jueves, 31 de diciembre de 2009

Las tribulaciones del Dr. Jekyll y los fundamentos del horror moderno


Alejandro Rozado

- El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson [primera edición en inglés: 1886], México, Ed. Origen, 1983.




Esta breve novela del joven escritor escosés Robert Louis Stevenson, pese a ser una obra más bien parca y desigual, constituye un hito excepcional en el proceso de formación del horror moderno. Principalmente porque expone, con notable orden, el credo del miedo occidental.

Después de las vicisitudes atravesadas por el buen míster Utterson (distinguido abogado e íntimo amigo del doctor Harry Jekyll) en el discernimiento de los hechos trágicos narrados, la “declaración completa” post mortem del Dr. Jekyll –que conforma el último capítulo- acerca de su inquietante caso, es un informe completo de gran valor sociológico en la concepción del mal que destruyó al prestigiado médico. Constituye una fiel descripción de la idea decimonónica del “hombre de ciencia” romántico, tentado por la necesidad de trascender el positivismo estrecho de las investigaciones en boga -necesidad que lo llevaría a un camino de perdición sin retorno. Se trata, en suma, de un dramático documento literario que contiene condensados algunos de los dilemas determinantes del romanticismo europeo. A continuación, trato de enumerar algunos temas que El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde integró a nuestra cultura del miedo –particularmente, el horror.

1) En primer lugar, está el conocido problema de la disociación del individuo: el atribulado doctor Jekyll confiesa la tensión originaria en su vida personal entre el bien y el mal, que equivale a la lucha dada al interior del hombre histórico entre valores sociales opuestos que a menudo derivaron en un par de clichés: la sociedad y la naturaleza; el conflicto entre la civilización que lo cobija y la barbarie que lo libera, entre la constructiva inhibición educada y su destructora impulsividad voluptuosa. "El hombre no es uno mismo sino al menos dos", revela Jekyll a Utterson mientras aquél se debate en una auto-experimentación terrible que lo llevará más allá de las pesadillas que suscitan clínicamente la esquizofrenia o el trastorno bipolar.

En efecto: desde la mesa de su laboratorio, el incontinente Jekyll –acicateado por las contradicciones de la urbanidad de su existencia- comienza a descubrir "la temblorosa inmaterialidad, la brumosa transitoriedad del aparentemente sólido cuerpo al cual nos hallamos atados"; y encuentra que "ciertos agentes tenían la virtud de agitar y transformar nuestra vestimenta carnal, de la misma manera en que un viento fuerte agita las cortinas de una habitación". Poco a poco, el respetado doctor va acariciando la ambición cientificista de separar la contrariedad humana en dos cuerpos radicalmente distintos con identidades diferentes, de tal modo que cada cual pudiese andar por la vida por cuenta propia. Así, y como tributo al espíritu protestante que gobernó a los países europeos más desarrollados, leemos un párrafo clave: "lo injusto seguiría su camino –afirma Jekyll-, libre de las aspiraciones y remordimientos de su más probo gemelo, en tanto que lo justo podría recorrer rápida y seguramente su camino ascendente... sin estar ya expuesto a la vergüenza y a la penitencia" ocasionadas por la maldad extraña, según el moralista doctor, a su naturaleza. De este modo, y en medio de una de esas paradojas tan propias del romanticismo, el método analítico para abordar los desafíos que presenta el conocimiento se ve convertido en un ideal de vida: el desprendimiento de lo indesprendible.

Sin embargo, los empeños del científico Jekyll no lograron subdividir, como anhelaba, a la persona en dos cuerpos y almas separadas, salvo en forma diacrónica; es decir, que al experimentar en su propio cuerpo la ingestión de la misteriosa pócima precisa, el doctor Jekyll lo más que obtuvo fue una aterradora alternancia pendular de dos personalidades –físicas y mentales- en un mismo cuerpo: por una parte, la del propio doctor Jekyll pletórica de virtudes civilizadas; y por otra, la de míster Hyde, provista de los supuestos males egoístas y peligrosos de la barbarie.

2) Desde una perspectiva histórica del pensamiento occidental -y de la pragmática que lo caracterizó en la era del capitalismo industrial-, la angustiosa dualidad biográfica del Dr. Jekyll colocó a éste en la urgente necesidad de solucionar el dilema sacrificando a una de las entidades, ya sea excluyendo a uno de los elementos de la polaridad, o bien alternando a ambos entre sí –pero nunca su coexistencia. Exclusión y alternancia, discriminación y democracia pactada: dos procedimientos de Occidente para construir su cultura, sus filiaciones y sus más recónditos temores (comunismo, terrorismo, migraciones, delincuencia). ¿O acaso los sistemas contemporáneos de seguridad ciudadana, con sus leyes criminalizadoras de lo diferente, sus formas de reclusión de los delincuentes, drogadictos y chicos “problema” en instituciones espacio-temporales segregadas de la “gente de bien” (cárceles, clínicas de rehabilitación, manicomios, internados), no son proyecciones directas de semejante matriz del miedo y de su imperativo consecuente de diferenciar y demarcar cuidadosamente al mal del bien?

3) Por otro lado, al convertir al respetado Dr. Jekyll en el criminal Edward Hyde, a través de una metamorfosis molecular extraordinaria (parecida a la expuesta por David Cronenberg en algunas de sus películas), el autor Stevenson coloca la cuestión de la doble personalidad del hombre enajenado moderno en términos de una doble verdad. Ese nuevo estado del ser, cercano al del salvaje, lejos de repugnar, agradaba inexplicablemente al espeluznante doble del médico: “Me sentía más joven -describe en su declaración el Dr. Jekyll acerca de Mr. Hyde-, más ligero, más feliz en lo físico.; interiormente tenía conciencia de una fuerte temeridad, en mi imaginación se atropellaban desordenadas imágenes sensuales, los lazos del deber se aflojaban y experimentaba un desconocido, pero no inocente, sentimiento de libertad del alma. Me supe… más perverso, diez veces más perverso (…); la idea, en aquel momento, me animaba y me deleitaba como un vino”. Al grado de que, al ver su nueva y repulsiva imagen en el espejo, lejos de arredrarlo, provocó en Hyde deseos de bienvenida. “Aquél era asimismo yo: parecía natural y humano. Ante mis ojos se representaba una imagen más viva del espíritu; parecía expresarlo y particularizarlo más que el imperfecto y dividido semblante que hasta entonces llevaba mío”. El crimen –incluso- es placentero, parece confesar Jekyll al revivir la experiencia en el cuerpo y la mente de Edward Hyde. Al describir el asesinato fatal de la novela, el doctor Jekyll admite: “En un acceso de júbilo, maltraté a aquel indefenso cuerpo (de sir Danvers Carew), saboreando con placer cada golpe, y no fue sino hasta que el cansancio se empezó a imponer cuando, repentinamente, en el clímax del delirio, una fría sensación de terror me sacudió el corazón”. Pero la dualidad de identidades ofrecía también al asesino la impunidad necesaria. El alivio de ser malvado, la liberación del placer reprimido por la sociedad victoriana, podía permanecer sin castigo: “Muchos hombres han pagado a otras personas para que éstas lleven a cabo sus crímenes… Yo era el primero que los cometía para mi propio placer (y) que podía presentarse ante la opinión pública con su apariencia de simpática respetabilidad… para mí, la seguridad era completa”. Una especie de complicidad total entre el ciudadano de bien y el criminal que todos llevamos dentro.

4) La metamorfosis corporal y espiritual de un hombre en otro planteó nuevos problemas morales al imaginario romántico relacionados con la figura del hombre de ciencia, ese personaje que los artistas escogieron como protagonista para refutar los pretendidos avances de la ciencia positiva y la seguridad confortable que ésta proveía a la humanidad. La refutación romántica derivó en un horror específico, de formidable fuerza cinematográfica, surgido de las ocultas investigaciones hechas al interior de los insondables gabinetes de “medicina trascendental” a cargo de doctores como Frankenstein, Jekyll, Caligari y Mabuse, entre otros. El tan vilipendiado “científico loco” que engendraría monstruos o máquinas perversas del mal o psicopatologías criminales de temible inteligencia (Hannibal Lecter) hunde sus orígenes en la ideación del modesto investigador de laboratorio que difiere de sus colegas y se margina de ellos, se distancia a su vez del positivismo dominante y termina por resistir de forma individual el rumbo enajenante tomado por la sociedad industrial del siglo diecinueve que convirtió los progresos de la ciencia y la tecnología en los motores de su esplendor a costa de la destrucción del planeta. Tal es el origen de los gabinetes maléficos: esos sitios de la imaginación prodigiosa y solitaria donde se incubó la crítica romántica a la idea de la ciencia moderna y su discutible progreso.

5) La hazaña del doctor Jekyll fue de enormes repercusiones para la elaboración del gran relato del horror moderno, pues se trató ni más ni menos que de la subversiva transformación del sujeto cognoscente en su propio objeto de estudio y experimentación (premonición psicoanalítica). Aún más: el desarrollo del nuevo objeto así convertido fue el depositario de insospechadas fuerzas independientes que podrían incluso volverse contra su propio sujeto creador y prescindir de él (como una mariposa maldita desprendida de la crisálida en que se envolvió el laborioso gusano). Los poderes desatados por una ciencia insensata constituyen elementos fundamentales de una nueva actitud de venganza horrible que, al encaminarse en la búsqueda de respuestas antimodernas, se precipitó víctima de sus propios resentimientos en los desastres bélicos y ecológicos que vio el siglo veinte.

6) El horror: una nueva estética que se fue diferenciando del género vulgar por antonomasia del miedo -el terror, tan predecible como moteado por innumerables e inverosímiles situaciones temerosas. El horror: un género identificado no en el pánico que provoca la fealdad o los diversos grados de crueldad exhibidos sino en la fascinación de lo indescriptible. "No es fácil de describir a Hyde -le dice Enfield a su pariente míster Utterson, el personaje central del relato de Stevenson-. Hay algo extraño en su aspecto... completamente detestable. Nunca conocí un hombre que me desagradase tanto; sin embargo, apenas si sé por qué. (…) produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no podría especificar el punto... verdaderamente no podría yo señalar algo anormal". Aún más, el desconcierto del propio Utterson no fue menor después de haberse encontrado con míster Hyde en la calle; "Debe haber algo más -se decía el perplejo caballero-. Hay algo más, pero no puedo encontrar el nombre adecuado". A su vez, la impresión que tuvo el desdichado doctor Langdon (viejo amigo tanto de Utterson como de su colega Harry Jekyll) al tener que hablar con Hyde fue la de un sentimiento extraño de "curiosidad repugnante". Sentimiento extraño, atracción ambigua hacia el mal, sensación desconocida que tiene dificultad en hallar las palabras que describan la experiencia aterradora. Se trata, en realidad, de una solución artística que la otra modernidad (la romántica) opuso a la tradición protestante del miedo. Si el feligrés cristiano del primer mundo no podía mirar de frente las diversas manifestaciones del pecado, la imaginación maldita ofreció el pasmoso instante de la visión de lo enorme desconocido. La fobia del protestante no es tanto a la ausencia de fe como a la impureza del cuerpo y del alma, a la contaminación demoníaca del pecado, sinónimo de suciedad y perdición –de ahí la obsesión por la limpieza que predican las sociedades occidentales avanzadas, así como su resistencia a mezclar alimentos o razas, y su afán de purificarse a través del ejercicio físico agotador y hasta doloroso. De modo que la negación romántica de la cultura del terror protestante fue la fascinación estética de lo desconocido indescriptible, la perturbación –por efímera que ésta fuese- casi hipnótica de los sentidos por el asombro, la sublimación abismal de esa poderosa atracción hacia el mal que lo convierte en otredad sin forma, enigmática e inefable. Así nace el horror moderno.

El último instante de la vida de Jekyll, antes de transformarse definitivamente en Hyde, es estremecedor, pues el doctor escribe a su amigo Utterson en las palpitaciones del tiempo presente; la batalla entre las dos personalidades se resuelve a favor del mal, como ocurre comúnmente con el triunfo de la manía sobre la depresión en el fatídico trastorno bipolar. Termina el respetable doctor preguntándose acerca de su extrema alteridad: “¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿Tendrá valentía suficiente para suicidarse en el último momento? Sólo Dios sabe, y a mí no me interesa: éste es el momento real de mi muerte; lo que venga después, le concierne a otra persona. Cuando deje la pluma y proceda a sellar mi confesión, habrá llegado a su fin la vida de Harry Jekyll”. Edward Hyde optó por quitarse la vida mediante la ingestión de veneno en el mismo laboratorio donde dio origen su fabulosa existencia. La literatura tiene, en este último instante del personaje y de la obra misma, uno de sus más brillantes pasajes.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Para que la comunidad sobreviva (sobre el documental ''Los que se quedan'')


Alejandro Rozado


- Los que se quedan, documental de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman (2008, México).
  

