miércoles, 25 de noviembre de 2009

Para que la comunidad sobreviva (sobre el documental ''Los que se quedan'')


Alejandro Rozado


- Los que se quedan, documental de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman (2008, México).
  

En calidad de único asistente a la función de la 1:45 p.m., constato que con la sala vacía la experiencia ante la pantalla es profundamente más íntima; no sólo la penumbra que propicia el cinematógrafo, sino también la conciencia de las butacas deshabitadas alrededor de uno mismo, facilitan el abismo de la cinefilia.

Los que se quedan: película que documenta, con un don inopinado de la oportunidad histórica, la persistencia de los vínculos comunitarios en el campo mexicano, más allá del desastre agrario. La cinta hace un muestreo sobre el otro rostro de la migración mexicana a los Estados Unidos: el de los que se quedan a cuidar las tierras ya sin cultivo (niños, esposas, abuelos); recorre una selección de pueblos casi fantasmas donde viven intactos los recuerdos de los que se van para seguir manteniendo una de las convicciones más arraigadas de México: la idea de la vida en comunidad. No obstante la subestimación posmoderna a que se ha sometido una de las formas de existencia más auténtica y duradera de la humanidad, pasarán los siglos de urbanismo y de derechos individuales, se sucederán las modas artísticas e intelectuales, desapareceremos incluso como civilización, pero el campesino permanecerá ahí, en relación a la tierra, sosteniendo esos lazos milenarios de intensa calidad emocional.

"Lo importante es estar juntos -dice una quinceañera del ejido más perdido del altiplano-, que nos queramos y nos cuidemos: ya no quiero que se vuelva a ir mi padre". "Este rancho está tan bonito que me gusta pa' morirme –subraya un orgulloso y próspero ganadero de Zacatecas que hizo fortuna del otro lado de la frontera para invertir en su tierra-. Muchos de los que regresan ya no se hallan aquí, se quejan de que hay mucha piedra. Pero si las piedras son lo más hermoso de aquí, ¡y entre ellas se criaron!”... “Se supone que pa'eso nos casamos, ¿no? Pa'estar juntos”, le reclama una mujer a su esposo milusos que ya le anda por volverse pa'l Norte... “Yo le dije a mija cuando le mataron a su marido en EU: no estés triste; mientras yo viva, a ti y a tus hijos no les va a faltar nada; esta tierra es tuya”, declara un patriarca de San Cristóbal las Casas, Chiapas… "Me dijo mi mamá que me aguantase y no llore a l’ora de cruzar la frontera porque si lloro nos regresan de allá", confiesa la niña de una población yucateca ante la cámara cuando ella y su familia se disponen a viajar para reunirse con el padre... "Yo sufrí mucho de joven, mi padre era recio conmigo. ¡La desciplina!, ¿verdad?", cuenta un viejo campesino pobre, mientras su mujer dice: "Por las tardes, cuando me siento a bordar aquí afuerita, nomás me pongo a pensar en mis hijos, ¿cómo estarán?" Frases que enmarcan la textura de ese tipo de relaciones ancestrales que resisten de mil maneras en un mundo arado por la fatiga de los largos jornales y los también largos recuerdos. La cinta entrevista a diversas familias (once en total) repartidas por la república para dar cuenta de verdaderos tesoros humanos en forma de historias pequeñas –y tristes. Los viejos comienzan a sembrar ajos que se multiplican con los años de espera de los hijos emigrados; los pobres del campo levantan en mitad de los sembradíos grandes casonas aún sin amueblar, suspendidas en el tiempo mientras llega la hora siempre añorada del regreso; otros productores se rehúsan a irse y prefieren rifársela con su terruño con planes de producción inteligentes; un ejido se ve reanimado por la inversión de dólares en el cultivo exitoso del pepino; una madre y sus niños se despiden de los parroquianos del pueblo, pues el jefe de familia los requiere atravesando la frontera para reunirse con ellos; la llamada telefónica de larga distancia se convierte en un diálogo penoso que no quiere decir la última palabra de despedida y colgar.

