martes, 25 de septiembre de 2018

El Silencio (mini-crónica del 68)




Alejandro Rozado


Conocí el verdadero silencio un día de septiembre de 1968. Polín y yo dijimos en casa que iríamos al cine, pero nos escapamos a la manifestación. Éramos un par de mocosos de catorce y trece años. Llegamos poco después de las cuatro de la tarde al lugar de la convocatoria, frente al Tláloc.

-¿Es aquí? –preguntó mi amigo.

-Creo que sí –contesté, mientras sacaba del bolsillo del pantalón el volante mimeografiado que un día antes había caído en mis manos. Lo desdoblé:


¡PUEBLO DE MÉXICO!
¡Únete a los estudiantes por tu libertad de expresión!
MANIFESTACIÓN DEL SILENCIO
Viernes 13 de septiembre, 4 PM
Museo de Antropología al Zócalo
CNH



La gente llegaba gradualmente. Mientras permanecíamos en formación, una chica con un rollo de maskin’ tape en la mano iba repartiendo trozos de cinta a todos. Como la prensa decía que los estudiantes nomás insultábamos al gobierno, nos tapamos el hocico con tela adhesiva -pa' que nadie dijera nada.
     
Lloviznaba. Era una tarde lúgubre. No como aquel día soleado en que marchó el rector de la UNAM, que hasta Polín y yo asistimos en bicicleta a recorrer a placer la avenida Insurgentes Sur: ¡sin tráfico! En cambio, ahora el cielo se vestía de luto con un capote negro sobre los hombros.
     
Marchamos por todo Reforma y Juárez hasta el Zócalo. Éramos un chingo. Los ciudadanos salían de sus trabajos, se juntaban a los lados del gran contingente formando una valla humana y nos aplaudían al pasar; eso nos emocionó más aún: nunca antes los adultos nos habían admirado tanto como aquella tarde.
     
Siguió lloviznando.
     
A cierta altura –creo que por El Caballito-, todos callaron: ni un ruido de autos, ningún aplauso, ninguna consigna. Sólo el chipi-chipi de la lluvia y nuestros pasos. Era un silencio inaudito hasta entonces, emanado de la mudez multitudinaria. La ciudad misma -sus edificios, sus monumentos- permanecía callada y se quitaba respetuosamente el sombrero al paso de los estudiantes. Estremecidos por el embrujo del instante, enfilábamos sin dudar hacia un túnel oscuro que la historia trazaba para después engullirnos. Esa tarde, incluso la represión se paralizó, estupefacta.
     
Cuando íbamos por Bellas Artes, Polín me tocó el hombro y se quitó la cinta de los labios:
     
-Mosco, ya va a anochecer –me recordó-; tenemos que regresar a casa antes que nos regañen.
     
Nos desprendimos con pesar de la procesión y corrimos hasta la calle Uruguay, donde tomamos un camión de la línea “Panteón Jardín” que nos trasladaría al sur de la ciudad.

Semanas después, varios de los ahí presentes fueron masacrados en Tlatelolco. De hecho, aquella fatídica noche del dos de octubre yo veía por televisión un juegazo de la Serie Mundial de Béisbol: Tigres de Detroit vs Cardenales de San Luis.

Qué cosa.



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