En calidad de único asistente a la función de la 1:45 p.m., constato que con la sala vacía la experiencia ante la pantalla es profundamente más íntima; no sólo la penumbra que propicia el cinematógrafo, sino también la conciencia de las butacas deshabitadas alrededor de uno mismo, facilitan el abismo de la cinefilia.

Los que se quedan: película que documenta, con un don inopinado de la oportunidad histórica, la persistencia de los vínculos comunitarios en el campo mexicano, más allá del desastre agrario. La cinta hace un muestreo sobre el otro rostro de la migración mexicana a los Estados Unidos: el de los que se quedan a cuidar las tierras ya sin cultivo (niños, esposas, abuelos); recorre una selección de pueblos casi fantasmas donde viven intactos los recuerdos de los que se van para seguir manteniendo una de las convicciones más arraigadas de México: la idea de la vida en comunidad. No obstante la subestimación posmoderna a que se ha sometido una de las formas de existencia más auténtica y duradera de la humanidad, pasarán los siglos de urbanismo y de derechos individuales, se sucederán las modas artísticas e intelectuales, desapareceremos incluso como civilización, pero el campesino permanecerá ahí, en relación a la tierra, sosteniendo esos lazos milenarios de intensa calidad emocional.

"Lo importante es estar juntos -dice una quinceañera del ejido más perdido del altiplano-, que nos queramos y nos cuidemos: ya no quiero que se vuelva a ir mi padre". "Este rancho está tan bonito que me gusta pa' morirme –subraya un orgulloso y próspero ganadero de Zacatecas que hizo fortuna del otro lado de la frontera para invertir en su tierra-. Muchos de los que regresan ya no se hallan aquí, se quejan de que hay mucha piedra. Pero si las piedras son lo más hermoso de aquí, ¡y entre ellas se criaron!”... “Se supone que pa'eso nos casamos, ¿no? Pa'estar juntos”, le reclama una mujer a su esposo milusos que ya le anda por volverse pa'l Norte... “Yo le dije a mija cuando le mataron a su marido en EU: no estés triste; mientras yo viva, a ti y a tus hijos no les va a faltar nada; esta tierra es tuya”, declara un patriarca de San Cristóbal las Casas, Chiapas… "Me dijo mi mamá que me aguantase y no llore a l’ora de cruzar la frontera porque si lloro nos regresan de allá", confiesa la niña de una población yucateca ante la cámara cuando ella y su familia se disponen a viajar para reunirse con el padre... "Yo sufrí mucho de joven, mi padre era recio conmigo. ¡La desciplina!, ¿verdad?", cuenta un viejo campesino pobre, mientras su mujer dice: "Por las tardes, cuando me siento a bordar aquí afuerita, nomás me pongo a pensar en mis hijos, ¿cómo estarán?" Frases que enmarcan la textura de ese tipo de relaciones ancestrales que resisten de mil maneras en un mundo arado por la fatiga de los largos jornales y los también largos recuerdos. La cinta entrevista a diversas familias (once en total) repartidas por la república para dar cuenta de verdaderos tesoros humanos en forma de historias pequeñas –y tristes. Los viejos comienzan a sembrar ajos que se multiplican con los años de espera de los hijos emigrados; los pobres del campo levantan en mitad de los sembradíos grandes casonas aún sin amueblar, suspendidas en el tiempo mientras llega la hora siempre añorada del regreso; otros productores se rehúsan a irse y prefieren rifársela con su terruño con planes de producción inteligentes; un ejido se ve reanimado por la inversión de dólares en el cultivo exitoso del pepino; una madre y sus niños se despiden de los parroquianos del pueblo, pues el jefe de familia los requiere atravesando la frontera para reunirse con ellos; la llamada telefónica de larga distancia se convierte en un diálogo penoso que no quiere decir la última palabra de despedida y colgar.

Mientras el México metropolitano se encuentra cada vez más dividido por las disputas políticas, el México rural se ve desgarrado por la necesidad. La familia campesina se ve obligada a practicar una división internacional del trabajo, entre los que se van y los que se quedan. Una labor de equipo, una modalidad urgente con el único fin de conservar la fuente de la vida tradicional: la tierra de los ancestros. Las grietas del campo y las grietas de la piel envejecida; así orada la cámara documentalista de esta película el espacio íntimo de las familias hasta llegar al rincón de la cocina perene, al perol bajo el fuego y la olla de mole, al molcajete de inigualable hospitalidad que habita en el hogar del campesino. La nobleza del ranchero del norte y la sencillez del labriego del centro. Todos heridos en silencio por la ausencia prolongada de los seres queridos, pero con una lealtad determinante a cierta forma de vida que muchos de nosotros –me temo- ya hemos perdido. Hay tantas gentes mejores que uno, tantas…


Guadalajara, noviembre-2009.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Elogio del béisbol


   
Alejandro Rozado


Tras celebrarse recientemente la última serie mundial de béisbol, un diario neoyorquino afirmó que con el vigésimo séptimo gallardete mundial en manos de los Yankees de Nueva York, "las cosas vuelven a estar en orden". La afirmación es nada trivial: más allá de rendir culto a un equipazo de profesionales del guante y el bat que ha creado una verdadera dinastía en el béisbol profesional, enunciar que todo vuelve "a su lugar" significa también que en otras áreas de la vida el triunfo de los Yankees da pauta a sentimientos mayores que emergen después de años caóticos en que el mundo parece haber perdido el rumbo de su historia. Si los Yankees de Nueva York son otra vez campeones de mundo, en algún nivel del inconsciente colectivo se puede tener algún asidero: no todo ha cambiado en la vida moderna, todavía hay una realidad constatable que permanece en su lugar. Que un shortstop estrella como Derek Jeter recuerde las hazañas de Babe Ruth, Lou Gherig o Joe DiMaggio, tiende a dar sentido a un imaginario social extraviado en el maremágnum de calamidades que caracteriza a la época.

Acaso lo anterior sea porque el béisbol es mejor que la vida misma. Entre otras cosas, porque pone en juego la soledad de uno mismo. Porque, en efecto, este antiguo deporte de equipo está al mismo tiempo concebido para que en cada lance el beisbolista se vea solo ante su destino. Solo está el bateador con sus pensamientos cuando se para en la caja de bateo y bajo la presión de una rechifla universal en su contra; solo está también el fielder allá lejos, enmedio de esa llanura mongólica que es el jardín central que cubre y vigila; pero el más solitario de todos es el pitcher, subido en un montículo en el centro del cuadro, solísimo con sus tics de nervios, escupiendo en la grava, pestañeando por la irritación que le provoca el sudor al gotear de su frente y bordear la comisura de sus ojos, ajustándose la gorra varias veces antes de cada lanzamiento, resoplando desde el abdomen para tirar una recta precisa a más de noventa millas por hora o para tender una curva desconcertante sobre el plato aun a riesgo de quebrarse el codo por el esfuerzo. Todos los pítchers son Charlie Brown y sus inconmensurables monólogos interiores.

Pero esta condición solitaria del beisbolista facilita, al mismo tiempo, que la competencia esté siempre tocada, movimiento tras movimiento, por la reflexión inteligente. Y cada lanzamiento para la goma, sea bola o strike, va modificando la realidad del juego de tal modo que las estrategias de los equipos contendientes se ven sometidas a cambios continuos. La soledad abismal del baseball player, respaldada por la fuerza de la reflexión que le hace tomar determinaciones enérgicas y oportunas, templan el carácter del juego mismo y lo convierten en uno de los deportes más nobles que haya inventado la modernidad. Lejos estamos con semejantes virtudes humanas de la pesarosa política actual; sin embargo, podríamos aprovechar para aprender sustantivamente de la vida apreciando de vez en cuando un partido de los legendarios Yankees. Al menos yo aprendo más de ella apartándome un rato de la política y observando con qué gallardía el pelotero Alex Rodríguez desafía la adversidad de un juego de serie mundial antes de dar el batazo certero que contribuya a mejorar al deporte que ama en su conjunto.
    

La sociedad debería ser amada del mismo modo.

  


Noviembre-2009.

Los electricistas


Alejandro Rozado



Hay un asunto ético que se desprende del caso de los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) y que quisiera destacar en esta ocasión. Al liquidar la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, el gobierno federal y sus aparatos ideológicos han desatado no sólo una campaña política de desprestigio de uno de los gremios más democráticos y combativos de la historia moderna de México, sino que además desplegó con gran sentido de la oportunidad un cuerpo de ideas muy característico, y ya hegemónico, entre las mal llamadas “clases medias”.

Se trata de una suerte de sentido común adoptado por los actuales consumidores de opinión (antes ciudadanos) que unifica a vastos sectores alrededor de “verdades” aceptadas por el solo hecho de ser difundidas. Las premisas de estas verdades son ejemplo de los valores más egoístas y envidiosos del neoliberalismo, el cual –hay que reconocerlo- ha vencido y penetrado profundamente en la conciencia del individuo común y corriente. Se trata de un pensamiento basado en la contabilidad inmediata: “tanto nos cuesta esa paraestatal, tanto perdemos (por culpa del sindicato); conclusión: empresa y empleados ineficientes; por tanto, liquidémosla. No importa que se vayan a la calle, de la noche a la mañana, 45 mil trabajadores desobligados (se lo merecen)”. Actuar tronando los dedos es el símbolo de “lo que hay que hacer en este país”. Cada hombrecito que consume esta lógica operativa y la repite sin discernimiento propio se convierte virtualmente en un ejecutivo defensor de la sociedad de libre mercado a quien no le tiembla la mano para cortar las cabezas necesarias en nombre de la eficiencia. Los razonamientos de un burócrata de las finanzas, como Carstens, de pronto se declaran inoculados en el cerebro mayoritario de las clases medias. Y todos al unísono entonan el coro del darwinismo social de la derecha: “¿Por qué esos electricistas han de estar privilegiados si los demás estamos jodidos? ¡Que se jodan ellos también!”. Si yo no estoy satisfecho con mi nivel de vida, entonces nadie debe estarlo, ¿no es así? La mezquindad moral como sabiduría de la vida; la envidia y el resentimiento social clasemediero como el motor fascistoide de los futuros acontecimientos. (Por cierto que al mismo tiempo que se perpetraba el ataque a las instalaciones de Luz y Fuerza, en la importante ciudad de León el gobierno y las mismas buenas conciencias organizaron una quema pública de libros de texto gratuito debido a que en ellos se enseña la sexualidad “con fines de gozo”…)

El fomento oficial de las conciencias tipo cangrejitos mexicanos. Y hay que ver cómo se les llena la boca a cientos de opinadores acusando al SME de corruptos, como si los acusadores estuviesen ajenos a semejante estilo de vida. El fariseísmo panista convertido en ideología del rencor que salvaguarda la sociedad de libre mercado, aquella que debe dictar quién sobrevive y quién no; en cambio, la solidaridad humana, el compañerismo ante el infortunio, la identificación de que el libre mercado no puede dar respuesta por sí mismo a cien problemas de desigualdad social, esas son consideraciones “bolcheviques” (como está en boga exclamar en EU) que han arruinado al mundo, ¿no es cierto?

Pero los electricistas opinan diferente, pues son portadores de otra ética: el SME lleva décadas de practicar la solidaridad obrera hacia toda lucha popular reivindicativa, de tal modo que ahí donde ha habido una protesta contra la injusticia social, el sindicato siempre ha pasado lista de presencia. Ningún gremio está exento de prácticas antidemocráticas y abusivas; pero colgarle a los electricistas del SME los epítetos más despreciables que distinguen al charrismo sindical que tanto han combatido durante décadas no deja de ser una de las mayores ironías de la clase obrera mexicana.

Hace unas semanas ocurrió un hecho trágico en el Metro Balderas que parece un signo premonitorio de lo que pasaría después: un electricista (precisamente) que viajaba en el tren rumbo a su casa, se encontró de pronto con su destino en forma de dilema: al llegar a la estación y abrirse las puertas del vagón, el obrero se dio cuenta que un loco balaceaba impunemente a la masa de usuarios sobre el andén; en cuestión de segundos tuvo que decidir entre protegerse a sí mismo del peligro o enfrentar al agresor y proteger así a cantidad de inocentes en riesgo de ser asesinados. Hizo lo segundo a costa de su propia vida. ¿Eligió mal este electricista? Por el número de vidas que salvó, parece que la respuesta es no: no eligió mal. Simplemente estuvo animado por otra ética, incomprensible para la pequeñez del egoísta… Ante la agresión del Estado, espero que los electricistas del SME sepan elegir también conforme a una ética que ningún pequeño consumidor de noticias podrá entender jamás.


