Alejandro Rozado
A la memoria de Emiliano Ramos
y la salud de Chicali Echeverría.
Pocos como ellos. Hubo una vez en el Japón feudal una aldea campesina que, cada año después de la cosecha, era saqueada por una numerosa banda de criminales que, fuertemente armados, robaban su arroz, quemaban sus casas y violaban a sus mujeres. Los representantes del pueblo, desesperados por la situación, pidieron consejo al más anciano de la comunidad. Éste opinó que fuesen a la ciudad a contratar samuráis para que los defendiesen. Los representantes replicaron que los guerreros despreciarían a los aldeanos pues éstos no tenían dinero para pagarles. A lo que el anciano les contestó: “Entonces vayan con los samuráis hambrientos: ellos sí prestarán sus servicios por un poco de sorgo (en vez de arroz) y por una cama sencilla” [argumento de la película Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, Japón, 1954].
No viene a cuento explicar por qué me buscaban los agentes de Gobernación.
Es una enfadosa historia de mi militancia universitaria. El caso fue que, sin
empleo y ya sin motivación alguna para continuar con mis estudios en la
universidad, me vi en la necesidad de esconderme un tiempo de la Federal de
Seguridad. Era mayo de 1975 y habíamos vencido en Vietnam.
El camarada Chicali –a la sazón, principal operador
del comité directivo del PCM en el Valle de México- se había hecho cargo de
ocultarme en los momentos más delicados de la coyuntura que pasé alrededor del
primero de mayo. Un mes después, en junio, aquel gigantón de chaqueta negra
asistió a una reunión de la célula Joliot-Curie
de la Facultad de Ciencias -donde yo militaba-, para comunicarnos ciertas
directivas del Partido. Al finalizar la junta me apartó para decirme en privado
que había concertado una entrevista con alguien
que me quería conocer. La cita era para el día siguiente, jueves, a las nueve
de la noche en la cafetería Denny’s de la avenida Insurgentes Sur. Chicali me instruyó:
-Se trata de una opción, no
sé por cuánto tiempo, para evadir la vigilancia sobre ti. No hay duda que ya
estás bastante identificado en la UNAM. Como te decía anteriormente, la
universidad está repleta de agentes encubiertos e infiltrados en un titipuchal
de organizaciones estudiantiles que han surgido…
-Sí, camarada –lo
interrumpí al ver que Chicali
comenzaba a reprocharme de nuevo mis amistades ultras-, no olvido lo que me
señalaste acerca de los maoístas; me he retirado un poco de ellos por
precaución. No me regañes más.
-Bien, Mosco –prosiguió ya sin insistir-. Ahora vas a entrevistarte con un
camarada especial. Ya le di tus señas particulares: jovenazo flaco, de cabello
largo y una pinta de comunista que no puedes con ella, ¿eh? –me dijo riendo
mientras me daba un palmadón en la espalda- Tú nomás llega al lugar y ordena un
café. Él se acercará para que conversen; te va a hacer una propuesta que
deberás meditar.
-Ahí estaré mañana –le contesté-.
Gracias por todo, Chicali.
Por única
respuesta me tendió su enorme mano y se fue.
Al día siguiente salí de
clases a las siete de la tarde. Me sobraba tiempo así que decidí caminar desde
Ciudad Universitaria sobre Insurgentes hasta la esquina con la avenida Miguel
Ángel de Quevedo, donde se ubicaba el restorán de mi cita. Aunque llevaba casi
tres años viviendo en una buhardilla de San Pedro de los Pinos, sentía que esos
rumbos de mi adolescencia –identificados en aquellos tiempos como “la zona más
transparente” de la ciudad- aún eran míos. Una tenue llovizna, casi arrepentida
de sí misma, humedeció mi cabello mientras recorría ese tramo sureño y arbolado
de la ciudad. El cielo rociaba el atardecer con delicadeza mientras decenas de
estudiantes hacíamos la misma caminata hasta la zona de San Ángel. El sur del
Distrito Federal era, sin duda, universitario.
