domingo, 31 de marzo de 2019

El canon de Clapton




Alejandro Rozado

¿Por qué Eric Clapton se convirtió de súbito en Dios -un dios joven y efímero como Jesús mismo-, justo en los sesentas, cuando dio comienzo el oscurecimiento de nuestra actual civilización?... Quizá por eso: porque entramos en franca decadencia. La posguerra había levantado la economía del mundo, ciertamente; sin embargo, el espíritu de las nuevas generaciones lucía agotado por tantas guerras de exterminio en el siglo. Las palabras ya habían dicho todo lo que tenían que decir y no había más horizontes de optimismo. Al menos eso sentía el nihilismo intelectual de Europa.

Lo cierto es que a mediados de los sesentas, con la beatlemanía recorriendo al planeta como un sueño evasivo, la guitarra de Clapton se fue destacando como el instrumento indiscutible de divulgación de una nueva prédica entre las multitudes de jóvenes sin brújula que se aglomeraban en conciertos al aire libre; ahí escuchaban con devoción otro tipo de mensaje alternativo -accesible y supremo a la vez. Una vez agotadas las retóricas verbales, sobrevino otra hecha por vibrantes notas musicales regidas bajo una rítmica de embrujo: el blues-rock.


Y de veras que con sus manos, el músico oriundo del condado de Surrey, Inglaterra, hizo milagros. Cambió la manera de percibir al mundo: Una revolución cultural a base de requintos electrizantes que sacudieron las mentes y abrieron nuevos parámetros sociales.

Es verdad que profetas con guitarra hubo muchos y muy buenos en aquellos tiempos -incluso mejores que Clapton. Baste pensar en Hendrix. Sin embargo, estos magos de las cuerdas no dejaron escuela. Jeff Beck, por ejemplo, siempre fue demasiado experimental y, por lo mismo, difícil de seguir. Y Jimmi Hendrix era prácticamente imposible de imitar: en primera, porque era zurdo; y en segunda, porque tenía las cuerdas ordenadas exactamente al revés. En cambio, el maestro Clapton fue más didáctico: trazó un camino de pautas que fue seguido por cientos y luego miles de guitarras en todo el mundo. El canon de Clapton. 

A no dudarlo, su periodo verdaderamente evangélico ocurrió durante las giras artísticas de la banda Cream, por ahí de los años 67 y 68. Cierto que antes, cuando integró The Yardbirds durante la Ola Inglesa, el chico ya mostraba aptitudes para un sonido más poderoso; y también que al integrarse a la banda de John Mayall (el gran bautista de este relato), el joven Eric ya punteaba su Stratocaster con calambres de antología; escúchese si no este clásico fundacional grabado por los Bluebreakers en que el requinto hace una primera convocatoria sónica:
https://www.youtube.com/watch?v=rUUEtCBhn_Q&list=RDrUUEtCBhn_Q&start_radio=1 
Pero la auténtica campaña de divulgación de esta especie de Nueva Verdad del Rock ocurrió con el trío que Clapton integró junto con Jack Bruce (al bajo) y Ginger Baker (en la batería). Sin apóstoles es imposible predicar... Grabaron algunos discos de estudio importantes, como Disraeli Gears (1967), en los que Cream expuso de qué iba su catecismo rockero y decadentista: explosión e incendio de las formas de percepción y de los sistemas hasta entonces establecidos de representación de la vida. El conocidísimo riff de "Sunshine Of Your Love" o las notas guitarrísticas alargadas de "Strange Brew", oprimiendo con las yemas de los dedos en intenso vibrato las cuerdas, fueron aproximaciones mayores a lo que sería la revolución sensible lanzada desde los escenarios por el supergrupo. 
https://www.youtube.com/watch?v=r0FFTd3bS_8
Sin embargo, es muy probable que el más importante sermón de estas giras se haya dado en el Coliseo de Oakland -al menos, de ese evento tenemos un registro impecablemente grabado que testimonia la revelación que Eric Clapton prodigó a sus fieles seguidores. Consistió en un nuevo relato para la posmodernidad, compuesta por historias de sonidos galvanizados de pasión y libertad narrativa. La prosodia de esta otra sintaxis estuvo asentada en esa suerte de toings hasta el cielo que emulan las grandes interpelaciones multitudinarias de los profetas: "¡Hey! -parecen decir los solos de Clapton- ¡Escúchame! ¡A ti me dirijo con estas notas, chavo extraviado, abandonado a tu suerte! ¡Ponte buzo!"... Fue un sonido dirigido a los riñones atrofiados de la juventud industrial, un llamado a activar las neuronas desconectadas por el desastre de la enajenación de Occidente. Una convocación a hacer una lectura alternativa de nuestra manera de estar en el mundo. Y todo ello sin palabras -tan solo con fraseos musicales que se establecerían por décadas en el inconsciente colectivo como una forma de caminar rítmicamente por las calles, una manera de viajar en auto por las carreteras a todo volumen o de tararear en sordina durante los grandes tramos de soledad contemporánea que debemos atravesar. Un modo, en suma, de resistir. 

