Alejandro Rozado
- El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson [primera edición en inglés: 1886], México, Ed. Origen, 1983.
- El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Robert Louis Stevenson [primera edición en inglés: 1886], México, Ed. Origen, 1983.
Esta breve novela del joven escritor escosés Robert Louis Stevenson, pese a ser una obra más bien parca y desigual, constituye un hito excepcional en el proceso de formación del horror moderno. Principalmente porque expone, con notable orden, el credo del miedo occidental.
Después de las vicisitudes atravesadas por el buen míster Utterson (distinguido abogado e íntimo amigo del doctor Harry Jekyll) en el discernimiento de los hechos trágicos narrados, la “declaración completa” post mortem del Dr. Jekyll –que conforma el último capítulo- acerca de su inquietante caso, es un informe completo de gran valor sociológico en la concepción del mal que destruyó al prestigiado médico. Constituye una fiel descripción de la idea decimonónica del “hombre de ciencia” romántico, tentado por la necesidad de trascender el positivismo estrecho de las investigaciones en boga -necesidad que lo llevaría a un camino de perdición sin retorno. Se trata, en suma, de un dramático documento literario que contiene condensados algunos de los dilemas determinantes del romanticismo europeo. A continuación, trato de enumerar algunos temas que El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde integró a nuestra cultura del miedo –particularmente, el horror.
1) En primer lugar, está el conocido problema de la disociación del individuo: el atribulado doctor Jekyll confiesa la tensión originaria en su vida personal entre el bien y el mal, que equivale a la lucha dada al interior del hombre histórico entre valores sociales opuestos que a menudo derivaron en un par de clichés: la sociedad y la naturaleza; el conflicto entre la civilización que lo cobija y la barbarie que lo libera, entre la constructiva inhibición educada y su destructora impulsividad voluptuosa. "El hombre no es uno mismo sino al menos dos", revela Jekyll a Utterson mientras aquél se debate en una auto-experimentación terrible que lo llevará más allá de las pesadillas que suscitan clínicamente la esquizofrenia o el trastorno bipolar.
En efecto: desde la mesa de su laboratorio, el incontinente Jekyll –acicateado por las contradicciones de la urbanidad de su existencia- comienza a descubrir "la temblorosa inmaterialidad, la brumosa transitoriedad del aparentemente sólido cuerpo al cual nos hallamos atados"; y encuentra que "ciertos agentes tenían la virtud de agitar y transformar nuestra vestimenta carnal, de la misma manera en que un viento fuerte agita las cortinas de una habitación". Poco a poco, el respetado doctor va acariciando la ambición cientificista de separar la contrariedad humana en dos cuerpos radicalmente distintos con identidades diferentes, de tal modo que cada cual pudiese andar por la vida por cuenta propia. Así, y como tributo al espíritu protestante que gobernó a los países europeos más desarrollados, leemos un párrafo clave: "lo injusto seguiría su camino –afirma Jekyll-, libre de las aspiraciones y remordimientos de su más probo gemelo, en tanto que lo justo podría recorrer rápida y seguramente su camino ascendente... sin estar ya expuesto a la vergüenza y a la penitencia" ocasionadas por la maldad extraña, según el moralista doctor, a su naturaleza. De este modo, y en medio de una de esas paradojas tan propias del romanticismo, el método analítico para abordar los desafíos que presenta el conocimiento se ve convertido en un ideal de vida: el desprendimiento de lo indesprendible.
Sin embargo, los empeños del científico Jekyll no lograron subdividir, como anhelaba, a la persona en dos cuerpos y almas separadas, salvo en forma diacrónica; es decir, que al experimentar en su propio cuerpo la ingestión de la misteriosa pócima precisa, el doctor Jekyll lo más que obtuvo fue una aterradora alternancia pendular de dos personalidades –físicas y mentales- en un mismo cuerpo: por una parte, la del propio doctor Jekyll pletórica de virtudes civilizadas; y por otra, la de míster Hyde, provista de los supuestos males egoístas y peligrosos de la barbarie.
