sábado, 30 de noviembre de 2019

Dolor físico: convertir el mal en literatura

Herramientas, instalación de Gabriel Orozco.


Alejandro Rozado

El dolor físico es un hecho cruel; su ferocidad depredadora no tiene la menor compasión por quien lo padece. Además es, en sí mismo, un hecho solitario, un fenómeno antisociológico: no es ninguna expresión social -a diferencia de otros fenómenos violentos como las guerras o las torturas y suplicios a que suelen ser sometidos ciertos prisioneros. El dolor físico, en su crudeza, es ajeno por completo a cualquier lazo social. Sin embargo, el ser dolido sí genera sociedad a su alrededor: lazos de compasión o de odio; también conversiones estéticas en busca desesperada de algún sentido para impactar con su poética urgente a los demás.

Durante prácticamente todo el mes de noviembre de 2019, padecí un dolor mudo y grave como punzón helado en la pierna izquierda. Tuvo nombre y apellido provisionales; se llamaba Herpes Zóster y llegó a mi vida con intensión de quedarse y enseñorearse sobre mi sistema nervioso periférico y golpear mi espíritu que yo creía inquebrantable -ahora veo que no lo es.  

Me odió y lo odié. Primero lo sufrí, luego me victimicé en vano. Intenté extirparlo con opiáceos, analgésicos y antivirales -pero nada. Ni con ozono inyectado se iba. La homeopatía y la acupuntura china se intimidaron con sólo escuchar su nombre maldito. Después de semanas de buscar alternativas reales y efectivas -y al darme cuenta que no me libraría de tan desagradable compañía-, decidí incorporarlo a mi vida, arrastrándolo a un rincón inmundo de mi ser y partirme la madre con él -hasta donde llegue. "Si no te largas -le dije-, entonces me acompañas, cabrón". 

Al maldito e impostor señor Herpes Zóster -un diagnóstico médico posterior lo desarticuló y re bautizó con su nombre definitivo: Espondiloartropatía lumbar con radiculitis secundaria- le gustaba atacar de noche con un largo y filoso cuchillo que me clavaba implacablemente en el alma, haciéndola trizas. Entonces decidí no dormir, ni siquiera intentarlo, y pasar con él noches interminables en vela oyendo blues, desde Ray Charles hasta el último disco de los Stones. Si el Dolor me sometería, lo enfrentaría con dos mil rolas de blues negro, a ver quién se cansaba primero. En las madrugadas terminábamos deshechos, pero al menos con un sentido configurado por John Lee Hooker. Dolor tenaz, traidor, cruel e irracional como un partido fascista, su viral locura intentó expandirse entre mis defensas. Yo me batí en retirada noche tras noche y traté de reagruparme. Como a Evo Morales, este Dolor me dio golpe de Estado y busqué con urgencia sobrevivir a sus fatales estragos. A su exigente egoísmo me fue imperativo oponerle la poca generosidad que me quedaba...Como en toda decadencia, siempre hay batallas que valen la pena dar. Entonces puse en el sonido de la computadora al viejo John Lightnin' Hopkins para encontrarle siquiera una pinche estética digna a ese dolor de mierda.

No se va; sólo se expande

Una noche, desesperado, llegué a consumir falsos extractos de cannabis en aceite (su dosis alta recomendada para el dolor del Herpes Zóster sin saber aún que lo realmente necesario para mi artropatía eran desinflamatorios) y lo único que logré es ir de nuevo a Pachuca -como en mis viejos tiempos. Buscando eliminar el dolor siquiera por un rato, fue angustioso ver cómo me sumergía -contra mi voluntad- en esa dimensión donde las cosas se abren y estallan como flores. Y luego, con la guitarra de Hendrix en turno... la violencia del supuesto herpes se inflamó amenazante sobre mí. De veras me arredró. 

Tras seis horas de locura, puedo consignar que el dolor no se va con esta maravillosa yerba; ni disminuye ni crece: sólo se expande. Como el espacio-tiempo. Sentí mi pierna allá abajo, al fondo de un valle incendiándose que poco parecía tener que ver conmigo. Si el dolor acaso fue más relativo, se debió con toda seguridad a que éste se desbalagó rodando por los pliegues negros de otra noche en vela. En esa alucinante ocasión, curiosamente no se trató de un sólo dolor sino de muchos, como una familia numerosa que se reúne a la mesa a platicar. Aquí la molestia física se desdoblaba en rostros alegres que bromeaban entre sí. El dolor, entonces, no era ya un intruso impuesto, sino un invitado más a la fiesta que desarreglaba todos mis sentidos. Un colado, quizá... Sí, el típico colado. ¿Y la fiesta? Recuerdo que en mitad de ella, la gente salía despavorida de sus casas para gritar la inminente desgracia que venía... Al final, me vino a la memoria la instalación de Gabriel Orozco, titulada Herramientas, que aparece como ilustración de esta entrada: clavos, martillos, serruchos y demás herramientas del trabajo digno se convertían bajo mi suplicio en instrumentos tormentosos que desgarraban mi ser con sus punzadas de hielo.

La historia semi-oculta de los dolores.

Los desinflamatorios y una rehabilitación adecuada domesticaron, finalmente, la dolencia asesina. Durante este largo y escalofriante periplo, descubrí entre mis cercanos y lejanos conocidos que existe una extendida comunidad de dolientes físicos. Cada cual me contaba su íntima experiencia: "yo tengo una neuropatía en el cuello que sólo controlo con inyecciones que me bloquean los dolores", "mi esposa no se puede levantar de la cama y habrá que hacerle cirugía pronto", "mi hija se lesionó la columna y jamás volverá a jugar tenis so pena de terminar en una silla de ruedas", etc. La vida urbana y sedentaria incuba tremendos relatos íntimos, ocultados por la idea de la privacidad, que delatan un tejido de dolencias corporales que van matando poco a poco al ciudadano de la modernidad. Un patrón de penalidades para una decadencia tan moderna como la nuestra.

