lunes, 28 de enero de 2013

"Esperando a Godot": la existencia inferior



Alejandro Rozado


(...) hay muchas maneras en que
lo que estoy tratando en vano de decir
puede tratarse en vano de decir.

SAMUEL BECKETT


- Samuel Beckett, Esperando a Godot, Barcelona, Barral eds., 1970, 169 pp. 

Durante dos siglos, la interrupción dio forma a lo inconcluso. Algo profundamente romántico palpitaba en su enigmática fenomenología: la Octava Sinfonía de Schubert (la Inconclusa), la novela Enrique de Ofterdingen de Novalis, el Réquiem de Mozart, entre otras creaciones inacabadas, adquirieron un significado inquietante, una especie de grito de auxilio para la posteridad. Sin embargo, con el advenimiento del siglo XX -y hasta la fecha-, la interrupción sistemática se convirtió en ese inmenso "caldo tlalpeño" en que todos vivimos mezclados y anegados, manoteando sin la menor perspectiva. La interrupción es la vía fenoménica de la fragmentación vital de los procesos reales a los que estamos sometidos, especialmente después de la última guerra mundial. La vida en trozos tuvo su equivalente artístico en las vanguardias: la pérdida paulatina de la forma, la síncopa jazzística del bebop, el monólogo interior joyceano, la ausencia casi total -desde Mallarmé- del relato implícito en la poesía... Pero nada más apegado a la nueva realidad histórica de la posguerra que la literatura del absurdo -en especial su teatro. Quizá porque los grandes maestros fundadores del nuevo género necesario (Beckett, Ionesco, Mrozek) no tuvieron que destrozar ninguna realidad más. La pedacería misma, desprovista ya de arreglo, se impuso de manera particularmente lúcida en el teatro postrero de Europa. La sensibilidad vuelta añicos: 

ESTRAGON - (...) Eso es, ya recuerdo, anoche estuvimos charlando de naderías. Hace medio siglo que hacemos lo mismo.

A partir de la perturbadora obra literaria del escritor irlandés Samuel Beckett (1906-1989), la estética de lo ruinoso se enseñorea hoy por nuestras conversaciones cotidianas como la última realidad del lenguaje. Desprovista de todo sentido, sazonada con diálogos amnésicos y deslumbrantes que no conducen a ningún sitio, vacío fascinante del habla, la parodia del absurdo se afana en su única opción posible: esperar inútilmente. Esperar lo inesperado, lo que seguramente no ocurrirá: la mirada expectante del paisaje definitivamente desolado de la historia. Esperar a un tal Godot -quien parece que algún día podría llegar sin precisar cuándo ni a qué.

Los vaticinios acerca del desmantelamiento del discurso se han cumplido. Pero si el “para qué” ha desaparecido, ocurre exactamente lo mismo con la memoria del pasado y su sentido en un tiempo escrupulosamente organizado: 

POZZO - ¿No ha terminado de envenenarme con sus historias sobre el tiempo? ¡Insensato! ¡Cuándo! ¡Cuándo! Un día, ¿no le basta? Un día como otro cualquiera él se volvió mudo, un día yo me volví ciego, un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿no le basta? (...)

Deterioro de los grandes relatos de Occidente, ingreso de la teleología a su fase deficitaria de atención: incluso el monólogo interior devino demasiado psicologista e intelectual para la segunda mitad del siglo XX, horrorizado como estaba por el exterminio mundial.
 
El absurdo nos devolvió, en cambio, a uno de los valores consentidos (aunque ya desvencijado) de la modernidad: el diálogo. Un diálogo palurdo y anómico. No tanto un "diálogo de sordos" sino una jerigonza compartida de locuciones extrañamente bellas y desmovilizadoras. De tal modo que una pareja parloteando ha sido el vehículo idóneo para desplegar el delirio de lo nuevo cotidiano entre ciudadanos insignificantes y codependientes; también ha sido la mejor manera de exhibir la falsedad agazapada de la actual comunicación. De ahí que la pieza teatral Esperando a Godot (1952), de Beckett, siga siendo la dramaturgia por excelencia del decadentismo occidental.
 
La pareja de El Gordo y El Flaco (Laurel y Hardy) salta de la pantalla de masas para volver sobre sus propios pasos al magro entarimado europeo: convertidos en Vladimir y Estragón, los mismos cómicos vagabundos han perdido la lozanía anarquista de las situaciones encadenadas por cualquier relato pueril; ahora son dos pobres diablos en un no-lugar, en espera infructuosa de que alguien más, Godot quizá, llegue tal vez algún día a la cita. La ambigüedad de la nueva situación universal (ser ciudadanos encerrados en la aridez libre de un camino frente a un árbol seco como único escenario y casi único interlocutor) facilita la exposición de nuestra condición histórica: somos la existencia inferior -a cualquier vida, a cualquier idea más o menos coherente- que se desconoce a sí misma y que, por si fuese poco, oscila pastosamente entre el hastío y el entretenimiento. 

VLADIMIR - ¿Eres desgraciado? (El muchacho duda.) ¿Me oyes?

MUCHACHO - Sí, señor.

VLADIMIR - ¿Y?

MUCHACHO - No sé, señor.

VLADIMIR - ¿No sabes si eres o no desgraciado?

MUCHACHO - No, señor.

VLADIMIR - Igual que yo. (...)

En semejante submundo, cualquier plan de vida, por elemental que sea, está diseñado para no ejecutarse. ¿O acaso no nos suena familiar escuchar expresiones tan imperativas como "¡Ya nos vamos!" sin irse uno nunca? ¿O el "a veces me pregunto si no hubiera sido mejor que nos separásemos", sin jamás intentarlo siquiera?... El texto de Beckett, lejos de envejecer, conserva la pertinencia de nuestros tiempos: heredero de las vanguardias más radicales del lenguaje artístico, Godot es, sin embargo, la literatura más vigorosamente menguante y encabronadamente real que pudiésemos concebir: 

ESTRAGON – Todas las voces muertas.

(…)

VLADIMIR – Hablan todas a la vez.

ESTRAGON – Cada cual para sí.

(…)

VLADIMIR - ¿Qué dicen?

ESTRAGON – Hablan de su vida.

VLADIMIR – No les basta haber vivido.

ESTRAGON – Necesitan hablar de ella.

VLADIMIR – No les basta con estar muertas.

ESTRAGON – No es suficiente.

                                                                    Silencio.


"Silencio" es la interrupción definitiva del palique universal, la gran desembocadura de esta longeva y desatinada civilización murmuradora, la oscuridad absoluta: el mayor de los realismos. El absurdo de Samuel Beckett es dolorosamente liberador, la manera más inteligente de decir hoy nada:
La expresión de que no hay nada que expresar, nada con que expresarlo, nada desde lo que expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la obligación de expresarlo.

A diferencia de esa charlatanería posmoderna que satura el espacio literario de sandeces, el absurdo se va despojando de las palabras como un peregrino lo hace de sus prendas más innecesarias para sobrevivir. Beckett nos deja enjutos de lenguaje, mientras que la chatarra verbal de los Tarantinos de hoy nos engorda de clichés hasta la náusea. La facundia de la nueva literatura que emula los pleitos de los programas de "análisis" deportivos en radio y televisión -y cuyo estilo se extiende a la prensa y la política- es la forma más estúpida de trivializar a la misma nada.


Guadalajara, enero de 2013.
 
 
 

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