En la película The Field of Dreams (El campo de los sueños) alguien afirma que lo mejor de la historia de los Estados Unidos es su béisbol. Creo que es totalmente acertado. Difícilmente encontraremos una disciplina de tan hondas raíces y significados como ese deporte en la Unión Americana, capaz de suscitar todo un espíritu social, es decir, un universo complejo y bien estructurado, ideado para una larga duración a través de la paciente acumulación estadística de los récords. Sin duda, el béisbol es el deporte con mayor conciencia histórica. Sus cifras y registros cronológicos constituyen la genealogía de un fenómeno vital de masas: la malla infinitesimal de datos correlacionados que contienen -y sostienen- un cuerpo histórico que respira, se agita, vive y muere alrededor de un bat y una pelota, un diamante con cuatro bases, un jardín profundo, guantes y cachuchas. No hay nada más orgánico que el béisbol.
En 1968, en el por muchas razones fatídico mes de octubre, se enfrentaron en la Serie Mundial de Grandes Ligas exactamente dos equipos que 38 años después se verían las caras otra vez: los Tigres de Detroit por la Liga Americana y los Cardenales de San Luis por la Liga Nacional. La serie del 2006 se definió con facilidad en favor de los poderosos Cardenales del poderoso toletero Pujols. En cambio, en el lejano 68 fuimos testigos de una de las series mundiales más emocionantes de la historia de este deporte; epopeya que ganó Detroit en un espectacular e inteligente duelo de estrategias, especialmente de pitcheo, hasta el séptimo y último juego de la serie.
De hecho, durante todo ese año habían dominado los pítchers sobre los bateadores. Los números de la temporada se verían fielmente reflejados en los equipos finalistas. Por el lado de los Cardenales, destacaba uno de los monstruos del montículo en los años 60: Bob Gibson, verdugo de los Yankees de Nueva York en la serie de 1964 y de los Medias Rojas de Boston en la de 1967. Gibson llegó a la serie del 68 con 22 juegos ganados y 9 perdidos, y con un porcentaje microscópico de 1.12 de carreras limpias admitidas. Era el gran villano: lanzaba la pelota como si fuese un asesino, de mirada fría y amenazante, gallardamente negro como el ébano, y estilizado y de movimientos ágiles como los de una pantera gigante. Por el lado de los Tigres -club centenario que suele llegar cada veinte años a la serie final- figuraba otro fenómeno de las cifras: Denny McLain. Este pítcher derecho de origen irlandés era un fuera de serie, pues llegó al final de esa temporada con 31 juegos ganados contra sólo 6 perdidos. Para darnos una idea de lo que esto significa, baste señalar que desde 1934, con el gran Dizzy Dean de los Cardenales, ningún lanzador de Ligas Mayores había vuelto a ganar más de treinta juegos por temporada -tampoco nadie ha repetido la hazaña de McLain hasta ahora. O sea que a lo largo de casi ocho décadas, solamente el irlandés ha rebasado la treintena de juegos ganados. A la sombra de éste, como segundo lanzador del staff de pitcheo, estaba el zurdito Mickey Lolich, con récord de 17-9 en ganados y perdidos y con un alto índice de ponches. Los Tigres llegaban, además, con una leyenda del bat y el fildeo: el veterano Al Kaline, quien (en 1955), a los 20 años de edad, había sido el campeón de bateo de la Liga Americana con .340 de porcentaje y durante todos los años 60's había calificado como el mejor jardinero a la defensiva de la misma liga. Finalmente, la batería de jonroneros de Detroit se completaba con Dick MacCauliffe, Jim Northrup, Norm Cash y Willie Horton (un gordito que hacía el swing en rigurosa línea horizontal, soportando el peso del bat en esa posición con sus gruesas muñecas). Los Cardenales, por su parte, contaban con otras dos figuras al bat: Lou Brock, espectacular robador de bases que ya había mostrado su peligrosidad en series mundiales anteriores; y Orlando Cepeda, poderoso cuarto bat productor de carreras. Con esos pedazos de beisbolistas, los dos equipos llegaron a la serie final.
En el Juego 1 se enfrentaron Gibson y McLain en un esperadísimo match de lanzadores. Ese día fue 2 de octubre de 1968 y también hubo una masacre en el Busch Stadium de St. Louis Missouri: Bob Gibson, el asesino, impuso una marca de 17 bateadores retirados por la vía del ponche, incluyendo tres a Kaline y tres más a Norm Cash; los Tigres sólo pudieron dar cinco hits sin ninguna carrera. Gibson salió a jugar precisamente en el punto culminante de su carrera y blanqueó a Detroit 4-0. Con esas piedras lanzadas a home, ni McLain y su cadena de triunfos en la temporada ni nadie pudo hacer algo. El Juego 2 fue, en cambio, fácilmente ganado por los Tigres: 8 carreras contra 1. El zurdo Lolich dio una impactante demostración de fortaleza al lanzar bolas rápidas e, incluso, completar el juego. (Antes los pítchers podían cubrir las nueve entradas de cada partido si demostraban su dominio sobre el equipo rival; ahora los expertos calculan 100 lanzamientos como límite máximo de cualquier abridor en un juego, después del cual es sustituido por un relevista.)
