Alejandro Rozado
Reparad el motor del alba
En tanto me siento al borde de mis ojos
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VICENTE HUIDOBRO
- Altazor, de Vicente Huidobro, Chile [primera edición, Madrid, 1931].
Siete cantos entonan el destino de Occidente. Ni La Divina Comedia, ni Las flores del mal ó La tierra baldía. Es Altazor el mayor poema lírico y evocativo de la cosmogonía de nuestra civilización: una gran caída universal. No un despeñamiento estrepitoso, sino un suave descenso imperturbable:
La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer (...) / Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.
Poeta aéreo, Vicente Huidobro (Santiago de Chile, 1893-Cartagena, 1948) vivió desde elevado horizonte espiritual para escribir y cantar estos versos de vértigo: "Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; (...) / Mi padre era ciego y sus manos más admirables que la noche. / Amo la noche, sombrero de todos los días. / La noche, la noche del día, del día al día siguiente". Su vida fue impaciente, política. Neruda lo aborrecía. Pero a sus cuarenta y tantos se fue a la guerra contra los nazis -y de sus graves heridas murió poco después. Qué importa su vida si nos legó estos cantos siderales. Pues Altazor no es un poema histórico, ni geológico; vamos: ni siquiera planetario, sino cósmico.
Ángel expatriado de la cordura
¿Por qué hablas? ¿Quién te pide que hables?
Revienta pesimista mas revienta en silencio
Cómo se reirán los hombres de aquí a mil años
Hombre perro que aúllas a tu propia noche
Delincuente de tu alma
El hombre de mañana se burlará de ti
Y de tus gritos petrificados goteando estalactitas
¿Quién eres tú habitante de este diminuto cadáver estelar?
¿Qué son tus náuseas de infinito y tu ambición de etrenidad?
(...) ¿De dónde vienes a dónde vás?
¿Quién se preocupa de tu planeta?
Inquietud miserable
Despojo del desprecio que por ti sentiría
Un habitante de Betelgeuse
Veintinueve millones de veces más grande que tu sol
Realidad infinita, perspectiva inconmensurable -la visión más moderna de las modernidades-, ése es el escenario por donde el poeta se arroja planeando hacia el vacío astral. Su verbo es caer: no vive en la soledad de su laberinto -como imaginó Octavio Paz- buscando una "salida": no hay salida, tampoco laberinto: "Piensas que no importa caer eternamente si se logra escapar / ¿No ves que vas cayendo ya? / (...) Déjate caer sin parar tu caída, sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo". Porque al poeta moderno no le queda otra que lanzarse al abismo frío y desfalleciente. Incluso los versos, las palabras y las letras se van desprendiendo de sí mismas sobre el fondo blanco de la página convertida en insondable misterio:
Cae
Cae eternamente
Cae al fondo del infinito
Cae al fondo del tiempo
Cae al fondo de ti mismo
Cae lo más bajo que se pueda caer
Cae sin vértigo (...)
Cae en infancia
Cae en vejez
Cae en lágrimas
Cae en risas
Cae en música sobre el universo
Cae de tu cabeza a tus pies (...)
Cae al último abismo del silencio
Como el barco que se hunde apagando sus luces
Esa conjugación absoluta del verbo humano más trágico atraviesa las órbitas de los astros y de las edades perdidas, desde el cristianismo hasta los millones de obreros levantados ("La única... / La última esperanza"), para finalmente yacer, como ángel caído, "parado en la punta que agoniza". El Canto I es, en suma, el bramido del parto primigenio, mineral, del espacio desde donde brinca Altazor:
Sufro desde que era nebulosa
Y traigo desde entonces este dolor primordial en las células
Este peso en las alas
Esta piedra en el canto
Dolor de ser isla
(...) Angustia cósmica
Poliforme angustia anterior a mi vida
Y que sigue como una marcha militar
Y que irá más allá
Hasta el otro lado de la periferia universal
Los siglos que gimen por las venas de la composición van ya tocados por el dolor del primer impulso, y marcan el ritmo primigenio del canto galáctico. El polvo estelar, los mares, piedras y plantas, saludan al poeta infinito, el gran partero de las imágenes: "Señor Dios, si tú existes es a mí a quien lo debes". Profeta del creacionismo, Vicente Huidobro se proclama demiurgo indiscutible de la vida: habla en nombre de los astros por nadie conocidos y con una voz humedecida en océanos jamás nacidos; los objetos esconden un nombre incógnito que el poeta ha de revelar y, al hacerlo, bautizará al mundo, cosa por cosa, palabra por palabra. Y nos advierte de cuidar las palabras emitidas, pues cada adjetivo que no dé vida, termina matando.
