Alejandro Rozado
- Otra vuelta de tuerca, de Henry James, primera edición en Londres, 1898.
Una joven institutriz es contratada por un caballero londinense para que viaje a cuidar a sus dos sobrinos huérfanos en su espaciosa finca de Bly, en Essex; su sueldo será más que generoso con la condición de que la futura mentora decida absolutamente sobre cualquier problema al que se enfrente sin solicitar consulta al tío para nada. Al entrar en relación con los pequeños y encantadores niños, la diligente protagonista jamás imaginará el aterrador misterio que envuelve a semejante inocencia infantil. Estamos ante una novela inglesa de apariciones fantasmales.
Ocaso de la era victoriana. La rebelión obrera en Londres y Manchester -que tanto esperó en vano Marx durante el industrialismo salvaje- fue sustituida, al final del siglo XIX, por la rebelión de los fantasmas en plena época imperial. En 1886, Robert Louis Stevenson publica su Dr. Jekll and Mr. Hyde; un año más tarde, Oscar Wilde hace lo mismo con su relato El fantasma de Canterville. De igual manera, Bram Stocker lanza su Drácula en 1897 e inmediatamente después aparece Otra vuelta de tuerca... La narrativa británica abandona el realismo dickensiano y se interna en los oscuros pasillos del horror. Cuando la insurrección revolucionaria fracasa, siempre es sucedida por la insurrección de la imaginación nihilista. Fabulosa. Espectacular. Ésa sí, vencedora. El mito del vampiro, por ejemplo, es uno de los más poderosos de nuestra modernidad.
El punto es que la flema aristocrática debía ser perturbada por alguna vía. La predilección de viejos castillos y grandes casonas como escenarios propicios para el surgimiento de fenómenos de ultratumba fue idóneo para el contraste estético: el choque entre la parsimonia de los buenos modales de la sangre azul y la irracionalidad brutal de la sangre roja del horror. La institutriz de esta novela de Henry James describe el lugar de los hechos:
"... tuve la visión de un castillo romántico habitado por un rosado duende travieso, un lugar que había adquirido todo el color de los libros infantiles y de los cuentos de hadas. ¿Acaso no era aquello un libro infantil sobre el que me había quedado dormida y ahora estaba soñando? No, era una enorme, fea y antigua pero muy conveniente casa, que encerraba unos cuantos rasgos de un edificio aún más antiguo, ... en el cual tenía la impresión de que nos hallábamos tan perdidas como un puñado de pasajeros en un gran barco a la deriva".
El aislamiento espacial como primera condición de este género narrativo. Lejos de toda posible ayuda, la vulnerabilidad es mayor. Que no se le moleste al tío de los menores por ningún motivo: esa es la regla, la convención dramática. A partir de ello, el juego consiste en el asedio espectral de un par de anteriores miembros de la servidumbre íntimamente vinculados a los niños. Los desconciertos de la narradora se convierten pronto en una sucesión de vueltas de tuerca cada vez más angustiosas, incluso hasta la última línea del relato. La aparición súbita e inesperada es, por supuesto, el punto magnético por excelencia de esta historia. A la hora crepuscular, cuando el día y la noche se confunden en una substancia atemporal; o bien, a medianoche, en el lúgubre descanso de la escalera que da a las habitaciones. Los fantasmas, mudos e inexpresivos, suscitan el requiebro del pasmo irracional, casi onírico. El encuentro entre dos entidades tan distintas detona la apertura de un minuto flotante y demencial. La chica describe así la duración de su experiencia paranormal:
"Era el mortal silencio de nuestra larga mirada en aquel angosto espacio lo que proporcionaba a todo el horror, por enorme que fuera, su única nota innatural. Si me hubiera encontrado con un asesino en un lugar así y a una hora como aquella al menos hubiéramos hablado. Algo hubiera ocurrido con dos personas vivas entre nosotros; aunque no hubiera pasado nada, uno de nosotros se habría movido. El momento se prolongó tanto que se hubiera necesitado muy poco más para que yo empezara a dudar de si estaba viva".