Octubre-2009.

jueves, 12 de noviembre de 2009

"Los miserables" (paisaje después de la barricada)


Alejandro Rozado


(En recuerdo de los caídos en las barricadas de la APPO, en 2006)



- Los miserables, de Víctor Hugo, México, Ed. Porrúa, Col. “Sepan cuantos…”, 1996, 935 pp.


Un retrato que define un estilo: la señorita Baptistina "nunca había sido bonita: su vida, que fue una serie no interrumpida de buenas obras, había acabado por extender sobre su persona como una especie de blancura y claridad; y al envejecer, había adquirido lo que se podría llamar la belleza de la bondad. Lo que en su juventud había sido flacura, en su madurez se había convertido en transparencia, al través de la cual se veía, no a la mujer sino al ángel. Era más bien un alma que una virgen. Su persona parecía hecha de la sombra: apenas tenía cuerpo para que en él hubiera un sexo; era un poco de materia que contenía una llama: ... un pretexto para que un alma permaneciese en la tierra".

Los miserables (1862) es la gran versión literaria de Francia en el diecinueve: es decir, la sobrestimación de su historia. Es una novela total y desproporcionada a la vez -romanticismo postrero, pero romanticismo al fin. A veces pareciera que no importase tanto la historia sino quién la está contando. El autor no desaparece un instante del escenario: detiene la acción cuando le place, dedica capítulos enteros a sus opiniones políticas sobre Napoleón o sobre la revolución de 1848 (ésta última fuera del contexto narrativo, pues la vida del personaje principal, Jean Valjean, termina en 1833), inserta digresiones extensísimas sobre los conventos de Francia, la vegetación del Mediodía, el caló urbano o el sistema alcantarillado de París. Es Víctor Hugo un autor incontenible –incluso de sí mismo. Un grande de Francia: un líder cultural. Un león de la literatura. La majestad con que domina el panorama de las letras le permite tomarse casi cualquier licencia que desequilibre su obra. Quizá su equivalente en la música haya sido Wagner -contemporáneo suyo- aunque mucho menos antipático y mucho más piadoso.

La historia de Jean Valjean es semejante a un evangelio moderno, pero sin prédica. Es el testimonio romanticista de una conversión moral silenciosa (el pasaje insustituible de los candelabros de plata que el obispo le regala al ladrón es devastador siempre); es la trayectoria dolorosa del arrepentimiento encarnado en un ex presidiario maduro que denota el envejecimiento posible de una cultura en busca de redención. Es la elevación del pecador a la altura de su capacidad de piedad en el altanero siglo XIX. Podría decirse que Los miserables es un ladrillo con el que Hugo golpea la conciencia de la humanidad, disminuida aquí a la estatura de un modesto lector. Después de cerrar el libro de 920 páginas, uno no puede seguir siendo el mismo: la vergüenza se lo impide. Para el autor de El jorobado de Nuestra Señora de París, cantor orgulloso del progreso, el mundo sin embargo sólo puede cambiar gracias a la moral de los gestos de enorme humildad que lo digan todo -aunque esta expresión, "enorme humildad", parezca un contrasentido. Un poder que renuncie a su función y se entregue al anonimato, sin el discurso de la palabrarería pero con el decurso de los hechos.

De ser una novela acerca de la virtud humana, Los miserables se torna de pronto en un inigualable relato de barricadas. Monarquía, Revolución, Terror, Imperio, Restauración, Monarquía Constitucional... Tanta historia agota a cualquier nación en menos de 50 años. El resumen literario de aquel protagonismo histórico desemboca en el pasaje del alzamiento republicano. En la calle de la Chanvrerie se dieron cita, como llamados por las campanadas a misa en un villorrio, todos los personajes vivientes de la novela. Una convocatoria irresistible para morir. Los acontecimientos del 5 y 6 de junio de 1832 apenas se verán reflejados en un libro de historia nacional, pero en la literaria figurarán como los elementos estéticos de la novela del motín por antonomasia. La insurrección fallida; el abandono de la república por el pueblo parisino; las muertes sucesivas del viejo naturalista Mabeuf acribillado en su intento de colocar la bandera de los alzados en la barricada, del pilluelo Gavroche que desafió a la muerte con la desfachatez de sus cánticos irónicos, de Enjolras, Courfeyrac y los demás amigos de Mario, incluso la de Eponina que se interpone entre el fusil de un soldado y el propio Mario; la llegada de Jean Valjean al lugar de la batalla; la liberación del inspector Javert de su ejecución por espía, y luego el rescate y fuga que hace Valjean con Mario a cuestas por el alcantarillado de París, conforman una intensísima secuencia maestra que se autojustifica por sí misma. Premonición de lo que serían los acontecimientos revolucionarios del París del 48, el motín del 32 es el lugar donde la ciudadanía arde con generosidad cívica, el horno donde se forja el hierro de una sociedad civil que crece a punta de bayonetazos. El mejor pretexto literario para una novela acerca del valor excepcional, no de héroes sino de los hombres cotidianos: de los miserables que en cierto momento se ven tocados por la historia.
"¿De qué se compone un motín? De todo y de nada... de un soplo que pasa. Este soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas que padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y las arrastra. ¿A dónde? Al acaso..."
Los mejores amigos se conocen en la barricada; lástima que tengan que caer acribillados.
 
 
10 de noviembre, 2009.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Fenomenología del olvido


Alejandro Rozado


El olvido es uno de los vértices de nuestra era senil. El requiebro de la sinapsis social y cotidiana, íntima y pública. El papeleo o el trámite, el canje de hechos y situaciones que complican la vida especializada y nos arrojan a recuadros con reglamentos específicos para poder avanzar hacia otros niveles igual de ambiguos que los anteriores, ese es el ámbito de cierto olvido exasperante. Pero uno de los olvidos más preocupantes del hombre decadente es la pérdida del memento interior: esa estadística personal de registros vitales (fechas, números telefónicos, datos biográficos, nombres de directores de películas preferidas, de jugadores que arruinaron nuestra infancia, etc.). Los datos duros se desvanecen y, con ello, la idea de una historia personal. La vaguedad de nuestro pasado se confunde con la disolución de la conciencia histórica de una nación o de toda una civilización.

La desmemoria es una especie de sombra blanca, un libro sin palabras, una pantalla vacía. Una entidad sin perfiles cada vez más crónica que se alterna con intervalos de entretenimiento e información banal. La desmemoria es una invasión de múltiples mecanismos pequeños y precisos que literalmente nos desviven. El contrasentido de la interrupción sistemática, ininterrumpida -por decirlo así-, es ya una forma veloz del des-vivir. ¿Acaso no nos pasa a todos? A través de los intersticios del olvido se precipita toda una existencia, la cual hay que reconstruir por fragmentos una y otra vez, hasta quedar nuestra referencia del sí mismo convertida en jirones de imágenes sin relato. La edición imposible. Y sin embargo, esta precipitación de la realidad es casi palpable; la vivimos aquí: en este instante de incandescencia dudosa, en que se escapa lo que estaba tratando de articular, la lectura que ya no voy a continuar, las ideas que sólo boceté. Orfeo titubea un instante en su ascenso del Averno mientras su esposa Eurídice se desvanece para siempre. Todos tenemos un Tulyehualco en la cabeza: un basurero gigantesco adonde arrojamos sin discriminación lo útil y lo inservible, un depósito de existencias personales que nunca más se vuelve a estructurar -a diferencia del inconsciente. La historia es un tiradero de materiales difíciles de reciclar. Qué grandes se antojan aquellos tiempos en que el tedio campeaba dominante sobre nuestras ruines existencias; ahora la desmemoria se encarga de nulificar toda sustancia susceptible de construir algo.

¿La crisis de olvido que padecemos tendrá que ver con el desinterés superlativo por la novela? La fuerza de ésta radicaba en sus diálogos, en la lentitud didáctica para expresar un sentimiento profundo, en el tiempo que se toma un escritor para convencer. En cambio, el monólogo es ahora el único género posible, quizá porque corre más rápido y no intenta comunicarse con el otro; el balbuceo es la forma predilecta de la poesía y de toda otra comunicación. Frente a la fatal desaparición próxima, cada vez es más claro para mí que escribimos perdiendo. Esto explicaría en parte el cada vez mayor desdén por la novela... y mi notable dificultad (c)reciente para leer. Pero si la narrativa ya no dialoga y la poesía se atasca en el soliloquio escuchándose a sí misma, todavía podemos atender a ese gran "silencio mineral" al que nos vamos aproximando. Tal vez sea lo más inédito del momento.

Indagando sobre la fenomenología del olvido en la decadencia, encontré un poema en prosa que tenía guardado de Louis Aragon (surrealista y comunista), de quien Octavio Paz me dijo: "era excelente poeta... un hijo de la chingada, pero excelente poeta". Militante y poeta, pues. Y dice:

"A ese momento en que todo se me escapa, en que se abren inmensas grietas en el palacio del mundo, yo le sacrificaría mi vida, si acaso quisiera durar por tan irrisorio precio. Entonces el espíritu se desprende un poco de la maquinaria humana, entonces no soy ya la bicicleta de mis propios sentidos, la piedra de afilar recuerdos y encuentros."
  

Bello, ¿no? Y algo más: propone un método poético del conocimiento; a saber, la disolución del mundo (la díada sujeto-objeto). Sin embargo, es engañoso... La consagración del instante, siendo mérito propio -aunque no exclusivo- de Occidente, vive el pecado del irreductivismo: "nada es igual, todo es único e irreductible". La consagración del instante es también la consagración de la interrupción como estética y hasta como moral. Pero lo único que puede organizar a tan disímbolos instantes es el sino propio del devenir de las cosas: una trayectoria más o menos inequívoca, una tendencia... un relato mayor. Pasar a ese nivel superior de la percepción, con el método "poético", nos lanza a la morfología de los fenómenos y de los acontecimientos; es decir, a la comparación analógica, a las diferencias de Bateson, al historicismo que reorganiza el mundo en una decadencia con sentido y no se engolosina en el mero "desarreglo de los sentidos" que tanto ha atrapado a los poetas vanguardistas.


Octubre, 2009.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Octavio Paz: la izquierda y la crítica al progreso


Alejandro Rozado


I


El par de artículos publicados recientemente [en 2007] en la prensa por Enrique Krauze y Arnaldo Córdova (apenas un “uno-dos” que no alcanza a debate), sobre los desencuentros proverbiales de Octavio Paz y la izquierda mexicana, se deslizan sobre el nivel de lo anecdótico. O biográfico, si se quiere. El nivel en donde a Krauze en especial le gusta desenvolverse: la anécdota de la vida personal que va tramando la “verdad histórica”. Y no está mal necesariamente asomar la nariz desde ahí; pero ése es sólo un plano del debate, en el que –por cierto- el doctor Córdova supo entrar con certeras puntualizaciones que desbaratan el mito de que la izquierda mexicana nunca se quiso poner a la altura de un diálogo con la principal inteligencia de México. Existen otros planos de discusión sobre el tema desde los que valdrá la pena escribir más adelante, especialmente porque la crítica de Paz a las ideas del progreso debe retomarse en favor de una izquierda que necesita no “modernizarse” en el sentido liberal del término, sino actualizar su base crítica. Por lo pronto, partamos del nivel en que han planteado las cosas estos dos importantes intelectuales mexicanos. Las anécdotas del “politicólogo” –como le gusta autodefinirse al propio Arnaldo- acerca de la bien pensada carta que alguna vez le dirigió el líder comunista Gerardo Unzueta al poeta en la década de los 60’s, así como de su personal testimonio de cómo Paz ignoró su ya clásico libro: La ideología de la Revolución Mexicana, y de la memorable discusión publicada en Proceso entre el poeta y Carlos Monsiváis en la segunda mitad de la década de los 70’s, dan cuenta de que la versión reciclada por Krauze es, en efecto, un mito. Es decir, un relato basado en algunos hechos comprobables pero que están hilvanados (por Krauze) alrededor de un símbolo superlativo que da a tales hechos una coherencia diferente de la verdad. El símbolo en cuestión es aquí la imagen de un Octavio Paz incomprendido y vilipendiado por una izquierda que sólo sabe gritar. Paz mismo se encargó de fabricar ese relato y Krauze lo recicla ahora con vivo interés.

