domingo, 4 de abril de 2010

El yo cinematográfico


Alejandro Rozado

1) El yo mediado por una cámara.- Hace unos años, Humberto Beck publicó un breve y sustancioso ensayo ("Nueva historia del ojo", Letras Libres, México, enero, 2004) , cuyo título, sin embargo, desorienta y diverge de su verdadero contenido. Se trata de un espléndido texto que expone la emergencia de una nueva percepción del yo, como resultado de la extendida experiencia del hombre-masa contemporáneo. Tras un siglo de vigoroso desarrollo –afirma el autor-, el cine ha acumulado tal material de escenas, secuencias, foto-fijas, carteles publicitarios, diálogos, musicalizaciones y un sinfín de circunstancias particulares asociadas al hecho social de “asistir al cine”, que éste se ha convertido en una especie de manual enciclopédico de comportamientos del hombre moderno, un canon de lo sentimentalmente vigente. Es decir, el espectador no sólo vive imaginariamente la experiencia inmediata de los protagonistas con quienes se identifica al momento de ver una película particular sino que –afirma Beck- se ve inducido para modificar su propia vida inspirado por un meta código de la pantalla grande (y chica, añadiríamos). Así por ejemplo, el paradigmático diálogo final en el aeropuerto de Casablanca, el tipo de besos envolventes que impuso Hollywood en las escenas románticas de antaño, el peso específico de cierto humor que ironiza con gags televisivos a la tragedia misma, los diálogos estúpidos e interminables entre los matones de Pulp Fiction y demás cintas de Tarantino que provocan la gracia fácil de un público que se cree exigente, el uso de la cámara lenta para subrayar la epopeya de la muerte o la sublimidad de las situaciones eróticas, el héroe solitario alejándose en un long shot final, y mil situaciones más reagrupadas en el imaginario social, han conformado un repertorio de criterios que guían con actitudes estereotipadas al espectador en el amargo tránsito de convertirse en ciudadano común. La poderosa autonomía expresiva que ha conseguido el cine termina configurando formas específicas de socialización de conductas y sentimientos: maneras de vivir imitadas y luego adaptadas, mecanismos que la imaginación fílmica ha fomentado culturalmente en el individuo para darse una nueva imagen de sí mismo en el mundo. El yo cinematográfico que surge de este proceso es, entonces, una portentosa construcción social de nuestra realidad.

Ahora bien, al incorporarse el cine en el imaginario de la sociedad de masas lo hacen también sus elementos constitutivos: secuencias narrativas, imágenes en movimiento, distintos ángulos de encuadre, planos sucesivos editados y sonorizados con cierto efecto deseado, etc. Todo un transcurrir ahora concebido de tal modo que la vida individual es pensada como una película vista por espectadores imaginarios que nos siguen a todos lados, interesados supuestamente en toda la extensión de nuestra mediocridad diaria. Una especie de Truman Show, pero en el que nosotros como protagonistas vivimos la simulación de estar concientes de ser grabados por alguna producción y observados por “alguien” -no importa quién. Lo que aquí cuenta es que el espectador ficticio sea lo suficientemente curioso como para involucrarse gratuitamente en nuestra insignificante intimidad de ciudadano medio y se construya así una nueva versión del yo (post narciso), mediatizado por una lente y por un público mudo y expectante.

La cámara de videofilmación es el vehículo por el cual se introduce esta nueva apreciación del sí mismo; la camarita como la nueva herramienta psicológica de autopercepción. El individuo solitario, cada vez más anómico, da la espalda al llamado de la logoterapia que le ofrece la búsqueda de un significado específico a su vida despojada; en cambio, el embrujo del cine literalmente lo salva de sus responsabilidades ante el mundo que le toca vivir y le sirve de modelo para reelaborarse como protagonista central de un drama anodino y carente de importancia. ¿Un narcisismo exacerbado, como apunta Humberto Beck?, ¿o quizá más complejo? ¿O acaso se trate de una representación diferente del sí mismo?