Mientras el México metropolitano se encuentra cada vez más dividido por las disputas políticas, el México rural se ve desgarrado por la necesidad. La familia campesina se ve obligada a practicar una división internacional del trabajo, entre los que se van y los que se quedan. Una labor de equipo, una modalidad urgente con el único fin de conservar la fuente de la vida tradicional: la tierra de los ancestros. Las grietas del campo y las grietas de la piel envejecida; así orada la cámara documentalista de esta película el espacio íntimo de las familias hasta llegar al rincón de la cocina perene, al perol bajo el fuego y la olla de mole, al molcajete de inigualable hospitalidad que habita en el hogar del campesino. La nobleza del ranchero del norte y la sencillez del labriego del centro. Todos heridos en silencio por la ausencia prolongada de los seres queridos, pero con una lealtad determinante a cierta forma de vida que muchos de nosotros –me temo- ya hemos perdido. Hay tantas gentes mejores que uno, tantas…


Guadalajara, noviembre-2009.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Elogio del béisbol


   
Alejandro Rozado


Tras celebrarse recientemente la última serie mundial de béisbol, un diario neoyorquino afirmó que con el vigésimo séptimo gallardete mundial en manos de los Yankees de Nueva York, "las cosas vuelven a estar en orden". La afirmación es nada trivial: más allá de rendir culto a un equipazo de profesionales del guante y el bat que ha creado una verdadera dinastía en el béisbol profesional, enunciar que todo vuelve "a su lugar" significa también que en otras áreas de la vida el triunfo de los Yankees da pauta a sentimientos mayores que emergen después de años caóticos en que el mundo parece haber perdido el rumbo de su historia. Si los Yankees de Nueva York son otra vez campeones de mundo, en algún nivel del inconsciente colectivo se puede tener algún asidero: no todo ha cambiado en la vida moderna, todavía hay una realidad constatable que permanece en su lugar. Que un shortstop estrella como Derek Jeter recuerde las hazañas de Babe Ruth, Lou Gherig o Joe DiMaggio, tiende a dar sentido a un imaginario social extraviado en el maremágnum de calamidades que caracteriza a la época.

Acaso lo anterior sea porque el béisbol es mejor que la vida misma. Entre otras cosas, porque pone en juego la soledad de uno mismo. Porque, en efecto, este antiguo deporte de equipo está al mismo tiempo concebido para que en cada lance el beisbolista se vea solo ante su destino. Solo está el bateador con sus pensamientos cuando se para en la caja de bateo y bajo la presión de una rechifla universal en su contra; solo está también el fielder allá lejos, enmedio de esa llanura mongólica que es el jardín central que cubre y vigila; pero el más solitario de todos es el pitcher, subido en un montículo en el centro del cuadro, solísimo con sus tics de nervios, escupiendo en la grava, pestañeando por la irritación que le provoca el sudor al gotear de su frente y bordear la comisura de sus ojos, ajustándose la gorra varias veces antes de cada lanzamiento, resoplando desde el abdomen para tirar una recta precisa a más de noventa millas por hora o para tender una curva desconcertante sobre el plato aun a riesgo de quebrarse el codo por el esfuerzo. Todos los pítchers son Charlie Brown y sus inconmensurables monólogos interiores.

Pero esta condición solitaria del beisbolista facilita, al mismo tiempo, que la competencia esté siempre tocada, movimiento tras movimiento, por la reflexión inteligente. Y cada lanzamiento para la goma, sea bola o strike, va modificando la realidad del juego de tal modo que las estrategias de los equipos contendientes se ven sometidas a cambios continuos. La soledad abismal del baseball player, respaldada por la fuerza de la reflexión que le hace tomar determinaciones enérgicas y oportunas, templan el carácter del juego mismo y lo convierten en uno de los deportes más nobles que haya inventado la modernidad. Lejos estamos con semejantes virtudes humanas de la pesarosa política actual; sin embargo, podríamos aprovechar para aprender sustantivamente de la vida apreciando de vez en cuando un partido de los legendarios Yankees. Al menos yo aprendo más de ella apartándome un rato de la política y observando con qué gallardía el pelotero Alex Rodríguez desafía la adversidad de un juego de serie mundial antes de dar el batazo certero que contribuya a mejorar al deporte que ama en su conjunto.
    

La sociedad debería ser amada del mismo modo.

  


Noviembre-2009.

Los electricistas


Alejandro Rozado



Hay un asunto ético que se desprende del caso de los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y que quisiera destacar en esta ocasión. Al liquidar la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, el gobierno federal y sus aparatos ideológicos han desatado no sólo una campaña política de desprestigio de uno de los gremios más democráticos y combativos de la historia moderna de México, sino que además desplegó con gran sentido de la oportunidad un cuerpo de ideas muy característico, y ya hegemónico, entre las mal llamadas “clases medias”.