Entré al Denny’s una hora
antes de la cita. Conocía muy bien el restorán pues lo frecuenté durante mis
años de burguesito; me pareció un
lugar demasiado “impropio” para la entrevista que sostendría con el misterioso
contacto. Era el tipo de establecimiento que compartía con la cadena de
restoranes Vip’s una oferta de estilo de vida aligerada. Comida aséptica, café industrial
-descolorido pero con grandes dosis de cafeína- y decorados de colores
chillones: rojos, naranjas y rosa mexicano. Lo único agradable eran las
minifaldas de las meseras… En fin, sus motivos tendría mi futuro interlocutor
para citarme ahí.
Para facilitar
mi identificación, me situé en una mesa frente a la entrada del lugar. Pedí un
café y en seguida comencé a divagar. Andaba atribulado. En particular, temía
que las pesquisas policiacas repercutiesen en mi familia,
especialmente sobre Fernando, el mayor de mis hermanos, quien era extranjero
con licencia de trabajar en México. Sus antecedentes no lo favorecerían:
español, hijo de dirigente comunista, exiliado –a causa de la guerra civil- desde
los tres años de edad en la Unión Soviética, donde permaneció dos décadas.
Pendía sobre él, sin deberla ni temerla, un cuadro de persecución y posible
expulsión del país, cuando sólo era un ingeniero civil formado en Moscú deseoso
de trabajar y vivir tranquilamente en México. ¿Qué hacer?, se preguntaba mi pequeño Lenin interior ante las
opciones que tenía. ¿Renunciar a mi voluntad de una vida revolucionaria para
entonces “portarme bien”? ¿Salir a estudiar al extranjero? ¿Desaparecer del
mapa?...
La respuesta se me ofrecería en
unos minutos más sobre la mesa del restorán, como si me hubiesen servido unas
enchiladas suizas.
El Mosco, Alejandro Rozado
A las nueve en punto, un tipo
fornido de aproximadamente cuarenta años entró al Denny’s; tras echar una
ojeada panorámica al interior, se dirigió a mi mesa y, con mirada de “ya te
ubiqué”, me preguntó:
-¿Eres El Mosco?
-Lo soy –le contesté con
nerviosa parquedad levantándome de la mesa y estrechando su gruesa mano.
-Me llaman Emiliano Ramos y así quiero que me
identifiques –dijo mi interlocutor con voz de toro. Se sentó enfrente de mí.
El camarada Emiliano Ramos
Era un tipo de aspecto
formidable. Más o menos de mi estatura (1.80 m.), con perfecto rostro de rasgos
rectilíneos, quijada cuadrada y musculosa, delineada por una barba espartana obscura
y bien recortada. La primera impresión que me dio fue su enorme parecido con
Sean Connery –pero en su etapa barbada, posterior a sus papeles de James Bond. La gravedad tonal de su voz
reforzó esta asociación de mi cultura cinematográfica. Hablaba con un ligero
acento extranjero que no distinguí de dónde provenía. De modo que el nombre tan
mecsicanou con que se presentó era
más bien un seudónimo; porque él, de paisano, no tenía mucho. Fue al grano:
-El camarada Chicali me habló suficiente de ti. Dice
que eres un militante cien por ciento dedicado a las actividades del Partido y
que atraviesas por un problema de acoso policiaco. También asegura que eres
buen orador, entusiasta e inteligente. Bien preparado. Dime directo y sin falsa
modestia, ¿es así?
-Nunca me he sentido lo
suficientemente preparado –contesté-, pero en general considero que así soy:
tal cual me describió Chicali.