Quizá el discurso bluesero que yo pudiera ofrecer a manera de ejemplo mayor, sea la interpretación en vivo de "Spoonful" -una vieja rola de Willie Dixon. En ella podemos apreciar toda la cabronería que es necesaria adquirir como equipo para atravesar este ocaso civilizatorio con un mínimo de sentido. Hela aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=FKCFH0aRx64  
Después de su episodio con Cream, tanto Dios como el Diablo abandonaron el interés y su disputa por el cuerpo y la persona de Clapton. Lo abandonaron a su solista suerte para que dejase el blues atrás y conquistara otras audiencias más conformistas -hasta la fecha todavía fascina a algunas doñas despistadas. No importa: aquel joven músico inglés ya había tocado lo que le correspondía en esta vida.
  

sábado, 30 de marzo de 2019

Sombrero de tres picos


Alejandro Rozado

- El sombrero de tres picos, Pedro Antonio de Alarcón, 1874.

Un molinero, el Tío Lucas, y su guapa esposa viven felices a las afueras de una ciudad andaluza en tiempos de Carlos IV; en la santa paz que proveen los años previos a la invasión francesa, la pareja trabaja afanosamente la harina por las mañanas, y por las tardes ambos son estupendos anfitriones de altos funcionarios del clero y el ayuntamiento que se reúnen en la soleada terraza campirana de aquéllos con cualquier pretexto para admirar las gracias de la "señá Fresquita" -quien es además muy salerosa. 

Esta novela realista de Pedro Antonio de Alarcón relata los sinsabores del corregidor del lugar obsesionado con la esposa del buen molinero. Ataviado con un traje anticuado en plena época napoleónica que lo retrata de cuerpo entero -una capa morada y un sombrero tricornio negro que le queda grande-, el torvo funcionario asemeja un buitre con bastón de mando que, abusando de sus atribuciones políticas, conspira apoyado por su propio alguacil contra el honrado marido para poseer a su mujer. Pero el agraviado Tío Lucas resultó, a decir del narrador: 
(...) un hombre como el de Shakespeare, de pocos e indivisibles sentimientos; incapaz de dudas; que creía o moría, que amaba o mataba; que no admitía gradación ni tránsito entre la suprema felicidad y el exterminio de su dicha. Era, en fin, un Otelo con alpargatas y montera, en el primer acto de una tragedia posible... 

De modo que nuestro impulsivo molinero, sin mediar por su cabeza aturdida las mínimas averiguaciones necesarias, decide vengarse de su mujer y del funcionariete... metiéndose con la esposa de este último. ¡Anda, pues tampoco la corregidora estaba de mal ver! La confrontación cara a cara de los cuatro cornudos resultará chispeante y edificadora.


El delicioso enredo sabe a los taninos de un Lope, aunque relanzado posteriormente a la modernidad gracias al vanguardismo musical de Manuel de Falla, quien compondría un ballet en 1919 que haría inolvidable a la novela. La prosa es tan exquisita y colorida como los racimos de uva que Fresquita le ofrece, coqueta, al buitre en uno de los momentos más graciosos de la narración. 

La solución de El sombrero de tres picos es redondamente teatral. Muy recomendable lectura para un domingo cualquiera que se anuncie aburrido. 

viernes, 29 de marzo de 2019

Chandler


Alejandro Rozado

Alfred Hitchcock decía que su única experiencia de colaboración con el escritor norteamericano Raymond Chandler resultó desafortunada; en 1950, trabajaban en el guión de la película Strangers On A Train, intentando adaptar infructuosamente la inquietante novela de Patricia Highsmith. El cineasta recordaba:
(...) la cosa no marchó bien entre nosotros. Me sentaba a su lado buscando una idea y le decía: "¿Por qué no hacer esto?" Y él me contestaba: "Bueno, si usted encuentra las soluciones, ¿para qué me necesita?"  
El intratable novelista y guionista de cine, Raymond Chandler (1888-1959), de estilo agrio y prosa endurecida como piedra volcánica, esparcía en sus relatos golpes demoledores: 
Estaba ya a medio camino del ascensor cuando me golpeó el pensamiento. Me golpeó sin razón ni sentido, como un ladrillo que cae.(…)
Así fue su comunicación con el lector: a pedradas, a macanazos, a cachetadas o a balazos. Un escritor poco amable con su público. No hay en sus textos espacio para sentimentalismo alguno -ni para el sentimiento, casi. Escritura sin concesiones, sin psicología. Si acaso, una atmósfera nocturna que inspira morbidez en la mayoría de sus situaciones. El detective privado Philip Marlowe fue el vehículo agresor que el autor empleó para escupir certeramente a los ojos del lector unos cuantos improperios que le nacían del alma cáustica que anidó en sus letras. Su tono literario era como el gruñido de una fiera acosada en una jungla precisamente de asfalto. 