Se trata de una suerte de sentido común adoptado por los actuales consumidores de opinión (antes ciudadanos) que unifica a vastos sectores alrededor de “verdades” aceptadas por el solo hecho de ser difundidas. Las premisas de estas verdades son ejemplo de los valores más egoístas y envidiosos del neoliberalismo, el cual –hay que reconocerlo- ha vencido y penetrado profundamente en la conciencia del individuo común y corriente. Se trata de un pensamiento basado en la contabilidad inmediata: “tanto nos cuesta esa paraestatal, tanto perdemos (por culpa del sindicato); conclusión: empresa y empleados ineficientes; por tanto, liquidémosla. No importa que se vayan a la calle, de la noche a la mañana, 45 mil trabajadores desobligados (se lo merecen)”. Actuar tronando los dedos es el símbolo de “lo que hay que hacer en este país”. Cada hombrecito que consume esta lógica operativa y la repite sin discernimiento propio se convierte virtualmente en un ejecutivo defensor de la sociedad de libre mercado a quien no le tiembla la mano para cortar las cabezas necesarias en nombre de la eficiencia. Los razonamientos de un burócrata de las finanzas, como Carstens, de pronto se declaran inoculados en el cerebro mayoritario de las clases medias. Y todos al unísono entonan el coro del darwinismo social de la derecha: “¿Por qué esos electricistas han de estar privilegiados si los demás estamos jodidos? ¡Que se jodan ellos también!”. Si yo no estoy satisfecho con mi nivel de vida, entonces nadie debe estarlo, ¿no es así? La mezquindad moral como sabiduría de la vida; la envidia y el resentimiento social clasemediero como el motor fascistoide de los futuros acontecimientos. (Por cierto que al mismo tiempo que se perpetraba el ataque a las instalaciones de Luz y Fuerza, en la importante ciudad de León el gobierno y las mismas buenas conciencias organizaron una quema pública de libros de texto gratuito debido a que en ellos se enseña la sexualidad “con fines de gozo”…)

El fomento oficial de las conciencias tipo cangrejitos mexicanos. Y hay que ver cómo se les llena la boca a cientos de opinadores acusando al SME de corruptos, como si los acusadores estuviesen ajenos a semejante estilo de vida. El fariseísmo panista convertido en ideología del rencor que salvaguarda la sociedad de libre mercado, aquella que debe dictar quién sobrevive y quién no; en cambio, la solidaridad humana, el compañerismo ante el infortunio, la identificación de que el libre mercado no puede dar respuesta por sí mismo a cien problemas de desigualdad social, esas son consideraciones “bolcheviques” (como está en boga exclamar en EU) que han arruinado al mundo, ¿no es cierto?

Pero los electricistas opinan diferente, pues son portadores de otra ética: el SME lleva décadas de practicar la solidaridad obrera hacia toda lucha popular reivindicativa, de tal modo que ahí donde ha habido una protesta contra la injusticia social, el sindicato siempre ha pasado lista de presencia. Ningún gremio está exento de prácticas antidemocráticas y abusivas; pero colgarle a los electricistas del SME los epítetos más despreciables que distinguen al charrismo sindical que tanto han combatido durante décadas no deja de ser una de las mayores ironías de la clase obrera mexicana.

Hace unas semanas ocurrió un hecho trágico en el Metro Balderas que parece un signo premonitorio de lo que pasaría después: un electricista (precisamente) que viajaba en el tren rumbo a su casa, se encontró de pronto con su destino en forma de dilema: al llegar a la estación y abrirse las puertas del vagón, el obrero se dio cuenta que un loco balaceaba impunemente a la masa de usuarios sobre el andén; en cuestión de segundos tuvo que decidir entre protegerse a sí mismo del peligro o enfrentar al agresor y proteger así a cantidad de inocentes en riesgo de ser asesinados. Hizo lo segundo a costa de su propia vida. ¿Eligió mal este electricista? Por el número de vidas que salvó, parece que la respuesta es no: no eligió mal. Simplemente estuvo animado por otra ética, incomprensible para la pequeñez del egoísta… Ante la agresión del Estado, espero que los electricistas del SME sepan elegir también conforme a una ética que ningún pequeño consumidor de noticias podrá entender jamás.


Octubre-2009.

jueves, 12 de noviembre de 2009

"Los miserables" (paisaje después de la barricada)


Alejandro Rozado


(En recuerdo de los caídos en las barricadas de la APPO, en 2006)



- Los miserables, de Víctor Hugo, México, Ed. Porrúa, Col. “Sepan cuantos…”, 1996, 935 pp.


Un retrato que define un estilo: la señorita Baptistina "nunca había sido bonita: su vida, que fue una serie no interrumpida de buenas obras, había acabado por extender sobre su persona como una especie de blancura y claridad; y al envejecer, había adquirido lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Lo que en su juventud había sido flacura, en su madurez se había convertido en transparencia, al través de la cual se veía, no a la mujer sino al ángel. Era más bien un alma que una virgen. Su persona parecía hecha de la sombra: apenas tenía cuerpo para que en él hubiera un sexo; era un poco de materia que contenía una llama: ... un pretexto para que un alma permaneciese en la tierra".