El problema de rondar por los linderos de la existencia es la naturaleza intransferible de las experiencias. Este tremebundo relato en primera persona puede pasar por una incursión psicótica de diagnóstico más que justificado. Ningún otro de los personajes involucrados en la narración -los niños y la ama de llaves: la señora Grose- afirman haber visto lo que la institutriz sí. Pero así es la ambigüedad artística de nuestra decadencia cultural: todo es posible. Los acuerdos entre el emisor y el receptor, entre la escritura y la lectura, son más tácitos que explícitos. Uno decide si atraviesa el umbral de lo verosímil o no.
De cualquier forma, resulta espléndido el diálogo inicial -que sirve de prólogo al relato- entre quienes, al calor de una fogata nocturna, se cuentan historias asombrosas y dicen de ésta que comentamos:
"-Está más allá de toda imaginación -aseguró Douglas-. Nada de lo que conozco lo iguala.
-¿Por su puro terror? -recuerdo que pregunté.
-¡Por su espantoso... espanto!
-¡Oh, qué delicioso! -exclamó una de las mujeres".
Un espantoso espanto... ¡Qué mejor ambigüedad acerca del horror que una tautología como ésa!
Alejandro Rozado
Desde su Trilogía de Nueva York (1987) hasta Mr. Vértigo (1994), pasando por El Palacio de la Luna (1989) y Leviatán (1992), se distingue ya una pauta narrativa en la obra del novelista Paul Auster que revela aquella falsa estética aspiracional de Occidente: "extraviarse en el anonimato". Un deseo recóndito y autocomplaciente de mandar el mundo a volar y descoserse. Surgido en la era Reagan, este anhelo se hizo tendencia entre los intelectuales y artistas de la izquierda liberal ante la pérdida de perspectiva frente al neoliberalismo. El escritor y también cineasta neoyorkino plasmó en relatos exitosos este sentimiento que lo llenó de elogios en los 80's y 90's, hasta que el recurso se agotó. Veamos:
- Quinn, un escritor de novela policíaca, es contratado como detective privado en un extraño caso que lo conduce, al final de sus averiguaciones, a ocultarse indefinidamente en un callejón hasta perder el sentido completo de su investigación y de su propia vida.
- El estudiante Marco Fogg, tras perder a su tío -única figura paterna que tuvo- cae progresivamente en la indigencia callejera y, luego de recuperarse y trabajar con un paralítico millonario, decide emprender un viaje absurdo al lejano Oeste en busca de la identidad de su padre, a quien encuentra y pierde también absurdamente.
- Un encantador escritor, Ben Sachs, disidente de la guerra de Vietnam, sufre un accidente espectacular del cual sale ileso, pero le provoca un giro a su vida sellado por la errancia absoluta cometiendo actos terroristas anodinos.
- Walt, un niño huérfano, aprende a levitar gracias a un mentor que tiene una granja descuidada en las praderas de Kansas City, hasta que el chico pierde el don y realiza un periplo sin pies ni cabeza que lo hace recorrer la historia americana de entre guerras...
Qué fascinación tan protagónica: deshacer la identidad propia, precipitar las historias deshilvanando personajes -antes pletóricos de modernidad- como un estambre a punto de rodar cuesta abajo. Cada protagonista tiene ya su guión preconcebido, la pendiente trazada para desenrollarse sin freno hasta confundirse en la intrascendencia de lo mundano. Un Auster incontinente.
Me dicen que su última novela de ¡mil páginas!, titulada: 4 3 2 1, sí vale la pena. Pero con el simple título adivinamos hacia dónde se dirige una vez más... Ya no me la aviento.
Alejandro Rozado
- "El disparo", en Los relatos de Belkin, de Alexander S. Pushkin, Salvat editores, Navarra, 1983.
Alexander Pushkin narró en 1832 esta pequeña épica rusa. La semejanza con los westerns norteamericanos no parece casual.
Un gran tirador entre los húsares convive entre los oficiales de su regimiento como indiscutido macho alfa. Silvio -que así se llama a pesar de ser ruso- ostenta su liderazgo con aventuras extravagantes y fanfarronadas aplaudidas por sus iguales, hasta que un joven conde -cordial, encantador y desenfadado- se incorpora a filas y le va restando a aquél su prestigio entre la oficialía y las mujeres. Naturalmente celoso, el macho alfa realiza una serie de provocaciones contra el recién ingresado hasta que éste se ve obligado a retarlo a un duelo de pistolas.