Quiero contribuir con un par de anécdotas al respecto: a fines de los 70’s y principios de los años 80’s, tuve una convivencia cercana con el doctor Enrique Semo, uno de los intelectuales –junto con Roger Bartra- más prestigiados del Partido Comunista Mexicano –la organización más representativa de la izquierda en aquel entonces. Recuerdo que Semo se animó por esos días (con toda precisión, en septiembre del ya lejano 1978) a cuestionar desde las páginas de la revista Proceso el pensamiento político de Octavio Paz y sus fundamentos. El historiador mexicano afirmaba que detrás del irracionalismo filosófico exhibido en los textos que, poco después, darían cuerpo a El ogro filantrópico (1979) existía un vergonzante apoyo de Paz al “ala izquierda” del PRI. Semo tituló su ensayo, publicado en dos partes, como: “El mundo desolado de Octavio Paz”, en donde polemizó acerca del marxismo, el socialismo posible para México, la cuestión de la Unión Soviética y el papel de los intelectuales en la realidad social. Quien acceda a aquellos artículos podrá comprobar –independientemente de los errores ahí vertidos que con el tiempo le darían la razón al poeta- la seriedad y respeto con que Semo se propuso discutir con Paz. Entre otras cosas, razonaba lo siguiente:
“Si el manifiesto de Paz sólo representara las ideas aisladas de un individuo -por más destacado que éste fuera- quizá no merecería una polémica pública. Pero no es así. Coincide con los intereses de fuerzas sociales reales; pretende esbozar una alternativa para los intelectuales; se presenta en un momento de profunda crisis ideológica. Con él, Paz se incorpora de nuevo a la lucha por la definición del futuro inmediato de México y del mundo. (…) Por eso debe ser contestado.”
Sin embargo, Octavio Paz nunca ofreció la menor respuesta. Quizá estaba demasiado reciente la fuerte polémica que había sostenido con Monsiváis (enero del mismo año de 1978) como para embarcarse en otra. Pocos años más tarde, una maestra cercana al círculo del poeta me comentó, respecto a ese hermetismo de Paz, que éste había dicho “que no pensaba discutir con alguien –refiriéndose a Semo- que creía que Vietnam era un república democrática” (versión que, por otro lado, jamás pude verificar)… Tiempo después, tuve la oportunidad de conocer a Octavio y entablar una amistosa relación entrambos, a pesar de mi pasado comunista reciente. Yo le había dado a conocer un ensayo que escribí sobre su poética de la historia, y Octavio estaba doblemente asombrado de que un izquierdista como yo pudiese opinar elogiosamente de sus concepciones acerca de la historia que él había desperdigado a lo largo de su obra. Recuerdo muy bien que en una de nuestras charlas le recordé su silencio ante los artículos de Enrique Semo, a lo que Paz tan sólo se limitó a responder con un “¡Ah, sí! ¡Semo!...” y desvió el tema con habilidad. Hago esta referencia porque si hay alguien a quien puede identificársele hasta la fecha como un “intelectual orgánico” de la izquierda en México, ese es precisamente Enrique Semo, a quien Octavio Paz decidió ignorar.

Pero que no se crea Enrique Krauze que Paz tenía una buena actitud hacia otros intelectuales de izquierda considerados “modernos” o, incluso, heterodoxos. Veamos (a nivel todavía anecdótico) el caso de Roger Bartra, a quien el director de Letras Libres presenta como prototipo de intelectual “moderno de izquierda”. Recuerdo que Paz me platicó que en 1987, al celebrarse en Valencia el 50 aniversario del Congreso de Intelectuales y Artistas en Defensa de la República Española, adonde asistieron y se encontraron Bartra y él, el antropólogo se mostraba jubiloso porque entre sus respectivas intervenciones encontró “profundísimas coincidencias”… Paz se reía mucho de esa “pretensión”. Lo cual, siendo el poeta injusto –además de soberbio- con Bartra, haría pensar que Octavio Paz no vio con respeto ni siquiera a intelectuales de izquierda “modernos”.

Pero hay dos grandes excepciones: José Revueltas y Adolfo Gilly. Para nadie fue un secreto el aprecio que Paz le tenía al novelista mexicano, con quien tuvo grandes discrepancias que nunca empañaron una respetuosa relación intelectual. Recuérdese el mensaje tan emotivo que Revueltas escribió desde la cárcel de Lecumberri a Octavio Paz, en 1969 (“… aquí en la cárcel todos reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio, y repiten los mismos sueños de tu vigilia.”). Quizá influyó en ese ánimo de amistad el hecho de que ambos escritores fuesen de la misma generación –junto con Efraín Huerta- nacida en 1914. En el caso de Gilly, el diálogo fue profundo y también está documentado: en 1972, cuando Paz residía en Cambridge, envió una larga carta al argentino -quien cumplía en la cárcel una condena como preso de conciencia-, con motivo de la lectura que el poeta hizo de La revolución interrumpida, libro toral del pensamiento de izquierda acerca de la Revolución Mexicana, y específicamente sobre el movimiento zapatista. Al final de ese inspirado ensayo en que se convirtió su carta, Paz expresa a Gilly su percepción del carácter engañoso de la historia, según el cual ésta se nos presenta como un terreno en donde existe la posibilidad de escoger. Y el poeta añade entonces las siguientes palabras solidarias: “Usted escogió el socialismo –y por eso está en la cárcel. Este hecho también me lleva a mí a escoger y a condenar a la sociedad que lo encarcela. Así, al menos en ciertos momentos, nuestras diferencias filosóficas y políticas se disuelven y se resuelven en esta proposición: hay que luchar contra una sociedad que encarcela a los disidentes” (“Burocracias celestes y terrestres”, revista Plural, no. 5, febrero de 1972, México).

Estos dos casos abonarían en favor de una tercera versión, en el sentido de que Octavio Paz escogía a sus interlocutores de izquierda con el criterio no de un intelectual sino… de un poeta. Octavio Paz dialogaba con quien sentía una inexplicable atracción emocional y una honda identificación sensible. El intercambio era para él, siempre, una invaluable ocasión de entretejer verdad y poesía.



II

Relanzar el mito del desencuentro entre un Paz “liberal” y una izquierda “retardataria” (que invariablemente incluye el lugar común de aquella ominosa quema de su imagen frente a la embajada norteamericana a cargo de un puñado de fanáticos, después que el poeta pronunciara aquel discurso de Francfort, en 1984, donde criticaba al sandinismo nicaragüense de pretender implantar una dictadura burocrático-militar), relanzar ese mito, digo, tiene hoy sólo una utilidad política crucial: dar legitimidad intelectual al gobierno y la cultura de derecha que tan carentes y necesitados de ella se encuentran en estos críticos tiempos, y a la vez restarle prestigio al movimiento social de resistencia pacífica que sigue despierto. No es arar en terreno baldío para Enrique Krauze que termine su artículo del 6 de mayo en el diario Reforma, repitiendo lo que Roger Bartra supuestamente afirmó contra Paco Ignacio Taibo II, en el sentido de que este novelista y luchador social de izquierda “no ha aprendido nada” al expresarse tan desfavorablemente de Octavio Paz. Qué reprobable Paco Ignacio si efectivamente declaró así contra el viejo poeta; pero es igual de descalificador que Krauze se sume a esta interminable guerra de declaraciones inútiles. Bartra y Krauze saben bien (o al menos deberían saberlo) que Taibo, además de ser un notable escritor, participó en los años más duros (los 70’s) desde las trincheras obreras por la democracia sindical; y su labor de orientación activa en huelgas memorables para la historia del movimiento obrero como las de Spicer o Trailmóbil, no tienen parangón entre los intelectuales mexicanos contemporáneos; recuerdo cómo aprendí de los cuadernos de lucha obrera que él editaba y distribuía entre los compañeros sindicalistas en esos difíciles tiempos y me servían de gran utilidad para mis actividades clandestinas en la zona industrial donde militaba como dirigente regional comunista. A Paco Ignacio Taibo II le debemos también una maravillosa crónica –una versión alternativa a la difundida por los infames medios- de lo que realmente fue el plantón post electoral de Reforma del verano de 2006: la explosión viva de un movimiento popular, nacional, plural y pacífico que propuso otra política y otra cultura. De ahí que Arnaldo Córdova subraye a Enrique Krauze –con razón- que “hay muchos que han luchado por la libertad probablemente más y, sobre todo, más peligrosamente que él. No tiene por qué seguir diciendo que los izquierdistas no apreciamos la libertad y que todos somos autoritarios y estalinistas”.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, en realidad ni Octavio Paz fue tan liberal, ni la intelectualidad de izquierda era tan retardataria. Mientras algunos intelectuales de alto rango, como Daniel Cosío Villegas -o el mismo Enrique Krauze- han sido de estirpe liberal siempre, el caso de Octavio Paz fue bastante más complejo: él transitó por varias posiciones políticas a lo largo de su vida, desde el socialismo libertario, el surrealismo, el anarquismo “a lo Orwell” –como escribiera Enrique Semo- hasta el neorromanticismo poético, el comunitarismo campesino, la socialdemocracia y el liberalismo. ¿Oportunista? Quien haya leído con alguna profundidad su obra ensayística podrá desechar con facilidad semejante sospecha: difícilmente encontraremos en México un autor como Paz que haya padecido con tanto dolor y sinceridad una incesante búsqueda intelectual en pos de respuestas a los problemas del mundo; lo mismo puede decirse acerca de las rupturas ideológicas sucesivas que tuvo con pensadores y amigos. Pero esta trayectoria hizo de nuestro personaje una mente con tal riqueza de ideas sensibles y tal amplitud de miras que se hizo un poeta visionario como pocos han habido en la historia. Pienso que Octavio Paz fue para Latinoamérica lo que Goethe representó para el romanticismo político y literario alemán. De modo que restringir su pensamiento al liberalismo de Krauze considero que es una auténtica vulgarización de su biografía.

Porque en semejante búsqueda, el hilo negro que unificó ese tránsito ideológico tan diverso recorrido por el poeta fue la crítica sistemática a las ideas del progreso que han caracterizado a las corrientes de pensamiento dominantes en Occidente: el positivismo, el liberalismo y el marxismo. Y el punto clave en el que Paz concentró el grueso de su crítica apasionada fue ni más ni menos que el Estado moderno. Crítica, por cierto, que no es exclusiva del pensamiento liberal. Desde el surrealismo de Breton, el anarquismo de Víctor Serge, el socialismo anti-burocrático y libertario de un Trotsky, el utopismo de un Charles Fourier, el romanticismo de un Hölderling o un William Blake, hasta el comunitarismo premoderno de un Emiliano Zapata, Octavio Paz intentó, una y otra vez, demostrar que la mayor calamidad de la civilización occidental y sus banderas del progreso futuro es el Estado. Si discutió agriamente con la izquierda fue porque, para el poeta, ésta contenía en su estructura interna, en sus programas y formas de acción política, embrionarios o desarrollados impulsos de vocación claramente estatista. Es decir: Octavio Paz no fue un anticomunista sino un anti-estatista. Y tiene -ahí sí- mucha razón Krauze en sostener que al poeta le preocupaba mucho la ceguera política que la izquierda mostraba en ese sentido; por eso insistía a sus intelectuales que hicieran una autocrítica profunda del apoyo, abierto o vergonzante, que se acostumbraba dar al socialismo "realmente existente". He dicho en varias ocasiones (entrevistas y conversaciones) que cuando alguna vez cuestioné a Octavio el porqué de su notoria inclinación por criticar a la izquierda, él me contestó: "Porque con la derecha de este país no tengo nada que discutir, pues carece de ideas; en cambio, la izquierda es mi verdadera familia, y en donde se dan los más amargos desencuentros"...

Volviendo a aquella carta a Adolfo Gilly de 1972, con un Octavio Paz de 58 años y en la plenitud de su pensamiento, el poeta escribe ideas que difícilmente podría firmar un liberal:
“Así pues, está en entredicho no sólo el desarrollo capitalista sino la noción misma de desarrollo. Este tipo de crítica no se encuentra en el marxismo, creyente en el progreso y en la técnica; en cambio, aparece en el llamado ‘socialismo utópico’. (…) Nadie pretende, por lo demás, renunciar a la ciencia. Tampoco podríamos, aunque quisiéramos, prescindir de la técnica; estamos condenados a vivir con ella. Pero no estamos condenados a ser sus esclavos. La tradición del ‘socialismo utópico’ cobra actualidad porque ve en el hombre no sólo al productor… sino al ser que desea y sueña (…) A partir de esta concepción del hombre pasional podemos concebir sociedades regidas por un tipo de racionalidad que no sea la meramente tecnológica”. 
  