Como quiera que sea, lo cinematográfico se convierte ahora en una categoría existencial, una manera de estar en el mundo, mediada por cámaras y pantallas a menudo inexistentes salvo en los deseos personales. La imaginación fílmica del yo contemporáneo no sólo crea películas, sino que hace de todo lo que pasa en su mundo, una película personal.

Tradicionalmente en el cine, la relación espectador-pantalla (sujeto pasivo-objeto activo) estaba muy bien delimitada y su dinámica de intercambio hacía que el cine como relato se autocontemplase en la mente del espectador. Pero el hiperdesarrollo de las funciones de la cámara en la vida toda hasta llegar a la cámara casera (handycam) ha hecho que ésta se convierta en metáfora universal de la conciencia, sustituyendo al espejo de Narciso. Conversión que engendra una nueva concepción del yo: el yo cinematográfico. Aquí, la conciencia ya no se apoya en el ojo que mira su propia imagen, ni siquiera en la mirada del ojo reflejado (ese mirar mirarse de los poetas modernos), sino que la conciencia del yo se forja en una mirada ajena imaginando que se asoma con mediano interés a las pequeñeces de nuestro mundo a través de una cámara (auto voyeurismo mediado por el ojo de un camarógrafo o espectador ficticio). Ante los asedios contemporáneos contra el sujeto, he aquí una reacción social inopinada que refuerza el yo cognoscente, una genuina "fuente del yo". En este sentido, la cámara no es ninguna nueva visión de la historia (como la locomotora lo ha sido para el progreso), pero sí representa una nueva visión del yo y de su insulsa biografía. Aún más, podríamos afirmar que al descarrilarse el tren de la historia occidental, con la consiguiente pérdida del porvenir, lo que ha venido a consolarnos en nuestro infortunio es esta entretenida y banal versión cinematográfica del yo actual. (¿Pero el consuelo será lo único que nos quede?)

El impacto de este cambio de autopercepción ha conducido a consecuencias insospechadas en los medios de información. La desaparición paulatina de toda realidad que no sea filmada aumentaría la persistencia del deseo irremediable de ser mirados: camarización de las conciencias y del mundo. Una “efusión de realidad –dice Beck- nos recorre cuando una mirada de otro nos rescata de la nada” con su interés abúlico de mirón y metiche. Antes, con el narcisismo moderno, creíamos con toda pasión en la imagen que proyectábamos de nosotros mismos hacia los demás, y éramos capaces de defenderla con convicción hasta las últimas consecuencias –incluso la muerte. Ahora, estamos en el mundo sólo en la medida en que la conciencia ajena, imaginada o virtual, nos rescate del vacío. En el mundo del reality show, el deseo de ser pensados, de ser vistos, de ser conectados, lo es todo. La otredad –antes tan enigmática y aterradora- ahora nos constituye con su mirada hipotética. En ella reside la nueva facultad para otorgarnos la existencia redimida de nuestra pequeñez, aunque ésta carezca de toda significación histórica. Hasta aquí, el logrado artículo de Beck y sus implicaciones.


2) El yo mediado por una pantalla.- Sin embargo, llegado a este punto es necesario extender esta reflexión; de no hacerlo, estaríamos concibiendo sólo un lado de la relación del yo cinematográfico: el lado del protagonista. Pero nos falta completar el fenómeno con el supuesto yo que observa, ya sea a través del visor de la cámara (el yo camarógrafo) o a través de la pantalla (el yo espectador). Es decir, además del yo que es visto, hay al menos un presunto yo mirón.