Aterido por esta tortura, comprendo que he llegado a las puertas de mi propio invierno: mis 65 años están a la altura de este inexorable sino de la vida. La vejez, ni más ni menos. Un tiempo final, de recogimiento, cuidados, lecturas, chimeneas, paseos sosegados... Es la forma que elijo de vivir mi última etapa. Quizá dure unos veinte años... 

viernes, 25 de octubre de 2019

Chile: tiempo de temeridad



Alejandro Rozado 

Aquel fatídico 11 de septiembre del 73, mi roomate Juan Bozzano fue a buscarme por los pasillos de la Facultad de Ciencias. Me sacó de la clase de geometría analítica II, bajo la mirada reprobatoria del profesor, para darme la noticia del golpe militar en Chile. Corrimos a la Escuela Nacional de Economía, en cuyo auditorio comenzaba a celebrarse una asamblea del Cogobierno. El desconcierto era absoluto entre los asistentes: informaciones contradictorias llegaban a cuenta gotas a través de las agencias noticiosas. Se rumoraba que Allende aún se defendía en La Moneda, que los obreros chilenos se levantaban en armas, que el depuesto ministro de defensa –el general Prats- se había sublevado contra el traidor Pinochet. Pero más tarde se desmentía todo lo antes imaginado. Una triste angustia oprimía a la concurrencia. La mesa que conducía la reunión titubeaba, sudorosa, entre discutir las medidas oficiales a tomar (como la redacción de un desplegado para la prensa) o abrir un compás mayor de espera para confirmar noticias más detalladas provenientes del Cono Sur. Los estudiantes sentíamos un hueco en el estómago cuya aspereza nos era difícil tolerar y maldecíamos por lo bajo, mientras los oradores deliberaban. Entonces pidió la palabra Juan, que estaba sentado a mi lado.

     Se levantó de su butaca y, ante la imposibilidad práctica de acercarse al pódium pues el auditorio estaba repleto de universitarios, decidió hablar desde su lugar -sin micrófono. En ese momento comprobé que mi compañero de buhardilla no era un simple intelectual libresco sino un extraordinario orador y agitador político. Con voz vibrante y llamativo acento castizo, Juan exhortó a los asambleístas:

     -¡Compañeros! –inició su arenga-: los hechos acaecidos hoy en el hermano país chileno indican que están asesinando a la democracia; la vía pacífica al socialismo en América Latina ha sido aplastada a sangre y fuego. Ignoramos, al momento, si ha fallecido el compañero presidente Salvador Allende. Pero mientras lo averiguamos, soy de la idea de que podemos decidir, ¡aquí y ahora! –subrayó con vehemencia-, algunas acciones de cara a este acontecimiento terrible para los universitarios y las fuerzas progresistas, en vez de continuar en esta pasmosa espera sin resultados. ¡Que están matando la esperanza de millones de almas en todo el mundo, carajo! ¡Y nosotros aquí cruzados de brazos! ¡Basta de especular y actuemos de inmediato con la energía que exige este crítico momento!

     La asamblea comenzó a sacudirse a través de murmullos y micro movimientos corporales por centenas. Juan continuó gritando:

     -¡Propongo que el Cogobierno de esta Escuela de Economía convoque a una magna manifestación callejera por el centro de la ciudad en protesta por esa salvajada  fascista, exigiendo al gobierno mexicano se pronuncie en contra del golpe militar y realice con prestancia los oficios diplomáticos de derecho de asilo político para salvar el mayor número de vidas posibles, allá en Santiago!

     La propuesta cayó como un obús en el centro del auditorio. Los primeros en objetar esta medida adujeron que era insensato convocar a una marcha después de los sangrientos resultados del 10 de junio, ocurridos un par de años atrás. A lo que Juan, exaltado, respondió:

     -¡Compañeros! ¡Hoy no es tiempo de temores sino de temeridad! –y preguntó con los brazos abiertos a los asistentes-: ¿Cómo vamos a conquistar el derecho a expresarnos libremente en este país si no es ejerciéndolo a través de una práctica valiente y decidida?...

     Entonces, tendió su mano derecha al frente, señalando con el dedo índice en dirección al pódium, y dijo con voz de mando:

     -¡Pido a la mesa que se discuta y vote mi propuesta!

     Se desataron nuevas intervenciones en pro y en contra de lo planteado por Juan; después se sometió a votación. La asamblea de Economía determinó convocar a la gran manifestación universitaria que se llevaría a cabo la tarde del 13 de septiembre por primera vez en dos años de temor a una nueva matanza de estudiantes. Dos días después, un mundo de gente desfiló por la avenida Reforma hasta el Hemiciclo a Juárez. Festivos, habíamos recuperado la confianza de tomar de nuevo las calles.

     La sagacidad de Juan Bozzano -joven madrileño exiliado por Franco en 1972-lo hacía capaz de voltear cualquier reacia asamblea a su favor, a base de argumentos y llamados incendiarios perfectamente combinados. Lo vi actuar decenas de veces con la mayor gallardía y me adiestró a hacer lo mismo –aunque yo nunca fui capaz de dar la voltereta a ninguna pinche asamblea. 

     Puedo decir que el pinochetazo redirigió mi vida. Y la serie de golpes militares subsecuentes que azotaron Sudamérica me contagiaron la fiebre de actuar con mayor seriedad y lo más pronto que fuera posible. Sólo me faltaba un empujoncito…

[Fragmento de mi novela El Moscovita, en proceso de publicación.] 

lunes, 7 de octubre de 2019

Hambrientos samuráis o Los profesionales (recuerdo de una conversación comunista)


Fotograma de Los siete samuráis, de Kurosawa 

Alejandro Rozado


A la memoria de Emiliano Ramos
y la salud de Chicali Echeverría.
Pocos como ellos. 

