Alejandro Rozado
Uno siempre responde con su vida
a las preguntas más importantes.
- El último encuentro, de Sándor Márai, 1942 [Editorial Salamandra, Barcelona,1999].
Tras cuarenta y un años de espera, el general Henrik recibe la noticia de que su mejor amigo de la juventud, Konrád, lo visitará en la misma residencia donde se habían visto la última vez. Al fin, cree el viejo militar retirado, se saldarán antiguas cuentas, en honor a la verdad. Ubicada en algún lejano bosque húngaro, propiedad ancestral de la familia del anfitrión solitario, la casona señorial será mudo testigo de la ansiada velada, a la que se darán cita los bellos recuerdos fraternales de la infancia compartida en un colegio militar de Viena, la incuestionable certeza de la unión a toda prueba de dos amigos de orígenes socio-económicos diferentes y de rasgos de carácter que pudieron ser incompatibles a simple vista -pero que se complementaron gracias al espíritu de una época imperial gloriosa-, y la nostalgia de una orgullosa patria desaparecida tras dos guerras mundiales.
"Mi patria -aclara el invitado- dejó de existir. Se descompuso. Mi patria era Polonia, Viena, esta casa y el cuartel militar de la ciudad, Galitzia y Chopin. ¿Qué quede de todo aquello? Lo que mantenía todo unido, esa argamasa secreta, ya no existe. Todo se ha deshecho, se cayó a pedazos. Mi patria era un sentimiento. Ese sentimiento resultó herido. En momentos así, hay que partir. (...)
Henrik sabía que tarde o temprano volvería Konrád, como cuando un criminal regresa a la escena del crimen, pues su desaparición fue súbita, sin explicación ni despedida. En efecto, el sensible amigo había huido de Henrik... y de la joven esposa de éste: Krisztina. Pero acerca de los detalles de la infidelidad cometida entre los dos seres más amados del militar (su esposa y su amigo) no es precisamente de lo que en realidad el junker desea tratar en la última conversación que sostendrá con su huésped. No es la curiosidad por el detalle o las causas profundas del celo natural que surge entre grandes amigos lo que ha animado a nuestro personaje a sobrevivir tanto tiempo: es la duda permanente como condición de realidad.
En cierto nivel de la conciencia, uno está tanto en la creencia como en la duda. En la primera circunstancia, el dueño de sus creencias pisa tierra firme; en la segunda situación, en cambio, quien está en la duda vive hundiéndose en medio de un océano incierto. Así que Henrik necesita salir de ese tipo de dudas que quizá nadie -ni Konrád- podrá contestar... Como en efecto ocurre.
Con la expectativa de un intenso diálogo, lleno de inteligentes y agudos reproches nunca dichos, el lector se lleva la extraordinaria sorpresa de asistir a un monólogo cumbre a cargo del viejo militar, ya viudo, que evoca de forma arborescente consideraciones sobre la amistad el amor, el odio, el deseo de venganza, el extrañamiento del arte, el patriotismo y la pérdida paulatina de las esperanzas.
"(...) Más tarde, conforme pasaba la vida, llegué a pensar que quizás la riqueza no se puede perdonar. (...) Los pobres, sobre todo los pobres que se convierten en señores, no perdonan -dice [Henrik], con una extraña satisfacción en la voz..."
La vida recordada desde la terraza de la senectud espiritual, con ese sello color sepia con que Henrik evoca imágenes compartidas a un inesperadamente lacónico Konrád. El monólogo espléndido parece, incluso, la conversación de un psicótico con una fantasmal alucinación. Como si el viejo imperio austro-húngaro reviviese por una noche, nada más, hablando de sí mismo con amarga melancolía.
Tras negarse Konrád a responder la primera pregunta (de dos que Henrik necesita formularle), el general retirado lo interroga con honda preocupación antes de despedirlo:
"La otra pregunta es si esa penosa atracción por una mujer que ha muerto habrá sido el verdadero contenido de nuestras vidas. Ya sé que es una pregunta difícil. Yo no sé responder a ella.
La contestación del espectral amigo es uno de los más desconcertantes momentos literarios que uno pueda experimentar como lector.
El novelista, Sándor Márai, inmenso.
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