Me ven, luego existo; pero también: veo a través de una pantalla, luego existo. Tan importante es salir en la tele como decirle a alguien: “te vi en la tele” -incluso el autoconfirmante por excelencia: “lo vi o lo dijeron en la televisión”. En otras palabras: el yo enfocado sólo en sí mismo parece una entidad autosuficiente que se regodearía por sí sola, pero ampliando el campo visual de análisis veremos que se trata en realidad de una relación social; el yo cinematográfico aquí propuesto no podría concebirse sin su público espectador –por imaginaria y neurótica que sea su visión. En este sentido, la función del público imaginario es tan protagónica como la del personaje central de una vida gris. El público también se realiza al constatar, a través de la pantalla, que del otro lado no hay nada excepcional ni diferente de su propia realidad; y cada espectador confirma que lo singular se ha desvanecido para siempre y que quien podría aparecer encuadrado por la cámara es él mismo y su lamentable derredor. Si ahora cualquier chavo que escribe versos puede ser poeta, y cualquier punketo puede destrozar las más elementales nociones musicales, grabar un disco y ocupar un lugar respetable del espectro comercial, entonces también cualquier vida rutinaria privada puede interesar a unos cuantos millones de iguales (blogueros del mundo, igualaos en un solo plano).

Asistimos con ello a esa glamorosa cultura mediática que pondera “la consagración del instante” (el irrenunciable grito de los románticos) como equivalente a salir “al aire” en un noticiero de radio, mandar un mensaje por celular para opinar sobre cualquier asunto, oír mencionado tu insignificante nombre en los micrófonos de cualquier foro, ver con satisfacción tu comentario publicado en un periódico acerca de alguna noticia o artículo editorial, añadir tu firma a una protesta por Internet dirigida a alguna institución de gobierno que jamás será atendida. Y así, pasamos del espejismo de la igualación a la cultura de la fosa séptica –tan fomentada por el poder mediático- en la que los derechos ciudadanos son convertidos en desechos de un público pasivo que, sin embargo, vive creyéndose activo partícipe de la historia.

Concebida así la cuestión, el yo cinematográfico forma parte central de una suerte de acción social decadente. El modelo del cine y su detrás de cámara habrá dado cuerpo así a la idea de la vida cotidiana posmoderna.


3) Lo visible.- El problema, sin embargo, no radica en la configuración cinematográfica misma adoptada por el yo y sus relaciones en la época de la decadencia occidental, sino en la visibilidad que arroja dicha configuración. Porque la percepción que los hombres van teniendo de sí mismos es siempre histórica, es decir, constitutiva del momento cultural por el que atraviese su sociedad, y si asistimos en estos tiempos a la transformación del yo moderno (el yo espejo) en un yo cinematográfico se debe al enorme peso histórico que han tenido los medios audiovisuales de alto impacto en el último siglo. De modo que el individuo concebido a sí mismo como inmerso en un maratónico programa televisivo o en una saga de cintas de corte autobiográfico quizá sea la forma específica predilecta en que la decadencia nos enmarque. Pero, ¿qué tipo de “cinematografía”, por así decirlo, se estará dando entre las miles y miles de personas insertas en la globalidad que las determina?, ¿será posible que no ya un individuo aislado sino toda una relación social completa pueda imprimirle a la percepción de su vida un perfil propio? ¿Podrá acaso convertirse la vida cotidiana de alguien o de una colectividad en cierto tipo de cine de autor?, ¿o podría acaso una comunidad contemporánea verse a sí misma como parte de una corriente artística, como una manera compartida de relatarse históricamente? Semejante cuadro de dudas es lo que seguramente se pondrá en juego en los tiempos que corren; qué calidad de comunicación, qué encuadres de la vida personal estarán por seleccionarse, qué historias, qué público… Qué estilo.

Para ello –repito- es necesario considerar la noción de lo visible: aquella yuxtaposición de códigos de distintos grupos sociales que resultan más o menos aceptados naturalmente por el espectador; como se trata también de otro concepto de carácter histórico, cada época ensancha o reduce, trastoca el horizonte y la forma de lo visible. Lo visible es lo socialmente aceptado como fotografiable o presentable. Sus cambios están ligados a las necesidades de los grupos sociales, cada uno de los cuales define su propio campo de visibilidad. Se trata de uno de los criterios de control social más efectivo que hayan inventado las culturas, puesto que determina los límites de lo permitido y los márgenes del cambio cultural mismo.