Sonrió ligeramente, el mínimo
que se permitía cualquier espartaquista. Yo ni a mueca llegaba –estaba tenso. Pidió
un café mientras me formulaba algunas preguntas acerca de mi vida que contesté
con cierta amplitud. Edad: veinte –casi veintiuno. Estudios: en el Colegio
Madrid. Medio de vida: poquitas clases particulares de matemáticas impartidas a
adolescentes holgazanes. Militancia: dos años en la célula Joliot-Curie y en el Comité Seccional Universitario. También hablé
un poco de la desmotivación total que sentía por mi carrera de física. Emiliano Ramos, muy serio, escuchó con
atención. Luego, al dar el primer sorbo a su café, comenzó a exponer el motivo
de la entrevista:
-Mira, soy miembro del Comité
Central del Partido y tengo a mi cargo la Comisión Nacional Sindical. Me dedico
a coordinar las actividades de los comunistas al seno de la clase obrera mexicana
en todos los lugares donde tenemos influencia y donde nos proponemos crecer,
especialmente en el sector metalúrgico y automotriz. Llevamos ya una larga
trayectoria entre los ferrocarrileros… Hemos intentado, sin mucho éxito, volver
a infiltrarnos entre los petroleros, gremio del cual fuimos expulsados durante
el gobierno de Miguel Alemán, pero la represión del propio charrismo es tan brutal y sistemática que a duras penas hemos
construido unas cuantas células. Con los electricistas hemos crecido, gracias a
las condiciones favorables que propicia el ascenso de la Tendencia Democrática
del sindicato. Pero donde tenemos más fuerza y nos interesa seguir influyendo
es al interior de la industria minero-metalúrgica, rama que nos es afín por
innumerables razones… -de pronto, Emiliano
Ramos se interrumpió tantito y me preguntó a bocajarro:- ¿Conoces Ecatepec,
el municipio mexiquense al norte de la ciudad?
-No –respondí con algo de
vergüenza-, casi no conozco el norte del valle de México.
-Bueno –continuó sin darle
importancia a mi respuesta-. Nuestro partido está resuelto a extender su área
de influencia política en esa zona esencialmente proletaria. Hay cientos de
industrias e inversiones crecientes de capital productivo, pero las condiciones
de vida son desastrosas para las familias de los obreros. Es una región de
abierta hostilidad, no sólo a cualquier atisbo de lucha reivindicativa sindical
sino también a la existencia misma de sus habitantes. Por esos rumbos sólo han
pasado los dioses del mal. Las policías del municipio y de la entidad,
fuertemente armadas, realizan patrullajes sistemáticos alrededor de las
fábricas, las cuales están dispuestas de forma estratégica alrededor de un par
vial llamado Vía Morelos que comunica los parques industriales con todos los
servicios de luz, transporte ferroviario, agua, drenaje y caminos pavimentados.
Fuera de esa modernización de infraestructura, lo demás en Ecatepec son
carencias desproporcionadas: las colonias obreras son cenizos paisajes de
casuchas sin servicios básicos, muy parecido en condiciones de insalubridad e higiene
a lo que describió Engels hace más de cien años sobre las circunstancias miserables
de vida de la clase obrera inglesa. ¿Lo has leído?
-Leer a Engels fue lo primero
que hice antes de ingresar al PC –coincidí con Emiliano.
-Entonces podrás imaginar lo
que aquí refiero –prosiguió mi interlocutor-. Pues bien, necesito un cuadro
medio que esté dispuesto a irse de militante a Ecatepec. Esa es la razón de
nuestra cita de hoy. Quiero reforzar lo poco que hemos construido en esa zona y
crecer tanto en número de afiliados como en influencia política. Tenemos algunas
células obreras, pero el Partido no
logra establecerse aún como organización dinámica e influyente en la zona. En especial,
tengo mucho interés de entrar en contacto con los obreros metalúrgicos de
Aceros Ecatepec, una empresa poderosa con más de dos mil quinientos
trabajadores…
Yo estaba patidifuso. A medida
que Emiliano Ramos describía aquel
panorama, sentí como si estuviese llegando mi hora; cada frase suya parecía
emitida por un destino manifiesto que me apuntaba con el dedo índice hacia aquel
mundo incógnito rodeado de una vaga épica arredrante. No se trataba tanto de mi
salida de emergencia o la vía de escape inmediato respecto de mis perseguidores
sino el sendero que tarde o temprano tendría que tomar por cuenta propia.