Y un poco más adelante, al abordar el tema de los modelos viables de convivencia para el país, en vez de elaborar abstracciones retoma nuestra experiencia histórica:
 “La persistencia del ejido se explica… por motivos de orden histórico, cultural y antropológico: la propiedad ejidal está estrechamente ligada a la organización social tradicional y al sistema ético que, también tradicionalmente, rige las relaciones sociales y familiares de los campesinos mexicanos. (…) el ejido representa una racionalidad distinta a la racionalidad económica moderna basada en la rentabilidad y en la productividad. El ejido no es un modelo óptimo desde el punto de vista económico: es un modelo posible de sociedad armoniosa. El ejido es inferior a la agricultura capitalista si de lo que se trata es de producir más quintales de arroz o de alfalfa; no lo es, si lo que nos importa es la producción de valores humanos y el establecimiento de relaciones menos duras y más justas y libres entre los hombres.”     
 
Citas como las anteriores se pueden encontrar por decenas en los múltiples ensayos de Paz. Alguien que pone por delante la armonía social y no la productividad de la libre empresa, podrá ser calificado de utopista o campesinista, pero nunca de liberal. Y yo digo que éste es un Octavio Paz que le interesa recuperar a la izquierda. Porque el Paz que reivindicó los valores de la vida premoderna, que se preocupó por descubrir en los intersticios de la vida social las fuentes de la pasión y la felicidad, que denunció los horrores alienantes de la modernización (tanto la capitalista como la burocrático-socialista), es un Paz que converge con el programa de recuperación del campo que desde hace años propone la izquierda o con la defensa de la ecología de innumerables grupos de activistas. Y esta convergencia es mucho mayor –o al menos más sugerente- que con la defensa liberal de una pretendida democracia electoral que protege las enormes desigualdades sociales ya crónicas de México. Sin que Octavio Paz haya sido un marxista –pues jamás lo fue-, tenemos sin embargo a un Paz de enorme valor para la izquierda, un Paz también nuestro y que no hay por qué regalárselo a la voraz derecha neoliberal. No sería justo –ni siquiera para el propio Octavio.


III

Un Octavio Paz, pues, para la izquierda mexicana… No un Paz de izquierda militante, pues habría que inventar una biografía inexistente. Pero sí un Paz que veía en los ojos de sus compañeros izquierdistas la misma mirada conmovida que él tuvo ante la injusticia social. Esa mirada poética posada en el rostro aterrado de un combatiente español, o bien en los resignados rasgos de un hombre maya laborando bajo el yugo del sol en alguna de las haciendas henequeneras de los años treintas. ¿Será eso posible?

No olvidemos que fue precisamente Octavio Paz quien concibió por primera vez la necesidad de que el PRI se escindiera para formar una izquierda más influyente en el sistema político mexicano. Cuando Porfirio Muñoz Ledo era Secretario de Educación durante el gobierno priísta de José López Portillo, coincidió con Paz en alguna cena o reunión de élite. En esa ocasión, el poeta expuso al político su tesis de la futura división del partido del gobierno como una necesidad histórica de balancear el espectro de fuerzas políticas con miras a una reforma democrática cada vez más impostergable en aquellos momentos. Porfirio rió de buen grado, diciéndole a Paz: “Eso es imposible”. Sin embargo, diez años después Muñoz Ledo encabezaría junto con Cuauhtémoc Cárdenas la Corriente Democrática que terminaría separándose del PRI y desafiaría al sistema político convocando a la unión, antes impensable, de casi todas las izquierdas en un partido sui generis como el PRD. Es hora de reconocer públicamente esa labor precursora del poeta en la vida de la izquierda de hoy.

Asimismo, Octavio Paz expuso desde los años sesentas su tesis del ocaso de la era de las revoluciones, en el sentido de que éstas fueron concebidas por Marx como resultado del desarrollo –no al revés-, y de que los procesos revolucionarios en los países pobres habían devenido en regímenes autoritarios. La conclusión del poeta fue la necesidad de impulsar reformas democráticas, a lo cual consagró veinte años de su pensamiento (precisamente durante su encomiable labor como director de las revistas Plural y Vuelta). La determinación de la izquierda histórica de este país de transitar por la vía legal, sin renunciar a sus aspiraciones de transformación social, coincidió con los planteamientos de Paz. Y desde entonces, la izquierda de este país no ha dejado de crecer. Por mucho que, tanto Paz como los intelectuales de izquierda, se hayan regateado recíprocamente los méritos propios de este paso político histórico, es indudable que concurrió entre ellos una profunda confluencia hacia la democratización del régimen mexicano –hoy en peligro.

Cierto, la filosofía de Octavio Paz (identificada vulgarmente como irracionalismo filosófico), al criticar las ideas del progreso, se colocaba en el lado opuesto al marxismo. En particular, refutaba el determinismo económico de éste para entender la anatomía de la sociedad así como para ver a la historia según una mera derivación de la “lucha de clases”; él concebía otros factores de gran peso que intervenían decisivamente en el rumbo de los acontecimientos históricos, como la percepción de un nivel muy profundo, milenario, de acción del inconsciente colectivo de las sociedades largamente reprimidas por los imperativos del progreso. Su versión del milenarismo zapatista en la Revolución Mexicana es uno de los capítulos más reveladores del ejercicio de la interpretación intuitiva de la historia, cuya concepción finalmente desemboca en una visión sistémica de las sociedades, que incluye la percepción de distintas temporalidades humanas simultáneas (y distintos ritmos también); algo parecido a los diferentes niveles de corriente de agua que fluyen a través de un río caudaloso. Según esta formulación, hay un pasado que nunca pasa del todo, que es también un presente oculto pero vivo y que nos constituye como cultura; esto es, como “una forma de vivir y de morir”.

En su famosa entrevista con Claude Fell: “Vuelta a El laberinto de la soledad” (revista Plural no. 50, México, noviembre, 1975), el poeta mexicano declara:
“El zapatismo significa la revelación, el salir a flote, de ciertas realidades escondidas y reprimidas. Es la revolución no como ideología sino como un movimiento instintivo, un estallido que es la revelación de una realidad anterior a las jerarquías, las clases, la propiedad.”
Para Octavio Paz, el zapatismo no fue sólo una añoranza social sino una práctica comunalista indiscutible. Con el reparto y devolución de las tierras, la Revolución del Sur realizó proezas bélicas que no hubiera podido efectuar cualquier otro movimiento; fue precisamente la estructura comunal del ejército, ligada a la tierra repartida, la que alimentó la persistencia de los alzados –aun en los momentos en que parecían derrotados y disueltos. El sueño milenario dejó de ser una aspiración para convertirse en la más pragmática y eficaz defensa armada del ejército campesino frente a los ejércitos profesionales de las otras facciones revolucionarias. A pesar de las condiciones de la guerra, el zapatismo intentó restaurar la armonía entre el hombre y la naturaleza y relativizó extraordinariamente el principio de la jerarquía en la producción y en las relaciones con el poder. En el mismo sentido, Paz pensó que los movimientos comunales en el agro mexicano se habían convertido en la memoria ancestral de la sociedad; a través de ellos, México ha deseado vivir en formas igualitarias y bajo vínculos íntimos y significativos -emocionalmente hablando; trátase de un deseo colectivo que se mantiene con excesiva vitalidad en buena parte de los mexicanos. El estallido estudiantil del 68 y las rebeliones electorales de 1988 y 2006 son sólo avisos de este inmenso milenarismo oculto debajo de los imperativos de la eficiencia capitalista, la racionalidad burocrática y el glamour individualista. Y la intolerancia que estos movimientos han inspirado en las esferas del poder constata el carácter hasta ahora irreconciliable del enfrentamiento entre los valores tradicionales de una parte muy grande de la sociedad y los valores progresistas del neoliberalismo imperante.

En este orden de ideas, podemos afirmar –siguiendo a Paz- que si hay algo que modernizar en serio en este país es nuestro modelo de convivencia. Pero ese modelo exige admitir las formas tradicionales de producción y reproducción social que resisten (y persisten) en la conciencia de millones de mexicanos; exige la coexistencia de las formas racionalistas de vida con el pasado vivo de un México que se niega a ser desmantelado por las modernizaciones “desde arriba” que lanzan regularmente las élites poderosas con altas dosis de fracaso. Los idólatras del progreso a ultranza tendrán que comprender que, como decía Benito Pérez Galdós, “no se derriban montes a bayonetazos”: no se eliminan costumbres y creencias consuetudinarias con planes sexenales impulsados por decreto. Porque modernizar es ante todo un acto de inclusión, no de exclusión. Octavio Paz reclamaba para el país una auténtica calidad de vida, no la creación de empleos mal pagados; se refería al rescate de “esa mitad del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor” (Posdata, Siglo XXI eds., México, 1970, p. 27).

¿Acaso este planteamiento no está más cerca del ideario de la izquierda que del liberalismo? ¿Qué tienen que responder nuestros intelectuales liberales ante este Octavio Paz enorme? ¿Podría Enrique Krauze reconocer la lectura de que los 15 millones de votos que se sufragaron en las elecciones de 2006 a favor del proyecto de izquierda fueron, más que una masa de gente manipulada por un caudillo mesiánico, la viva expresión histórica de un México profundo al que se le sigue negando la oportunidad de reproducirse?



IV y último


En su artículo del 6 de mayo, Enrique Krauze escribió un párrafo muy rescatable -aunque contradictorio- que a continuación transcribo:
“(…) estoy convencido de que México necesita con urgencia una izquierda moderna y la razón es clara: sólo desde una legitimidad de izquierda el país puede reformar de fondo, y de manera definitiva, su estructura política y económica. Si la izquierda se reforma el país se reforma. Si la izquierda se moderniza el país se moderniza. ¿Es impensable un reencuentro de la izquierda con la tradición liberal?”
En verdad, celebro esta declaración del director de Letras Libres, quien por un lado reconoce que sin la legitimación de la izquierda, este país no se puede gobernar hacia las transformaciones sustanciales que necesita; pero por otro lado, vuelve a sugerir que la modernización de la izquierda pasa forzosamente por su liberalización. Es decir, Krauze propone una “izquierda liberal” como sinónimo de izquierda moderna. Pareciera que la única manera de reencontrarse estas dos grandes tradiciones del pensamiento político es que una de ellas se “eleve” –por decirlo así- al nivel de la otra. Si Krauze conoce la soberbia característica de nuestra izquierda no debería de invitarla así al diálogo: con el mismo aire de superioridad que ella ha exhibido en innumerables ocasiones. Pero al menos, el historiador mexicano propone ese reencuentro con todas sus letras.

Los intelectuales y dirigentes políticos más destacados de la izquierda mexicana deberían de aceptar esta invitación. En primer lugar, para demostrar que la oposición entre un liberalismo “avanzado” y un socialismo “retardatario” es un falso dilema propagandístico; en segundo lugar, porque sería una magnífica ocasión para rescatar a Octavio Paz del clóset liberal en que lo tiene guardado Krauze y sus colegas y reconstruir el pensamiento del poeta a favor de un proyecto democrático afín a las distintas izquierdas que hay en la sociedad mexicana; y en tercer lugar, para reconocer lo que haya que reconocer por parte de la izquierda (la innegable ceguera respecto a los diversos regímenes comunistas que han acabado con las libertades y la democracia; el clientelismo político en que se apoyan muchas organizaciones y gobiernos del PRD ) y para invitar a la inteligencia liberal a que, a su vez, reconozca honradamente los méritos y valores de la izquierda histórica de este país. A ambas partes les vendría bien cierto protocolo diplomático de buena voluntad y de reconocimiento y respeto mutuo.

Por ejemplo, ¿estaría dispuesto Enrique Krauze a admitir que el movimiento de resistencia civil, además del liderazgo tradicional que identifica, contiene en su seno un abanico de fuerzas, ideas y sensibilidades democráticas que lo hacen un movimiento plural?; ¿cómo se explicaría, si no, la participación (en distintos grados de compromiso) de personalidades comoMiguel Ángel Granados Chapa, Elena Poniatowska, Fernando del Paso, Lorenzo Meyer, Sergio Pitol, Arnaldo Córdova, Carlos Monsiváis, Rolando Cordera, Enrique Semo, Paco Ignacio Taibo II, Octavio Rodríguez Araujo, Luis Villoro, Carlos Montemayor y un nutrido etcétera? ¿Estarían dispuestos los intelectuales de corte liberal a admitir y reconocer que la transformación profunda del sistema político atraviesa por diversas formas de democracia: la electoral, por supuesto, y la parlamentaria, pero también la participativa de las organizaciones sociales? Y lo más difícil: ¿podrían incluir en su discurso económico y social la tesis profunda de Paz, en el sentido de que un gobierno verdaderamente democrático deberá contemplar, reconocer y proteger el imperativo cultural de la felicidad, la diversidad y la armonía que han buscado nuestros pueblos ante el embate dominante de la productividad y la alta rentabilidad?

