lunes, 25 de febrero de 2019

Dos ideas acerca del poder


Alejandro Rozado

El erudito inglés del siglo XIX, Lord Acton -un pensador burgués de cuna aristocrática- acuñó su frase más célebre afirmando: 

El poder corrompe; y el poder absoluto corrompe absolutamente. 
Más de cien años después, el presidente más popular del siglo XXI, el uruguayo José Mujica, declaró: 
El poder no cambia a las personas, solamente revela lo que verdaderamente son. 

La primera idea otorga un gran poder al poder mismo; la segunda, sólo concede al poder la capacidad de desnudar a quien lo ejerce. Parten de premisas distintas: "el hombre es corrupto" vs "el hombre es virtuoso". Hobbes o Rousseau. El poder "esclaviza" o el poder "libera"; la política es "siempre sucia y divide" o la política es "la oportunidad de unir". ¿La guerra o la paz? ¿Cuál será la verdadera? Yo diría que ambas lo han sido, según cada circunstancia concreta. Infinidad de veces se ha ejercido el poder para someter y obtener beneficios de ello; pero también ha habido ocasiones en que el poder se ha empleado para unir y beneficiar a sus representados.

En nuestro país ha dominado durante siglos la cultura patrimonialista del poder corrupto, y todo acto político lo vemos mal intencionado, que algo trama o esconde. Un abrazo entre opositores, un saludo cordial y sonriente frente a las cámaras, se acostumbra traducir en murmuraciones desconfiadas del tipo: "aquéllos ya se arreglaron". 


Creo que en el México de la Cuarta Transformación está llegando la hora histórica de ir modificando esa cultura y abrirnos a la concepción de Mujica... Si ya ganamos las elecciones, ahora tal vez necesitemos ganarle al arisco, al truculento, al desconfiado que llevamos dentro.

sábado, 23 de febrero de 2019

Zombies: todos vamos a Busan


Alejandro Rozado

- Estación Zombie: Tren a Busan, de Yeon San-ho, Corea del Sur, 2016. [En Netflix]

Un joven e inescrupuloso directivo de cierta empresa corporativa, divorciado y con la custodia de su única hija de 8 años, se ve obligado a acompañar a su niña -con motivo del cumpleaños de ésta- en un viaje en tren rápido desde Seúl hasta la próspera ciudad de Busan -donde reside su madre. Sin embargo, el trayecto de los personajes se ve afectado por la expansión -primero paulatina y luego incontenible- del inesperado contagio masivo de algún virus letal que mata personas y reactiva muertos vivientes. A bordo del maravilloso tren, el padre y su hija se ven inmersos en una imperiosa interacción con pasajeros -igualmente desconcertados- para responder ante la emergencia que los acecha desde el interior mismo del transporte.

Se trata de la mejor película de zombies realizada hasta ahora, desde el clásico fundacional: La noche de los muertos, de George A. Romero (EU-1968). Y como en la mayoría de las demás cintas del género, la invasión creciente del peligro suscita un espectro fascinante de conductas disímbolas e inesperadas de los humanos acosados por el miedo horripilante, desde el espíritu de sacrificio mostrado por quien de menos se esperaría que lo tuviese hasta el más predecible pánico egoísta y traicionero del hombre de negocios o del esposo misógino, pasando por la entrañable simpatía de personajes secundarios de todo tipo. Sin embargo, lo notable de Tren a Busan reside en el vertiginoso ritmo con que se desarrollan las sucesivas acciones; en ellas, el relato va seleccionando una legión espontánea de personajes provenientes de microhistorias propias (eficazmente sugeridas por el hábil director San-ho) que se hermanan espontáneamente ante la nueva y nefasta adversidad. Ellos son, a saber: un grandulón protector de su frágil esposa embarazada, un chico beisbolista que sabe usar su bate -incluso contra sus propios compañeros infectados- y hasta un homeless aterrorizado que elige su momento de sacrificio en aras de la sobrevivencia del grupo. 

