Alejandro Rozado
- Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men), de Ethan y Joel Coen (EU, 2007), con Tommy Lee Jones, Javier Bardem, Josh Brolin, Kelly Macdonald y Woody Harrelson.
- Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men), de Ethan y Joel Coen (EU, 2007), con Tommy Lee Jones, Javier Bardem, Josh Brolin, Kelly Macdonald y Woody Harrelson.
Al salir de la sala de cine, y estupefacto por el inesperado final, una primera pregunta detuvo mis acostumbradas cavilaciones post-film. "A ver, a ver -me dije-: ¿de qué carajos se trató en realidad esta película?". Tenía la impresión de que los hermanos Coen, conocidos cineastas norteamericanos, estaban confundiendo al público y a la crítica con su última obra: No Country for Old Men.
La historia, basada en una de las novelas más recientes del escritor estadounidense Cormac McCarthy, se sitúa en la frontera sur del estado de Texas durante los años 80's del siglo pasado. El filme abre con la voz in off de un viejo sheriff apellidado Bell (Tommy Lee Jones) rememorando los tiempos idos en que la autoridad del condado no necesitaba portar armas; al mismo tiempo, la secuencia expositiva de imágenes presenta al asesino serial Anton Chigurh (el multipremiado actor español Javier Bardem) estrangulando a un oficial en su propia comisaría. Después de este prólogo, el relato propiamente dicho comienza cuando un aventurero, con el extraño nombre de Llewelyn Moss (Josh Brolin), de cacería por el desierto cercano al Río Grande, se encuentra con los vestigios de un narco-crimen recién cometido: varias furgonetas abandonadas, cadáveres de hombres y de perros pitbull por el suelo, un cargamento de droga y, millas más allá, un maletín con dos millones de dólares. El vaquero, veterano de Vietnam y conocedor de armas, decide quedarse con el dinero y ocultarse, él y su esposa, ante la probable persecución consiguiente. Es entonces cuando aparece de nuevo, e inexplicablemente, el temible Chigurh, quien se da a la tarea de recuperar el dinero, dejando tras de sí un monstruoso rastro de asesinatos aparentemente gratuitos. Tanto él como la banda de narcotraficantes afectada por el multi-homicidio tratan de atrapar al astuto Llewelyn. El sheriff Bell investiga el caso y sigue la pista de ambos personajes entre reflexiones melancólicas y preguntas acerca del cambio incomprensible de la moral de los nuevos tiempos y lo absurdo de la nueva "filosofía del crimen". Finalmente, Moss es muerto por los narcos, pero Chigurh es quien recupera "su" dinero. Ante la inutilidad de las medidas policiacas de Bell, así como de sus cuestionamientos morales, el viejo sheriff cierra la cinta -a manera de epílogo- contándole a su esposa un par de sueños inconclusos y sin interpretación.
Detrás del engañoso género de un "western crepuscular" -como han escrito algunos comentaristas despistados- o de un aparente thriller sobre un "psicópata asesino" más -como dictaminan otros- que recorre el desierto, pienso que, después de vagabundear por un cine negro de homenaje, los hermanos Coen han llegado, por fin, al cine de horror. Porque esta cinta, más allá de la metodología narrativa del suspense hiperviolento que emplea para seducir a la Academia, aborda el itinerario horroroso de la muerte. De hecho, Javier Bardem, objeto del mayor cuidado en la configuración de su imagen para esta película, es la representación -"estilo Coen", digamos- de la Parca: su personaje, Chigurh, no es precisamente un psicópata social que sugeriría la oscura complejidad de una mente atrapada por la insania; más bien es una máquina implacable e inalterada de matar. Cualquier ser que se cruce en su camino -incluso un gato- es susceptible de ser asesinado fríamente por Chigurh. El diálogo clave para descifrar este ambiguo filme “de autor(es)” se da entre el criminal y su víctima en turno, Carla Jean (Kelly Macdonald), la ya para entonces viuda de Llewelyn, cuando ésta le dice: "No tiene que hacerlo...". Chigurh, gélido y harto aburrido, le responde: "Eso dicen todos". Carla Jean le replica sin entender: "Eso dicen todos, ¿qué?". Chigurh aclara, sin hacerlo: "Eso dicen todos cuando les llega su hora". Estos parlamentos rememoran El séptimo sello (1958), la obra maestra de Ingmar Bergman, cuando la Muerte y el caballero Antonius Block discuten en el mismo sentido. En ambas cintas, la Muerte es inexpresiva y simple: detrás de ella no existe el menor misterio, lo cual viene a significar el verdadero horror, es decir, la ausencia total de explicación ante lo desconocido. Cuando Carla Jean implora a Chigurh que razone lo innecesario de su eliminación, habida cuenta de que su esposo está ya muerto y él ya recuperó “su” dinero, el personaje de Javier Bardem argumenta que no puede acceder pues él ya lo prometió a su esposo. Había negociado por teléfono con él: o le entregaba el dinero o asesinaba a su esposa. Al colgarle bruscamente el teléfono, Llewelyn Moss había decidido la suerte de Carla Jean... Este caprichoso proceder lleva la impronta de cierta idea de destino que jamás convence a los mortales, del mismo modo en que hoy en día tampoco entendemos las masacres “porque sí” que brotan aquí y allá por todo el mundo. El "eficiente emisario del Mal", si acaso, sólo es capaz de condescender con los humanos y alterar un poco sus designios, a través de su única debilidad conocida hasta ahora: el juego. Una partida de ajedrez en Bergman, una moneda al aire en los Coen. Azar y destino: los únicos parámetros que rigen el comportamiento de la Muerte en ambas cintas. Siguiendo el mismo orden de semejanzas intertextuales entre las obras de Bergman y los Coen, el sheriff Bell, igual que Antonius Block (interpretado en ese entonces por un espléndido Max Von Sydow), atraviesa la historia tratando de hallar respuestas que nunca llegan. Mientras el apesadumbrado caballero inquiere a Dios, al Diablo o a la misma Muerte, la revelación de sus íntimos secretos con el afán de dar sentido a su angustiosa existencia, el viejo policía recuerda que cuando era joven imaginaba que, una vez llegada la vejez, él se vería alcanzado por cierta iluminación de Dios, sin que en realidad ocurriera nada parecido.
