local conocido como Guerreros Unidos. Del horror pasmoso suscitado en todo el mundo por la noticia se pasó a la indignación y a una protesta indicativa de que la sociedad ha llegado ya al límite de la tolerancia respecto del clima de inseguridad, falta de justicia real, corrupción generalizada en todos los niveles de gobierno y desconfianza absoluta en la clase política y el modelo de nación que ofrece a los mexicanos. La ola global de protestas sociales y de organismos internacionales ha puesto contra la pared no sólo al régimen político sino al Estado mexicano mismo. Éste se ha revelado, tras muchísimas evidencias trágicas y vergonzosas, que no es un Estado "fallido" (un conjunto de instituciones públicas que "no están pudiendo con el paquete"), como muchos analistas diagnosticaron desde hace algunos años. Es, más bien, un Estado canalla que simula sus insuficiencias mientras promueve activamente, al servicio de las élites del poder económico, el mayor despojo social no visto en más de un siglo.

Incorporación de las clases subalternas: Más allá del dolor impotente y el llanto desgarrado que ha suscitado a toda la nación, los hechos identificados con Ayotzinapa constituyen un capítulo de otro relato más alentador: lo que hoy vivimos con las protestas que encabezan los normalistas y sus familiares es la confrontación clara y abierta de las clases más desprotegidas de la sociedad contra el Estado canalla. Ni el empresario Alejandro Martí antes, ni la valiente señora de Wallace, ni siquiera el poeta Sicilia -por recordar a agraviados notables- lograron confrontarse con el poder de forma tan franca como ocurre ahora, por la sencilla razón de que eran (y son), después de todo, parte de los sectores privilegiados del sistema. En cambio, Ayotzinapa es el eslabón de otra historia que incorpora a sectores de las verdaderas clases subalternas al escenario político nacional: es el relevo de las autodefensas michoacanas (hoy mermadas, en parte por su localismo); es la expresión más nítida de la "crisis catastrofista" que necesita el país para cambiar de verdad.

Crisis catastrofista: Es la que vive México ahora. Se trata de una percepción política instalada en el imaginario social como caótica, incierta e insostenible, en la que el Estado (no fallido sino canalla) ha mermado escandalosa e irreversiblemente su credibilidad para dirigir a la sociedad hacia un determinado bienestar general -y conservarlo. Es una situación en que se han esfumado las garantías, consideradas mínimas, de seguridad y orden sociales. Es una crisis de hegemonía del bloque dominante; una crisis del Estado en general (no sólo una crisis ministerial o de gobierno). El catastrofismo ocurre cuando convergen al mismo tiempo: 1) el fracaso del proyecto al que el grupo en el poder convocó a que se incorporara entusiastamente la ciudadanía  (en este caso, el neoliberalismo y su democracia mediática), y 2) la creciente agitación de protestas (tanto pacíficas como violentas) de sectores sociales antes pasivos y marginados de la acción política. Eso es lo que significa Ayotzinapa...

"¡Fue el Estado"!: Antes de examinar las posibles salidas a la crisis política actual, habría que interpretar qué fuerzas fundamentales se enfrentan y qué es lo que está en juego hoy en México. Por ejemplo, si -como afirmo- se trata de una crisis de hegemonía del bloque dominante, ¿significa esto que el Estado mexicano está en peligro de ser sustituido por otro? De ninguna manera. Aunque deseable, no existe fuerza alternativa en el horizonte político nacional capaz de ofrecer semejante inminencia. Lo único que existe (y no es poca cosa) es que por primera vez se hace una acusación abierta de la ciudadanía contra el Estado por la situación general de inseguridad y de insatisfacción en prácticamente todos los órdenes de la vida social. El clamor popular y señalamiento unánime de las conciencias despiertas ("¡Fue el Estado!") dice, con pocas palabras, mucho -si no es que todo: a saber, que el Estado es el responsable absoluto no sólo de la tragedia de Ayotzinapa sino de la catástrofe social que vivimos. Esto hace que las fuerzas alineadas en pugna sean básicamente dos: por un lado una vastísima ciudadanía plural -aún amorfa pero con gran capacidad de protesta- que acusa al Estado (no a la delincuencia) de esta crisis; y por otro lado, prácticamente toda la sociedad política (gobierno, legisladores, partidos, fuerzas armadas, medios) y los sectores nacionales y extranjeros beneficiados por el actual modelo económico, que defiende la no responsabilidad y, por tanto, la permanencia del mismo Estado. Se trata de la lucha nítida entre dos pluralidades: la de la sociedad civil contra la de la sociedad política. A nivel de ideas, esta lucha se traduce en la versión de un Estado canalla contra la de un Estado "fallido"; entre una ciudadanía que dice: "Tú fuiste" y un Estado que responde: "No, yo no fui: fueron los delincuentes". Entre una sociedad que se erige en fiscal general y acusa públicamente al Estado y éste que es puesto contra la pared y es sometido a juicio. Lo que está en juego, entonces, es el prestigio, la legitimidad y, por tanto, la autoridad del propio Estado mexicano. Ni más ni menos.