Cierto: la policía me orillaba; pero también me facilitaba un derrotero que de
todos modos yo seguiría algún día. Era como si la tan mencionada “lucha de
contrarios” fuese una ley tan precisa como aquella maravillosa
Cuarta Ley de Newton que descubrí durante mi adolescencia en los baños del
Madrid y cuyo enunciado es: “La última gota siempre cae en el pinche pantalón”… ja.
Nada más infalible: la verdad de uno siempre te alcanza -incluso cuando menos
lo esperas. Esa desconocida zona proletaria al norte de la ciudad parecía necesitarme
tanto como yo a ella. Además, la proposición de Emiliano era parte de la alternativa por la cual estábamos
luchando: fundir el pensamiento revolucionario con el sujeto mismo de la
revolución … ¡Lenin, pues!... Dejar, por fin, el marxismo de café.
-¿Qué opinas? –interrumpió Emiliano mis devaneos.
-Pueees… no esperaba esto que me propones –le
contesté aturdido-. Pero me atrae poderosamente la idea.
-Mmm… -Emiliano mugió al mismo tiempo que encendía un cigarro. Retuvo el
tóxico en sus anchos pulmones con la misma duración empleada por un cetáceo en
retener el aire bajo el mar.
-¿Y para qué,
específicamente, me requiere el Partido
en Ecatepec? –le inquirí- ¿Cuál sería mi función?
-Tendrías que hacer de todo
–se sinceró Emiliano mientras
arrojaba el humo del tabaco por sus fosas nasales-: igual que el dueño de un
changarro (y perdón por la comparación) que abre su negocio desde temprano,
barre, atiende, cobra, recibe mercancías, las carga, las acomoda, hace el corte
y al final cierra. Quiero decir: el Partido Comunista en Ecatepec está desorganizado
y sin claridad de perspectiva. Hay buenos camaradas, inteligentes y con dotes
de líderes, pero apenas pueden con sus vidas y no tienen oportunidad práctica
de ocuparse de la dirección política. Nuestra organización es pesada y lenta
como un paquidermo: las células obreras no terminan de cuajar, pues carecen de
la visión que hilvane sus problemas inmediatos con el programa revolucionario
del partido. Existe un comité seccional que pretende dirigir a las células de
base, pero es inoperante: no tiene finanzas propias, no existe una efectiva
comisión de prensa y propaganda, no se lee ni vende el periódico Oposición entre nuestros simpatizantes
(cosa clave para relacionarnos con los obreros), el responsable de organización
tiene un empleo mal pagado de diez horas diarias, así que no dispone del tiempo
para atender a los organismos de base. Y la secretaria general del comité vive
en el sur y es maestra, así que igual: solamente puede desplazarse una o dos
veces a la zona.
-¿Y necesitas que haya
alguien siquiera de medio tiempo dedicado a la construcción del partido?
–deduje de su exposición.
-No –dijo rotundo-. Necesito un camarada de
tus características que se dedique de tiempo completo a levantar al partido
allá.
-¿De mis características?
-Sí: como las de un samurái hambiento… ¿has visto la
película de Kurosawa?
-¡Que si la he visto! –exclamé por lo bajo-, es una de mis preferidas. Soy asiduo asistente al cine club de la facultad…
-Entonces me entenderás lo
que necesitamos en Ecatepec: un hombre joven que no tenga mucho que perder… –Emiliano Ramos me miró con agudeza-, que
conozca la línea del partido, con experiencia comunista, que sepa organizar sus
ideas y hablar con fluidez y claridad, que sea ágil para desplazarse sobre una
mancha obrera inmensa que es un lodazal: un lugar donde las calles son
intrincadas, no están pavimentadas ni alumbradas y son inseguras; en ellas,
difícilmente encontrarás un árbol o un teléfono público que funcione. Además, a
menudo tendrías que caminar grandes tramos, incluso de noche, pues el
transporte urbano es muy deficiente y se suele interrumpir por los cotidianos
atropellamientos de peatones. Estarías muy atareado.