En suma, Tren a Busan es un railroad movie espectacular en que los protagonistas maduran a partir de sus propios recursos y habilidades, incluso cuando desfallecen -especialmente el joven padre que aprende la lección de solidaridad y empatía que su pequeña hija prodiga para con los demás pasajeros. Una aventura de horror trepidante con la participación de cientos de dobles que hicieron un esfuerzo actoral prodigioso para representar a muertos vivientes que se tuercen corporalmente y corren (ya no caminan lento) en pos de sus nuevas víctimas, Definitivamente, una concepción visual y narrativa del joven cineasta sudcoreano, quien hasta entonces se había dedicado exclusivamente a realizar largometrajes de animación.



Pero también hay en esta gran cinta una analogía histórica que relaciona el surgimiento y desarrollo del género cinematográfico de los muertos vivientes con la decadencia civilizatoria que vivimos desde 1968, precisamente. Y Tren a Busan hace explícita semejante analogía: del mismo modo que un grupo plural de pasajeros necesita rápidamente llegar a salvo a su destino (Busan), resistiendo y huyendo de una plaga de zombies de exterminio, así vivimos nuestra desconcertante época. Vamos como en un tren del escape hacia un lugar tiempo incierto -aunque pretendidamente más seguro-, perseguidos y asediados sin descanso por la infecta economía y la cultura degradada que nos destruye, superando obstáculos y problemas que también desatan pánicos y veleidades de nosotros mismos y nuestros compañeros de viaje. Todos vamos hacia cierto Busan: un futuro al que desesperadamente necesitamos acceder para salvarnos como país, como especie, como planeta. 


Nada más escalofriante que aquella turba de zombies persiguiendo a los pocos sobrevivientes que se trepan a una locomotora de relevo. Qué metáfora.

viernes, 22 de febrero de 2019

Kobo Abe: la vida es un arenal en potencia


Alejandro Rozado

- La mujer de la arena, Kobo Abe,  Tokio, 1962.
- La mujer de las dunas (Suna no onna), de Hiroshi Teshigahara (Japón, 1964).

Un maestro solitario aficionado a los insectos raros se toma unos días de descanso para ir a cierta playa en uno más de sus afanes coleccionistas. Al terminar su primera jornada, los aldeanos le ofrecen hospedaje con una joven viuda cuya casa se encuentra hundida en un hoyanco rodeado de arena -el elemento natural dominante en la localidad. El forastero es descendido al agujero con cuerdas y poleas. Conforme convive allá abajo, el hombre se da cuenta que está secuestrado y no tiene forma de salir. En adelante, debe esmerarse -junto a la viuda- en proteger la casa de la acumulación continua de arena. 

La aclamada novela de Kobo Abe (Tokio, 1924) es una parábola tortuosa acerca de la entropía universal y su palpable e inmediato efecto provocado en un par de protagonistas. La recreación de un clima inhóspito permanente en aquella extraña localidad japonesa -debido a la fuerza constante del viento, a la destructora humedad de la atmósfera y a la consuetudinaria erosión arenosa- configura el escenario propicio para este relato de pesadilla. 

La arena (esa partícula de rocas fragmentadas, cuyas diminuta dimensión se presta para ser movida con facilidad por cualquier fluido) es el mudo protagonista omnipresente y metafísico de la historia. La arena -un conglomerado de partículas desprendidas entre sí, puestas a merced de las corrientes de aire y de agua en continuo movimiento- representa el desgaste irreversible de la materia, la desconfiguración general de todas las cosas -incluida la incesante fuerza corrosiva a la que se somete la propia vida humana. 

Novela fatalista a cual más, émula de El Proceso kafkiano, La mujer de la arena representa sin embargo una reflexión posnuclear. Su autor pertenece, por su fecha de nacimiento (1924) a la generación de Hiroshima y Nagasaki: la primera gran experiencia mortal del polvo atómico. Una entropía a lo bestia. La fijación de Kobo Abe por las consecuencias de la Segunda Ley de la Termodinámica en este mórbido relato poco tiene que ver con la frivolidad de una moda estética "existencialista" sino con la angustiosa percepción tangible de la realidad en su proceso irremediable de pulverización:
"Desde el momento en que hay vientos y corrientes de agua sobre la tierra, resulta inevitable la formación de la arena. Mientras los vientos soplen, los ríos corran y los mares se agiten, nacerá grano por grano la arena de la tierra, y como un ser viviente, se esparcirá por doquier. La arena nunca descansa. Silenciosa pero certeramente, invade y destruye la superficie del planeta". 
Para Kobo Abe, entonces, la existencia es un arenal en potencia, un proceso molecularmente devastador que degrada las formas y que amenaza día y noche, con su desgaste, todo indicio vital. Polvo somos y en polvo nos convertiremos...