2) Desde una perspectiva histórica del pensamiento occidental -y de la pragmática que lo caracterizó en la era del capitalismo industrial-, la angustiosa dualidad biográfica del Dr. Jekyll colocó a éste en la urgente necesidad de solucionar el dilema sacrificando a una de las entidades, ya sea excluyendo a uno de los elementos de la polaridad, o bien alternando a ambos entre sí –pero nunca su coexistencia. Exclusión y alternancia, discriminación y democracia pactada: dos procedimientos de Occidente para construir su cultura, sus filiaciones y sus más recónditos temores (comunismo, terrorismo, migraciones, delincuencia). ¿O acaso los sistemas contemporáneos de seguridad ciudadana, con sus leyes criminalizadoras de lo diferente, sus formas de reclusión de los delincuentes, drogadictos y chicos “problema” en instituciones espacio-temporales segregadas de la “gente de bien” (cárceles, clínicas de rehabilitación, manicomios, internados), no son proyecciones directas de semejante matriz del miedo y de su imperativo consecuente de diferenciar y demarcar cuidadosamente al mal del bien?
3) Por otro lado, al convertir al respetado Dr. Jekyll en el criminal Edward Hyde, a través de una metamorfosis molecular extraordinaria (parecida a la expuesta por David Cronenberg en algunas de sus películas), el autor Stevenson coloca la cuestión de la doble personalidad del hombre enajenado moderno en términos de una doble verdad. Ese nuevo estado del ser, cercano al del salvaje, lejos de repugnar, agradaba inexplicablemente al espeluznante doble del médico: “Me sentía más joven -describe en su declaración el Dr. Jekyll acerca de Mr. Hyde-, más ligero, más feliz en lo físico.; interiormente tenía conciencia de una fuerte temeridad, en mi imaginación se atropellaban desordenadas imágenes sensuales, los lazos del deber se aflojaban y experimentaba un desconocido, pero no inocente, sentimiento de libertad del alma. Me supe… más perverso, diez veces más perverso (…); la idea, en aquel momento, me animaba y me deleitaba como un vino”. Al grado de que, al ver su nueva y repulsiva imagen en el espejo, lejos de arredrarlo, provocó en Hyde deseos de bienvenida. “Aquél era asimismo yo: parecía natural y humano. Ante mis ojos se representaba una imagen más viva del espíritu; parecía expresarlo y particularizarlo más que el imperfecto y dividido semblante que hasta entonces llevaba mío”. El crimen –incluso- es placentero, parece confesar Jekyll al revivir la experiencia en el cuerpo y la mente de Edward Hyde. Al describir el asesinato fatal de la novela, el doctor Jekyll admite: “En un acceso de júbilo, maltraté a aquel indefenso cuerpo (de sir Danvers Carew), saboreando con placer cada golpe, y no fue sino hasta que el cansancio se empezó a imponer cuando, repentinamente, en el clímax del delirio, una fría sensación de terror me sacudió el corazón”. Pero la dualidad de identidades ofrecía también al asesino la impunidad necesaria. El alivio de ser malvado, la liberación del placer reprimido por la sociedad victoriana, podía permanecer sin castigo: “Muchos hombres han pagado a otras personas para que éstas lleven a cabo sus crímenes… Yo era el primero que los cometía para mi propio placer (y) que podía presentarse ante la opinión pública con su apariencia de simpática respetabilidad… para mí, la seguridad era completa”. Una especie de complicidad total entre el ciudadano de bien y el criminal que todos llevamos dentro.
4) La metamorfosis corporal y espiritual de un hombre en otro planteó nuevos problemas morales al imaginario romántico relacionados con la figura del hombre de ciencia, ese personaje que los artistas escogieron como protagonista para refutar los pretendidos avances de la ciencia positiva y la seguridad confortable que ésta proveía a la humanidad. La refutación romántica derivó en un horror específico, de formidable fuerza cinematográfica, surgido de las ocultas investigaciones hechas al interior de los insondables gabinetes de “medicina trascendental” a cargo de doctores como Frankenstein, Jekyll, Caligari y Mabuse, entre otros. El tan vilipendiado “científico loco” que engendraría monstruos o máquinas perversas del mal o psicopatologías criminales de temible inteligencia (Hannibal Lecter) hunde sus orígenes en la ideación del modesto investigador de laboratorio que difiere de sus colegas y se margina de ellos, se distancia a su vez del positivismo dominante y termina por resistir de forma individual el rumbo enajenante tomado por la sociedad industrial del siglo diecinueve que convirtió los progresos de la ciencia y la tecnología en los motores de su esplendor a costa de la destrucción del planeta. Tal es el origen de los gabinetes maléficos: esos sitios de la imaginación prodigiosa y solitaria donde se incubó la crítica romántica a la idea de la ciencia moderna y su discutible progreso.