-O sea que cero horas de ocio
–comenté.
-Mira Mosco –inclinó su cabeza hacia la mía como deseando confesar algo-,
he de ser muy sincero contigo, no sólo porque me lo preguntas sino por
requerimiento político: necesitamos a alguien que esté dispuesto a irse a vivir
allá y que se olvide de cualquier proyecto personal por un buen tiempo.
-¿Por años? –pregunté.
-Por lustros –me respondió, como si me
arrojase su café caliente a la cara.
Reconozco que Emiliano me impactó. Todo lo que
escuchaba de su voz profunda hizo abstracción de los demás ruidos del restorán:
las conversaciones banales de los clientes, las risas de las jóvenes meseras
ajetreadas por las comandas de servicio, el tintineo de las cucharas al entrar
en contacto con las tazas, el cambio de volumen del sonido de la calle mojada
cada vez que se abrían y cerraban las puertas del establecimiento.
-Se trata –continuó después
de dar otra lenta fumada a su cigarro- de una de las propuestas más serias que
se le puede hacer a un revolucionario; convertirte en un cuadro profesional del Partido –subrayó- por lo cual recibirías, desde luego, un sueldo modesto que apenas alcanza para maldita la cosa.
Pero evitemos confusiones: no se trata de una chamba, ¿me entiendes? Ésta no es una “oferta de trabajo”. Ningún
desempleado aceptaría algo así. Nadie trabajaría las veinticuatro horas del día
a cambio de tan escaso dinero; nadie elegiría gustoso un empleo con los riesgos
que corre un comunista profesional y con las decepciones y derrotas que vas a
vivir en caso de que aceptes. Además, casi nadie reúne la doble condición de
estar capacitado para las tareas de dirección política y dispuesto a rifársela.
Lo que te propongo es una opción de vida revolucionaria en que tu proyecto
personal es idéntico al de la lucha comunista. No hay diferencia –Emiliano golpeteaba delicadamente con el
dedo índice su cigarro sobre un cenicero; luego añadió-. Por supuesto, hay
momentos de descanso en que podrás dormir, pero tus sueños serán inquietas pesadillas,
pues de tus decisiones mal o bien tomadas dependerá la suerte laboral y
política de los compañeros obreros y sus familias. Se trata de algo
radicalmente distinto a la vida individualista de clase media a la que estás acostumbrado
hasta ahora; allá vivirías bajo responsabilidades con consecuencias colectivas directas e inmediatas. Es muy diferente que tus rumbos sean del sur de la ciudad a que
sean del norte.
-¿Un infierno, quizá?
-Tal cual –admitió Emiliano.
-¿Y por qué me lo propones a
mí? ¿Porque Chicali te habló del
problema que traigo con no sé qué agentes policiacos?
-No. Porque Arnoldo Martínez
Verdugo me habló de tu padre.
Enmudecí.
-No creas que sólo la Federal
de Seguridad puede saber algo de ti –siguió diciendo ese hombre desconcertante
que tenía frente a mí-. En la comisión que coordino hemos analizado tu
situación y antecedentes. Según Arnoldo, nuestro secretario general, tu padre fue un enlace breve, aunque importante,
entre nuestro partido y el de la Unión Soviética en la época de Jrushev.
Arnoldo Martínez Verdugo
-¿Cómo? –exclamé- Desconocía
por completo ese vínculo. Creí que mi padre se había retirado de la lucha
política.
-Un comunista se cansa de
luchar y hace pausas, a veces largas, pero nunca se retira del todo –me aleccionó
Emiliano como si fuera Hemingway-. Parece que la de tu padre
fue una misión delicada, debido a la necesaria discreción que se requirió. Al
grado de que el gobierno mexicano algo sospechó, pues encarceló a tu papá a su
llegada de la URSS, después del XX Congreso. Pero no se comprobó nada.
-Así fue –confirmé su dicho-.
