Alejandro Rozado
Estaba la casa llena. El sol me tenía en ascuas, las manos pegajosas de sudor y todos gritándonos el hastío desde lejos. Ese episodio en particular se hizo interminable, y como no había cátcher, cada pichada que el bateador en turno dejaba pasar provocaba que la pelota rodase entre los matorrales secos atrás de la cancha; aquel llano se engullía nuestras voces convertidas en hilos neuróticos que querían terminar ya con el juego. Estaba la casa llena y sólo un out en la última entrada. Alex Reina, nuestro pítcher “estrella” de escasos trece años (aunque por lo enano parecía de once), cubría toda la ruta de un juego a siete innings. Encerrado en un mutismo desconcertante, el chico lanzaba impetuoso la pelota a home con un descontrol proverbial que desesperaba aún más a los contrarios. No éramos un gran equipo de béisbol: casi siempre perdíamos contra los del Madrid; pero en ese día caluroso de mayo de 1969 íbamos ganando. Tor en primera base, José en segunda, Víctor en el short, Rodrigo en la tercera; Felipe, Lalo y yo en los jardines. Como dije, no había cátcher. Ahí estábamos todos, o al menos los fundamentales, los mismos cuates de la cuadra que horas después festejaríamos nuestro triunfo en casa de Felipe escuchando nuestra nueva adquisición: This Was Jethro Tull, un disco rarísimo con muchos perros en la portada. Sesión para no iniciados: una canción para Jeffrey, serenata en flauta para un cucú, rock para viajar a todas partes y Dharma para uno. Caminar la tarde bajando la loma de los Estudios San Ángel hacia la casa de Sharky, la ciudad de México dorándose espléndida ante nuestros ojos, dueños de algo que nos raptó el tiempo en el sigilo, los discos LP bajo el brazo, los cigarros listos, el aire fresco emboscando el momento, deteniéndolo ahí, mientras esquivábamos el follaje caído de los pirúes de la avenida Altavista... Era la primavera del 69 y habíamos cerrado el juego del mediodía con un double play: de Víctor a José a Tor. Cerramos como nunca más lo haríamos. También esa tarde bajábamos a casa de Sharky dueños –como digo- de algo que, sin perderse del todo, jamás recuperamos; algo que huele a tierra húmeda y que flota en un atardecer contemplado desde la glorieta de la calle Guadalupe, de cara al Panteón Jardín, los amigos sentados, fumando Raleigh sin filtro, el empedrado parejo y brilloso, y esa generación viniéndosenos encima sin percatarnos. ¿Qué fuimos? Indescifrable espíritu, pequeñas cábulas cotidianas, magia inefable de las noches azules que tomaba cuerpo al dar inicio Bob Dylan con su piedra rodante; Proyección 590 sintonizado en el radio de un Volkswagen, los viajes de aventón, la greña larga, los campamentos al Desierto de los Leones que trenzaban jornadas al interior de cada uno de nosotros. Tor y yo hacíamos planes para irnos de guerrilleros –a nadie le decíamos: iba en serio. “Adolescencia, tierra arada por una idea fija” (Octavio Paz). La vida se nos iba en serio y apostamos por ella. ¿Qué construimos mientras practicábamos, asiduos, con los bats y las manoplas? Noches enteras de dominó, Love is con Eric Burdon interceptando fantasmas personales, “Pierna-buena” todos los días y un código estrecho de identidad protegida. Resguardada. Y la edad se desbocó sobre ello. Los recuerdos se confunden y me aferro a un comienzo, el que sea, al menor pretexto. No quiero reconstruir esa historia, no hay ocasión para racionalizarla y asignarnos dudosos roles; sólo siento la necesidad de decir algo que nunca dije, pero que percibí allá en la soledad del jardín izquierdo; algo que, sin saberlo con exactitud, deja abierta una herida por más de cuatro décadas. La vida era un soplo que se esfumaba de las manos sin poderla retener; necesito zambullirme en los orígenes, en esa comunión, esa complicidad invisible y sobrentendida que aún brilla en nuestros ojos, ese secreto que poseíamos y que no puedo guardar solo. La memoria falla, pero la imaginación puede evocar el pasado y fundirlo con la pasión del mediodía, allá en el llano, cuando aquel roletazo cayó en el guante de Víctor, a José, a Tor. Double play! que jamás repetiríamos.
(Texto publicado en abril de 2005 en la revista Tragaluz.)