A la mañana siguiente, ambos contrincantes asisten puntuales a la cita con su destino. Llama la atención a Silvio que el joven conde llegue degustando un puño de cerezas recogidas por el camino del bosque cercano. Echan a la suerte quién tirará primero: gana el noble, pero falla su puntería: la bala sólo perfora el gorro de Silvio. Toca el turno al oficial provocador: sabe que tiene la vida del otro en sus manos y se regodea en su inmediato poder. Sin embargo, el gallardo noble exhibe una actitud desconcertante ante su muerte más que segura. Silvio narra:
"Llegaba mi vez. Lo miré ávidamente, tratando de captar siquiera una sombra de inquietud. Estaba a merced de mi pistola, eligiendo las cerezas maduras y escupiendo los huesos que llegaban hasta mí... Una idea malvada pasó por mi mente. Bajé la pistola.
-Parece que no se ha hecho el ánimo de encontrarse con la muerte -le dije-, no quiero interrumpir su desayuno.
-No me molesta en lo absoluto -replicó él-. Puede disparar si gusta, aunque puede hacer lo que mejor le parezca. Le debo el disparo, siempre estaré a su disposición.
Y así quedaron. "¿Qué gano -pensó el perturbado tirador- quitándole la vida, si él no le tiene el menor aprecio?" La superioridad moral de su frívolo adversario obligó a Silvio a posponer su turno, quedando pendiente el disparo final para otra ocasión.
Pasarían varios años antes de que ambos varones se encontrasen de nuevo, ya en circunstancias muy diferentes. ¿La venganza del ego o el enaltecimiento de la virtud? ¿Quién ganará este otro duelo? El desenlace es maravilloso e imprevisto.
La diferencia de alcurnia se disuelve en esta afrenta: bajo el remolino de las pasiones masculinas se va imponiendo la necesidad de un nuevo acuerdo de igualdad cuando los seres se hallan al filo de la muerte. ¿La igualdad de la apenas vislumbrada modernidad entre dos individuos solitarios y ante su destino? ¿O acaso sea sólo una reedición de la antigua ley del honor tradicional? El dilema no es menor si recordamos que el autor, campeón indiscutible del romanticismo nacionalista ruso, cayó abatido precisamente en un duelo pocos años después de escribir este relato fundacional para una Rusia renaciente.
Alejandro Rozado
Uno siempre responde con su vida
a las preguntas más importantes.
- El último encuentro, de Sándor Márai, 1942 [Editorial Salamandra, Barcelona,1999].
Tras cuarenta y un años de espera, el general Henrik recibe la noticia de que su mejor amigo de la juventud, Konrád, lo visitará en la misma residencia donde se habían visto la última vez. Al fin, cree el viejo militar retirado, se saldarán antiguas cuentas, en honor a la verdad. Ubicada en algún lejano bosque húngaro, propiedad ancestral de la familia del anfitrión solitario, la casona señorial será mudo testigo de la ansiada velada, a la que se darán cita los bellos recuerdos fraternales de la infancia compartida en un colegio militar de Viena, la incuestionable certeza de la unión a toda prueba de dos amigos de orígenes socio-económicos diferentes y de rasgos de carácter que pudieron ser incompatibles a simple vista -pero que se complementaron gracias al espíritu de una época imperial gloriosa-, y la nostalgia de una orgullosa patria desaparecida tras dos guerras mundiales.
"Mi patria -aclara el invitado- dejó de existir. Se descompuso. Mi patria era Polonia, Viena, esta casa y el cuartel militar de la ciudad, Galitzia y Chopin. ¿Qué quede de todo aquello? Lo que mantenía todo unido, esa argamasa secreta, ya no existe. Todo se ha deshecho, se cayó a pedazos. Mi patria era un sentimiento. Ese sentimiento resultó herido. En momentos así, hay que partir. (...)
Henrik sabía que tarde o temprano volvería Konrád, como cuando un criminal regresa a la escena del crimen, pues su desaparición fue súbita, sin explicación ni despedida. En efecto, el sensible amigo había huido de Henrik... y de la joven esposa de éste: Krisztina. Pero acerca de los detalles de la infidelidad cometida entre los dos seres más amados del militar (su esposa y su amigo) no es precisamente de lo que en realidad el junker desea tratar en la última conversación que sostendrá con su huésped. No es la curiosidad por el detalle o las causas profundas del celo natural que surge entre grandes amigos lo que ha animado a nuestro personaje a sobrevivir tanto tiempo: es la duda permanente como condición de realidad.