La ficción literaria sitúa un silencioso aunque álgido frente de batalla contra la erosión total en el barranco de un poblado abandonado por la civilización moderna, donde los aldeanos se ven obligados a secuestrar forasteros incautos para ponerlos a trabajar, cavando y haciendo obras que contrarresten la inescrupulosa acción ventisca y la consecuente invasión de los gránulos de arena en todos los intersticios de la vida. Literal: los oídos, la boca, los pliegues de la piel, los ojos mismos. Incluso el espíritu.

El nihilismo posnuclear del novelista japonés construye, sin embargo, una situación de encierro funcional para la abandonada aldea que, de manera consuetudinaria, resiste primitiva y estoicamente los embates areneros desde su empalizadas y formas de vida subterráneas. El secuestro y empleo de mano de obra no libre se ha impuesto en la medida que las nuevas generaciones de los locales ya no les interesa dedicar su vida a las labores de resistencia contra la arena, Pero la claustrofobia reciclada en las resecas páginas de la narración no es más que el formato dramático de un hecho más profundo y terrible: a saber, que uno mismo, en el fondo, no es tan libre como se auto concibe sino que se halla determinado por dinámicas que no elegimos, que nos rebasan y que nos obligan imperceptiblemente a hacer no lo deseable sino lo que toca hacer. Cuando al fin, el maestro raptado se ve en franca posibilidad de huir de su encierro, una incomprensible pulsión homeostática lo induce a renunciar a su propia libertad individual. Como si la arena misma, en su incesante labor universal, asignase tareas inapelables a los pequeños mortales, más allá de sus propósitos personales de vida.

El entusiasmo provocado por esta correosa novela entre la comunidad artística nipona hizo que dos años después de su publicación se estrenase la película La mujer de las dunas -basada en aquélla. La dirección -a cargo del vanguardista Hiroshi Teshigahara y respaldada por un guión del propio Kobo Abe- dio prodigiosas imágenes al escrito y relanzó con nuevos y más hondos significados a la obra en cuestión. Cine y literatura alcanzaron así algo inusual: ser complementarios y potenciar una sinergia estética del encierro y la aridez desconsoladora en la segunda posguerra mundial. 



Aparte de la porosidad y granulación fotográfica alcanzada -a través de macro acercamientos a la piel sudorosa de los protagonistas, por ejemplo-, surgen analogías eróticas visuales entre el cuerpo desnudo y ondulado de la mujer concubina del hombre secuestrado y las dunas de arena que se asolean en el paisaje costero proyectando sombras tenues y sedosamente terribles entre cada secuencia del relato cinematográfico. Apunte especial merece la composición excepcional de la música que acompaña a la cinta como una narración paralela, gracias al trabajo sin igual del maestro Toru Takemitsu -conocido posteriormente por sus colaboraciones en películas de Akira Kurosawa y de Shohei Imamura.

Muchos artistas deambulan por la vida en busca de un cometido que sintetice su presencia histórica concreta. Otros, más claridosos, van directo a su propósito realizando una obra -o serie de obras específicas. Pienso que Kobo Abe nació para escribir La mujer en la arena.

martes, 19 de febrero de 2019

La más trágica migración de la historia


Alejandro Rozado

- La rebelión de los tártaros, Thomas de Quincey, 1835.