Hubo una vez en el Japón feudal una aldea campesina que, cada año después de la cosecha, era saqueada por una numerosa banda de criminales que, fuertemente armados, robaban su arroz, quemaban sus casas y violaban a sus mujeres. Los representantes del pueblo, desesperados por la situación, pidieron consejo al más anciano de la comunidad. Éste opinó que fuesen a la ciudad a contratar samuráis para que los defendiesen. Los representantes replicaron que los guerreros despreciarían a los aldeanos pues éstos no tenían dinero para pagarles. A lo que el anciano les contestó: “Entonces vayan con los samuráis hambrientos: ellos sí prestarán sus servicios por un poco de sorgo (en vez de arroz) y por una cama sencilla” [argumento de la película Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, Japón, 1954]. 

No viene a cuento explicar por qué me buscaban los agentes de Gobernación. Es una enfadosa historia de mi militancia universitaria. El caso fue que, sin empleo y ya sin motivación alguna para continuar con mis estudios en la universidad, me vi en la necesidad de esconderme un tiempo de la Federal de Seguridad. Era mayo de 1975 y habíamos vencido en Vietnam.

El camarada Chicali 
     El camarada Chicali –a la sazón, principal operador del comité directivo del PCM en el Valle de México- se había hecho cargo de ocultarme en los momentos más delicados de la coyuntura que pasé alrededor del primero de mayo. Un mes después, en junio, aquel gigantón de chaqueta negra asistió a una reunión de la célula Joliot-Curie de la Facultad de Ciencias -donde yo militaba-, para comunicarnos ciertas directivas del Partido. Al finalizar la junta me apartó para decirme en privado que había concertado una entrevista con alguien que me quería conocer. La cita era para el día siguiente, jueves, a las nueve de la noche en la cafetería Denny’s de la avenida Insurgentes Sur. Chicali me instruyó:
     -Se trata de una opción, no sé por cuánto tiempo, para evadir la vigilancia sobre ti. No hay duda que ya estás bastante identificado en la UNAM. Como te decía anteriormente, la universidad está repleta de agentes encubiertos e infiltrados en un titipuchal de organizaciones estudiantiles que han surgido…
     -Sí, camarada –lo interrumpí al ver que Chicali comenzaba a reprocharme de nuevo mis amistades ultras-, no olvido lo que me señalaste acerca de los maoístas; me he retirado un poco de ellos por precaución. No me regañes más.
    -Bien, Mosco –prosiguió ya sin insistir-. Ahora vas a entrevistarte con un camarada especial. Ya le di tus señas particulares: jovenazo flaco, de cabello largo y una pinta de comunista que no puedes con ella, ¿eh? –me dijo riendo mientras me daba un palmadón en la espalda- Tú nomás llega al lugar y ordena un café. Él se acercará para que conversen; te va a hacer una propuesta que deberás meditar.
     -Ahí estaré mañana –le contesté-. Gracias por todo, Chicali.
     Por única respuesta me tendió su enorme mano y se fue.
     Al día siguiente salí de clases a las siete de la tarde. Me sobraba tiempo así que decidí caminar desde Ciudad Universitaria sobre Insurgentes hasta la esquina con la avenida Miguel Ángel de Quevedo, donde se ubicaba el restorán de mi cita. Aunque llevaba casi tres años viviendo en una buhardilla de San Pedro de los Pinos, sentía que esos rumbos de mi adolescencia –identificados en aquellos tiempos como “la zona más transparente” de la ciudad- aún eran míos. Una tenue llovizna, casi arrepentida de sí misma, humedeció mi cabello mientras recorría ese tramo sureño y arbolado de la ciudad. El cielo rociaba el atardecer con delicadeza mientras decenas de estudiantes hacíamos la misma caminata hasta la zona de San Ángel. El sur del Distrito Federal era, sin duda, universitario.
     Entré al Denny’s una hora antes de la cita. Conocía muy bien el restorán pues lo frecuenté durante mis años de burguesito; me pareció un lugar demasiado “impropio” para la entrevista que sostendría con el misterioso contacto. Era el tipo de establecimiento que compartía con la cadena de restoranes Vip’s una oferta de estilo de vida aligerada. Comida aséptica, café industrial -descolorido pero con grandes dosis de cafeína- y decorados de colores chillones: rojos, naranjas y rosa mexicano. Lo único agradable eran las minifaldas de las meseras… En fin, sus motivos tendría mi futuro interlocutor para citarme ahí.
     Para facilitar mi identificación, me situé en una mesa frente a la entrada del lugar. Pedí un café y en seguida comencé a divagar. Andaba atribulado. En particular, temía que las pesquisas policiacas repercutiesen en mi familia, especialmente sobre Fernando, el mayor de mis hermanos, quien era extranjero con licencia de trabajar en México. Sus antecedentes no lo favorecerían: español, hijo de dirigente comunista, exiliado –a causa de la guerra civil- desde los tres años de edad en la Unión Soviética, donde permaneció dos décadas. Pendía sobre él, sin deberla ni temerla, un cuadro de persecución y posible expulsión del país, cuando sólo era un ingeniero civil formado en Moscú deseoso de trabajar y vivir tranquilamente en México. ¿Qué hacer?, se preguntaba mi pequeño Lenin interior ante las opciones que tenía. ¿Renunciar a mi voluntad de una vida revolucionaria para entonces “portarme bien”? ¿Salir a estudiar al extranjero? ¿Desaparecer del mapa?...
     La respuesta se me ofrecería en unos minutos más sobre la mesa del restorán, como si me hubiesen servido unas enchiladas suizas.

El Mosco, Alejandro Rozado 

     A las nueve en punto, un tipo fornido de aproximadamente cuarenta años entró al Denny’s; tras echar una ojeada panorámica al interior, se dirigió a mi mesa y, con mirada de “ya te ubiqué”, me preguntó:
     -¿Eres El Mosco?
     -Lo soy –le contesté con nerviosa parquedad levantándome de la mesa y estrechando su gruesa mano.
     -Me llaman Emiliano Ramos y así quiero que me identifiques –dijo mi interlocutor con voz de toro. Se sentó enfrente de mí.