Ya para el Canto III, el viaje sideral se interioriza a la deriva y se dirige primero contra las palabras y sus silencios; luego, contra los poetas mismos ("matemos al poeta que nos tiene saturados") y contra los poemas modernistas también ("Basta señora arpa de las bellas imágenes / De los furtivos como iluminados / Otra cosa otra cosa buscamos"). La caída del poeta comienza a arder: primero quema los versos pareados hasta des-aparearse; luego prosiguen desplazamientos verbales que desordenan las percepciones con delicado desdén:
Sabemos posar un beso como una mirada
Plantar miradas como árboles
Enjaular árboles como pájaros
Regar pájaros como heliotropos
Tocar un heliotropo como una música
Vaciar una música como un saco
Degollar un saco como un pingüino...
Y una vez participado en el entierro de la poesía, las palabras huérfanas viajan libres -entre choques verbales y colisiones de planetas- hacia una ansiada e incierta ruptura. Adquiriendo mayor velocidad en la caída, Altazor avanza, acicateado por una urgencia incalculada, sin más tiempo que perder; las palabras sueltas se reagrupan arbitrariamente en bloques poéticos, luego se vuelven a dispersar en versos trastocados:
Al horitaña de la montazonte
la violondrina y el golonchelo
A continuación, se desploman por el poema las caprichosas homofonías ("Ya viene la golondrina / Ya viene viene la golonfina / Ya viene la golontrina / (...) La golonniña / La golongira / La golonlira...), el repaso, a vuelo de águila, de inscripciones varias en cementerios errantes (incluido el epitafio de Huidobro: "Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar") y una sucesión vertiginosa de versos que literalmente se van haciendo jirones con la tormenta sideral:
En cruz
En luz
La tierra y su cielo
El cielo y su tierra
Selva noche
Y río día por el universo
El pájaro tralalí canta en las ramas de mi cerebro
Porque encontró la clave del eterfinifrete
Rotundo como el unipacio y el espaverso
Uiu uiui
Tralalí tralalá
Aia ai ai aaia i i
El idioma se destartala como nave que se destroza por partes en el cumplimiento de su imposible misión espacial. Empieza ahora la locura de la risa y la risa de la locura: los verbos se sustantivan.
La cascada que cabellera sobre la noche
Mientras la noche se cama a descansar
Con su luna que almohada al cielo
Yo ojo el paisaje cansado
Que se ruta hacia el horizonte
A la sombra de un árbol naufragando
El sentido de los versos se descompone. No es la revolución del lenguaje sino su inevitable ironía. Finalmente, la caída proverbial de Altazor en el último Canto se confunde instintivamente con el regreso vocal absoluto. Agonía demencial, vuelta a la entonación urgente del ave sideral, cierre cíclico al ruido planetario, el poeta se desintegra, raudo, en múltiples partes sin dejar de ser todas ellas:
Lunatando
Sonsorida e infimento
Ululayo ululamento
Plegasuena
Cantasorio ululaciente
Oraneva yu yu yo (...)
Semperiva
ivarisa tarirá
Campanudio lalalí
Auriciento auronida
Lalalí
io ia
i i i o
Ai a i ai a i i i i o ia
La civilización busca instintivamente diluirse en el eco de su propio galimatías universal; incluso más lejos, hasta antes de la inescrutable anterioridad, hasta el trino confuso de las vocales dispersas. Altazor es el viaje final, al encuentro límite y desconcertante de nosotros mismos.
Alejandro Rozado
- Macario, Bruno Traven, México, 1950.
