Alejandro Rozado
La violencia verbal se desató de nuevo. También la confrontación legal. Heredera de la vieja disputa entre conservadores y liberales –y la no tan vieja entre constitucionalistas y cristeros-, la discusión de hoy sin embargo es algo distinta, pues gira en torno a la forma de encarar la diversidad sexual y los derechos a ella relacionados. Por lo tanto, no es una mera reedición del antiguo debate acerca del laicismo del Estado –que a mí me parece, a diferencia de otros colegas, un tema ya superado-, sino una polémica de ideas, muchas de ellas ciertamente intransigentes, pero en el marco de una sociedad que quiere respetar las diferencias de opinión (aunque a menudo no pueda). A decir verdad, las amenazas eclesiales de consecuencias políticas contra los partidos que impulsaron la legalización de las uniones gay y su derecho a la adopción de hijos en el Distrito Federal se corresponden con las agresiones verbales de los diferentes foros públicos de izquierda. Pero lo cierto es que los distintos ministros de las iglesias, en tanto ciudadanos, tienen todo el derecho a pronunciarse sobre este tema y cualquier otro que sea de interés público sin necesidad de que recurran a la amenaza moral o política contra aquellos de sus feligreses que apoyen los derechos de la diversidad sexual; del mismo modo, resulta absurdo el imperativo contrario, emanado de la intolerancia progresista, de querer acallar las voces disidentes de muchos miembros del clero. En ese sentido, ojalá que la omisa Secretaría de Gobernación fuese capaz de exhortar a los sacerdotes más inquietos por estas cuestiones para que se animen a opinar políticamente -pero fuera del púlpito, como marca la ley. Y que la misma instancia federal fuese capaz también de convencer a los diferentes herederos de Juárez (tanto liberales como de izquierda), de que lo más democrático para el país es que los representantes eclesiásticos opinen libremente y aprendamos a escuchar con serenidad sus argumentos.
Como quiera que sea, me propongo en esta oportunidad aportar una consideración sobre la cuestión gay que tiene que ver con el hecho de vivir en la ya longeva civilización occidental –deteriorada pero, a fin de cuentas, civilización. Parto de la provocación lanzada por el obispo de Michoacán, quien hace poco declaró que si ni siquiera los perros copulan entre ejemplares del mismo sexo, entonces –alega el prelado- ¿cómo es posible que en el DF se legisle en favor de los “matrimonios” entre homosexuales si se trata de una cuestión a todas luces “antinatural”?
Concedamos, por un momento, que la aseveración del obispo sea cierta (lo cual no es así: se sabe que muchos seres del mundo vegetal y animal tienen vida sexual de lo más diversa, pero esto desviaría la discusión del punto que deseo subrayar). Supongamos, por tanto, que la homosexualidad no es natural… Pareciera entonces que, según esta racionalidad, habría que vivir conforme a las leyes naturales que Dios ha dictado para la comprensión y convivencia de los seres humanos en este mundo. Sin embargo, nada hay -hasta donde yo sé- en las sagradas escrituras acerca de los asuntos que tienen que ver con sociedades inspiradas en la idea específica de un progreso basado en los avances tecnológicos y científicos. De hecho, no sólo la cultura occidental sino toda cultura humana se ha erigido frente a la naturaleza como señal artificial de obligada distinción. Como decía Ortega y Gasset: “el hombre no tiene naturaleza sino historia”; es decir, lo que distingue al ser humano social no es su biología –aunque la tiene sin lugar a dudas- sino su paso por la historia a través de las distintas culturas y civilizaciones que ha podido construir –y destruir…
De modo que en la discusión en torno a ciertos ingredientes específicos de la homosexualidad, un alegato “naturalista” bien podría sostener que el ano de cualquier persona está “diseñado”, por así decirlo, para cumplir una función estrictamente digestiva –a saber, la defecación de los residuos de la alimentación. Un esfínter hecho para que “salga” algo por ahí, pero no para que algo “entre” (cosa que tampoco es cierta, pues desde hace mucho tiempo se ha identificado por los fisiólogos el carácter erógeno del ano humano). Pero, insisto, concedamos: el ano sería un esfínter hecho para la caca y no para otra cosa. Sería “lo natural”. Perfecto.
