Alejandro Rozado
- El mercader de Venecia, William Shakespeare, 1599.
Durante el siglo XVI, en la progresista Venecia, también se discriminaba a los judíos. Arrumbados en ghetos durante las noches, bajo la luz del sol tenían prohibido poseer distintos bienes de capital mercantil o manufactureros -cosa que los orillaba a trabajar su dinero mediante la usura.
Casi un documento de época, El mercader de Venecia expone el odio cotidiano y concurrente de judíos y cristianos a través del extraño caso de un próspero comerciante ultramarino, Antonio, quien se ve obligado a solicitar un préstamo al usurero Shylock para apadrinar el apasionado propósito matrimonial de su mejor amigo. El resentido Shylock -quien odia a Antonio tanto como éste a aquél- vislumbra la oportunidad de un desquite ancestral y acepta prestarle la cuantiosa suma con la condición de que, en caso de incumplir su compromiso de pago, la fianza sería rebanarle una libra de su propia carne al deudor... A pesar de tan arredrante requisito, el noble mercader se anima a firmar los pagarés, confiado en el respaldo de su cuantioso capital circulando por el mar océano. Mas nadie -oh, caprichoso destino- contaba con el naufragio o robo simultáneo de casi todos sus barcos. Las noticias navales se precipitan como nubarrones en el firmamento durante la agasajada boda cristiana.
Los rumores finalmente confirman la inopinada ruina del generoso Antonio, lo cual repercutirá en el incumplimiento de sus compromisos con Shylock y, por tanto, en su ejecución legal a manos de su aborrecido acreedor. Ante las protestas cristianas y los pedidos de clemencia veneciana que solicita el mismísimo Duque, la ley es la ley. El judío responde airado con este asombroso alegato:
¿No tiene ojos el judío? ¿No tiene manos el judío? ¿No tiene órganos, miembros, sentidos, afectos y pasiones? ¿No se nutre del mismo alimento, no se le hiere con las mismas armas, no está sujeto a las mismas dolencias, no se cura con los mismos remedios, no se calienta, no se hiela al calor y al frío del mismo verano y del mismo invierno que el cristiano? Si nos punzáis, ¿no echamos sangre? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos hacéis agravio, ¿no nos hemos de vengar? Si nos parecemos en lo demás, nos pareceremos también en esto. Si un judío hace agravio a un cristiano, ¿qué hace éste en su humildad? Vengarse. Si un cristiano hace agravio a un judío, ¿qué le enseña el ejemplo de la humildad cristiana? Venganza…
El culminante Acto IV de la pieza teatral es un imperdible thriller jurídico en que intervienen angelicalmente dos dulces damas sagaces disfrazadas de estudiantes de derecho que ejercen la defensa de Antonio. Shakespeare sacude las conciencias de una naciente modernidad defensora de la observancia letrista de la ley. Asimismo, el feliz desenlace de su drama deja un amargo sabor de boca, una inquietante conciencia de la desgraciada soledad de un personaje como Shylock, cuya odiante avaricia está determinada en forma directamente proporcional al desprecio social de que es objeto la comunidad judía.
Pero en la posmodernidad, el dramaturgo inglés continúa influyendo: Al Pacino representa -en la cinta de 2004 adaptada por el cineasta inglés Michael Radford- el humano conflicto de un núcleo judío humillado y ofendido por generaciones sin posibilidad de reivindicarse. Hacía tiempo que no se veía al histrión italo-americano en un papel tan veraz. Sin duda, el poder cultural del texto de Shakespeare transformó al complaciente intérprete hollywoodense en un riguroso actor isabelino. ¡Y a quién no!
Alejandro Rozado
- El cartero siempre llama dos veces, James M. Cain, 1934.
Frank Chambers, un trotamundos que viaja de aventón a la frontera mexicana en busca de trabajo, se detiene sobre la carretera de California en un establecimiento familiar que surte gasolina, repara autos y ofrece emparedados a los viajeros. El dueño del negocio -un emigrado griego- le ofrece contratarlo como mecánico, cosa que Chambers -algo indeciso-, acepta cuando conoce a la joven esposa de aquél:
Entonces la vi. Debió estar en la cocina, pero en ese momento entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo el cuerpo, no era una gran belleza, pero tenía una mirada enfurruñada y los labios tan carnosos que me dieron ganas de fundirlos con los míos.
La joven patrona, Cora Papadakis, vive oxidada de aburrimiento y desamor. Al poco tiempo, la pasión prohibida se desborda entre ambos jóvenes, con lo cual se inicia la tragedia moderna de Frank y Cora...