Ocurrió en el 57; yo era un niño. Cuando estalló la huelga ferrocarrilera mi
padre estaba en la Unión Soviética, pues había localizado por fin a su hijo (mi hermano
mayor) extraviado entre los “niños de Rusia”. Pero esa es otra historia –apunté-.
Sólo sé que al llegar de Moscú, a mi padre lo aprehendieron por sospechas de ser un
agente soviético en México.
-De hecho, sí lo era –reparó Emiliano con ironía- pero no por
intervenir en aquella huelga sino por la renovación de los vínculos de Jrushev
con nosotros…
-¡Vaya!, ¡qué lío! –volví a
exclamar extrañamente entusiasmado-. También supe –añadí- que fue liberado
gracias a los oficios de don Wenceslao Roces, el traductor de El Capital.
-Humm –gruñó por lo bajo este
James Bond maduro-, eso no lo sabía…
-Pues ya tienes la nota
exclusiva –le dije, victorioso, mientras sorbía mi segunda taza de café
industrial.
-Bien… -contestó Emiliano y, retomando mi pregunta, puntualizó:- Entonces, aunado a tus antecedentes familiares que Arnoldo recordó,
el camarada Chicali nos informó de tu
situación coyuntural de peligro que favorece la propuesta que ahora te hace el Partido.
Necesitas esconderte y que te pierdan de vista los agentes de Gobernación. De
acuerdo. Así será: te esfumarás del mapa por un buen tiempo. Pero insisto:
esto es más que un salvoconducto para huir de tu militancia universitaria. No
es cuestión de coyuntura sino de largo plazo. Me dijiste al principio que no
andas bien en tu carrera.
-Así es –admití-, he llegado
a la conclusión de que no tengo vocación para la física.
-Pues entonces considera esta
proposición como un cambio de profesión cuyo examen es una vida difícil y
carente de protagonismo. Ni diplomas ni bailes de graduación. Aquí no hay vocación, ni siquiera para el sacrificio, como algunos compañeros afirman. Lo único que existe es una inaplazable pasión por hacer lo históricamente correcto entre las decenas de errores que cometerás y reveses que recibirás. En el Partido Comunista te haces hombre de verdad. Porque con tu vida revolucionaria desafías la mentira capitalista y maduras lo que en ninguna otra vida “de fama y éxito”. Supongo que así debió ser la
extraordinaria experiencia de tu papá. ¿Y quién la conoce, a final de cuentas? Adivino
que muy pocos.
-Sí, aunque –repuse- no estoy
muy seguro que, de estar vivo, él se entusiasmase de escuchar este proyecto de
vida para mí.
-Probablemente –me concedió-:
uno siempre desea lo mejor para sus hijos. Y muy cierto también: la vida de un
comunista no puede entusiasmar. ¿O acaso crees que a tu padre le encantó la
guerra en la que intervino, allá en España? Los comunistas no escogemos
glamorosamente nuestra vida, sino que asumimos la decisión de lo que nos toca
vivir. No elegimos una vida que nos “agrade”; más bien, nos apropiamos de la
que históricamente nos corresponde, por difícil que sea y con toda la entereza
que nos posibiliten nuestras cualidades personales. Por eso le pedí a Chicali esta entrevista contigo, Mosco. Porque, a pesar de tu joven edad,
sé que algo comprendes de lo que te digo con la historia familiar que te traes.
¿O acaso crees que es coincidencia y libre albedrío que hayas ingresado al
Partido Comunista Mexicano?
-Pero no creo en el destino…
–me creí anticipar.
-Yo tampoco –respondió Emiliano con un encogimiento de hombros-.
No hay nada escrito. Mucho depende de la voluntad de los hombres. Pero sí creo que
el peso de la historia que cargamos cuenta también.
-De acuerdo –me tocaba a mí
hablar en ese estupendo diálogo-. Lo que no entiendo es aquello de que no es
para entusiasmar a nadie este tipo de luchas necesarias. ¿Entonces, no hay
esperanzas?