Pero sucede que los hombres –siguiendo a Ortega- no somos meramente naturaleza sino que de unos miles de años para acá somos también seres históricos, esto es, capaces de agruparnos alrededor de unidades mayores de ordenamiento social, llamadas culturas, que observan incluso grandes patrones de desarrollo propios. En otras palabras, somos seres civilizados que, precisamente por serlo, nos distinguimos notablemente, para bien y para mal, de la naturaleza: somos individuos que vivimos bajo leyes propias que tratan de regirnos. Dicha legalidad no pretende ser natural sino, al contrario, corregir y hasta desafiar tendencias bastante silvestres, como la ley del más fuerte que priva en la vida biológica -pero también espontáneamente en la vida social. Y del mismo modo que la civilización logra a veces proteger “antinaturalmente” a los desfavorecidos y colocarlos en una situación de igualdad jurídica, también hace posible la edificación de grandes metrópolis nada naturales, con su desproporcionada aglomeración de procesos artificiales y la procuración de una vida social medianamente llevadera a través de instituciones tan “antinaturales” como el Estado, las iglesias mismas e, incluso, el matrimonio (tan sacralizado por las religiones).
Casi todo es no natural en cualquier civilización, y más acentuada es esta característica en Occidente. Vivir y circular por calles pavimentadas, asistir a hospitales modernos para atender nuestras enfermedades, usar el lenguaje para escribir libros y enseñar el conocimiento acumulado en recintos académicos, ordenar nuestra forma de vivir alrededor del recaudamiento y uso planificado de nuestras contribuciones, forma parte de los hechos históricos no naturales que nos constituyen socialmente como civilizaciones. ¿Por qué entonces excluir las uniones gay de nuestro repertorio de establecimientos civilizados, si son tan artificiosas como la absoluta mayoría de nuestras instituciones que sí aceptamos?
En otros términos: la cuestión gay no es un asunto de naturaleza sino de civilización.
Guadalajara, enero-2010.
La violencia verbal se desató de nuevo. También la confrontación legal. Heredera de la vieja disputa entre conservadores y liberales –y la no tan vieja entre constitucionalistas y cristeros-, la discusión de hoy sin embargo es algo distinta, pues gira en torno a la forma de encarar la diversidad sexual y los derechos a ella relacionados. Por lo tanto, no es una mera reedición del antiguo debate acerca del laicismo del Estado –que a mí me parece, a diferencia de otros colegas, un tema ya superado-, sino una polémica de ideas, muchas de ellas ciertamente intransigentes, pero en el marco de una sociedad que quiere respetar las diferencias de opinión (aunque a menudo no pueda). A decir verdad, las amenazas eclesiales de consecuencias políticas contra los partidos que impulsaron la legalización de las uniones gay y su derecho a la adopción de hijos en el Distrito Federal se corresponden con las agresiones verbales de los diferentes foros públicos de izquierda. Pero lo cierto es que los distintos ministros de las iglesias, en tanto ciudadanos, tienen todo el derecho a pronunciarse sobre este tema y cualquier otro que sea de interés público sin necesidad de que recurran a la amenaza moral o política contra aquellos de sus feligreses que apoyen los derechos de la diversidad sexual; del mismo modo, resulta absurdo el imperativo contrario, emanado de la intolerancia progresista, de querer acallar las voces disidentes de muchos miembros del clero. En ese sentido, ojalá que la omisa Secretaría de Gobernación fuese capaz de exhortar a los sacerdotes más inquietos por estas cuestiones para que se animen a opinar políticamente -pero fuera del púlpito, como marca la ley. Y que la misma instancia federal fuese capaz también de convencer a los diferentes herederos de Juárez (tanto liberales como de izquierda), de que lo más democrático para el país es que los representantes eclesiásticos opinen libremente y aprendamos a escuchar con serenidad sus argumentos.
Como quiera que sea, me propongo en esta oportunidad aportar una consideración sobre la cuestión gay que tiene que ver con el hecho de vivir en la ya longeva civilización occidental –deteriorada pero, a fin de cuentas, civilización. Parto de la provocación lanzada por el obispo de Michoacán, quien hace poco declaró que si ni siquiera los perros copulan entre ejemplares del mismo sexo, entonces –alega el prelado- ¿cómo es posible que en el DF se legisle en favor de los “matrimonios” entre homosexuales si se trata de una cuestión a todas luces “antinatural”?