Esta novela negra de James M. Cain, escrita en 1934, transgrede no sólo aquel mandamiento de la cultura judeocristiana:"no desearás a la mujer de tu prójimo"; también viola una máxima del capitalismo patriarcal: "no desearás al empleado de tu esposo". Llevada tres exitosas veces a la pantalla, la narración cuenta cómo ese par de personajes intentan unir sus vidas a ultranza, por encima de cualquier circunstancia adversa. Primero, naturalmente, intentan alejarse del marido, pero a pie -cosa que incomoda a la dama. Frank observa a Cora la inconveniencia de robarse el coche del señor Papadakis:
Robarle a un hombre la esposa no es nada, pero llevarse su automóvil es un hurto penado por la ley...
El respeto a la propiedad privada ante todo. Pero Cora no quiere largarse así nada más, después de años de construir un pequeño patrimonio; así que prefiere regresar a casa y pensar otra opción. ¿Por qué no se morirá el viejo? ¡Todo sería más fácil así! Entonces la pareja se confabula para deshacerse del señor Papadakis. Tras fracasar en la ejecución de un primer plan que parecía "perfecto", Frank y Cora insisten de nuevo en su propósito hasta consumar un espeluznante homicidio, ya imperfecto y lleno de "señales" del destino que ambos deciden desatender. Chambers lo admite:
Yo tenía que emborracharme, porque el fracaso de nuestro intento anterior me había curado de todo afán de concebir y ejecutar un crimen perfecto. Aquél iba a ser un crimen tan miserable que ni siquiera podía llamarse así. Tan sólo sería un vulgar accidente automovilístico, con tipos borrachos, bebidas en el coche y demás.
Historia de una pasión incontenida, dilema medular -irse o quedarse- de una vida condenada, El cartero siempre llama dos veces alcanza una atmósfera horripilante que ni siquiera imitan sus versiones cinematográficas al momento climático del crimen pasional: viajando por lo alto de una carretera montañosa que conduce a Malibú, y detenidos en un mirador solitario, con el estúpido y poco perspicaz señor Papadakis ebrio de alegría, gritando desde la ventana del auto para jugar con el efecto del eco de las voces, Frank ejecuta a su patrón:
(...) Me apuntalé con los pies y, mientras él tenía aún el mentón apoyado en la ventanilla, lo golpeé con la llave inglesa. El cráneo crujió y yo sentí cómo se hundía... Cora aspiró bruscamente y exhaló un gemido, porque en aquel instante el eco devolvía la nota del griego. Era la misma nota aguda que subía, se detenía y esperaba.
La voz del muerto aullando por la sierra y volviendo de inmediato a la escena del crimen como una terrible maldición que cae sobre sus horrorizados asesinos. Imposible no desfallecer ante semejante sentencia fatal.
Y en efecto, con todo y haber librado las sospechas de la justicia, Frank y Cora jamás superan el derrotero fúnebre trazado por su propio destino. Su encendida pasión los quema y destruye inevitablemente:
Le arranqué toda la ropa. Ella doblaba el cuerpo y se arqueaba lentamente para que las prendas saliesen con mayor facilidad. (...) Los cabellos le caían sinuosamente sobre los hombros. Los ojos se le habían oscurecido; los pechos no me señalaban desafiantes y puntiagudos, sino suaves y extendidos en dos grandes masas rosadas. Parecía la bisabuela de todas las rameras del mundo. El diablo se quedó defraudado aquella noche.
Entre los pleitos cotidianos de la flamante pareja -ya dueña del establecimiento- y la desconfianza mutua respecto de una posible delación del asesinato sólo mediaba un paso. No obstante, la historia se siega súbitamente en otro accidente carretero. Primigénica tragedia sobre ruedas, El cartero siempre llama dos veces es una espléndida narración pesimista -no policiaca ni detectivesca- acerca de la futilidad de las pasiones en un mundo desprovisto de gracia.
El filme que evoca por primera vez a la novela, Ossesione (1942), de Luchino Visconti, se convirtió nada menos que en la fundadora del neorrealismo italiano. La versión norteamericana de Tay Garnett (1946) fue una cinta medular del cine negro norteamericano que popularizó el relato de Cain. Y la versión posmoderna de Bob Rafelson de 1981, con Jack Nicholson y Jessica Lange, es ya un estallido erótico sin censura que ilustró, entre otras cosas, la utilidad práctico-sexual de la mesa de la cocina.
[En la ilustración superior, Lana Turner en el papel de Cora Papadakis, 1946. En la inferior, Jessica Lange -también como la irresistible Cora- sobre la mesa de la cocina, 1981)]