Las medidas anunciadas por el presidente Enrique Peña Nieto (su desafortunado "decálogo") para encarar la crisis catastrofista desatada por los hechos de Ayotzinapa han sido meros "correctivos" de un Estado que se autoconcibe (aunque sea de manera vergonzante) como "fallido". Ya lo ha anunciado el secretario de gobierno, Osorio Chong: se proponen cambiar "lo que no funciona" en las instituciones. En ningún momento se aprecia la voluntad de realizar reformas profundas al Estado; obvio, eso le corresponde impulsar a la sociedad civil ahora sí situada en el campo contrario al del poder político.

Disyuntiva de enormes sacrificios: Si la sociedad civil mexicana acusa al Estado por la crisis catastrofista que vivimos, éste tendrá, en vista de su autoridad puesta en juego, que defenderse y "probar" su inocencia ante la opinión pública con los recurridos argumentos del poder: la demagogia ("Fue la delincuencia organizada", "Nos quieren desestabilizar", "Todos somos Ayotzinapa": EPN), la reorientación culposa del gasto púbico ("ahí va dinero para Guerrero") y lo de siempre: la aprehensión de algunos chivos expiatorios. Como estas medidas paliativas carecerán del crédito popular y, por otro lado, no existen las condiciones para una solución democrática que renueve a fondo las instituciones -principalmente por la ausencia de una fuerza alternativa organizada-, lo que parece inevitable es que ingresaremos a una difícil etapa de desgaste recíproco de las fuerzas sociales en pugna, que implicarán nuevos y enormes sacrificios para la sociedad y que apuntará hacia una disyuntiva incierta llamada: transformismo.

El transformismo mexicano: Describía Gramsci al transformismo como la capacidad de las fuerzas sociales en pugna de eliminar política --e incluso físicamente- a las dirigencias adversarias, o bien de cooptarlas a su favor. Es decir, que puede haber un transformismo restaurador del viejo estado de cosas y otro que sea progresivo hacia un orden nuevo. Pero se trata de una serie de acciones cuyo blanco común son los liderazgos -altos e intermedios. México tiene una larga tradición de prácticas transformistas regresivas: el asesinato y encarcelamiento de líderes opositores radicales (el último de los cuales es el dr. Mireles) junto a la cooptación, incluso masiva, de otros dirigentes más "tibios" (como son los casos de los Chuchos del PRD y del Papá Pitufo y buena parte de las autodefensas michoacanas) y un sinnúmero de acciones coercitivas contra los dirigentes medios de la oposición (recuérdese cómo durante el sexenio de Salinas hubo cientos de líderes locales del PRD asesinados). Sin embargo, a partir de Ayotzinapa se ha establecido en el país un inédito equilibrio (catastrófico) entre la formidable emergencia ciudadana y el repliegue táctico del Estado. La sociedad civil acusa al Estado y éste no convence a la opinión pública de su inocencia por la tragedia de los normalistas. Esta nueva correlación de grandes fuerzas sociales, en que la hegemonía dominante se ha colapsado, abre al futuro político inmediato una etapa transformista para ambos bandos. El bando ciudadano intentará acorralar al Estado divulgando su desprestigio político en las plazas publicas, redes sociales y foros internacionales con el fin de legitimar la necesidad de un cambio democrático, mientras que el bando restaurador empleará todo su poder para desprestigiar a los indignados. De ahí que se trate de una disyuntiva histórica tremenda para la sociedad de imprevisibles consecuencias, pues la solución será una de dos: o la ciudadanía logra organizarse rápidamente en una fuerza alternativa nacional que ofrezca una reforma constituyente del Estado o el actual bloque dominante logra imponer la restauración del orden hoy refutado. Los periodistas estarán de plácemes con la situación porque se darán noticias vertiginosas en un sentido y otro de la disyuntiva transformista, como ha sucedido con las detenciones del 20 de noviembre -en que los activistas fueron acusados severamente y una semana después fueron defendidos y liberados por la ciudadanía.