- "La Muerte, madrina" en Cuentos de la infancia y del hogar, de los hermanos Grimm [1812].
- Las tres luces (Der Müde Tod), película de Fritz Lang (Alemania-1921), con Lili Dagover y Walter Janssen.
- Macario, película de Roberto Gavaldón (México-1960), con Ignacio López Tarso y Pina Pellicer.
En alguna aldea de la Nueva España, vive el leñador Macario con su esposa y once hijos bajo condiciones paupérrimas -incluida el hambre permanente. Su sacrificada mujer compra con sus ahorros de años un pavo y lo cocina para regalárselo a su marido, quien todos los días añora comerse un guajolote entero para él solito. Muy contento, Macario se aleja a un paraje apartado del bosque, donde suele trabajar, para darse el atracón de su vida. Sin embargo, a punto de dar inicio al banquete, se le aparecen sucesivamente: el Diablo, Jesús y la Muerte para solicitarle una pieza del guisado. Tras negarse a los dos primeros, el pobre leñador acepta -resignado- compartir con la Muerte su almuerzo. En agradecimiento, ésta le llena el guaje -que aquél siempre carga- con un agua milagrosa capaz de sanar selectivamente a enfermos graves. La única condición para convertirse en el sanador más famoso de la región será que Macario acate en cada caso particular, sin chistar, la decisión de vida o fallecimiento que le indique la Muerte.
La fábula bellamente contada de Bruno Traven es una de las diversas estrellas literarias emanadas de la explosión cultural que fue la Revolución Mexicana. La sucesión de narraciones de atmósferas y personajes rurales es tan larga como la de sus autores. Entre Los de abajo, de Mariano Azuela, Al filo del agua, de Agustín Yáñez, El diosero, de Carlos Rojas González y El llano en llamas, de Juan Rulfo, la obra del anarquista y revolucionario alemán -exiliado en México en 1924- se integra con brillo propio a tan prodigiosa constelación de novelas y cuentos que testimonian el impacto de la reforma agraria -y su fracaso- en una nación históricamente convulsionada.
A diferencia de cualquier cantidad de artistas e intelectuales extranjeros que viajaron a México temporalmente para comprender la marea socio-cultural desatada en los años inmediatamente posteriores al fin del conflicto armado, Bruno Traven llegó para quedarse, perderse en la selva de Chiapas y fusionarse a la vida comunitaria y sus costumbres. Esta audaz particularidad biográfica del transterrado europeo intervino de manera más que jugosa en la configuración de Macario, punto culminante de la literatura de este autor. Porque resulta que -como algunos saben- se trata de la reelaboración y adaptación moderna de un cuento popular antiguo ("La Muerte madrina") conservado por la tradición oral alemana en la provincia de Hesse y rescatado por los hermanos Grimm en su conocida recopilación: Cuentos de la infancia y el hogar (1812).
Macario, entonces, como una hazaña cultural: un comunalista que participa en la oleada de revoluciones europeas entre 1917 y 1919, funda la república soviética de Bavaria y, tras la represión, huye a México; un hombre culto y arriesgado que, ya en nuestro país, se lanza en pos de la experiencia colectiva espontánea y natural de los pueblos originarios mesoamericanos, imitando a sus antecesores paisanos -los Grimm- que habían asumido el compromiso romántico de ir al encuentro de la poesía popular antigua, acunada en las más apartadas aldeas germanas; un protagonista aventurero que decide de pronto, sin aspavientos, internarse en la selva, cambiar de nombre y extraviarse en el anonimato; un hombre así, lleva en la sangre una apremiante pasión comunitaria que necesita convertir en relato. Esa conversión es Macario: de una primitiva versión oral centro europea -tan breve como la estructura de un argumento- a una fábula mexicana novelada eficazmente con el lenguaje lacónico y sabio de los hombres sencillos del campo:
Aceptamos esta vida -dice Macario a la Muerte- porque fue la que nos dieron, y nos sentimos felices a nuestra manera, porque siempre estamos procurando hacer algo bueno de una cosa malísima y en la que parece no haber esperanza.