Este enlace temático entre Bergman y los Coen abre una perspectiva mayor de apreciación de No Country for Old Men -y de paso nos dejamos de ponderar falsos méritos de la producción, como la "fotografía desoladora" o el ritmo narrativo "cadencioso" y violento, o la agreste atmósfera sureña apta para un thriller más aplaudido por Hollywood. Después de cien años de historia del cine, hemos llegado a un grado de desarrollo tecnológico en que los componentes de la hechura de los filmes (fotografía, vestuario, escenografía, efectos especiales, sonido, etc.) ya no pueden seguir siendo objeto de la crítica de cine sino de la historiografía. Para decirlo llanamente, no existe en las producciones de primer nivel ninguna cinta que tenga mala fotografía o deficiente edición. Por tanto, lo único que le queda a la crítica es el análisis morfológico de las obras. Éstas se van incorporando a un texto mayor en el cual el diálogo de las semejanzas y las diferencias van dando significados propios a las creaciones. Así, la Muerte según los Coen no es ninguna psicopatía sino un extraño destino que linda con lo arbitrario y lo gratuito; si acaso su guadaña trabaja más arduamente en tiempos baldíos como los que piensa el escritor McCarthy.
Del mismo modo, nuestro análisis comparativo se puede extender a otros tiempos y a otras manufacturas del celuloide; por ejemplo, a los tiempos de otra decadencia paradigmática: la de la república de Weimar de entreguerras, en Alemania; en especial, el cine de Robert Wiene y su clásico Gabinete del Dr. Caligari (1919), la primera película importante del horror moderno. El puente formal es la estética de la muerte que los cineastas trabajan bajo los tiempos pesimistas. ¿En dónde radica el parentesco artístico entre ambas obras tan diferentes de hechura y de contexto histórico? En la elaboración de la figura del asesino. Cuando presencié las primeras imágenes del corpulento Chigurh, con ese repudiable corte de pelo fuera de época cayendo lacio y pesado sobre las orejas, la mirada ausente, haciendo interrogatorios irónicos a sus víctimas y ejecutándolos con dispositivos desconcertantes e inverosímiles, me vino a la mente la antigua figura de Cesare, el despiadado y obediente sonámbulo que, bajo las órdenes del doctor Caligari, mataba personas sin ninguna razón. Representado por el prestigiado y atlético actor de teatro y mimo alemán Conrad Veidt, Cesare causaba el mismo pánico paralizante que Chigurh entre sus víctimas.
Conrad Veidt, el asesino de Dr. Caligari (1919)
Podría decirse, además, que la mirada autoral en desarrollo de Ethan y Joel Coen se topó con la novela de Cormac McCarthy para elaborar su propio horror y su inherente estética de la muerte. Sin embargo, ya traían en su envidiable filmografía ciertos trazos que apuntaban a ello. Por citar dos ejemplos: en Fargo (1996) la oficial protagonizada por Frances MacDormand también se pregunta, como el sheriff Bell, por la gratuidad absurda de los crímenes que persigue; y el asesino serial, detrás de la brutalidad con que elimina a sus rehenes, esconde una simpleza y candidez de no creerse; y en O Brother, Were Are Though? (2000), otro emisario de la muerte, el Diablo, se presenta como jefe policiaco en la leyenda bluesera de la encrucijada del guitarrista Robert Johnson, dispuesto a liquidar a los prófugos de la justicia que acompañan al músico. Finalmente, los hermanos cineastas han conseguido que una particular idea de la Muerte, más bien directa y descansando casi exclusivamente sobre la figura de Chigurh-Bardem, se exprese, hable y mate en forma más o menos inverosímil, merced a las virtudes narrativas que ejercen con probado oficio.
Más que un jucio acerca de si se trata o no de una “buena” o “mala” película, yo diría: cuán sintomática resulta ser No Country for Old Men para la sociedad norteamericana, cuyos mejores artistas no tienen reparo en cuestionar estéticamente la violencia gratuita de la época con tal de no decir una sola palabra acerca de la desastrosa ocupación en Irak -por mencionar sólo la herida más dolorosa hoy. Y bueno, ya los Coen tienen unos óscares más por esta cinta.
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