El gran partido ciudadano: En vista de que la salida revolucionaria hoy es inviable y la solución cesarista de izquierda quedó anulada después del fraude electoral y la consecuente derrota política del movimiento que encabezó Andrés Manuel López Obrador en 2006, las opciones de la lucha popular se encaminan poco a poco a transitar por el estrecho margen del transformismo, que es una suerte de "Paso de las Termópilas" en la actual crisis catastrofista mexicana. Esta nueva etapa inaugurada trágicamente con la crisis de Ayotzinapa, consiste -como he escrito- en la clara polarización de dos fuerzas nacionales mutuamente enfrentadas: el partido de la ciudadanía indignada y el partido de los poderosos -que cumple las veces de una enorme costra social. Semejante delimitación política es resultado de una larga y sostenida historia de luchas durante los últimos 30 años de neoliberalismo en nuestro país. Si alguna vez se creyó que dicha confrontación se deslizaba "horizontalmente" entre la derecha y la izquierda del espectro político, la crisis catastrofista que ahora vivimos ya dejó claro que el conflicto más bien se desplaza "verticalmente" entre los de "arriba" y los de "abajo". Es un inconciliable enfrentamiento entre la sociedad política y la sociedad civil -convertida ésta por primera vez en partido, en el sentido amplio (no electoral) del término; es decir, en el sentido de un nuevo bloque histórico alternativo.  Esta configuración de la ciudadanía en fuerza nacional tiene grandes virtudes, pues demuestra una extraordinaria capacidad de movilización simultánea en casi todo el país; exhibe, además, un multiverso de expresiones, conciencias, liderazgos, y grados de organización y movilización. El gran partido ciudadano que ha emergido desde la noche más oscura de nuestra vida contemporánea es un verdadero archipiélago -inconmensurable aún- de expresiones que convergen en la resistencia sistemática a los embates neoliberales. Mientras unos toman casetas de cobro o tiendas departamentales, otros asaltan palacios municipales o estaciones de radio y otros más se dan a la búsqueda de más fosas clandestinas o protestan por las calles de sus localidades. Cientos de periodistas e intelectuales -antes diletantes- se pronuncian ahora sobre la necesidad de establecer un nuevo orden ciudadano, mientras las grandes manifestaciones en la Ciudad de México desafían al Estado en su conjunto como fuente de autoridad legítima. Y no se diga el fenómeno de las redes sociales cibernéticas. Sin embargo, este gran bando movilizado carece todavía de algo fundamental: la articulación de un programa inmediato que convierta la indignación popular en un plan ciudadano mayor, capaz de aglutinar la multidiversidad de necesidades sociales manifiestas. Un plan breve y obvio para toda la opinión pública nacional e internacional que salga al paso a los intentos de restaurar el viejo orden.

La nueva comunidad ciudadana: Un "gran partido ciudadano" para México no es un nuevo partido electoral sino un gran campo social heterogéneo y multiforme que tiene en común la alta conciencia de pertenecer a una nueva comunidad política -la comunidad societaria o ciudadana- y que dicha comunidad indudablemente mayoritaria es la plataforma necesaria para impulsar un nuevo proyecto de país, contrario y diferente al que ha impuesto el bloque neoliberal dominante. Se trata en realidad de la conformación -aún embrionaria- de un nuevo bloque histórico que ya en sus acciones concretas aspira no sólo a reclamar sino a sustituir al actual Estado, bajo la bandera de una justicia eficaz -para lo cual es necesaria la ampliación del concepto de democracia real participativa en que la ciudadanía tome control directo de la supervisión del manejo honrado y transparente de los asuntos públicos. Sin una orientación como ésta, la emergencia social que ha surgido en buena parte del país no podrá resistir y permanecer activa luchando por sus justas demandas; será reprimida y/o cooptada por la fuerza y los recursos del Estado. Se trata de una nueva moral y un nuevo concepto de sociedad económica y cultural bajo el caro principio de la fraternidad por encima de la libre competencia. Una comunidad ciudadana que se opone y se coloca por encima del mercado, ese lugar fatídico de concurrencia de los ciudadanos aislados y enfrentados entre sí.


Guadalajara, Jal., a 11 de diciembre de 2014.