-Buena pregunta, Mosco –me dijo Emiliano cada vez más visiblemente convencido de lo que aseguraba-. La esperanza
es la fase inicial de toda lucha revolucionaria; es una etapa inocente de la historia, que por otro
lado es bastante útil porque abre la perspectiva de todo gran movimiento como
el burgués de 1789 o el proletario de este siglo. Pero hemos cometido demasiados
errores: tantos que hasta nuestras victorias se han convertido en amargas
derrotas. El Terror jacobino en Francia, el Gulag estalinista en Rusia… han
aplastado la esperanza. Y sin ir más lejos: hoy, aquí en México, vivimos un
reflujo por las dolorosas derrotas sufridas en el 68 y el 71. Y si te das
cuenta, casi siempre perdemos. De hecho, la izquierda pareciera que está para
perder, como nos sucedió hace dos años en Chile, con la muerte de Allende. Sin
embargo, incluso cuando perdemos, ganamos. Ahí está también el reciente e
increíble triunfo en Vietnam.
Emiliano hizo una pausa más para dar otra gran fumada industrial.
Se tomó su tiempo y su café. Luego resumió:
-No sé si me explique, Mosco: perdemos, pero somos invencibles.
Por tanto, el motor ya no es la esperanza sino la inevitabilidad de nuestra lucha.
-Creo comprenderte más de lo
que imaginas –le respondí con sincera mirada-. Entonces, aquel canto tercero
del La Divina Comedia se apega a lo
nuestro.
-Así parece –celebró Emiliano mi respuesta-. Sólo que las
puertas de tu infierno tendrán
domicilio propio, justo donde se hallan las esculturas de los Indios Verdes: la puerta norte
del Distrito Federal que separa a la capital del Estado de México. A partir de ahí, se
pierde toda esperanza.
-¿Y para cuándo me requieres
en Ecatepec?
-De inmediato –contestó con
el mismo filo del hacha con que había hablado en toda la entrevista-. Supongo
que necesitarás pensarlo, pero no te tardes.
-Mmmh… ¿cuánto me pagaría el
Partido? –interrogué.
-Tres mil pesos mensuales. Es
la “tarifa” que se les paga a los militantes profesionales, por el momento. He gestionado con El Jefe Unzueta y con el propio Chicali
que ese dinero te lo dé Wigberto, el responsable de finanzas del Comité
Regional del Valle de México; claro, en caso de que aceptes…
-Acepto –contesté de
botepronto.
-Excelente, Mosco, eres generoso con la vida –respondió con su
apenas insinuada sonrisa de samurái mientras yo sospechaba que me había convertido en un irresponsable absoluto. Sacó pluma y papel y agregó-. Aquí te
anoto mi teléfono para que me llames el próximo lunes, fijemos una fecha para
ir juntos a Ecatepec y te presente a los camaradas. Por cierto –agregó-,
tendrás que cortarte el pelo: como supondrás, los obreros no pasaron por el
movimiento del 68… y desconfían de los jóvenes greñudos. Te deberás ganar su
confianza.
-Me imagino –coincidí con
él-. Sin problema lo haré.
-¿Alguna otra pregunta? –me
sugirió cordialmente.
-Sí –le dije-: ¿por qué me
citaste en este lugar tan pequeñoburgués?
-¡Ah! –exclamó- Porque es el
tipo de sitios que precisamente no frecuenta la policía secreta –se rió
agudamente y satisfecho de su argumento-. La Gandhi o el Parnaso están llenos
de vigilancia; aquí, en cambio, no. Porque precisamente la clientela es gente
común y corriente de clase media. Nunca verás a un poeta radical, un
intelectual marxista o un izquierdista callejero y fachoso en un Vip’s, por
ejemplo.
Jamás imaginé que ese
criterio de mi interlocutor –acerca de los Vip’s y Denny’s- me fuera a ser tan
útil en los siguientes años… Al finalizar nuestro diálogo, Emiliano Ramos preguntó a la mesera por los postres. Se decidió por
un pay de manzana. Me ofreció cenar: que pidiese lo que se me antojase –él
invitaba. Entonces ordené:
-Unas enchiladas suizas, por
favor.
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