Y del mismo modo, ¿estaría dispuesta la izquierda de este país a reconocer la invaluable contribución al pensamiento crítico y democrático que representó la publicación de las revistas sucesivas: Plural y Vuelta? En ellas participaron insignes demócratas como Gabriel Zaid, Tomás Segovia, Carlos Fuentes, José de la Colina, Eduardo Lizalde, Juan García Ponce y otro largo etcétera que enorgullecería a cualquier país (y a cualquier izquierda) tenerlos como sus críticos. ¿Y podrá nuestra izquierda mexicana admitir que el grupo que encabezó Octavio Paz tuvo toda la razón en condenar las dictaduras burocráticas comunistas como regímenes ominosos de un totalitarismo indeseable? En el fondo, el grupo de Paz le evitó a las distintas izquierdas la pena de reconocer el fracaso rotundo del modelo soviético de sociedad.

¿Podremos abrir y sostener una “zona de tolerancia” intelectual entre ambas corrientes que nos permita, al menos, subrayar las coincidencias más que las diferencias? Que no teman mis compañeros de izquierda por el peligro de convertirse a imagen y semejanza del socialismo “moderno” español o chileno. Eso es improbable. En primer lugar, porque para que eso ocurriese se necesitaría contar con una sociedad civil mucho más consolidada y menos “gelatinosa” (término de Roger Bartra) que la mexicana. Y en segundo lugar, porque la tradición del pensamiento socialista en México tiene su propio peso específico y es de una gran riqueza también. Cada sociedad tiene su izquierda necesaria y no se requiere imitar la de otro país. De lo que se trataría, en cambio, es de que la izquierda se alimentase, además de las luchas sociales y de su propia trayectoria teórica, de un nutriente que hasta la fecha ha rechazado: el pensamiento universal de Octavio Paz y el de sus viejos compañeros de lucha. La izquierda italiana no sería lo que es hoy sin haber pensado la filosofía de Benedetto Croce. Del mismo modo, sin la asimilación crítica de la obra de nuestro pensador y poeta central, la izquierda mexicana seguiría teniendo una cuenta pendiente consigo misma y con su propia historia. Una inteligencia democrática y de izquierda alcanzaría una estatura moral nunca antes vista si se atreviese también a encarar este desafío histórico con la misma gallardía con que antes encaró la represión y ahora la propaganda mediática en su contra.

Por todas las consideraciones anteriores, y retomando la pregunta que lanza Enrique Krauze (“¿Es impensable un reencuentro de la izquierda con la tradición liberal?”), propongo la realización de un coloquio intelectual entre los representantes más notables de ambas corrientes, que tenga como objetivo el sano intercambio y el aprendizaje recíproco que abra el camino de las ideas hacia una zona de tolerancia y elimine la pedregosa brecha de los malos entendidos. Octavio Paz se sentiría muy satisfecho de un esfuerzo semejante.


Guadalajara, julio de 2007.

viernes, 25 de septiembre de 2009

La invasión nocturna II (ensayo sobre "Libertad bajo palabra" de Octavio Paz)


Alejandro Rozado


Segunda parte: La irrupción de la presencia
La estación violenta: libro de libros de la literatura universal. Esta breve obra es el mejor regalo que pueda uno dar (o recibir) con motivo de un cumpleaños, la siembra idónea en la conciencia poética de cualquier mortal sensible. Reúne sólo nueve poemas, en su mayoría concebidos, escritos y corregidos en el extranjero durante la década de los años cincuentas. Si algo tuvo de bueno esa gris época ruizcortinista para la modernidad mexicana, ese algo fue –aparte del cine de Luis Buñuel y la obra rulfiana- la producción literaria de Octavio Paz. Su poética se concentra y reduce, el autor ronda los cuarenta años y, por fin, ha definido las coordenadas personales de su espacio poético.

Con este pequeño libro maestro, Paz logra plasmar en versos aquellas ideas-sensibles acerca de la poesía que elabora a la par en su ensayo El arco y la lira (México, Fondo de Cultura Económica, 1956). Ambas obras son inseparables y no se puede entender a una sin la otra. Si El arco y la lira –reflexión superior acerca de lo poético- fue escrito con la mano derecha, La estación violenta lo fue con la izquierda. La filosofía convertida en acto poético, y el poema elevado a la estatura fundadora del único programa de vida posible ante las ruinas de la modernidad: preguntar, mirar y comprender. El hombre, antes que un animal político o un espíritu religioso, antes que un prodigio tecnológico o un silogismo cartesiano, es un ser poético; si no descubre este ámbito de su naturaleza, se pierde en la ajenidad de sí mismo. Si éste, al escuchar el canto de un ave, del viento o de otro ser humano, tiene la fortuna de hallar su propio ritmo verbal, le sobreviene un profundo sentimiento de identidad, de haberse topado con su patria emocional, de haber llegado a casa.

Este prodigio de la poesía se presenta, algunas veces, como un llamado sibilino e inevitable que nos conduce a un estado primordial del tiempo subjetivo: la tentación metafísica del comienzo (poético) del ser, donde todo parece posible, todo se halla en estado potencial hacia cualquier dirección, incluso el vacío. Otras veces, en cambio, la poesía responde a un papel histórico concreto. Octavio Paz oscilará entre ambas. De cualquier forma, el hombre, así magnetizado, guiado por su propia rítmica, puede volver a nombrar las cosas del mundo: “Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos”.

El quehacer artístico del futuro premio Nobel cobra, a esas alturas de su vida, un elevadísimo sentido: se propone, no sin cierta ingenuidad, refundar la poesía; es decir, devolverle a la praxis poética su fundamento original en el ser del hombre. Despoblada la modernidad de los dioses, reducida la cosmogonía a una ecuación matemática, o a una mera operación de las leyes del mercado, Paz sabe que la poética es el único renglón de la mente humana que se mantiene habitable; allí encuentran morada los duendes neuróticos, los monstruos y demonios del Hades, así como los enamorados inseparables o el más gris de los mortales; su geografía interior es abismal, contrastante, lúgubre y frondosa, desértica y musical. Cuando el romántico o el maldito, el nihilista o el posmoderno lamentan que ya “no hay nada”, puede ser que estén en lo cierto, pues se refieren al presentimiento de una caída estrepitosa e indudable de la civilización que nos vio nacer; pero al mismo tiempo, estos poetas –desde Nerval hasta Paul Celan, desde Rimbaud a Bukowski- lo dicen de tal modo que están haciendo con sus medios de expresión algo más: poesía. Porque ésta, la poesía, constituye una realidad humana de rango superior -como he dicho-, aunque nada etérea por cierto, sino incluso capaz de rozar los niveles más ruines de la historia. La poesía no habita en una capa de suprarrealidad metafísica, sino más bien es un orden de percepción de los fenómenos reales parecido más al inconsciente colectivo o a las creencias orteguianas, y mucho menos cercano a la Idea absoluta de inspiración hegeliana. Se trata, al mismo tiempo, de un nivel sensible de conciencia desde el cual se re-concibe el mundo. Por eso, el autor ha insistido en señalar a la poesía como una manera de vivir y de morir… Pero del mismo modo en que Cristóbal Colón murió creyendo que sus descubrimientos trasatlánticos lo habían llevado al Lejano Oriente, Octavio Paz creyó durante muchos años que estaba refundando a la poesía, cuando en realidad –como veremos- tuvo un hallazgo más modesto aunque no menos trascendental: ofrecer, por vías poéticas, una nueva mirada para una nueva etapa –la última- de nuestra civilización.

Ahora bien, para tener acceso a esa dimensión superior de la existencia que he mencionado, no se necesita ser ningún iluminado, pues “todos hemos sido niños” o, alguna vez, todos hemos estado enamorados. Sin embargo, Paz desarrolla técnicas literarias propias, aquellas que requiere su obra en aquel momento biográfico y que ya había aplicado con éxito en algunos trabajos de ¿Águila o sol?; para ello se vale aquí de algunos tópicos preferidos por la poesía moderna, no como fines en sí mismos, sino como objetos narcóticos que han de alterar sus percepciones y lanzarlo hacia donde él intuye poderosamente su destino. Dichos tópicos, esto es, formas peculiares de hacer contacto con la verdadera realidad poética, son a mi parecer seis: 1) el misterio nocturno; 2) su contrario, el sopor del mediodía; 3) el desgastante insomnio obsesivo; 4) el spleen y sus condenados vicios; 5) el encantamiento, en ocasiones avasallador, del mundo, y 6) la incursión erótica.

Si antes, descubrir estos tópicos deslumbró al autor –como a la mayoría de los jóvenes artistas-, ahora éste comprende su función capilar: servir como privilegiadas puertas y pasadizos que lo conduzcan a los nuevos espacios de lo sagrado, que aquí Paz se contenta con denominar como la presencia. Hechos, signos, enigmas, revelaciones que antes formaban un código ininteligible, ahora se enfilan cargados de sentido hacia una desembocadura inquietante; los versos son ya claras inducciones verbales que provocan severos estados confusos del entendimiento, un caos perceptual dirigido, literalmente, a la conversión del hombre… A su regreso de semejante experiencia, el poeta ya no será el de antes. Habrá visto algo que lo conmoverá irreversiblemente: se verá a sí mismo.


La ciudad desvelada circula por mi sangre como una abeja.
Y el avión que traza un gemido en forma de S larga, los tranvías que se derrumban en esquinas remotas,
ese árbol cargado de injurias que alguien sacude a medianoche en la plaza,
los ruidos que ascienden y estallan y los que se deslizan y cuchichean en la oreja un secreto que repta
abren lo oscuro, precipicios de aes y oes, túneles de vocales taciturnas (…)
y la ciudad va y viene y su cuerpo de piedra se hace añicos al llegar a mi sien, (…)

(de “El río”)


Pero, ¿qué ocurre en cualquiera de los espacios poéticos a los que se llega por vía de esa técnica poética? Si la realidad trastocada queda convertida en una serie de imprecisiones en movimiento, la vida entonces se encuentra cerca de ser redimensionada (reconcebida) por el poeta. Si percibir es un acto de la inteligencia, concebir es obra de la imaginación. En los poemas de La estación violenta, cualquier lector puede verificar el tránsito de la percepción a la concepción de otro orden; no una metafísica –insisto- que dé cuenta del más allá, sino una densidad sensible y abrumadora que registra y ordena (o desordena, para mejor decir) un nuevo y preciso aquí y ahora. En dicho nivel oceánico del estar, el mundo se ve sometido a mutaciones caleidoscópicas, vertiginosas, de la abundancia al horror, de la generosidad lírica a la sequía espinosa del fastidio o a la mirada incógnita de algún rostro anónimo: exposiciones al autor (y a sus lectores) de la naturaleza otra del ser.

Distingo algunas variantes de las transmutaciones que revela el espacio poético de Octavio Paz; las enlisto aquí con fines meramente didácticos, pues ya montados en el ritmo del poema concreto, esas facetas se intercambian entre sí:


1) En primer lugar, la detención del tiempo lineal o instante eterno, que es la otra manera del transcurrir, a semejanza de un manantial en el cual presente, pasado y futuro se fusionan y, por lo mismo, se confunden;

2) La Contemplación –con mayúsculas-: el punto de vista antes privilegiado de algunos dioses –no todos- y de algunos poetas –no todos-, y que en la actualidad es una perspectiva a la cual tendríamos acceso el común de los mortales, aunque efímeramente;

3) El vaivén que pasa de la plenitud al vacío, de la vida regida por la analogía universal al hueco de la nada creado por la visión irónica;

4) La extrañeza que causa el encuentro con la otredad del ser;

5) El estado de inspiración verdadera que exige al espíritu poético la previa sequía absoluta de imágenes, y

6) El retorno al origen real, que no es otra cosa sino el origen recreado, es decir, un genuino estado imaginario donde lo sagrado y lo profano, lo poético y lo prosaico, lo verdadero y lo falso, se intercambian continuamente.


Que enuncie seis versiones del interior poético paciano no significa que se correspondan con los seis tópicos arriba mencionados. Ambos campos son autónomos y cumplen funciones poéticas diferentes. Aquéllos forman arterias convergentes que se precipitan sobre estas seis maneras de nombrar lo mismo: el fenómeno de la presencia poética, como veremos a continuación.