Pero también existe un margen de vulnerabilidad dentro del absoluto control de lo visible; particularmente en un filme: el cruce de los ejes diacrónico y sincrónico de toda cinta. Es muy sabido entre los historiadores la riqueza de información que representa una película realizada en cierto lugar y época de estudio; porque detrás de lo fotografiado se insinúa siempre un universo oculto “a punto de estallar”. Porque el cine no es un mero reflejo de lo real sino que es también un documento para el contra-análisis de la realidad social: una revelación. Lo visible puede ser analizado y valorado no por lo que muestra sino por lo que oculta.

Siendo en toda cultura el modelo de lo que se permite ver, lo visible -para la decadencia occidental- se ha expandido horizontal y verticalmente formando una vasta superficie plana de dos dimensiones. Dicha expansión de la visibilidad se corresponde con la expansión propia de los mercados, al grado de correr paralelamente e incluso confundirse entre sí. Como los mercados, lo visible ha tocado los límites mismos de la privacidad, extinguiéndola –recuérdese cómo empezó la “cámara escondida” sorprendiendo en su cotidianidad a ciudadanos que caían en trampas premeditadas para la comicidad del público; ahora ya ni siquiera existe el factor sorpresa...

Pues bien, el yo cinematográfico que hemos esbozado aquí obedece a cierto patrón específico de lo visible comercial en donde la cotidianeidad ha pasado a ser pública completamente: ahora me puedo permitir dormir, despertar, desayunar, bostezar, rascarme las verijas, ir al baño, humillar o ser humillado, exponer mis psicopatologías inofensivas, mostrar mis debilidades y la pérdida absoluta del decoro ante una cámara digital encendida -puedo incluso exhibir mi suicidio, como en Mar adentro, y conmocionar al mercado con altísimos raitings. Pero también los espacios tradicionalmente dedicados al amplio espectro de lo sagrado se han visto invadidos por lo visible: las diversas expresiones del dolor y sus vínculos emocionales, el momento de inspiración creativa, el inconmensurable tránsito de lo sexual a lo sublime, el inefable paso personal e intransferible hacia la muerte, y muchísimos instantes de excepción más, son ahora objetos susceptibles de un video. Lo íntimo perdió su dimensión, lo mismo que lo violento, lo vulgar, lo insulso, lo serio, lo crudo, lo institucional: un político haciendo un chascarrillo ocurrente y de mal gusto ante los micrófonos es equivalente a que lo porno llegue a todos los rincones. La vida del yo posmoderno, cinematografiado, mediado por cámaras reales o ficticias de video para un público real o ficticio, no es más que un montaje tan desprovisto de interés como una cinta porno. Por eso se podría decir que lo visible del yo cinematográfico en esta decadencia es la pornografización de la vida.

Pero si lo visible decadente se ha extendido a los lugares más recónditos de la vida privada y de lo sagrado en alianza con la poderosa expansión de los mercados, ¿qué es lo que todavía se oculta detrás de esa visibilidad, lo no permitido, lo no fotografiable? ¿Cuál es ese cosmos opaco "a punto de estallar" y de hacerse perceptible?


Lo prohibido es que las imágenes piensen...



Chapala, Jalisco, abril de 2010.

2 comentarios:

  1. Alejandro

    Ni estoy de acuerdo en todo, ni difiero grandemente de tu ensayo, me quedo con la última aserción:

    ese cosmos opaco "a punto de estallar" y de hacerse perceptible es, fijate quien lo dice -un ateo converso-, el espíritu, nuestra esencia, que nos une a todo ese universo, descrito, a través de arte cinematográfico, o de la "buena" ciencia.

    Un abrazo

    Alfonso Islas

    P.D. Te sentó el aire de Chapala ¡He!

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  2. Alfonso: sí, hay en este ensayo sobre el yo cinematográfico una crítica a la configuración mercadotécnica del individuo y al mismo tiempo la búsqueda de un más allá del cine que sin embargo está en el cine mismo, algo así como el pensar de las imágenes mismas. Gracias por tu valioso comentario.

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