Ya en la ciudad de Detroit, el Juego 3 fue un cubetazo de agua fría para los aficionados locales, pues no habiendo un pítcher de respeto en el brazo del cardenal Washburn, los Tigres de todos modos cayeron 7-3. Orlando Cepeda y el cátcher Tim McCarver (otro irlandés) batearon cada uno un homerun de dos carreras para garantizar el triunfo de San Luis. El Juego 4 fue una reedición del primero: Bob Gibson de nuevo aplastó a Denny McLain, esta vez diez carreras contra sólo una. Ahora fue Lou Brock quien respaldó a su pítcher en la ofensiva: pegó primero un jonrón, después un doblete y luego un triple, conduciendo cuatro carreras al plato. Derrumbado McLain, los Tigres estaban en una de las peores desventajas en las series mundiales: ir abajo 3 juegos contra 1. Entonces volvió a aparecer Mickey Lolich en el Juego 5, y aunque comenzó el primer inning anunciando una tragedia (cuando Lou Brock abrió el juego dando un doble para posteriormente anotar la primera de un rally de tres carreras), el zurdo mostró una capacidad de recuperación asombrosa: en los siguientes 8 innings no volvió a permitir carrera y completó de nuevo el partido. Los Tigres ganaron 5-3.
Al ver el potencial de Lolich, el manager de los Tigres, Mayo Smith, decidió invertir el orden de la lista de lanzadores; la lógica indicaba que para el séptimo juego se debían de enfrentar de nueva cuenta en un tercer duelo los mejores pítchers del momento (Gibson y McLain). En forma sorpresiva, Smith mandó pitchar a McLain en el Juego 6, de vuelta en el estadio de los Cardenales, contra el mediano Washburn. El derecho de los Tigres recuperó entonces la forma que había tenido durante la temporada regular: venció al equipo local esparciendo nueve hits y permitiendo sólo una carrera. La ofensiva de Detroit explotó, al fin, en el tercer inning con un rally de 10 carreras, para finalmente ganar 13-1. Al Kaline y Jim Northrup impulsaron cada quien cuatro carreras -Northrup con un jonrón impresionante con casa llena.
El 10 de octubre fue el día climático del Juego 7. Por los Cardenales salió al montículo un descansado Bob Gibson, dispuesto a acabar con los campeones de la Liga Americana -como había hecho con los Yanquis de Nueva York de Mickey Manlte y Roger Maris cuatro años atrás y con Los Medias Rojas de Boston de Carl Yaztrzemsky doce meses antes. Por los Tigres, Mayo Smith decidió jugársela con el caballo negro, Lolich, cuyo brazo solamente tenía un par de días de descanso, pero que no obstante estaba enrachado contra los de San Luis. El partido dio inicio y el tiempo entonces se detuvo: Gibson colgó el primer cero en la pizarra y Lolich hizo lo mismo; y así, sucesivamente, transcurrieron los innings, bateador tras bateador, hasta la parte alta de la séptima entrada, con el marcador 0-0. En ese séptimo inning, y ya con dos outs, Kaline y Cash se embasaron al conectar en forma consecutiva dos sencillos; luego tocó el turno al bat a Jim Northrup, quien pegó un batazo elevado y profundo, pero fildeable, al jardín central. En ese preciso momento algo inesperado ocurrió: el jardinero de San Luis, Curt Flood, calculó mal la trayectoria de la pelota en el aire y se vio rebasado por el fly, el cual se convirtió en un triple productor de dos carreras. Todavía Bill Freehan conectó un doblete impulsor de Northrup y la tercera carrera de los Tigres. Los Cardenales siguieron sin anotar en el cierre de la séptima y la octava entrada. En la novena ambos equipos anotaron una carrera, quedando el marcador final 4-1. Contra todo pronóstico, los Tigres de Detroit habían ganado la serie mundial. El bravísimo Mickey Lolich fue nombrado el Jugador Más Valioso de la serie (un reconocimiento muy codiciado por todo pelotero), al considerar la hombrada realizada por el zurdo de ganar tres de los cuatro juegos necesarios para obtener el campeonato y porque durante el quinto y séptimo juegos acumuló 16 entradas consecutivas en las que no permitió a los Cardenales que le anotaran una sola carrera.
Treinta y ocho años después, el viejo Al Kaline, héroe de mil juegos rescatados por las estadísticas y protagonista principal de aquella memorable final, tuvo el honor de lanzar la bola inaugural de la edición 2006 de la Serie Mundial: Tigres vs Cardenales, otra vez.
El béisbol es siempre agradecido: tiene memoria y nunca olvida a quienes le han dado vida con sus proezas.
Guadalajara, julio de 2011.
Inolvidable Serie Mundial, la vi completa por TV. con una excelente narración de Jorge Sony Alarcón y el Rápido Esquivel de Televisa; muchas gracias ´por permitirnos recordar los momentos más importantes de esos juegazos.
ResponderEliminarGracias a ti, Eduardo. Fueron años clave el béisbol y de la vida misma.
ResponderEliminarTambén tuve la fortuna de ser testigo presencial a través de la TV y coincido con Eduardo, inolvidable Serie Mundial.
ResponderEliminarJorge Aguilera
Gracias, Jorge Aguilera.
EliminarEl que perdió fue CURT FLOOD con su error estúpido pero terrible ya que impidió la gran proeza que hubiese logrado el extraordinario BOB GIBSON, blanquear a los Tigres de Detroit en ese 7mo. juego y ganar la serie mundial.
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