 El camarada Emiliano Ramos 
     Era un tipo de aspecto formidable. Más o menos de mi estatura (1.80 m.), con perfecto rostro de rasgos rectilíneos, quijada cuadrada y musculosa, delineada por una barba espartana obscura y bien recortada. La primera impresión que me dio fue su enorme parecido con Sean Connery –pero en su etapa barbada, posterior a sus papeles de James Bond. La gravedad tonal de su voz reforzó esta asociación de mi cultura cinematográfica. Hablaba con un ligero acento extranjero que no distinguí de dónde provenía. De modo que el nombre tan mecsicanou con que se presentó era más bien un seudónimo; porque él, de paisano, no tenía mucho. Fue al grano:
     -El camarada Chicali me habló suficiente de ti. Dice que eres un militante cien por ciento dedicado a las actividades del Partido y que atraviesas por un problema de acoso policiaco. También asegura que eres buen orador, entusiasta e inteligente. Bien preparado. Dime directo y sin falsa modestia, ¿es así?
     -Nunca me he sentido lo suficientemente preparado –contesté-, pero en general considero que así soy: tal cual me describió Chicali.
     Sonrió ligeramente, el mínimo que se permitía cualquier espartaquista. Yo ni a mueca llegaba –estaba tenso. Pidió un café mientras me formulaba algunas preguntas acerca de mi vida que contesté con cierta amplitud. Edad: veinte –casi veintiuno. Estudios: en el Colegio Madrid. Medio de vida: poquitas clases particulares de matemáticas impartidas a adolescentes holgazanes. Militancia: dos años en la célula Joliot-Curie y en el Comité Seccional Universitario. También hablé un poco de la desmotivación total que sentía por mi carrera de física. Emiliano Ramos, muy serio, escuchó con atención. Luego, al dar el primer sorbo a su café, comenzó a exponer el motivo de la entrevista:
     -Mira, soy miembro del Comité Central del Partido y tengo a mi cargo la Comisión Nacional Sindical. Me dedico a coordinar las actividades de los comunistas al seno de la clase obrera mexicana en todos los lugares donde tenemos influencia y donde nos proponemos crecer, especialmente en el sector metalúrgico y automotriz. Llevamos ya una larga trayectoria entre los ferrocarrileros… Hemos intentado, sin mucho éxito, volver a infiltrarnos entre los petroleros, gremio del cual fuimos expulsados durante el gobierno de Miguel Alemán, pero la represión del propio charrismo es tan brutal y sistemática que a duras penas hemos construido unas cuantas células. Con los electricistas hemos crecido, gracias a las condiciones favorables que propicia el ascenso de la Tendencia Democrática del sindicato. Pero donde tenemos más fuerza y nos interesa seguir influyendo es al interior de la industria minero-metalúrgica, rama que nos es afín por innumerables razones… -de pronto, Emiliano Ramos se interrumpió tantito y me preguntó a bocajarro:- ¿Conoces Ecatepec, el municipio mexiquense al norte de la ciudad?
     -No –respondí con algo de vergüenza-, casi no conozco el norte del valle de México.
     -Bueno –continuó sin darle importancia a mi respuesta-. Nuestro partido está resuelto a extender su área de influencia política en esa zona esencialmente proletaria. Hay cientos de industrias e inversiones crecientes de capital productivo, pero las condiciones de vida son desastrosas para las familias de los obreros. Es una región de abierta hostilidad, no sólo a cualquier atisbo de lucha reivindicativa sindical sino también a la existencia misma de sus habitantes. Por esos rumbos sólo han pasado los dioses del mal. Las policías del municipio y de la entidad, fuertemente armadas, realizan patrullajes sistemáticos alrededor de las fábricas, las cuales están dispuestas de forma estratégica alrededor de un par vial llamado Vía Morelos que comunica los parques industriales con todos los servicios de luz, transporte ferroviario, agua, drenaje y caminos pavimentados. Fuera de esa modernización de infraestructura, lo demás en Ecatepec son carencias desproporcionadas: las colonias obreras son cenizos paisajes de casuchas sin servicios básicos, muy parecido en condiciones de insalubridad e higiene a lo que describió Engels hace más de cien años sobre las circunstancias miserables de vida de la clase obrera inglesa. ¿Lo has leído?
     -Leer a Engels fue lo primero que hice antes de ingresar al PC –coincidí con Emiliano.
     -Entonces podrás imaginar lo que aquí refiero –prosiguió mi interlocutor-. Pues bien, necesito un cuadro medio que esté dispuesto a irse de militante a Ecatepec. Esa es la razón de nuestra cita de hoy. Quiero reforzar lo poco que hemos construido en esa zona y crecer tanto en número de afiliados como en influencia política. Tenemos algunas células obreras, pero el Partido no logra establecerse aún como organización dinámica e influyente en la zona. En especial, tengo mucho interés de entrar en contacto con los obreros metalúrgicos de Aceros Ecatepec, una empresa poderosa con más de dos mil quinientos trabajadores…
    Yo estaba patidifuso. A medida que Emiliano Ramos describía aquel panorama, sentí como si estuviese llegando mi hora; cada frase suya parecía emitida por un destino manifiesto que me apuntaba con el dedo índice hacia aquel mundo incógnito rodeado de una vaga épica arredrante. No se trataba tanto de mi salida de emergencia o la vía de escape inmediato respecto de mis perseguidores sino el sendero que tarde o temprano tendría que tomar por cuenta propia. Cierto: la policía me orillaba; pero también me facilitaba un derrotero que de todos modos yo seguiría algún día. Era como si la tan mencionada “lucha de contrarios” fuese una ley tan precisa como aquella maravillosa Cuarta Ley de Newton que descubrí durante mi adolescencia en los baños del Madrid y cuyo enunciado es: “La última gota siempre cae en el pinche pantalón”… ja. Nada más infalible: la verdad de uno siempre te alcanza -incluso cuando menos lo esperas. Esa desconocida zona proletaria al norte de la ciudad parecía necesitarme tanto como yo a ella. Además, la proposición de Emiliano era parte de la alternativa por la cual estábamos luchando: fundir el pensamiento revolucionario con el sujeto mismo de la revolución … ¡Lenin, pues!... Dejar, por fin, el marxismo de café.