5) La hazaña del doctor Jekyll fue de enormes repercusiones para la elaboración del gran relato del horror moderno, pues se trató ni más ni menos que de la subversiva transformación del sujeto cognoscente en su propio objeto de estudio y experimentación (premonición psicoanalítica). Aún más: el desarrollo del nuevo objeto así convertido fue el depositario de insospechadas fuerzas independientes que podrían incluso volverse contra su propio sujeto creador y prescindir de él (como una mariposa maldita desprendida de la crisálida en que se envolvió el laborioso gusano). Los poderes desatados por una ciencia insensata constituyen elementos fundamentales de una nueva actitud de venganza horrible que, al encaminarse en la búsqueda de respuestas antimodernas, se precipitó víctima de sus propios resentimientos en los desastres bélicos y ecológicos que vio el siglo veinte.
6) El horror: una nueva estética que se fue diferenciando del género vulgar por antonomasia del miedo -el terror, tan predecible como moteado por innumerables e inverosímiles situaciones temerosas. El horror: un género identificado no en el pánico que provoca la fealdad o los diversos grados de crueldad exhibidos sino en la fascinación de lo indescriptible. "No es fácil de describir a Hyde -le dice Enfield a su pariente míster Utterson, el personaje central del relato de Stevenson-. Hay algo extraño en su aspecto... completamente detestable. Nunca conocí un hombre que me desagradase tanto; sin embargo, apenas si sé por qué. (…) produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no podría especificar el punto... verdaderamente no podría yo señalar algo anormal". Aún más, el desconcierto del propio Utterson no fue menor después de haberse encontrado con míster Hyde en la calle; "Debe haber algo más -se decía el perplejo caballero-. Hay algo más, pero no puedo encontrar el nombre adecuado". A su vez, la impresión que tuvo el desdichado doctor Langdon (viejo amigo tanto de Utterson como de su colega Harry Jekyll) al tener que hablar con Hyde fue la de un sentimiento extraño de "curiosidad repugnante". Sentimiento extraño, atracción ambigua hacia el mal, sensación desconocida que tiene dificultad en hallar las palabras que describan la experiencia aterradora. Se trata, en realidad, de una solución artística que la otra modernidad (la romántica) opuso a la tradición protestante del miedo. Si el feligrés cristiano del primer mundo no podía mirar de frente las diversas manifestaciones del pecado, la imaginación maldita ofreció el pasmoso instante de la visión de lo enorme desconocido. La fobia del protestante no es tanto a la ausencia de fe como a la impureza del cuerpo y del alma, a la contaminación demoníaca del pecado, sinónimo de suciedad y perdición –de ahí la obsesión por la limpieza que predican las sociedades occidentales avanzadas, así como su resistencia a mezclar alimentos o razas, y su afán de purificarse a través del ejercicio físico agotador y hasta doloroso. De modo que la negación romántica de la cultura del terror protestante fue la fascinación estética de lo desconocido indescriptible, la perturbación –por efímera que ésta fuese- casi hipnótica de los sentidos por el asombro, la sublimación abismal de esa poderosa atracción hacia el mal que lo convierte en otredad sin forma, enigmática e inefable. Así nace el horror moderno.
El último instante de la vida de Jekyll, antes de transformarse definitivamente en Hyde, es estremecedor, pues el doctor escribe a su amigo Utterson en las palpitaciones del tiempo presente; la batalla entre las dos personalidades se resuelve a favor del mal, como ocurre comúnmente con el triunfo de la manía sobre la depresión en el fatídico trastorno bipolar. Termina el respetable doctor preguntándose acerca de su extrema alteridad: “¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿Tendrá valentía suficiente para suicidarse en el último momento? Sólo Dios sabe, y a mí no me interesa: éste es el momento real de mi muerte; lo que venga después, le concierne a otra persona. Cuando deje la pluma y proceda a sellar mi confesión, habrá llegado a su fin la vida de Harry Jekyll”. Edward Hyde optó por quitarse la vida mediante la ingestión de veneno en el mismo laboratorio donde dio origen su fabulosa existencia. La literatura tiene, en este último instante del personaje y de la obra misma, uno de sus más brillantes pasajes.
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