Alejandro Rozado
- Las estaciones de la vida, de Kim Ki Duk (2003-Corea), con Yeong Su Oh y Kim Ki Duk.
Película de imágenes que destilan pureza primigénica. Todo el relato se remonta al origen del origen, al manantial de la existencia humana en que convergen el tiempo y el no-tiempo: un rincón del mundo que puede ser la nuez del universo; un austero templo budista flotante y anclado en medio del flujo amable de un río que, a su vez, corre por el centro de un valle de ensueño. Círculos concéntricos: el templo dentro del agua dentro del valle. Analogía del mundo. Tres niveles que son traspasados cotidianamente por el maestro y su discípulo, como el intercambio de los elementos naturales.
El escenario proverbial, en efecto, es atravesado por las estaciones de la vida; en él convive el discípulo -desde que es niño hasta que alcanza la madurez- al lado del viejo y lacónico maestro intemporal y omnisciente que no envejece. Cambio y no-cambio, niño y viejo, movimiento y quietud, río y montañas. La concepción estacional de este noble filme coreano establece que el principio de todo es la cruel inocencia del hombre; como pequeño dios, el niño, al jugar, crea y destruye mundos: amarra sucesivamente a un pez, una rana y una víbora al lastre de una piedra de río. Como escarmiento, el maestro ata a la espalda del niño una piedra que le impide caminar con soltura y le ordena ir al río a desatar a los animales que torturó, con la advertencia de que si alguno de ellos ha muerto, entonces el discípulo cargará con esa piedra por el resto de su vida en el corazón. Y así sucede, en lo que constituye el despertar doloroso -a partir del pecado original- de la criatura. El discípulo tendrá durante las diversas etapas de su vida esa impronta imborrable, algo atado a sí mismo que le pesará horrores: el amor roto recién descubierto en el verano, la locura del crimen desatado por los celos en el otoño y el arrepentimiento ceremonial del invierno.
Las estaciones de la vida es un filme sobre la enseñanza: no de aquella que trata de evitar los errores en infructuoso empeño por hacer que las siguientes generaciones “progresen”, sino de la que espera sin sobresaltos que concurran los mismos viejos yerros derivados de las mismas falsas ilusiones, repetidas generación tras generación, como el ciclo anual de las estaciones. Pero también es una cinta figurativa de hermosas simetrías: los animales domésticos acompañan las temporadas (un cachorro en primavera, un gallo en verano, un gato en otoño y una víbora de agua en invierno), y las puertas se levantan, austeras y calladas, como enigmas que separan espacios teatrales hechos por las aguas del místico río. Las estaciones se suceden una tras otra, pero la película también revela que el tiempo es una superposición de ritmos: la calma sobre la desesperación, la parsimonia sobre la urgencia, el carácter sobre la angustia. Nada igual veremos en el cine occidental comparado con la secuencia otoñal en que el discípulo regresa a casa huyendo de la ley por asesinar a su mujer infiel. Su maestro lo recibe. Traza sobre el entarimado del templo un texto sagrado con la ayuda de la cola de su gato -que utiliza como pincel. Y ordena al desesperado criminal que talle con su cuchillo los caracteres, mientras se acerca un par de policías a aprehenderlo. Llegado el punto de la violencia (cuchillo contra pistolas) el viejo interpela a su discípulo: "¿Qué haces? ¡Sigue tallando el suelo!" Cuando, horas después, los agentes le ayudan a colorear los relieves tallados de los signos, ocurre la detención del prófugo ya apaciguado. La enseñanza, la simetría. Dos factores trenzados en este filme evocador y, por cierto, de grácil ruptura con el frenesí del cine tarantinesco que tanto gusta hoy en día al espectador medio.
Diciembre, 2004
- Las estaciones de la vida, de Kim Ki Duk (2003-Corea), con Yeong Su Oh y Kim Ki Duk.
Película de imágenes que destilan pureza primigénica. Todo el relato se remonta al origen del origen, al manantial de la existencia humana en que convergen el tiempo y el no-tiempo: un rincón del mundo que puede ser la nuez del universo; un austero templo budista flotante y anclado en medio del flujo amable de un río que, a su vez, corre por el centro de un valle de ensueño. Círculos concéntricos: el templo dentro del agua dentro del valle. Analogía del mundo. Tres niveles que son traspasados cotidianamente por el maestro y su discípulo, como el intercambio de los elementos naturales.
El escenario proverbial, en efecto, es atravesado por las estaciones de la vida; en él convive el discípulo -desde que es niño hasta que alcanza la madurez- al lado del viejo y lacónico maestro intemporal y omnisciente que no envejece. Cambio y no-cambio, niño y viejo, movimiento y quietud, río y montañas. La concepción estacional de este noble filme coreano establece que el principio de todo es la cruel inocencia del hombre; como pequeño dios, el niño, al jugar, crea y destruye mundos: amarra sucesivamente a un pez, una rana y una víbora al lastre de una piedra de río. Como escarmiento, el maestro ata a la espalda del niño una piedra que le impide caminar con soltura y le ordena ir al río a desatar a los animales que torturó, con la advertencia de que si alguno de ellos ha muerto, entonces el discípulo cargará con esa piedra por el resto de su vida en el corazón. Y así sucede, en lo que constituye el despertar doloroso -a partir del pecado original- de la criatura. El discípulo tendrá durante las diversas etapas de su vida esa impronta imborrable, algo atado a sí mismo que le pesará horrores: el amor roto recién descubierto en el verano, la locura del crimen desatado por los celos en el otoño y el arrepentimiento ceremonial del invierno.
Las estaciones de la vida es un filme sobre la enseñanza: no de aquella que trata de evitar los errores en infructuoso empeño por hacer que las siguientes generaciones “progresen”, sino de la que espera sin sobresaltos que concurran los mismos viejos yerros derivados de las mismas falsas ilusiones, repetidas generación tras generación, como el ciclo anual de las estaciones. Pero también es una cinta figurativa de hermosas simetrías: los animales domésticos acompañan las temporadas (un cachorro en primavera, un gallo en verano, un gato en otoño y una víbora de agua en invierno), y las puertas se levantan, austeras y calladas, como enigmas que separan espacios teatrales hechos por las aguas del místico río. Las estaciones se suceden una tras otra, pero la película también revela que el tiempo es una superposición de ritmos: la calma sobre la desesperación, la parsimonia sobre la urgencia, el carácter sobre la angustia. Nada igual veremos en el cine occidental comparado con la secuencia otoñal en que el discípulo regresa a casa huyendo de la ley por asesinar a su mujer infiel. Su maestro lo recibe. Traza sobre el entarimado del templo un texto sagrado con la ayuda de la cola de su gato -que utiliza como pincel. Y ordena al desesperado criminal que talle con su cuchillo los caracteres, mientras se acerca un par de policías a aprehenderlo. Llegado el punto de la violencia (cuchillo contra pistolas) el viejo interpela a su discípulo: "¿Qué haces? ¡Sigue tallando el suelo!" Cuando, horas después, los agentes le ayudan a colorear los relieves tallados de los signos, ocurre la detención del prófugo ya apaciguado. La enseñanza, la simetría. Dos factores trenzados en este filme evocador y, por cierto, de grácil ruptura con el frenesí del cine tarantinesco que tanto gusta hoy en día al espectador medio.
Diciembre, 2004
me encanta esta pelicula... desde qe la vi por primera vez me fascino!
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