Ya desde el primer poema, “Himno entre ruinas”, puede apreciarse la característica de vaivén que sacude a La estación violenta: la vocación pendular de su orografía. Un ir y venir sistemático entre el mediodía del hoy y la noche de las culturas muertas, entre la plenitud y lo vacío. Un mecerse hipnótico y progresivo hacia dios sabe dónde. A este método Octavio Paz lo ha llamado en varias ocasiones: simultaneísmo. Veamos: Primero, la costa de Nápoles somete los sentidos del autor:


Coronado de sí el día extiende sus plumas, (…)
Las apariencias son hermosas en esta su verdad momentánea.
El mar trepa la costa,
se afianza entre las peñas, araña deslumbrante;
la herida cárdena del monte resplandece;
un puñado de cabras es un rebaño de piedras;
el sol pone su huevo de oro y se derrama sobre el mar.
Todo es dios.


Los sentidos revientan. Todo está encantado: “¡oh, mediodía, espiga henchida de minutos, / copa de eternidad!” La letra está impresa en tipos redondos que denotan claridad y, para no dejar lugar a dudas, Paz subraya a continuación los versos sombríos con letras cursivas: “Cae la noche sobre Teotihuacán”. El pensamiento mexicano apaga los soles: “En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana, / suenan guitarras roncas / … / el canto mexicano estalla en un carajo, / estrella de colores que se apaga, …” El contraste funesto al éxtasis de la luz es una larga noche urbana y universal roída siempre por “su tropel de ratas” y en donde las ideas “se bifurcan, serpean, se enredan, / recomienzan, / y al fin se inmovilizan, ríos que no desembocan, / delta de sangre bajo un sol sin crepúsculo”. Y la angustia se pregunta: “¿Y todo ha de parar en este chapoteo de aguas muertas?”… Con esta interrogación el poeta expone y actualiza el problema del arte crepuscular en tiempos de exterminio y barbarie civilizatoria: ¿qué le corresponde hacer a los poetas inmersos entre los escombros modernos que conviven ya con los prehispánicos?

La primera -y todavía provisional- respuesta de Paz en La estación violenta es un híbrido casi lógico pero insatisfactorio: la fusión de luz con tinieblas, síntesis apasionada de la sensibilidad convertida en acción concreta. Como el título del poema lo indica, el autor compone un canto, una entonación, un regreso nostálgico al hombre anterior a la conciencia lineal:


La inteligencia al fin encarna,
se reconcilian las dos mitades enemigas
y la conciencia-espejo se licúa,
vuelve a ser fuente, manantial de fábulas:
Hombre, árbol de imágenes,
palabras que son flores que son frutos que son actos.

(de “Himno entre ruinas”)


La inspiración como sistema de vasos comunicantes: esto nos lleva a aquello, eso es parecido a estotro. El mundo es analógico -nos sugiere Paz-; no es idéntico a sí mismo, pero sí semejante. El hilo de la congruencia entre las cosas está tejido por la araña laboriosa del insomnio que engendra delirios; la rigidez del pensamiento y sus edificios rectangulares se disuelven con el advenimiento de otra percepción. El multicitado “desarreglo de los sentidos” de Rimbaud se abre paso entre lo poco que queda de los filtros sensoriales domesticados y los patrones de entendimiento derrumbados por la historia. Al final, la realidad se revela sencillamente como otra, en donde mundo y poesía se corresponden. Esto ocurre en forma particularmente inefable en el poema “Fuente”, cuyo título invoca la imagen ya central de la obra madura de Octavio Paz: un ser que fluye, símil del tiempo poético.

Al igual que en el anterior, la arquitectura de este gran poema obedece al mismo vaivén y está hecha de tres partes. La primera es también pletórica. El punto de partida es la abundancia del ser, con la consiguiente alteración sensorial del poeta. La plaza de Aviñón, en Francia, es el escenario del gran trastorno: la plenitud del presente inunda a la ciudad con tanta luz que los objetos, los monumentos, los edificios, “las torres que al caer la tarde inclinan la frente”, todo, parece perder gravitación, “rompe amarras”, flota y se eleva. Ese lugar mediterráneo se transforma en “un pueblo de ballenas y delfines que retozan en pleno cielo”. La realidad se ve afectada por la irrupción de una figura sin rostro: la presencia que, así revelada, aviva hasta las piedras y arrasa tanto con la objetividad como con la subjetividad:

Todo es presencia, todos los siglos son este Presente.
¡Ojo feliz que ya no mira porque todo es presencia y su propia visión fuera de sí lo mira!
¡Hunde la mano, coge el fulgor, el pez solar, la llama entre lo azul…!
Y la gran ola vuelve y me derriba, echa a volar la mesa y los papeles y en lo alto de su cresta me suspende,
música detenida en su más, luz que no pestañea, ni cede, ni avanza.
Todo es presente, espejo sin revés: no hay sombra, no hay lado opaco, todo es ojo (…)”


A esta súbita plenitud solar que fascina poderosamente al autor y lo baja del pedestal de su yo, le sucede sin embargo un segundo momento que rápidamente ejecuta el doloroso viaje que desciende desde el viejo vacío romántico hasta la abrupta extrañeza del ser en el mundo:


Toco la piedra y no contesta, cojo la llama y no me quema, ¿qué esconde esta presencia?
No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los cimientos,
basta un manotazo para echar abajo esta grandeza. (…)
Penetro en mi oquedad: yo no respondo, no me doy la cara,
perdí el rostro después de haber perdido cuerpo y alma.
Y mi vida desfila ante mis ojos sin que uno solo de mis actos lo reconozca mío: (…)
Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia.


Si en el primer momento todo era presencia sin sombra y perdía su propio peso, en este segundo instante ya nada es igual, pues ha entrado a escena un factor disolvente y cruel: la ironía. Yo no daría la vida por mi vida: es otra mi verdadera historia: verso paradigmático que, al fin, es pronunciado sin posibilidad de retorno. Estamos ante un acontecimiento histórico de nuestra literatura, reducido a trece palabras. Nuestra vida no es más la imagen de nosotros mismos. El espejo de Narciso se resquebraja. Ahora la presencia se vacía de todo contenido. Nada soy, salvo este raro instante en que soy y que siempre he sido. Otro he de ser, cierto, pero ¿quién? Al menos sé que nada tengo que cargar. Puedo volver en mí: volver a mí… ¿Un retorno al origen? Lo dudo. Yo más bien percibo aquí una travesía al otro lado. Creo que Octavio Paz ha cruzado la frontera de su obra. El curso de sus palabras lo ha conducido afuera, a un bosque de signos que rezuma horrorosas incertidumbres, pero donde es preciso seguir viviendo… El tercer momento de “Fuente” recupera lo apacible del día:


La ciudad sigue en pie.
Tiembla en la luz, hermosa.
Se posa el sol en su diestra pacífica.
Son más altos, más blancos, los chorros de las fuentes.
Todo se pone en pie para caer mejor.
Y el caído bajo el hacha de su propio delirio se levanta.
Malherido, de su frente hendida brota un último pájaro.
Es el doble de sí mismo,
el joven que cada cien años vuelve a decir unas palabras,
siempre las mismas, (…)


El viaje terrible termina: asistimos a cierta nivelación poética del mundo. El ser maldito regresa, pasmado y maltrecho, a pronunciar las palabras primigenias. Culmina Paz diciendo: “En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente. / La fuente canta para todos.” Detrás de la vuelta del poema al hombre poético originario, hay empero una nueva verdad, un nuevo criterio ético y estético que subyace a esta aparente restauración del mundo. Por lo pronto, apunto que se trata no sólo de un intento de refundación de la poesía sino también, y en conflicto con esto, de una mirada agónica absolutamente pertinente con la historia.

A diferencia de las otras secciones de Libertad bajo palabra, los poemas de La estación violenta presentan bloques de vastas extensiones. Pero el análisis de una estructura dividida en tres partes sucesivas, a la manera de la lucha de contrarios que se resuelve en una síntesis dialéctica, es derivado de una lectura aún superficial del libro; en realidad, cada poema –en su vaivén- despliega tres dimensiones (la inducción al trance poético, el caos perceptual y la irrupción de la presencia) que describen la exploración y conquista de un territorio destinado a ofrecer horizonte moral a la poesía contemporánea. Los siguientes poemas, después de “Fuente”, testimonian esta aventura del escritor. En “Máscaras del alba”, el poeta noctámbulo sorprende a la ciudad de Venecia dormida y desaliñada: “Fulgor de agua estancada donde flotan / pequeñas alegrías ya verdosas, / la manzana podrida de un deseo, / un rostro recomido por la luna”… El escenario crudo de esa madrugada invita a la incursión formidable: “El prisionero de sus pensamientos / teje y desteje su tejido a ciegas, / escarba sus heridas, deletrea / las letras de su nombre, las dispersa, / y ellas insisten en el mismo estrago”. El flujo analógico de su mente, estancado primero por “la cejijunta / voracidad de un pensamiento fijo”, toma la pendiente inclinada de la imaginación que arrastra en su cauce un material líquido y espeso a la vez -las aguas venecianas del pasado olvidado:

… el enterrado en vida con su pena;
la joven muerta que se prostituye
y regresa a su tumba al primer gallo;
la victoria que busca a su asesino;
el que perdió su cuerpo, el que su sombra,
el que huye de sí y el que se busca
y se persigue y no se encuentra (…)


Mejor visto, el último momento de la estructura de nuestros poemas no es el regreso restaurador, ni el despertar reconfortante después de una pesadilla. La lectura de “Máscaras del alba” muestra, con mayor nitidez, que las terceras partes aluden, más bien, a un cambio de visión. Como ya vimos al referirnos a ¿Águila o sol?, en el trance paciano, el atisbo de la presencia opera una redefinición del sujeto, una rotación de la constelación poética: “Soñolienta / en su lecho de fango, abre los ojos / Venecia y se recuerda”. No es el poeta solitario quien imagina y vive, sino la histórica ciudad la que se sueña a sí misma en la mente del visitante.

En el poema “Repaso nocturno”, Octavio Paz relata el transcurrir de la vigilia a través una de las noches parisinas en los tiempos de El laberinto de la soledad. El itinerario del poema traza el mismo procedimiento inductivo del trance, ahora en batalla con las altas horas:

Primero fue el extenderse en lo oscuro,
hacerse inmenso en lo inmenso, (…)
Río arriba, donde lo no formado empieza,
el agua se desplomaba con los ojos cerrados.
Volvía el tiempo a su origen, manándose.


Después el poeta, centinela de las sombras, vive el asedio de los signos: desprendimientos de señales, inscripciones que van cayendo a la conciencia, “de rostro en rostro / de año en año, / hasta el primer vagido: / humus de vida”. Pero el sueño no llega. Sólo permanece el aguijón de las preguntas: “¿Saldrá mañana el sol (…)? / ¿Cómo decir buenos días a la vida?” Nada que decir, nada que callar. Ni palabras ni silencio. Sólo el instante. Percibido, pensado, tocado: un fragmento de vida convertido en cristal. Al final, “el sol (toca) la frente del insomne”. Éste no despierta jamás, pues su naturaleza es no dormir; el poema abre un espacio severo en donde el ser no está “ni vivo ni muerto”.

Los escenarios pueden variar radicalmente, pero la preocupación artística de Paz, no. El poeta ha dejado atrás su lucha -librada en ¿Águila o sol?- por la palabra. Ahora trata de contestar a la historia la ineludible cuestión: ¿qué puede hacer un poeta bajo los estragos de la decadencia de Occidente? Durante su primera estancia en la India y Japón –en 1952, como parte de una misión diplomática del gobierno mexicano en Oriente-, el escritor compone otros dos poemas que integran La estación violenta. Uno de ellos, “Mutra” (nombre de la antigua ciudad hindú ubicada al norte del subcontinente), está fechado en Delhi, a principios de aquel año. Aquí la descomposición de los sentidos es suscitada por el sopor del verano interminable –la verdadera estación violenta-; el calor es de otra sustancia, “como una madre terrible que ahoga (…) y su imperio es un hipo solemne”, nada se salva de su voracidad: “¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo (…)!”. Bajo su aplastante dominio se detiene el aire, la vida y el tiempo. Entonces, la existencia comienza a rodar sobre sí misma:


Este día herido de muerte que se arrastra a lo largo del tiempo sin acabar de morir, (…)
este día y las presencias que alza o derriba el sol con un simple aletazo:
la muchacha que aparece en la plaza y es un chorro de frescura pausada,
el mendigo que se levanta como una flaca plegaria, montón de basura y cánticos gangosos,
las bugambilias rojas negras a fuerza de encarnadas, moradas de tanto azul acumulado,
las mujeres albañiles que llevan una piedra en la cabeza como si llevasen un sol apagado, (…)
las mariposas, los buitres, las serpientes, los monos, las vacas, los insectos parecidos al delirio,
todo este largo día con su terrible cargamento de seres y cosas, encalla lentamente en el tiempo pasado.



