Alejandro Rozado
Aquel fatídico 11 de
septiembre del 73, mi roomate Juan Bozzano fue a buscarme por los pasillos de la Facultad de
Ciencias. Me sacó de la clase de geometría analítica II, bajo la mirada
reprobatoria del profesor, para darme la noticia del golpe militar en Chile.
Corrimos a la Escuela Nacional de Economía, en cuyo auditorio comenzaba a
celebrarse una asamblea del Cogobierno. El desconcierto era absoluto entre los
asistentes: informaciones contradictorias llegaban a cuenta gotas a través de
las agencias noticiosas. Se rumoraba que Allende aún se defendía en La Moneda,
que los obreros chilenos se levantaban en armas, que el depuesto ministro de
defensa –el general Prats- se había sublevado contra el traidor Pinochet. Pero
más tarde se desmentía todo lo antes imaginado. Una triste angustia oprimía a
la concurrencia. La mesa que conducía la reunión titubeaba, sudorosa, entre
discutir las medidas oficiales a tomar (como la redacción de un desplegado para
la prensa) o abrir un compás mayor de espera para confirmar noticias más
detalladas provenientes del Cono Sur. Los estudiantes sentíamos un hueco en el
estómago cuya aspereza nos era difícil tolerar y maldecíamos por lo bajo,
mientras los oradores deliberaban. Entonces pidió la palabra Juan, que estaba
sentado a mi lado.
Se levantó de su butaca y, ante la
imposibilidad práctica de acercarse al pódium pues el auditorio estaba repleto
de universitarios, decidió hablar desde su lugar -sin micrófono. En ese momento
comprobé que mi compañero de buhardilla no era un simple intelectual libresco
sino un extraordinario orador y agitador político. Con voz vibrante y llamativo
acento castizo, Juan exhortó a los asambleístas:
-¡Compañeros! –inició su arenga-: los
hechos acaecidos hoy en el hermano país chileno indican que están asesinando a
la democracia; la vía pacífica al socialismo en América Latina ha sido
aplastada a sangre y fuego. Ignoramos, al momento, si ha fallecido el compañero
presidente Salvador Allende. Pero mientras lo averiguamos, soy de la idea de
que podemos decidir, ¡aquí y ahora! –subrayó con vehemencia-, algunas acciones
de cara a este acontecimiento terrible para los universitarios y las fuerzas
progresistas, en vez de continuar en esta pasmosa espera sin resultados. ¡Que
están matando la esperanza de millones de almas en todo el mundo, carajo! ¡Y
nosotros aquí cruzados de brazos! ¡Basta de especular y actuemos de inmediato
con la energía que exige este crítico momento!
La asamblea comenzó a sacudirse a través
de murmullos y micro movimientos corporales por centenas. Juan continuó
gritando:
-¡Propongo que el Cogobierno de esta
Escuela de Economía convoque a una magna manifestación callejera por el centro
de la ciudad en protesta por esa salvajada
fascista, exigiendo al gobierno mexicano se pronuncie en contra del
golpe militar y realice con prestancia los oficios diplomáticos de derecho de
asilo político para salvar el mayor número de vidas posibles, allá en Santiago!
La propuesta cayó como un obús en el
centro del auditorio. Los primeros en objetar esta medida adujeron que era
insensato convocar a una marcha después de los sangrientos resultados del 10 de
junio, ocurridos un par de años atrás. A lo que Juan, exaltado, respondió:
-¡Compañeros! ¡Hoy no es tiempo de temores
sino de temeridad! –y preguntó con los brazos abiertos a los asistentes-: ¿Cómo
vamos a conquistar el derecho a expresarnos libremente en este país si no es
ejerciéndolo a través de una práctica valiente y decidida?...
Entonces, tendió su mano derecha al
frente, señalando con el dedo índice en dirección al pódium, y dijo con voz de
mando:
-¡Pido a la mesa que se discuta y vote mi
propuesta!
Se desataron nuevas intervenciones en pro
y en contra de lo planteado por Juan; después se sometió a votación. La asamblea
de Economía determinó convocar a la gran manifestación universitaria que se
llevaría a cabo la tarde del 13 de septiembre por primera vez en dos años de
temor a una nueva matanza de estudiantes. Dos días después, un mundo de gente
desfiló por la avenida Reforma hasta el Hemiciclo a Juárez. Festivos, habíamos
recuperado la confianza de tomar de nuevo las calles.
La sagacidad de Juan Bozzano -joven madrileño exiliado por Franco en 1972-lo hacía
capaz de voltear cualquier reacia asamblea a su favor, a base de argumentos y
llamados incendiarios perfectamente combinados. Lo vi actuar decenas de veces
con la mayor gallardía y me adiestró a hacer lo mismo –aunque yo nunca fui
capaz de dar la voltereta a ninguna pinche asamblea.
Puedo decir que el pinochetazo redirigió
mi vida. Y la serie de golpes militares subsecuentes que azotaron Sudamérica me
contagiaron la fiebre de actuar con mayor seriedad y lo más pronto que fuera
posible. Sólo me faltaba un empujoncito…
[Fragmento de mi novela El Moscovita, en proceso de publicación.]
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