     -¿Qué opinas? –interrumpió Emiliano mis devaneos.
     -Pueees… no esperaba esto que me propones –le contesté aturdido-. Pero me atrae poderosamente la idea.
     -Mmm… -Emiliano mugió al mismo tiempo que encendía un cigarro. Retuvo el tóxico en sus anchos pulmones con la misma duración empleada por un cetáceo en retener el aire bajo el mar.
     -¿Y para qué, específicamente, me requiere el Partido en Ecatepec? –le inquirí- ¿Cuál sería mi función?
     -Tendrías que hacer de todo –se sinceró Emiliano mientras arrojaba el humo del tabaco por sus fosas nasales-: igual que el dueño de un changarro (y perdón por la comparación) que abre su negocio desde temprano, barre, atiende, cobra, recibe mercancías, las carga, las acomoda, hace el corte y al final cierra. Quiero decir: el Partido Comunista en Ecatepec está desorganizado y sin claridad de perspectiva. Hay buenos camaradas, inteligentes y con dotes de líderes, pero apenas pueden con sus vidas y no tienen oportunidad práctica de ocuparse de la dirección política. Nuestra organización es pesada y lenta como un paquidermo: las células obreras no terminan de cuajar, pues carecen de la visión que hilvane sus problemas inmediatos con el programa revolucionario del partido. Existe un comité seccional que pretende dirigir a las células de base, pero es inoperante: no tiene finanzas propias, no existe una efectiva comisión de prensa y propaganda, no se lee ni vende el periódico Oposición entre nuestros simpatizantes (cosa clave para relacionarnos con los obreros), el responsable de organización tiene un empleo mal pagado de diez horas diarias, así que no dispone del tiempo para atender a los organismos de base. Y la secretaria general del comité vive en el sur y es maestra, así que igual: solamente puede desplazarse una o dos veces a la zona.
     -¿Y necesitas que haya alguien siquiera de medio tiempo dedicado a la construcción del partido? –deduje de su exposición.
     -No –dijo rotundo-. Necesito un camarada de tus características que se dedique de tiempo completo a levantar al partido allá.
     -¿De mis características?
     -Sí: como las de un samurái hambiento… ¿has visto la película de Kurosawa?
     -¡Que si la he visto! –exclamé por lo bajo-, es una de mis preferidas. Soy asiduo asistente al cine club de la facultad…
     -Entonces me entenderás lo que necesitamos en Ecatepec: un hombre joven que no tenga mucho que perder… –Emiliano Ramos me miró con agudeza-, que conozca la línea del partido, con experiencia comunista, que sepa organizar sus ideas y hablar con fluidez y claridad, que sea ágil para desplazarse sobre una mancha obrera inmensa que es un lodazal: un lugar donde las calles son intrincadas, no están pavimentadas ni alumbradas y son inseguras; en ellas, difícilmente encontrarás un árbol o un teléfono público que funcione. Además, a menudo tendrías que caminar grandes tramos, incluso de noche, pues el transporte urbano es muy deficiente y se suele interrumpir por los cotidianos atropellamientos de peatones. Estarías muy atareado.
     -O sea que cero horas de ocio –comenté.
     -Mira Mosco –inclinó su cabeza hacia la mía como deseando confesar algo-, he de ser muy sincero contigo, no sólo porque me lo preguntas sino por requerimiento político: necesitamos a alguien que esté dispuesto a irse a vivir allá y que se olvide de cualquier proyecto personal por un buen tiempo.
     -¿Por años? –pregunté.
     -Por lustros –me respondió, como si me arrojase su café caliente a la cara.
   Reconozco que Emiliano me impactó. Todo lo que escuchaba de su voz profunda hizo abstracción de los demás ruidos del restorán: las conversaciones banales de los clientes, las risas de las jóvenes meseras ajetreadas por las comandas de servicio, el tintineo de las cucharas al entrar en contacto con las tazas, el cambio de volumen del sonido de la calle mojada cada vez que se abrían y cerraban las puertas del establecimiento.
     -Se trata –continuó después de dar otra lenta fumada a su cigarro- de una de las propuestas más serias que se le puede hacer a un revolucionario; convertirte en un cuadro profesional del Partido –subrayó- por lo cual recibirías, desde luego, un sueldo modesto que apenas alcanza para maldita la cosa. Pero evitemos confusiones: no se trata de una chamba, ¿me entiendes? Ésta no es una “oferta de trabajo”. Ningún desempleado aceptaría algo así. Nadie trabajaría las veinticuatro horas del día a cambio de tan escaso dinero; nadie elegiría gustoso un empleo con los riesgos que corre un comunista profesional y con las decepciones y derrotas que vas a vivir en caso de que aceptes. Además, casi nadie reúne la doble condición de estar capacitado para las tareas de dirección política y dispuesto a rifársela. Lo que te propongo es una opción de vida revolucionaria en que tu proyecto personal es idéntico al de la lucha comunista. No hay diferencia –Emiliano golpeteaba delicadamente con el dedo índice su cigarro sobre un cenicero; luego añadió-. Por supuesto, hay momentos de descanso en que podrás dormir, pero tus sueños serán inquietas pesadillas, pues de tus decisiones mal o bien tomadas dependerá la suerte laboral y política de los compañeros obreros y sus familias. Se trata de algo radicalmente distinto a la vida individualista de clase media a la que estás acostumbrado hasta ahora; allá vivirías bajo responsabilidades con consecuencias colectivas directas e inmediatas. Es muy diferente que tus rumbos sean del sur de la ciudad a que sean del norte.
     -¿Un infierno, quizá?
     -Tal cual –admitió Emiliano.
     -¿Y por qué me lo propones a mí? ¿Porque Chicali te habló del problema que traigo con no sé qué agentes policiacos?
     -No. Porque Arnoldo Martínez Verdugo me habló de tu padre.
     Enmudecí.
    -No creas que sólo la Federal de Seguridad puede saber algo de ti –siguió diciendo ese hombre desconcertante que tenía frente a mí-. En la comisión que coordino hemos analizado tu situación y antecedentes. Según Arnoldo, nuestro secretario general, tu padre fue un enlace breve, aunque importante, entre nuestro partido y el de la Unión Soviética en la época de Jrushev.