Pero las nutriciones intertextuales no se agotan -en el caso de Macario- con la literatura sino que se extienden también al ámbito del cine.
Pocos años antes de que Traven llegase a México, en su país natal se exhibió una película (muda) llamada Las tres luces (Der Müde Tod, 1921), de Fritz Lang, considerada hasta la fecha una obra maestra. En ella se hace referencia al cuento "La Muerte, madrina", transcrito por los hermanos Grimm -en especial, cuando la protagonista del filme es conducida por la Muerte a un meta recinto poblado por velas encendidas que equivalen al tiempo de vida de los humanos: cada vela que apague su flama significa que alguien muere en la vida real. Si bien dicha imagen no es recuperada por el texto de Traven, reaparece transfigurada en la cinta mexicana del mismo nombre (Macario, de Roberto Gavaldón, México, 1960). En este memorable filme, la cámara de Gabriel Figueroa emula lo hecho por Fritz Lang y filma en premiado blanco y negro una gruta poblada por velas y cirios encendidos frente a los cuales la Muerte mexicana y Macario deliveran acerca de los límites fatales de la vida.
Nodo simbólico que se teje y desteje entre las costumbres aldeanas germánicas y la inspiración indígena nacional, entre el profundo suspiro romántico alemán y el brusco respiro revolucionario de nuestro país; entre el cine mudo de Lang y el cine mágico de Gavaldón, Macario es -más que un texto literario- una fascinante relación, casi inconcebible, de épocas.
Alejandro Rozado
El oficio del salteador
ya no era el camino del honor y la fama
- La viuda de las montañas, de Walter Scott (primera edición, 1827).
A comienzos del siglo XIX, una mujer vieja y malhumorada vive bajo extrema pobreza en un paraje de las Tierras Altas de Escocia, aislada de los demás miembros de la comarca. Paga el costo de un destino que jamás comprendió. Su nombre: Elspat, viuda de MacTavish El Grande, famoso bandido de antaño que vivía con su mujer y secuaces gobernando la región mediante el pillaje a campesinos y mercaderes. Después de su viudez, la aguerrida fémina tuvo la insensatez de incubar la venganza contra el poder central y, con ello, comprometer a su único hijo en un tipo de vida agreste que había sido rebasado por la propia Historia. Inglaterra había pacificado, al fin, aquellas tierras de clanes guerreros y ahora reclutaba gallardos jóvenes escoceses para ir a combatir a América contra los independentistas. Eran otros tiempos. No obstante, la terca resistencia de la aferrada Elspat a sostener antiguos ideales bélicos regionales orilló a su lobato Hamish a sacrificarse como un héroe absurdamente trágico, al serle imposible optar con libre franqueza entre la veneración tradicional por su manipuladora madre y el deber cívico y militar que sentía por su nueva patria.
Sin duda, el gran prosista del romanticismo europeo fue Walter Scott; su indiscutible mérito de haber fundado la novela histórica moderna va ligada íntimamente a una prosa elegante, precisa y, al mismo tiempo, fluida. El trazo de los paisajes desprendidos desde su fina pluma respiran el oxígeno otoñal y boscoso de las Tierras Altas de Escocia. Acaso esta narrativa de briosa relación con la naturaleza sólo pueda compararse en las artes visuales con la obra del pintor alemán Caspar David Friedrich -contemporáneo de Scott. En este notable relato, La viuda de las montañas, tenemos un palpable ejemplo vitalista con la descripción de un misterioso roble:
Era un árbol de extraordinarias proporciones y belleza pintoresca, y se alzaba justo en unos pequeños claros de un terreno abierto entre enormes peñascos que habían caído rodando desde la montaña. (...) el claro se extendía hasta el pie de una roca, de pared altiva y alta, de cuya cumbre brotaba un arroyo que bajaba en cascada disolviéndose en rocío y espuma.
