sábado, 9 de julio de 2011

Barry Bonds y el batazo que desgarró el tiempo


Alejandro Rozado


El 7 de agosto de 2007, el veterano beisbolista de cuarenta y tres años, Barry Bonds, bateó el jonrón número 756 de su carrera, con el cual rompió la marca de 755 que Hank Aaron había establecido tres décadas años atrás. Ocurrió durante una de esas noches cálidas de San Francisco, en el orgulloso estadio de los Gigantes, construido al borde del mar, cuando en la quinta entrada, con un out y sin hombres en base, a la cuenta llena de tres bolas y dos strikes, un lanzamiento de más de 90 millas por hora, recto y pegado al cuerpo del bateador zurdo, provocó que se rompiese el tiempo de un batazo. La pelota voló por el jardín derecho, apenas encima de la cerca. Pocos días después, Barry Bonds (el nuevo B. B. King) añadiría seis vuelacercas más para culminar una carrera de 22 temporadas con 762 home runs que promediaron más de treinta y cuatro por cada una de ellas.

El cuadrangular es el símbolo máximo del béisbol. Todo estadio se cae ante esa demostración no sólo de fuerza y poderío, sino también de indecible intuición, buen ojo, paciencia de hierro y reflejos inconcebibles. Bonds: el jonronero… el que nació bendecido por el juego de pelota: hijo de Bobby Bonds, destacado jardinero central de los mismos Gigantes de San Francisco, apadrinado por Willie Mays –el mejor pelotero de todos los tiempos, según Woody Allen (Manhattan, 1980) y según el novelista Paul Auster-, y primo del legendario Reggie Jackson.

Corpulento y rápido a la vez (robó más de quinientas bases corriendo en los senderos), se le acusó de consumir substancias anabólicas para jugar; poco tiempo atrás, cuando B.B. se acercaba al récord de Babe Ruth, un cartel en cierto estadio lo espetaba diciendo: “Bonds: Ruth bateó 714 home runs comiendo hamburguesas, ¿y tú con cuántas substancias prohibidas?” (como si tragar hamburguesas fuera algo digno de orgullo).

Pero quien hubiese tenido la curiosidad de ver a Bonds en la caja de bateo estaría de acuerdo en que poseía un swing portentoso y casi impenetrable; es decir, no había punto realmente débil en su zona de strike. Pelota que entraba en dicha zona era pelota condenada a ser cascada por el bat del negrazo.

El problema para los pitchers no fue la fuerza de Bonds sino su inexpugnable misterio para abatirlos; no es casual que también éste haya sido líder de bases por bolas recibidas y de bases por bolas intencionales -incluso es de los pocos bateadores que ha recibido base por bola intencional ¡con la casa llena de corredores! Si el grandulón Babe Ruth debió su grandeza al poder de su corpulencia, y el chaparrito Hank Aaron a sus impresionantes muñecas que hacían girar el bat con un plus de fuerza decisivo para volarse las bardas, el secreto de Bonds fue, seguramente, establecer un absoluto dominio de su zona de strike sobre el plato, gracias a la combinación de varios factores en el plantado y a la hora de tomar posición en la caja de bateo. Bonds hizo del arte de batear una logística y una estrategia casi indescifrable para el pítcher rival.

Por eso, cuando aquella noche dio su batazo número 756 de cuatro esquinas, la historia se derrumbó. Al caer la marca más significativa del béisbol, cayó también un siglo de hazañas en el único juego donde todavía tienen cabida los héroes cotidianos.


Guadalajara, julio de 2011.

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