Alejandro Rozado
El oficio del salteador
ya no era el camino del honor y la fama
- La viuda de las montañas, de Walter Scott (primera edición, 1827).
A comienzos del siglo XIX, una mujer vieja y malhumorada vive bajo extrema pobreza en un paraje de las Tierras Altas de Escocia, aislada de los demás miembros de la comarca. Paga el costo de un destino que jamás comprendió. Su nombre: Elspat, viuda de MacTavish El Grande, famoso bandido de antaño que vivía con su mujer y secuaces gobernando la región mediante el pillaje a campesinos y mercaderes. Después de su viudez, la aguerrida fémina tuvo la insensatez de incubar la venganza contra el poder central y, con ello, comprometer a su único hijo en un tipo de vida agreste que había sido rebasado por la propia Historia. Inglaterra había pacificado, al fin, aquellas tierras de clanes guerreros y ahora reclutaba gallardos jóvenes escoceses para ir a combatir a América contra los independentistas. Eran otros tiempos. No obstante, la terca resistencia de la aferrada Elspat a sostener antiguos ideales bélicos regionales orilló a su lobato Hamish a sacrificarse como un héroe absurdamente trágico, al serle imposible optar con libre franqueza entre la veneración tradicional por su manipuladora madre y el deber cívico y militar que sentía por su nueva patria.
Sin duda, el gran prosista del romanticismo europeo fue Walter Scott; su indiscutible mérito de haber fundado la novela histórica moderna va ligada íntimamente a una prosa elegante, precisa y, al mismo tiempo, fluida. El trazo de los paisajes desprendidos desde su fina pluma respiran el oxígeno otoñal y boscoso de las Tierras Altas de Escocia. Acaso esta narrativa de briosa relación con la naturaleza sólo pueda compararse en las artes visuales con la obra del pintor alemán Caspar David Friedrich -contemporáneo de Scott. En este notable relato, La viuda de las montañas, tenemos un palpable ejemplo vitalista con la descripción de un misterioso roble:
Era un árbol de extraordinarias proporciones y belleza pintoresca, y se alzaba justo en unos pequeños claros de un terreno abierto entre enormes peñascos que habían caído rodando desde la montaña. (...) el claro se extendía hasta el pie de una roca, de pared altiva y alta, de cuya cumbre brotaba un arroyo que bajaba en cascada disolviéndose en rocío y espuma.Tras dicho árbol reposaba, ensimismada sobreviviente de un tiempo mítico, la vieja viuda del relato. Un palimpsesto de edades recubre la estampa: las antediluvianas rocas y montañas, el roble centenario y la mujer proveniente de una edad legendaria se funden en un escenario emocional que palpita, vibrante, con los heroicos acontecimientos ya idos, disueltos por el paso del tiempo. Extraña sensación: el tiempo pasa y, a la vez, permanece. Tres niveles de temporalidad distintos (las rocas, el árbol, la anciana) conviven en aparente armonía natural pero en furioso conflicto histórico. La viuda del valeroso y cruel MacTavish El Grande exclama desafiante:
(...) Dicen que las Tierras Altas han cambiado, pero yo veo el monte Ben Cruachan alzar tan alto como siempre su cresta en el cielo del atardecer, y nadie ha pastoreado todavía sus vacas en las profundidades del río Loch Awe, ni ese roble se inclina como un sauce. Los hijos de las montañas serán como sus padres hasta que las mismas montañas se nivelen con el valle. En estos salvajes bosques que antes cobijaron a miles de hombres valientes todavía hay sustento y refugio suficientes para una anciana y un joven noble de la antigua raza y las viejas costumbres.La bravura inclemente en el combate a cielo abierto se enfrenta a la fase aristocrática de una civilización que ha emprendido la larga marcha hacia su propia modernidad. Precisamente ésta es la tragedia que registra el romanticismo europeo, desde Novalis hasta Pushkin: el doloroso tránsito de las tradicionales costumbres medievales y de añorado sabor regional hacia el imperio de los Estados unificados en grandes naciones. Éste sería el gran tema de la sociología alemana posterior: la preocupación por la lucha entre la tradición y la modernidad en la civilización actual. Menudo asunto del que ya había reflexionado el sabio Giambattista Vico por los mismos años en que los MacTavish arrasaban la comarca con sus orgullosas fechorías épicas. Vico sugirió -a principios del siglo XVIII- que de haber vivido en el siglo de Pericles alguien como el respetado e invencible Aquiles, sería un bárbaro criminal perseguido por la democracia ateniense.
Con este bello relato, entre otros más, Walter Scott dio cuerpo y vitalidad a una de las más inspiradas tradiciones modernas: el romanticismo. Aunque se trataría ya de un romanticismo tardío, maduro, menos entusiasta e hiperbólico, más crítico y de mayor conciencia histórica que sus predecesores alemanes. Semejante conciencia comprendía, con recóndita luz, que un personaje tan impaciente e impulsivo como el de la señora Elspat MacTavish representaba el temple épico de antaño, pero que constituía un carácter psicópata y antisocial bajo el alba de la modernidad.
Deliciosa lectura.
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