Alejandro Rozado
Todo hombre se parece a su dolor.
- La condición humana, André Malraux, primera edición en francés: 1933.
Shanghái, primavera de 1927. Tchen, un militante terrorista, se lanza con una bomba al auto de Chiang Kaishek -líder autoritario del partido nacionalista chino Kuomintang- para asesinarlo y así evitar la inminente persecución contra sus aliados comunistas en la lucha por unificar al país. El atentado fallará. Por otra parte, Kyo -joven dirigente del Partido Comunista de China que se ha encargado, tres semanas antes, de la formidable insurrección obrera que facilitó el arribo del ejército de Chiang Kaishek a la industriosa ciudad- se niega a deponer las armas al Kuomintang, pues sospecha de la traición de los nacionalistas. Su camarada, Katov -sobreviviente ruso, años atrás, de un fusilamiento masivo del ejército blanco- es enviado por la Internacional Comunista a respaldar al partido hermano de China. Los tres (Tchen, Kyo y Katov) son hombres marcados por un destino cada vez más estrecho e inapelable. Pues la Historia -personaje principal de esta novela- los conduce hacia una garganta negra ante cuyos designios fatales todavía es posible dotar de significado a sus propias muertes.
Novela de excepción, La condición humana se ha convertido con los años en una novela histórica: recorre con cercanía notable la insurrección del 22 de marzo de 1927 y la posterior jornada sangrienta del 11 y 12 de abril del mismo año en que fueron asesinados decenas de miles de obreros y comunistas chinos. El vencedor indiscutido de ambos episodios, Chiang Kaishek, lograría dominar casi todo el territorio continental durante suficientes años hasta la revancha de largo aliento dirigida por Mao Tsetung -cuyo lugarteniente, Chou Enlai, por cierto, fue el líder de Shanghái que inspiró la construcción del personaje Kyo.
La crudeza narrativa de esta obra quizá se deba a que el autor, André Malraux, vivió por esos años en Indochina; recorrió bares, clubes intelectuales, cárceles inmundas y círculos revolucionarios a través de una vida sagaz y aventurera sin parangón. Su vigor literario es imparable, como un bombeo de sangre que arroja todo tipo de intensidades hasta formar un flujo continuo de vitalidad histórica. Malraux: un corazón combativo que narra a fuertes pulsaciones por minuto.
Más que un diálogo con la Historia, los personajes principales de La condición humana parecen estar sintonizados con aquélla a través de un sobrentendido básico en la oscuridad. Por ejemplo, Tchen, el solitario terrorista, merodea por las callejuelas de la gran urbe oriental:
"(...) allí nada quedaba del mundo, como no fuese una noche en la cual Tchen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen".Noche cómplice. El complot individual tiene un grado de eficacia mayor que cualquier conspiración grupal, pues no hay riesgo de delaciones. Tchen, el nihilista que pierde ganando o viceversa. Su maestro, el sabio Gisors, lo describe con profundidad intuitiva:
"No aspira a ninguna gloria, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear sino la muerte? Sin duda, pretende darle el sentido que otros dan a la vida. Morir lo más alto posible. ¿Alma de ambicioso, lo bastante lúcida, lo bastante separada de los hombres o lo bastante para despreciar todos los objetos de su ambición y hasta su ambición misma?"En cambio, Kyo -el hijo único de Gisors- se relaciona de otro modo con su fatalidad a través de un marxismo de poderosa perspectiva historicista. En víspera del levantamiento popular del 22 de marzo, el protagonista permanece bajo inevitable vigilia durante la misma noche de Tchen:
"Acostado para tratar de debilitar su cansancio, Kyo esperaba. No había encendido la luz, no se movía. No era él quien pensaba en la insurrección; era la insurrección, viva en tantos cerebros -como el sueño en tantos otros-, la que pensaba sobre él, hasta el punto en que ya no era más que inquietud y espera".Como es sabido, la historia se concentra de repente en un punto del mapa (en este caso, Shanghái) y calienta con malevolencia el alfiler del cual dependerá el desarrollo posterior de la humanidad. Una China soviética, que junto a la URSS sumaría, a la sazón, 600 millones de hombres bajo una nueva esperanza, oscila en esa maldita noche entre la victoria y la derrota. La voluntad de Kyo parece ser, en ese oscuro momento, el punto concentrado sobre el cual vacila el destino del mundo. Pero lejos de concebirse a sí mismo como un ser individual determinante, comprende desde sus propias tinieblas aquel lazo primitivo con los demás que concuerda siempre con similares instantes de elevación histórica:
"Los hombres en general no son mis semejantes (...); mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran; los que me aman contra todo; ... contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; a mí y no lo que yo haya hecho o haga; quienes me amen tanto como yo a mí mismo; hasta el suicidio, incluso..."Pronto llegaría el suicidio, con el golpe ulterior del Kuomintang contra sus propios aliados. Una cápsula de arsénico puede decidirlo todo, antes del incendio de la propia dignidad.
La matanza de comunistas fue atroz y diversa: unos, ejecutados con el tiro de gracia en plena calle; otros, fusilados en masa con ametralladoras; y los demás, incinerados vivos al carbón de las calderas industriales. El devenir de los hechos en la inconmensurable China continuaría por más de dos décadas despedazando vidas a granel. No obstante, Mao Tsetung convencería a Chou Enlai (sobreviviente histórico de la masacre) de la necesidad de comenzar de nuevo, en el campo y no en las ciudades, desde cero. Impresionante hazaña.
(En esta última foto: Chou Enlai y Mao Tsetung reorganizando al Partido Comunista después de la masacre de Shanghái)
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