Interrupción del tiempo y despeñadero de la existencia, grandes y pequeños acontecimientos convocados por el flujo poético conviven bajo el mismo techo, las prioridades acostumbradas por un orden dejan de gobernar la vida: el caos perceptual hace emerger a las analogías...

La otra composición data de Tokio en el mismo año del 52. Se trata del soberbio “¿No hay salida?”, quizá el mejor trabajo de este libro maestro –lo digo con todo respeto para quienes hayan hecho de “Piedra de sol” un emblema de su cultura literaria. Aquí, Octavio Paz se ha olvidado ya del cuidado lírico; prolonga sus formas verbales, pues sus versos endecasílabos le son ya insuficientes para delatar el extremo en que se encuentra. Porque, por esos tiempos, Paz está asomándose a los linderos de su existencia: “… hoy todo es hoy, salió de pronto de sí mismo y me mira, (…) hoy no es muerte ni vida, / no tiene cuerpo, ni nombre, ni rostro, hoy está aquí, / echado a mis pies, mirándome”.

En tal estado fronterizo de la poesía hispanoamericana, el poeta de 38 años vuelve a incursionar más allá de la línea. Un más allá que es, paradójicamente, un más acá. El famoso “salto a la otra orilla” que propone en El arco y la lira: un acto acrobático que conquista otro mundo, o más bien, lo crea con la palabra:


Yo estoy de pie, quieto en el centro del círculo que hago al ir cayendo desde mis pensamientos,
estoy de pie y no tengo adónde volver los ojos, no queda ni una brizna del pasado,
toda la infancia se la tragó este instante y todo el porvenir son estos muebles clavados en su sitio, (…)



Los versos desbordan sus propios diques, se extienden como fiordos de ideas e imágenes que retornan y circulan sobre sí mismas. Rebasarse es concentrarse aún más. Mientras más amplios son los fraseos, menos salidas hay: “todo se ha cerrado sobre sí mismo”, excepto lo externo: “Allá, del otro lado, se extienden las playas inmensas como una mirada de amor”.

La pregunta del título del poema (reformulación mejorada de las hechas en “Himno entre ruinas” y “Fuente”) es contestada ahora con un no rotundo. Lo único real en este universo poético es el callejón:


(…) hay un muro, un ojo que es un pozo, todo tira hacia abajo, pesa el cuerpo,
pesan los pensamientos, todos los años son este minuto desplomándose interminablemente,
aquel cuarto de hotel en San Francisco me salió al paso en Bangkok, hoy es ayer, mañana es ayer,
la realidad es una escalera que no sube ni baja, no nos movemos, hoy es hoy, siempre es hoy,
siempre el ruido de los trenes que despedazan cada noche a la noche,
el recurrir a las palabras melladas,
la perforación del muro, las idas y venidas, la realidad cerrando puertas,
poniendo comas, la puntuación del tiempo, todo está lejos, los muros son enormes,
está a millas de distancia el vaso de agua, tardaré mil años en recorrer mi cuarto,
qué sonido tan remoto tiene la palabra vida, no estoy aquí, no hay aquí, este cuarto está en otra parte,
aquí es ninguna parte, poco a poco me he ido cerrando y no encuentro salida que no dé a este instante,
este instante soy yo, salí de pronto de mí mismo, no tengo nombre ni rostro,
yo está aquí, echado a mis pies, mirándome mirándose mirarme mirado.



La extensión de la cita se justifica por sí misma. No, no hay salida, porque el tiempo es un canal de aguas negras y la civilización, una trampa de la historia. Paz ya no propone el regreso, porque tampoco es posible; lo único que sabe es que hay que “torcerle el cuello” al Yo y al mundo edificado a su alrededor. El poema va cayendo a velocidad creciente, en espiral, hasta el desgajamiento de la conciencia del yo y su fusión con el presente. Proclamar que lo único que soy es “este instante” constituye una proclama íntima del poeta moderno, una confesión y, al mismo tiempo, un extraordinario hallazgo humano. Por la vía abierta por Novalis dos siglos atrás (el camino es hacia el interior; así se conoce el mundo), se desemboca en la verdad orteguiana de que el hombre es él y su circunstancia, inseparablemente. Cierto: por un lado, el poeta ignora a la historia, sólo le importa la vibración de la presencia; pero por otro, el principal mérito de dicha presencia es ayudarnos a mirar desde otros ángulos y con otros ojos nuestra existencia histórica. A una pregunta que Anthony Stanton le hizo a Octavio Paz, a propósito de si en La estación violenta había cierta nostalgia del Absoluto, el premio Nobel contestó: “Una momentánea vislumbre de la Presencia… ¿de qué o de quién? En mí era (y es) muy viva la conciencia del desvanecimiento de las antiguas presencias y certidumbres. Creo que esto es algo compartido por todos nosotros, los hombres modernos. ¿Nostalgia? Sin duda, pero también la decisión de vivir con entereza nuestra situación”. No, no hay salida. Lo único que hay es esa valiente e íntima decisión.

En el siguiente poema de La estación violenta: “El río” –escrito en Ginebra en 1953-, el poeta expone su método de composición. La sucesión de los tres grandes bloques de versos se despliegan, nuevamente, frente al lector. El trance, una vez más, adopta la forma de gran caudal de imágenes –como un río-; es la invasión nocturna, el espíritu de una época recitando su dolor: “(…) toda la noche la ciudad habla dormida por mi boca / y es un discurso incomprensible y jadeante (…)” El segundo bloque de versos es un paréntesis excepcional, digno de la mayor atención de los estudiosos de la poesía, pues en él aparece una confesión del escritor respecto al poema mismo como procedimiento; en vez de dar paso a la mirada irónica que todo niega, Octavio Paz interrumpe de algún modo la corriente hipnótica y se dirige al lector como a través de un pie de página aclaratorio; el autor se desdobla, identifica en su escritura un derrotero fatal, vigente en todos los trabajos del poemario. Y dice justamente:


A mitad del poema me sobrecoge siempre un gran desamparo, todo me abandona,
no hay nadie a mi lado, ni siquiera esos ojos que desde atrás contemplan lo que escribo,
(…) es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no dicho es indecible,
torres, terrazas devastadas, babilonias, un mar de sal negra, un reino ciego, (…)



Las imágenes reanudan en el tercer bloque el flujo de tinta y sangre que corre por la frente del poeta. Él sólo puede sentarse a la orilla de ese oscuro rumor urbano, “como Buda a la orilla de sí mismo”, e inhalar su inaccesible misterio. El gran desamparo del autor, el naufragio del yo occidental, es admitido como método para auto-rebasarse y contemplar desde otro plano al propio sujeto: “Y digo mi rostro inclinado sobre el papel y alguien a mi lado escribe mientras la sangre va y viene…”

Finalmente, diré que el último poema por comentar aquí, “El cántaro roto”, es un trabajo que forza y retuerce a sus propias letras. Escrito en México por el año 1955, después de un viaje por el altiplano, parece más bien una obligada respuesta al diálogo rulfiano que se abrió en aquella década.

De nuevo, la estructura tripartita. Tras un concierto de estrellas en medio de cierta noche rescatada del modernismo, y después –incluso- de rematar su entusiasmo lírico al más puro y vetusto estilo gondolero (“Harpas, jardines de harpas”!!), Octavio Paz cae en un llano en llamas y en un páramo azotado por el símbolo del poder regional consuetudinario. Entre la plenitud modernista y la vacuidad de las vanguardias, está “Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol”. Quizá la imagen que representa mejor la metamorfosis del paisaje poético sea ésta: “¡y el pirú en medio del llano como un surtidor petrificado (…)!”. La fuente emblemática y alegre de un Darío exhuberante es convertida por Paz en un espinoso árbol seco que retrata con cruda elocuencia la derrota de la reforma agraria. Pero sin duda el pasaje inolvidable de “El cántaro roto” es aquel que ubica al futuro premio Nobel con los pies bien puestos en su país:


Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime luna agónica,
¿no hay agua,
hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina (…)?
El dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, la Virgen,
¿todos se han muerto, se han ido, cántaros rotos al borde de la fuente cegada?
¿Sólo está vivo el sapo,
sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco,
sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?



Bienvenido de regreso a México, poeta. Recorriste una extensa órbita. Pero ya estás aquí: frente al sapo, otra vez… Curiosamente, por publicar este poema, los anticomunistas de siempre acusaron a Paz de comunista. Para mí, con esta angustiosa pregunta termina lo poético en sí de “El cántaro roto”. La cascada de versos que siguen después son olvidables –por inauténticos. El viajante, pasmado, intenta recuperarse del escupitajo que lanza el poder del cacique y se impone casi un programa de lucha voluntarista y poco convincente: “soñemos sueños activos de río buscando su cauce, (…) hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces”, etc. Como es bien sabido, Paz nunca tuvo el don de organizar la protesta, pero sí el de la lucidez crítica.

De cualquier modo, el autor de El arco y la lira ya estaba listo para escribir “Piedra de sol”, poema que es a nuestra literatura lo que El laberinto de la soledad es a la reflexión sobre México: respuestas históricamente necesarias al monólogo del mundo moderno. Ejercicios magistrales, tanto en poesía como en prosa, del pensamiento analógico acerca de las formas históricas que asumen culturas como la nuestra de cara a la modernidad occidental. “Piedra de sol”, cresta de una obra enorme, poema virtuoso que asombra a lo lejos por estar compuesto de 584 endecasílabos en verso blanco -de los cuales las primeras decenas fueron escritos de corrido-, pero que no sorprende a quien haya abrevado en las aguas minerales de ¿Águila o sol?, o se haya sumergido en las pozas volcánicas de La estación violenta.

Después de las anteriores notas, puedo redondear la importancia de este último poemario con que cierra Libertad bajo palabra. Considero que se trata de una obra nodal en el desarrollo generoso del espíritu decadentista de nuestro tiempo, aquel que se rehúsa a comprar más la idea del progreso del mundo. En otras palabras, La estación violenta fundamenta una poética de la decadencia occidental. En sus páginas, la aquí llamada irrupción de la presencia constituye todo un acontecimiento para el pensamiento crítico contemporáneo, ya que a través del ejercicio riguroso de la poesía se pone en duda la difundida creencia de que el único conocimiento importante es el científico y que el único razonamiento válido es de origen cartesiano. Por medio del trance poético, Octavio Paz logra convocar un ritmo capaz de engendrar huracanes verbales que barren con nuestros sistemas perceptivos y de referencias establecidos, sólo para concebir una realidad otra, que al principio parecería un caos de signos y estímulos igualados bajo un solo rango, un solo rasero. Aquí interviene una analogía que se presenta ante el lector como incontrolable, lírica y profundamente intuitiva. El desorden así adquirido pretendería, bajo la pluma de Paz, volver al origen: un estado primordial que prometa un nuevo comienzo del hombre. Este empeño corre el riesgo, sin embargo, de reciclar una “nueva” búsqueda de Absolutos, a lo que Paz siempre se opuso. Si bien esta ambigüedad persiste en su poesía, en La estación violenta el poeta da un salto definitivo, que consiste en cultivar sobre su valle personal así descubierto el punto de partida de un nuevo pensamiento crítico, que elabore conceptos comparativos a partir del método analógico que el propio Paz se encargaría de desarrollar en sus ensayos sobre crítica histórica. Es decir, que la analogía interviene como método de conocimiento en distintos planos: en un plano, digamos, inmediato, la analogía es ritmo, vaivén y contraste perceptual que desemboca en poemas; en otro plano mediato, la analogía desarrolla un discurso con otra racionalidad que no excluye la formulación de conceptos. La disciplina que más ha lucido la extraordinaria riqueza de este método ha sido la historia comparativa, aquella que identifica el auge, la madurez y la decadencia de las diferentes culturas y civilizaciones. Los grandes ensayos historicistas de Octavio Paz, como El laberinto de la soledad, El ogro filantrópico, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Tiempo nublado y Vislumbres de la India, están cargados de esta poética.


Queda pendiente un repaso de “Piedra de sol”. Pero sería innecesario aquí, pues este poema ha sido merecedor de talentosos comentarios de la crítica mundial. Por mi parte, me contento con degustar su lectura en voz alta, alternando entre amigos con un buen brandy en la mano y a la luz proyectada por Libertad bajo palabra. Salud