Alejandro Rozado
Cuando el terremoto subió a la superficie, ya todo se había derrumbado. La casa, el consultorio, casi todos los bancos -hasta las vías férreas estaban reventadas. Cuando se abrió el suelo, el Periférico seguía inundado y del Edificio Condesa sólo quedaban las azoteas; Bellas Artes se había hundido minutos antes. Apenas se mantuvo en pie el Monumento a la Revolución: ahora se hará a su alrededor una gran explanada para concentraciones y palenques. Con la sacudida se desbordó el desagüe, pero ya tenía meses que las calles despedían olor a mierda y vómitos arcanos -aunque sólo en el primer cuadro. Yo no pude ser rescatado. Recuerdo que cuando los techos cayeron encima de mí, las ventanas que daban a la avenida se doblaron como plástico hacia adentro antes de quebrarse. Luego vino el temblor... Creímos que nos rescatarían de un momento a otro y eso nos mantuvo despiertos: se oían voces, golpes sordos y hasta melodías remotas como de mariachis.; pero los ruidos se fueron alejando más y más hacia el silencio. Todos nos desanimamos poco a poco, mis brazos, mi cabeza, mi espalda, hasta quedarme solo, desprendido. Queda de mí una pierna, atorada entre retratos de familia y espejos... Parece que ocurrió hace mucho el terremoto. Oigo risas de niños que juegan sobre mis escombros.
Ficción escrita en Canícula, septiembre de 1985.
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