Alejandro Rozado
En un bar distinguido de la ciudad de Guadalajara, un trío (guitarra, bajo y voz) entona piezas de jazz entre densidades de humo y pláticas que rondan la confesión. El combo de artistas, conocido como Caída Libre, ejecuta su música para una audiencia exigente y desconocida. Comienzan con dos evocaciones consecutivas de George Gershwin, simplemente para marcar territorio y atmósfera. Con la tercera interpretación, Ain’t No Sunshine When She Is Gone, da inicio la seducción bluesera que habita en todo jazz que se precie de serlo: “I know, I know, I know, I know…” A partir de entonces, la sucesión de interpretaciones forman un desfile sonoro inapelable -como para comprar al grupo un cd. El guitarrista desdobla acordes que rozan los de nuestra memoria; el bajo eléctrico abre abismos insondables con solos maestros de inusual escuela; mientras la reconocida cantante y líder del grupo, Jaramar Soto, al centro de ese cosmos, eleva la voz por encima de la noche misma, justo para recordar a nuestros propios clásicos que configuraron sin querer nuestras maneras: Al Green, Leonard Cohen, Edith Piaff, y filmes como Casablanca, El Mago de Oz y tantos imprescindibles.
Noche de evocación: música neoyorkina con sabor a París, a butaca de cine; la sombra de Armstrong caminando por Bourbon Street; Summertime (otra vez Gershwin) sensualizando la sala a media luz… Las interpretaciones de Jaramar recorren cuatro idiomas y se apropian de una tradición más que moderna y nos la ofrece envuelta en otro encanto, como provenientes de un rincón musical que se atisba en alguna cinta de Woody Allen, o desde un vaso de whisky derramado sobre el vestido de Billie Holiday, un Somewhere Over The Rainbow, sin Judy Garland ni Doris Day, una rola enérgica de U2, Love Is Blindness, transformada en jazz personal lleno de gracia (por virtud de la versión de Cassandra Wilson), y una clásica de Lennon, Across the Universe, en busca de esplenderse a sí misma ("Nothing's gonna change my world..."). Jaramar entonando la voz desde el fondo de una historia que vale la pena contar (y cantar) en diferentes versiones. Cierto: quizá mis oídos no vinieron preparados para semejante audición, quizá nunca sean suficientes para esta música disciplinada por ese bajo persuasivo y rasgada por las cuerdas del guitarrista de largos dedos. Pero creo que “nada cambiará mi mundo” si me aferro con lealtad a la nobleza de ese sonido.
Guadalajara, enero-2010.
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