Concedamos, por un momento, que la aseveración del obispo sea cierta (lo cual no es así: se sabe que muchos seres del mundo vegetal y animal tienen vida sexual de lo más diversa, pero esto desviaría la discusión del punto que deseo subrayar). Supongamos, por tanto, que la homosexualidad no es natural… Pareciera entonces que, según esta racionalidad, habría que vivir conforme a las leyes naturales que Dios ha dictado para la comprensión y convivencia de los seres humanos en este mundo. Sin embargo, nada hay -hasta donde yo sé- en las sagradas escrituras acerca de los asuntos que tienen que ver con sociedades inspiradas en la idea específica de un progreso basado en los avances tecnológicos y científicos. De hecho, no sólo la cultura occidental sino toda cultura humana se ha erigido frente a la naturaleza como señal artificial de obligada distinción. Como decía Ortega y Gasset: “el hombre no tiene naturaleza sino historia”; es decir, lo que distingue al ser humano social no es su biología –aunque la tiene sin lugar a dudas- sino su paso por la historia a través de las distintas culturas y civilizaciones que ha podido construir –y destruir…
De modo que en la discusión en torno a ciertos ingredientes específicos de la homosexualidad, un alegato “naturalista” bien podría sostener que el ano de cualquier persona está “diseñado”, por así decirlo, para cumplir una función estrictamente digestiva –a saber, la defecación de los residuos de la alimentación. Un esfínter hecho para que “salga” algo por ahí, pero no para que algo “entre” (cosa que tampoco es cierta, pues desde hace mucho tiempo se ha identificado por los fisiólogos el carácter erógeno del ano humano). Pero, insisto, concedamos: el ano sería un esfínter hecho para la caca y no para otra cosa. Sería “lo natural”. Perfecto.
Pero sucede que los hombres –siguiendo a Ortega- no somos meramente naturaleza sino que de unos miles de años para acá somos también seres históricos, esto es, capaces de agruparnos alrededor de unidades mayores de ordenamiento social, llamadas culturas, que observan incluso grandes patrones de desarrollo propios. En otras palabras, somos seres civilizados que, precisamente por serlo, nos distinguimos notablemente, para bien y para mal, de la naturaleza: somos individuos que vivimos bajo leyes propias que tratan de regirnos. Dicha legalidad no pretende ser natural sino, al contrario, corregir y hasta desafiar tendencias bastante silvestres, como la ley del más fuerte que priva en la vida biológica -pero también espontáneamente en la vida social. Y del mismo modo que la civilización logra a veces proteger “antinaturalmente” a los desfavorecidos y colocarlos en una situación de igualdad jurídica, también hace posible la edificación de grandes metrópolis nada naturales, con su desproporcionada aglomeración de procesos artificiales y la procuración de una vida social medianamente llevadera a través de instituciones tan “antinaturales” como el Estado, las iglesias mismas e, incluso, el matrimonio (tan sacralizado por las religiones).
Casi todo es no natural en cualquier civilización, y más acentuada es esta característica en Occidente. Vivir y circular por calles pavimentadas, asistir a hospitales modernos para atender nuestras enfermedades, usar el lenguaje para escribir libros y enseñar el conocimiento acumulado en recintos académicos, ordenar nuestra forma de vivir alrededor del recaudamiento y uso planificado de nuestras contribuciones, forma parte de los hechos históricos no naturales que nos constituyen socialmente como civilizaciones. ¿Por qué entonces excluir las uniones gay de nuestro repertorio de establecimientos civilizados, si son tan artificiosas como la absoluta mayoría de nuestras instituciones que sí aceptamos?
En otros términos: la cuestión gay no es un asunto de naturaleza sino de civilización.
Guadalajara, enero-2010.
Definitivamente estoy de acuerdo con esta reflexión acerca de la dimensión histórica del hombre Alejandro, es más, esa dimensión es la que nos hace eso que llamamos "humanos"... y es triste ver como la institución clerical intenta "argumentar" de modo tan irracional, convocando los miedos e ignorancia de la población en general, de la masa.
ResponderEliminarHe de decirte que me divertí leyendo artículo e imaginando la cara de un defensor de aquel argumento de "ni los perros lo hacen" al leer esto.
Gracias por tus ensayos y vaya que ya tengo buena tarea con lo que has publicado.