Arnoldo Martínez Verdugo 
     -¿Cómo? –exclamé- Desconocía por completo ese vínculo. Creí que mi padre se había retirado de la lucha política.
     -Un comunista se cansa de luchar y hace pausas, a veces largas, pero nunca se retira del todo –me aleccionó Emiliano como si fuera Hemingway-. Parece que la de tu padre fue una misión delicada, debido a la necesaria discreción que se requirió. Al grado de que el gobierno mexicano algo sospechó, pues encarceló a tu papá a su llegada de la URSS, después del XX Congreso. Pero no se comprobó nada.
     -Así fue –confirmé su dicho-. Ocurrió en el 57; yo era un niño. Cuando estalló la huelga ferrocarrilera mi padre estaba en la Unión Soviética, pues había localizado por fin a su hijo (mi hermano mayor) extraviado entre los “niños de Rusia”. Pero esa es otra historia –apunté-. Sólo sé que al llegar de Moscú, a mi padre lo aprehendieron por sospechas de ser un agente soviético en México.
     -De hecho, sí lo era –reparó Emiliano con ironía- pero no por intervenir en aquella huelga sino por la renovación de los vínculos de Jrushev con nosotros…
     -¡Vaya!, ¡qué lío! –volví a exclamar extrañamente entusiasmado-. También supe –añadí- que fue liberado gracias a los oficios de don Wenceslao Roces, el traductor de El Capital.
       -Humm –gruñó por lo bajo este James Bond maduro-, eso no lo sabía…
     -Pues ya tienes la nota exclusiva –le dije, victorioso, mientras sorbía mi segunda taza de café industrial.
    -Bien… -contestó Emiliano y, retomando mi pregunta, puntualizó:- Entonces, aunado a tus antecedentes familiares que Arnoldo recordó, el camarada Chicali nos informó de tu situación coyuntural de peligro que favorece la propuesta que ahora te hace el Partido. Necesitas esconderte y que te pierdan de vista los agentes de Gobernación. De acuerdo. Así será: te esfumarás del mapa por un buen tiempo. Pero insisto: esto es más que un salvoconducto para huir de tu militancia universitaria. No es cuestión de coyuntura sino de largo plazo. Me dijiste al principio que no andas bien en tu carrera.
     -Así es –admití-, he llegado a la conclusión de que no tengo vocación para la física.
     -Pues entonces considera esta proposición como un cambio de profesión cuyo examen es una vida difícil y carente de protagonismo. Ni diplomas ni bailes de graduación. Aquí no hay vocación, ni siquiera para el sacrificio, como algunos compañeros afirman. Lo único que existe es una inaplazable pasión por hacer lo históricamente correcto entre las decenas de errores que cometerás y reveses que recibirás. En el Partido Comunista te haces hombre de verdad. Porque con tu vida revolucionaria desafías la mentira capitalista y maduras lo que en ninguna otra vida “de fama y éxito”. Supongo que así debió ser la extraordinaria experiencia de tu papá. ¿Y quién la conoce, a final de cuentas? Adivino que muy pocos.
   -Sí, aunque –repuse- no estoy muy seguro que, de estar vivo, él se entusiasmase de escuchar este proyecto de vida para mí.
     -Probablemente –me concedió-: uno siempre desea lo mejor para sus hijos. Y muy cierto también: la vida de un comunista no puede entusiasmar. ¿O acaso crees que a tu padre le encantó la guerra en la que intervino, allá en España? Los comunistas no escogemos glamorosamente nuestra vida, sino que asumimos la decisión de lo que nos toca vivir. No elegimos una vida que nos “agrade”; más bien, nos apropiamos de la que históricamente nos corresponde, por difícil que sea y con toda la entereza que nos posibiliten nuestras cualidades personales. Por eso le pedí a Chicali esta entrevista contigo, Mosco. Porque, a pesar de tu joven edad, sé que algo comprendes de lo que te digo con la historia familiar que te traes. ¿O acaso crees que es coincidencia y libre albedrío que hayas ingresado al Partido Comunista Mexicano?
     -Pero no creo en el destino… –me creí anticipar.
     -Yo tampoco –respondió Emiliano con un encogimiento de hombros-. No hay nada escrito. Mucho depende de la voluntad de los hombres. Pero sí creo que el peso de la historia que cargamos cuenta también.