Ocurrió en las llanuras asiáticas, durante el año de 1771. Lejos de nuestras tierras así como de nuestra contemporaneidad. Más de medio siglo después de la tragedia, el escritor inglés, Thomas de Quincey rescató en páginas vibrantes, tras una acuciosa investigación periodística, este dramático y olvidado episodio colectivo de la historia; conmovido, calificó a esta movilización social como el acontecimiento de mayor bravura y sacrificio de que se tenga memoria:
Las circunstancias románticas que rodearon tal hazaña ponen de relieve su grandeza. Lo repentino del inicio y la feroz rapidez de su puesta en marcha nos anuncian el carácter bárbaro y apasionado de los líderes del movimiento.
Esta es la historia: Por agudos motivos políticos, religiosos y étnicos, la nación nómada de los calmucos -cuyo archipiélago de tribus se dispersaba por las extendidas planicies al oriente del Volga- decidió desprenderse de la "protección" zarista de Catalina -la cual les cedía grandes extensiones de pastos a cambio de servicios militares para el imperio. Cansados de ser usados como carne de cañón contra los turcos y empujados por intrigas palaciegas desde Moscú, los básicos jefes tártaros indujeron a su joven Kan de aquel entonces para que persuadiese y condujese a su pueblo rumbo a la frontera china contra la voluntad y cruel resistencia del poder ruso. Y así sucedió. Se trató de un Gran Regreso, con tintes míticos, a las tierras del viejo emperador oriental -de donde habían partido cien años atrás-; pero también aquella presurosa emigración adquirió la forma de una tremenda calamidad: una huida épica a marchas forzadas contra el tiempo.

Ninguna migración humana es aterciopelada, pero la de los calmucos del dieciocho fue una sacrificadísima expedición nómada-militar que duró siete meses aciagos. Los rasgos románticos ineludibles de esta movilización que el estudioso inglés destaca en su crónica ("las enormes distancias recorridas, las tremendas derrotas acaecidas, las rutas ignoradas, los enemigos oscuramente conocidos y las adversidades vagamente prefiguradas") tienen que ver con el carácter arrojado, de corazón sencillo y antiguo linaje que caracterizó a tan orgulloso pueblo oriental. Un empeño histórico apenas comparable con:
 (...) la expedición egipcia de Cambises, la Anábasis protagonizada por Ciro el Joven y la consiguiente retirada de los Diez Mil, las expediciones romanas a Partia -sobre todo las de Craso y Juliano- y la célebre retirada de Napoleón en Rusia.
Es difícil imaginar desplazamiento tan gigantesco: seiscientos mil hombres, mujeres, ancianos y niños recorriendo de tres mil quinientos kilómetros de estepas, montañas, hielo y desiertos; montando a obedientes e invaluables camellos y caballos; arreando ganado vacuno, bovino y caprino; y asediados por huestes cosacas odiantes y la sistemática agresión -realmente bestial- de los bashkires a través del inhóspito Desierto de Gobi hasta las inmediaciones del mismísimo lago Tenguiz, ya en territorio chino. Por ello, De Quincey evoca líricamente el acontecimiento comparándolo con el poderoso instinto con que ocurren ciertos fenómenos naturales como las arrasadoras migraciones de los lemmings de las estepas o de las plagas de langosta en África. 

El éxodo tártaro culmina con una escena de furor miltoniano: "Una hueste de locos era perseguida por una horda de demonios". Muertos de sed y agotamiento, tanto unos como otros corrían en total desorden -bajo una implacable matanza mutua- desesperados por tomar agua del Tenguiz.
Nadie se detenía. Todos por igual, mendigos o nobles, continuaban su carrera enloquecida hacia el agua... Los crueles bashkires eran víctimas de los mismos padecimientos que los pobres calmucos y padecían los mismos síntomas (...) la misma angustia frenética poseía por igual tanto al asesino como a la víctima. Aún más, en ambos bandos, muchos habían perdido la razón, a causa de la sed. 
El saldo final del deplorable episodio fue de cuatrocientos mil civiles tártaros muertos en ese maldito año. Sobrevivieron sólo doscientos mil.

domingo, 3 de febrero de 2019

Historia de dos ciudades



Alejandro Rozado

- Historia de dos ciudades, Charles Dickens, 1859.