Tras dicho árbol reposaba, ensimismada sobreviviente de un tiempo mítico, la vieja viuda del relato. Un palimpsesto de edades recubre la estampa: las antediluvianas rocas y montañas, el roble centenario y la mujer proveniente de una edad legendaria se funden en un escenario emocional que palpita, vibrante, con los heroicos acontecimientos ya idos, disueltos por el paso del tiempo. Extraña sensación: el tiempo pasa y, a la vez, permanece. Tres niveles de temporalidad distintos (las rocas, el árbol, la anciana) conviven en aparente armonía natural pero en furioso conflicto histórico. La viuda del valeroso y cruel MacTavish El Grande exclama desafiante:
(...) Dicen que las Tierras Altas han cambiado, pero yo veo el monte Ben Cruachan alzar tan alto como siempre su cresta en el cielo del atardecer, y nadie ha pastoreado todavía sus vacas en las profundidades del río Loch Awe, ni ese roble se inclina como un sauce. Los hijos de las montañas serán como sus padres hasta que las mismas montañas se nivelen con el valle. En estos salvajes bosques que antes cobijaron a miles de hombres valientes todavía hay sustento y refugio suficientes para una anciana y un joven noble de la antigua raza y las viejas costumbres.
La bravura inclemente en el combate a cielo abierto se enfrenta a la fase aristocrática de una civilización que ha emprendido la larga marcha hacia su propia modernidad. Precisamente ésta es la tragedia que registra el romanticismo europeo, desde Novalis hasta Pushkin: el doloroso tránsito de las tradicionales costumbres medievales y de añorado sabor regional hacia el imperio de los Estados unificados en grandes naciones. Éste sería el gran tema de la sociología alemana posterior: la preocupación por la lucha entre la tradición y la modernidad en la civilización actual. Menudo asunto del que ya había reflexionado el sabio Giambattista Vico por los mismos años en que los MacTavish arrasaban la comarca con sus orgullosas fechorías épicas. Vico sugirió -a principios del siglo XVIII- que de haber vivido en el siglo de Pericles alguien como el respetado e invencible Aquiles, sería un bárbaro criminal perseguido por la democracia ateniense.
Con este bello relato, entre otros más, Walter Scott dio cuerpo y vitalidad a una de las más inspiradas tradiciones modernas: el romanticismo. Aunque se trataría ya de un romanticismo tardío, maduro, menos entusiasta e hiperbólico, más crítico y de mayor conciencia histórica que sus predecesores alemanes. Semejante conciencia comprendía, con recóndita luz, que un personaje tan impaciente e impulsivo como el de la señora Elspat MacTavish representaba el temple épico de antaño, pero que constituía un carácter psicópata y antisocial bajo el alba de la modernidad.
Deliciosa lectura.
Alejandro Rozado
Todo hombre se parece a su dolor.
- La condición humana, André Malraux, primera edición en francés: 1933.
Shanghái, primavera de 1927. Tchen, un militante terrorista, se lanza con una bomba al auto de Chiang Kaishek -líder autoritario del partido nacionalista chino Kuomintang- para asesinarlo y así evitar la inminente persecución contra sus aliados comunistas en la lucha por unificar al país. El atentado fallará. Por otra parte, Kyo -joven dirigente del Partido Comunista de China que se ha encargado, tres semanas antes, de la formidable insurrección obrera que facilitó el arribo del ejército de Chiang Kaishek a la industriosa ciudad- se niega a deponer las armas al Kuomintang, pues sospecha de la traición de los nacionalistas. Su camarada, Katov -sobreviviente ruso, años atrás, de un fusilamiento masivo del ejército blanco- es enviado por la Internacional Comunista a respaldar al partido hermano de China. Los tres (Tchen, Kyo y Katov) son hombres marcados por un destino cada vez más estrecho e inapelable. Pues la Historia -personaje principal de esta novela- los conduce hacia una garganta negra ante cuyos designios fatales todavía es posible dotar de significado a sus propias muertes.
Novela de excepción, La condición humana se ha convertido con los años en una novela histórica: recorre con cercanía notable la insurrección del 22 de marzo de 1927 y la posterior jornada sangrienta del 11 y 12 de abril del mismo año en que fueron asesinados decenas de miles de obreros y comunistas chinos. El vencedor indiscutido de ambos episodios, Chiang Kaishek, lograría dominar casi todo el territorio continental durante suficientes años hasta la revancha de largo aliento dirigida por Mao Tsetung -cuyo lugarteniente, Chou Enlai, por cierto, fue el líder de Shanghái que inspiró la construcción del personaje Kyo.