     -De acuerdo –me tocaba a mí hablar en ese estupendo diálogo-. Lo que no entiendo es aquello de que no es para entusiasmar a nadie este tipo de luchas necesarias. ¿Entonces, no hay esperanzas?
     -Buena pregunta, Mosco –me dijo Emiliano cada vez más visiblemente convencido de lo que aseguraba-. La esperanza es la fase inicial de toda lucha revolucionaria; es una etapa inocente de la historia, que por otro lado es bastante útil porque abre la perspectiva de todo gran movimiento como el burgués de 1789 o el proletario de este siglo. Pero hemos cometido demasiados errores: tantos que hasta nuestras victorias se han convertido en amargas derrotas. El Terror jacobino en Francia, el Gulag estalinista en Rusia… han aplastado la esperanza. Y sin ir más lejos: hoy, aquí en México, vivimos un reflujo por las dolorosas derrotas sufridas en el 68 y el 71. Y si te das cuenta, casi siempre perdemos. De hecho, la izquierda pareciera que está para perder, como nos sucedió hace dos años en Chile, con la muerte de Allende. Sin embargo, incluso cuando perdemos, ganamos. Ahí está también el reciente e increíble triunfo en Vietnam.
     Emiliano hizo una pausa más para dar otra gran fumada industrial. Se tomó su tiempo y su café. Luego resumió:
     -No sé si me explique, Mosco: perdemos, pero somos invencibles. Por tanto, el motor ya no es la esperanza sino la inevitabilidad de nuestra lucha.
    -Creo comprenderte más de lo que imaginas –le respondí con sincera mirada-. Entonces, aquel canto tercero del La Divina Comedia se apega a lo nuestro.
     -Así parece –celebró Emiliano mi respuesta-. Sólo que las puertas de tu infierno tendrán domicilio propio, justo donde se hallan las esculturas de los Indios Verdes: la puerta norte del Distrito Federal que separa a la capital del Estado de México. A partir de ahí, se pierde toda esperanza.
      -¿Y para cuándo me requieres en Ecatepec?
     -De inmediato –contestó con el mismo filo del hacha con que había hablado en toda la entrevista-. Supongo que necesitarás pensarlo, pero no te tardes.
      -Mmmh… ¿cuánto me pagaría el Partido? –interrogué.
    -Tres mil pesos mensuales. Es la “tarifa” que se les paga a los militantes profesionales, por el momento. He gestionado con El Jefe Unzueta y con el propio Chicali que ese dinero te lo dé Wigberto, el responsable de finanzas del Comité Regional del Valle de México; claro, en caso de que aceptes…
      -Acepto –contesté de botepronto.
    -Excelente, Mosco, eres generoso con la vida –respondió con su apenas insinuada sonrisa de samurái mientras yo sospechaba que me había convertido en un irresponsable absoluto. Sacó pluma y papel y agregó-. Aquí te anoto mi teléfono para que me llames el próximo lunes, fijemos una fecha para ir juntos a Ecatepec y te presente a los camaradas. Por cierto –agregó-, tendrás que cortarte el pelo: como supondrás, los obreros no pasaron por el movimiento del 68… y desconfían de los jóvenes greñudos. Te deberás ganar su confianza.
     -Me imagino –coincidí con él-. Sin problema lo haré.
     -¿Alguna otra pregunta? –me sugirió cordialmente.
     -Sí –le dije-: ¿por qué me citaste en este lugar tan pequeñoburgués?
     -¡Ah! –exclamó- Porque es el tipo de sitios que precisamente no frecuenta la policía secreta –se rió agudamente y satisfecho de su argumento-. La Gandhi o el Parnaso están llenos de vigilancia; aquí, en cambio, no. Porque precisamente la clientela es gente común y corriente de clase media. Nunca verás a un poeta radical, un intelectual marxista o un izquierdista callejero y fachoso en un Vip’s, por ejemplo.
     Jamás imaginé que ese criterio de mi interlocutor –acerca de los Vip’s y Denny’s- me fuera a ser tan útil en los siguientes años… Al finalizar nuestro diálogo, Emiliano Ramos preguntó a la mesera por los postres. Se decidió por un pay de manzana. Me ofreció cenar: que pidiese lo que se me antojase –él invitaba. Entonces ordené:
     -Unas enchiladas suizas, por favor.