En cierto nivel de la conciencia, uno está tanto en la creencia como en la duda. En la primera circunstancia, el dueño de sus creencias pisa tierra firme; en la segunda situación, en cambio, quien está en la duda vive hundiéndose en medio de un océano incierto. Así que Henrik necesita salir de ese tipo de dudas que quizá nadie -ni Konrád- podrá contestar... Como en efecto ocurre.
Con la expectativa de un intenso diálogo, lleno de inteligentes y agudos reproches nunca dichos, el lector se lleva la extraordinaria sorpresa de asistir a un monólogo cumbre a cargo del viejo militar, ya viudo, que evoca de forma arborescente consideraciones sobre la amistad el amor, el odio, el deseo de venganza, el extrañamiento del arte, el patriotismo y la pérdida paulatina de las esperanzas.
"(...) Más tarde, conforme pasaba la vida, llegué a pensar que quizás la riqueza no se puede perdonar. (...) Los pobres, sobre todo los pobres que se convierten en señores, no perdonan -dice [Henrik], con una extraña satisfacción en la voz..."
La vida recordada desde la terraza de la senectud espiritual, con ese sello color sepia con que Henrik evoca imágenes compartidas a un inesperadamente lacónico Konrád. El monólogo espléndido parece, incluso, la conversación de un psicótico con una fantasmal alucinación. Como si el viejo imperio austro-húngaro reviviese por una noche, nada más, hablando de sí mismo con amarga melancolía.
Tras negarse Konrád a responder la primera pregunta (de dos que Henrik necesita formularle), el general retirado lo interroga con honda preocupación antes de despedirlo:
"La otra pregunta es si esa penosa atracción por una mujer que ha muerto habrá sido el verdadero contenido de nuestras vidas. Ya sé que es una pregunta difícil. Yo no sé responder a ella.
La contestación del espectral amigo es uno de los más desconcertantes momentos literarios que uno pueda experimentar como lector.
El novelista, Sándor Márai, inmenso.
Alejandro Rozado
- Tres años, de Anton Chéjov, novela corta, 1895.
Alexei Láptiev, un hombre maduro, rico y educado, con la autoestima destrozada, se enamora y casa con Yulia, una joven que no le corresponde en el amor aunque lo respeta. La desdicha inicial del nuevo matrimonio atraviesa por modificaciones sentimentales que el relato estampa a través de una serie de exquisitas postales. Tres años de convivencia con amigos y familiares de Láptiev -y el nacimiento y muerte de su único nene- convierten la pasión inicial del marido en fastidio y desazón, mientras que su esposa Yulia aprende a amarlo. El apesadumbrado marido llega a pensar:
"Tengo una sensación como si hubiera concluido ya nuestra vida y comenzáramos una semi existencia gris".
En esta noveleta de 1895 ambientada en Moscú, Anton Chéjov hace gala de una de las narrativas más sobrias de la modernidad; el devenir de este drama íntimo es plasmado con toques verbales discretos y pinceladas naturalistas que revelan a un escritor finísimo:
"(…) El bosque no emitía sonido alguno, y había en aquel silencio algo de orgullo, de poderosa fuerza, de misterio; ahora, en la noche, parecía que las copas de los pinos rozaban casi el cielo. Los amigos dieron con la vereda y la siguieron".
El drama de Láptiev es la dificultad de vivir con un miedo congénito ("he nacido de una madre amedrentada"). Siendo un personaje pudiente y respetado, confiesa que teme al barrendero, al portero o a la servidumbre de su casa. Un tormento cotidiano que ni el amor puede aliviar. El autor acaricia en la cabeza a sus personajes con la ternura y compasión de quien sabe que pronto morirá:
"¿Cuántos cambios han ocurrido en estos tres años?... Pero quizá hayamos de vivir aún otros trece, otros treinta años… ¿Y qué nos deparará la vida en el futuro?... El que viva lo verá".
Pero el bueno de Chéjov no alcanzó a verlo: murió de tuberculosis a los cuarenta y cuatro años.