Los miserables (1862) es la gran versión literaria de Francia en el diecinueve: es decir, la sobrestimación de su historia. Es una novela total y desproporcionada a la vez -romanticismo postrero, pero romanticismo al fin. A veces pareciera que no importase tanto la historia sino quién la está contando. El autor no desaparece un instante del escenario: detiene la acción cuando le place, dedica capítulos enteros a sus opiniones políticas sobre Napoleón o sobre la revolución de 1848 (ésta última fuera del contexto narrativo, pues la vida del personaje principal, Jean Valjean, termina en 1833), inserta digresiones extensísimas sobre los conventos de Francia, la vegetación del Mediodía, el caló urbano o el sistema alcantarillado de París. Es Víctor Hugo un autor incontenible –incluso de sí mismo. Un grande de Francia: un líder cultural. Un león de la literatura. La majestad con que domina el panorama de las letras le permite tomarse casi cualquier licencia que desequilibre su obra. Quizá su equivalente en la música haya sido Wagner -contemporáneo suyo- aunque mucho menos antipático y mucho más piadoso.

La historia de Jean Valjean es semejante a un evangelio moderno, pero sin prédica. Es el testimonio romanticista de una conversión moral silenciosa (el pasaje insustituible de los candelabros de plata que el obispo le regala al ladrón es devastador siempre); es la trayectoria dolorosa del arrepentimiento encarnado en un ex presidiario maduro que denota el envejecimiento posible de una cultura en busca de redención. Es la elevación del pecador a la altura de su capacidad de piedad en el altanero siglo XIX. Podría decirse que Los miserables es un ladrillo con el que Hugo golpea la conciencia de la humanidad, disminuida aquí a la estatura de un modesto lector. Después de cerrar el libro de 920 páginas, uno no puede seguir siendo el mismo: la vergüenza se lo impide. Para el autor de El jorobado de Nuestra Señora de París, cantor orgulloso del progreso, el mundo sin embargo sólo puede cambiar gracias a la moral de los gestos de enorme humildad que lo digan todo -aunque esta expresión, "enorme humildad", parezca un contrasentido. Un poder que renuncie a su función y se entregue al anonimato, sin el discurso de la palabrarería pero con el decurso de los hechos.

De ser una novela acerca de la virtud humana, Los miserables se torna de pronto en un inigualable relato de barricadas. Monarquía, Revolución, Terror, Imperio, Restauración, Monarquía Constitucional... Tanta historia agota a cualquier nación en menos de 50 años. El resumen literario de aquel protagonismo histórico desemboca en el pasaje del alzamiento republicano. En la calle de la Chanvrerie se dieron cita, como llamados por las campanadas a misa en un villorrio, todos los personajes vivientes de la novela. Una convocatoria irresistible para morir. Los acontecimientos del 5 y 6 de junio de 1832 apenas se verán reflejados en un libro de historia nacional, pero en la literaria figurarán como los elementos estéticos de la novela del motín por antonomasia. La insurrección fallida; el abandono de la república por el pueblo parisino; las muertes sucesivas del viejo naturalista Mabeuf acribillado en su intento de colocar la bandera de los alzados en la barricada, del pilluelo Gavroche que desafió a la muerte con la desfachatez de sus cánticos irónicos, de Enjolras, Courfeyrac y los demás amigos de Mario, incluso la de Eponina que se interpone entre el fusil de un soldado y el propio Mario; la llegada de Jean Valjean al lugar de la batalla; la liberación del inspector Javert de su ejecución por espía, y luego el rescate y fuga que hace Valjean con Mario a cuestas por el alcantarillado de París, conforman una intensísima secuencia maestra que se autojustifica por sí misma. Premonición de lo que serían los acontecimientos revolucionarios del París del 48, el motín del 32 es el lugar donde la ciudadanía arde con generosidad cívica, el horno donde se forja el hierro de una sociedad civil que crece a punta de bayonetazos. El mejor pretexto literario para una novela acerca del valor excepcional, no de héroes sino de los hombres cotidianos: de los miserables que en cierto momento se ven tocados por la historia.
"¿De qué se compone un motín? De todo y de nada... de un soplo que pasa. Este soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y las arrastra. ¿A dónde? Al acaso..."
Los mejores amigos se conocen en la barricada; lástima que tengan que caer acribillados.
 
 
10 de noviembre, 2009.