viernes, 20 de septiembre de 2019

Altazor: al poeta no le queda sino lanzarse





Alejandro Rozado

Reparad el motor del alba
En tanto me siento al borde de mis ojos
Para asistir a la entrada de las imágenes
VICENTE HUIDOBRO



- Altazor, de Vicente Huidobro, Chile [primera edición, Madrid, 1931].

Siete cantos entonan el destino de Occidente. Ni La Divina Comedia, ni Las flores del mal ó La tierra baldía. Es Altazor el mayor poema lírico y evocativo de la cosmogonía de nuestra civilización: una gran caída universal. No un despeñamiento estrepitoso, sino un suave descenso imperturbable: 
La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer (...) / Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.

Poeta aéreo, Vicente Huidobro (Santiago de Chile, 1893-Cartagena, 1948) vivió desde elevado horizonte espiritual para escribir y cantar estos versos de vértigo: "Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de  Cristo; (...) / Mi padre era ciego y sus manos más admirables que la noche. / Amo la noche, sombrero de todos los días. / La noche, la noche del día, del día al día siguiente". Su vida fue impaciente, política. Neruda lo aborrecía. Pero a sus cuarenta y tantos se fue a la guerra contra los nazis -y de sus graves heridas murió poco después. Qué importa su vida si nos legó estos cantos siderales. Pues Altazor no es un poema histórico, ni geológico; vamos: ni siquiera planetario, sino cósmico.
Ángel expatriado de la cordura
¿Por qué hablas? ¿Quién te pide que hables? 
Revienta pesimista mas revienta en silencio
Cómo se reirán los hombres de aquí a mil años 
Hombre perro que aúllas a tu propia noche
Delincuente de tu alma 
El hombre de mañana se burlará de ti 
Y de tus gritos petrificados goteando estalactitas 
¿Quién eres tú habitante de este diminuto cadáver estelar? 
¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de etrenidad? 
(...) ¿De dónde vienes a dónde vás? 
¿Quién se preocupa de tu planeta? 
Inquietud miserable 
Despojo del desprecio que por ti sentiría 
Un habitante de Betelgeuse 
Veintinueve millones de veces más grande que tu sol
Realidad infinita, perspectiva inconmensurable -la visión más moderna de las modernidades-, ése es el escenario por donde el poeta se arroja planeando hacia el vacío astral. Su verbo es caer: no vive en la soledad de su laberinto -como imaginó Octavio Paz- buscando una "salida": no hay salida, tampoco laberinto: "Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar / ¿No ves que vas cayendo ya? / (...) Déjate caer sin parar tu caída, sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo". Porque al poeta moderno no le queda otra que lanzarse al abismo frío y desfalleciente. Incluso los versos, las palabras y las letras se van desprendiendo de sí mismas sobre el fondo blanco de la página convertida en insondable misterio:
Cae 
     Cae eternamente 
Cae al fondo del infinito 
Cae al fondo del tiempo 
Cae al fondo de ti mismo 
Cae lo más bajo que se pueda caer 
Cae sin vértigo (...) 
Cae en infancia 
Cae en vejez 
Cae en lágrimas 
Cae en risas 
Cae en música sobre el universo 
Cae de tu cabeza a tus pies (...) 
Cae al último abismo del silencio
Como el barco que se hunde apagando sus luces
Esa conjugación absoluta del verbo humano más trágico atraviesa las órbitas de los astros y de las edades perdidas, desde el cristianismo hasta los millones de obreros levantados ("La única... / La última esperanza"), para finalmente yacer, como ángel caído, "parado en la punta que agoniza". El Canto I es, en suma, el bramido del parto primigenio, mineral, del espacio desde donde brinca Altazor:
Sufro desde que era nebulosa 
Y traigo desde entonces este dolor primordial en las células 
Este peso en las alas 
Esta piedra en el canto 
Dolor de ser isla
(...) Angustia cósmica 
Poliforme angustia anterior a mi vida 
Y que sigue como una marcha militar 
Y que irá más allá 
Hasta el otro lado de la periferia universal
Los siglos que gimen por las venas de la composición van ya tocados por el dolor del primer impulso, y marcan el ritmo primigenio del canto galáctico. El polvo estelar, los mares, piedras y plantas, saludan al poeta infinito, el gran partero de las imágenes: "Señor Dios, si tú existes es a mí a quien lo debes". Profeta del creacionismo, Vicente Huidobro se proclama demiurgo indiscutible de la vida: habla en nombre de los astros por nadie conocidos y con una voz humedecida en océanos jamás nacidos; los objetos esconden un nombre incógnito que el poeta ha de revelar y, al hacerlo, bautizará al mundo, cosa por cosa, palabra por palabra. Y nos advierte de cuidar las palabras emitidas, pues cada adjetivo que no dé vida, termina matando.



Ya para el Canto III, el viaje sideral se interioriza a la deriva y se dirige primero contra las palabras y sus silencios; luego, contra los poetas mismos ("matemos al poeta que nos tiene saturados") y contra los poemas modernistas también ("Basta señora arpa de las bellas imágenes / De los furtivos como iluminados / Otra cosa otra cosa buscamos"). La caída del poeta comienza a arder: primero quema los versos pareados hasta des-aparearse; luego prosiguen desplazamientos verbales que desordenan las percepciones con delicado desdén:
Sabemos posar un beso como una mirada 
Plantar miradas como árboles 
Enjaular árboles como pájaros 
Regar pájaros como heliotropos
Tocar un heliotropo como una música  
Vaciar una música como un saco 
Degollar un saco como un pingüino... 
Y una vez participado en el entierro de la poesía, las palabras huérfanas viajan libres -entre choques verbales y colisiones de planetas- hacia una ansiada e incierta ruptura. Adquiriendo mayor velocidad en la caída, Altazor avanza, acicateado por una urgencia incalculada, sin más tiempo que perder; las palabras sueltas se reagrupan arbitrariamente en bloques poéticos, luego se vuelven a dispersar en versos trastocados:
Al horitaña de la montazonte 
la violondrina y el golonchelo
A continuación, se desploman por el poema las caprichosas homofonías ("Ya viene la golondrina / Ya viene viene la golonfina / Ya viene la golontrina / (...) La golonniña / La golongira / La golonlira...), el repaso, a vuelo de águila, de inscripciones varias en cementerios errantes (incluido el epitafio de Huidobro: "Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar") y una sucesión vertiginosa de versos que literalmente se van haciendo jirones con la tormenta sideral:
En cruz 
          En luz 
La tierra y su cielo 
El cielo y su tierra 
Selva noche 
Y río día por el universo
El pájaro tralalí canta en las ramas de mi cerebro
Porque encontró la clave del eterfinifrete
Rotundo como el unipacio y el espaverso 
Uiu uiui 
Tralalí tralalá
Aia ai ai aaia i i
El idioma se destartala como nave que se destroza por partes en el cumplimiento de su imposible misión espacial. Empieza ahora la locura de la risa y la risa de la locura: los verbos se sustantivan.
La cascada que cabellera sobre la noche
Mientras la noche se cama a descansar 
Con su luna que almohada al cielo 
Yo ojo el paisaje cansado 
Que se ruta hacia el horizonte 
A la sombra de un árbol naufragando
El sentido de los versos se descompone. No es la revolución del lenguaje sino su inevitable ironía. Finalmente, la caída proverbial de Altazor en el último Canto se confunde instintivamente con el regreso vocal absoluto. Agonía demencial, vuelta a la entonación urgente del ave sideral, cierre cíclico al ruido planetario, el poeta se desintegra, raudo, en múltiples partes sin dejar de ser todas ellas:
Lunatando
Sonsorida e infimento 
Ululayo ululamento
Plegasuena
Cantasorio ululaciente 
Oraneva yu yu yo (...)
Semperiva
                ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
                          Auriciento auronida
Lalalí
         io ia
i i i o
Ai a i ai a i i i i o ia
La civilización busca instintivamente diluirse en el eco de su propio galimatías universal; incluso más lejos, hasta antes de la inescrutable anterioridad, hasta el trino confuso de las vocales dispersas. Altazor es el viaje final, al encuentro límite y desconcertante de nosotros mismos.