La crudeza narrativa de esta obra quizá se deba a que el autor, André Malraux, vivió por esos años en Indochina; recorrió bares, clubes intelectuales, cárceles inmundas y círculos revolucionarios a través de una vida sagaz y aventurera sin parangón. Su vigor literario es imparable, como un bombeo de sangre que arroja todo tipo de intensidades hasta formar un flujo continuo de vitalidad histórica. Malraux: un corazón combativo que narra a fuertes pulsaciones por minuto.
Más que un diálogo con la Historia, los personajes principales de La condición humana parecen estar sintonizados con aquélla a través de un sobrentendido básico en la oscuridad. Por ejemplo, Tchen, el solitario terrorista, merodea por las callejuelas de la gran urbe oriental:
"(...) allí nada quedaba del mundo, como no fuese una noche en la cual Tchen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen".
Noche cómplice. El complot individual tiene un grado de eficacia mayor que cualquier conspiración grupal, pues no hay riesgo de delaciones. Tchen, el nihilista que pierde ganando o viceversa. Su maestro, el sabio Gisors, lo describe con profundidad intuitiva:
"No aspira a ninguna gloria, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear sino la muerte? Sin duda, pretende darle el sentido que otros dan a la vida. Morir lo más alto posible. ¿Alma de ambicioso, lo bastante lúcida, lo bastante separada de los hombres o lo bastante para despreciar todos los objetos de su ambición y hasta su ambición misma?"
En cambio, Kyo -el hijo único de Gisors- se relaciona de otro modo con su fatalidad a través de un marxismo de poderosa perspectiva historicista. En víspera del levantamiento popular del 22 de marzo, el protagonista permanece bajo inevitable vigilia durante la misma noche de Tchen:
"Acostado para tratar de debilitar su cansancio, Kyo esperaba. No había encendido la luz, no se movía. No era él quien pensaba en la insurrección; era la insurrección, viva en tantos cerebros -como el sueño en tantos otros-, la que pensaba sobre él, hasta el punto en que ya no era más que inquietud y espera".
Como es sabido, la historia se concentra de repente en un punto del mapa (en este caso, Shanghái) y calienta con malevolencia el alfiler del cual dependerá el desarrollo posterior de la humanidad. Una China soviética, que junto a la URSS sumaría, a la sazón, 600 millones de hombres bajo una nueva esperanza, oscila en esa maldita noche entre la victoria y la derrota. La voluntad de Kyo parece ser, en ese oscuro momento, el punto concentrado sobre el cual vacila el destino del mundo. Pero lejos de concebirse a sí mismo como un ser individual determinante, comprende desde sus propias tinieblas aquel lazo primitivo con los demás que concuerda siempre con similares instantes de elevación histórica:
"Los hombres en general no son mis semejantes (...); mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran; los que me aman contra todo; ... contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; a mí y no lo que yo haya hecho o haga; quienes me amen tanto como yo a mí mismo; hasta el suicidio, incluso..."
Pronto llegaría el suicidio, con el golpe ulterior del Kuomintang contra sus propios aliados. Una cápsula de arsénico puede decidirlo todo, antes del incendio de la propia dignidad.
La matanza de comunistas fue atroz y diversa: unos, ejecutados con el tiro de gracia en plena calle; otros, fusilados en masa con ametralladoras; y los demás, incinerados vivos al carbón de las calderas industriales. El devenir de los hechos en la inconmensurable China continuaría por más de dos décadas despedazando vidas a granel. No obstante, Mao Tsetung convencería a Chou Enlai (sobreviviente histórico de la masacre) de la necesidad de comenzar de nuevo, en el campo y no en las ciudades, desde cero. Impresionante hazaña.
(En esta última foto: Chou Enlai y Mao Tsetung reorganizando al Partido Comunista después de la masacre de Shanghái)