La primera novela madura de Dickens es comúnmente recordada por su espléndido y evocador párrafo inicial. Sin embargo, es menos sabido que el par de urbes referidas en el escrito son París y Londres al momento de la revolución francesa. Cierto que la historia se apoya en un drama familiar y un romance que entrelaza a ciudadanos ingleses y franceses de la segunda mitad del siglo XVIII; sin embargo, ahora el escritor originario de Portsmouth, en vez de centrarse casi exclusivamente en los personajes individuales, ahora a éstos bajo una mirada en lontananza -como desde lo alto de una colina- que contempla arrobadamente el paso huracanado del tiempo.

Se trata de una novela propiamente histórica en la que Dickens, ya consagrado al momento de publicarla, se permitió el lujo de distanciarse del estilo melodramático y cargado de agudísimo sentido del humor a la vez, que habían caracterizado a sus obras anteriores. Con Historia de dos ciudades, estamos ante una obra con perspectiva epocal; es decir, que si bien sus personajes siguen siendo retratados con minuciosidad impecable por la pluma de Dickens, el contexto en el que se mueven éstos posee una hondura y un peso mayores -un poco a lo Tolstoi. La entrada es, sin duda, formidable y da el tono de profundidad a lo que contará en adelante:
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; fueron años de buen sentido, fueron años de locura; una época de fe, una época de incredulidad; lapso de luz, lapso de tinieblas; primavera de la esperanza,  invierno de la desesperación; lo teníamos todo ante nosotros, no había nada ante nosotros; todos íbamos directo al cielo, todos marchábamos en sentido contrario.
Los contrastes perceptuales de una trágica época radical hicieron del tiempo del cambio un revoltijo histórico sombrío en la mirada del autor. Su descripción de la brutal toma de La Bastilla a cargo del barrio de miserables de Saint Antoine evoca aquel cuadro de Delacroix: La Libertad guiando al pueblo. Tanto la obra pictórica como la literaria son, así, convocadas por la convergencia de la historia.



Dickens escribe:
"¡A mí las mujeres! –gritaba la esposa del tabernero- ¡Sí! ¡Seremos tan buenas como los hombres para matar, una vez que la plaza sea tomada!" Y a ella acudieron, con un grito agudo y sediento, cuadrillas de mujeres diversamente armadas de iguales hambres y venganzas.
Fue la revolución más paradigmática; también la más cruel y vengativa. Un resentimiento popular acumulado por siglos despertó y se echó a andar en forma monstruosa sin el menor escrúpulo: no la gran institución de la justicia por la que lucharon sus ideólogos y notables líderes sino la inhumana maquinaria del ajusticiamiento. Dickens relata cómo personajes inocentes se ven arrastrados por el terror plebeyo como devastados por un océano furibundo que no da cuartel a quien se le oponga. Sólo la compasión de un humanista podría abordar semejante coyuntura histórica con más filosofía que con cualquier toma de partido particular:

(...) Y de igual manera que la simple inteligencia humana es capaz de descomponer un rayo de luz y de analizar su composición, quizá unas inteligencias más sublimes lean en el débil resplandor de esta nuestra tierra todos los pensamientos y todas las acciones, todos los vicios y todas las virtudes de cada uno de los seres responsables que hay en ella.
Vicios y virtudes que, bajo el crisol de esa gran épica de la modernidad, desató tanto el anhelo libertario como el instinto de la muerte. El resultado fue pasmoso para Dickens: la edificación del más formidable e impersonal culto al Súper Yo jamás visto antes:

Todos los monstruos devoradores e insaciables creados desde que la imaginación pudo registrar sus fantasías se han fundido en este monstruo único: la Guillotina.
La Edad de la Razón sustituía a los siglos de Dios a través de un miedo mayúsculo: Jehová fue destituido por la turba y en su lugar entronizó un aparato implacable y vertical como ningún otro: un perfeccionado invento industrial del señor Guillot, capaz de descabezar hasta mil doscientos aristócratas (mujeres y niños incluidos) en una sola noche de ebriedad plebeya. 

Sentimental, Charles Dickens, por supuesto, llora a lo lejos.