El autor de El sueño eterno (1939) se relacionó pragmáticamente con la muerte, como con un dato más en la anécdota de nuestra existencia: 
¿Qué importaba dónde se yacía una vez muerto? ¿En un sucio tiradero o en una tumba de mármol en lo alto de una colina? Muerto, se dormía el sueño eterno y esas cosas no importaban. 
Con obras como ¡Adiós, preciosidad!, La ventana alta y El largo adiós, el relato negro norteamericana se vistió apropiadamente para el crepúsculo de la civilización, se acicaló el sombrero mientras encendía ceremoniosamente su pipa, sólo para simular que pensaba algo importante -cuando realmente no pensaba en nada: 
Me puse en pie, fui al lavabo de la esquina del cuarto y me mojé la cara con agua fría. Al rato me encontraba un poco mejor, pero no mucho. Necesitaba una copa, necesitaba muchos seguros de vida, necesitaba unas vacaciones, una casa en el campo. Lo único que tenía era una chaqueta, un sombrero y una pistola. Me los puse y salí de la habitación. [en Farewell My Lovely!] 
Como dijera uno de sus personajes femeninos más encantadores, Chandler -uno de tantos californianos por adopción- poseía un sentido del humor "como de mozo de funeraria". Cuando Marlowe visita la pocilga de una testigo mañosa y alcohólica para interrogarla, se detiene a describir la decrepitud del sitio: "Un par de lámparas que alguna vez lucieron pantallas cursis, ahora son tan alegres como una prostituta jubilada". Y de su ruinosa dueña, dice: 
Es una vieja encantadora. Me gusta estar con ella. Me gusta emborracharla para conseguir mis sórdidos propósitos. Soy un buen chico. Me divierte ser así…. 
Novelista tardío -ya que publicó su primera novela a los cincuenta y un años-, Chandler destrozó con procaz vocación misantrópica las convenciones melosas o preciosistas del romance: 
Era una cara limpia y vibrante con grandes ojos. Una cara con hueso debajo de la piel. (…) Muy bonita cara. 
A lo que sus heroínas solían responder: 
-Usted tiene unos ojos castaños tan bonitos... Y todavía se cree que es rudo.
La contribución de Chandler al modelo de virilidad del héroe noir emula lo hecho por Dashiell Hammett unos años antes. El investigador privado es un constructo del ocaso de la modernidad: un sujeto individualista, racional y pragmático que rige sus conductas bajo estricto criterio y conveniencia personales. Un hombre que desenreda la trama misteriosa del crimen abriendo sus cartas tanto a los delincuentes como a la policía misma. Un profesional que suele no mentir, pero que se reserva el derecho de confidencialidad que pueda comprometer a sus clientes -por barbajanes que éstos sean. Un individuo antipático, aunque de ego eficaz; alguien que suele no usar armas pero que no duda en portar alguna pistola bajo su ropa en caso de previsible peligro. Rudo, autosuficiente y solitario. Sin apegos afectivos y con sus papeles en regla. O sea, el tipo ideal. ¿Por qué no seremos como Philip Marlowe? El modelo masculino sin expectativas hacia el prójimo; un misógino moderno lo minuciosamente constituido para no sucumbir nunca ante el amor y sus telarañas. Un macho alfa a quien no asustan los sobornos ni la seducción femenina, y que -por lo mismo- es acreedor frecuente de sendas palizas.

Vamos, Chandler no respetaba ni a sus propios maestros: 

-¿Quién es Hemingway? -le preguntan a Marlowe.
-Un tipo que dice algo una y otra vez hasta que se empieza a creer que debe de ser interesante. 

sábado, 23 de marzo de 2019

Tiempos difíciles siempre


Alejandro Rozado

-Tiempos difíciles, Charles Dickens, 1854. 

En la industriosa ciudad de Coketown, al norte de Inglaterra, dos importantes y ufanos hombres de negocios (Mr. Gradgrind y Mr. Bounderby) deciden emparentarse a través del matrimonio -convenido, claro está, en forma patriarcal- de uno de ellos con Luisa, hija del otro. Al mismo tiempo, el flamante novio -Mr. Baunderby, banquero y próspero industrial de la región- posee una fábrica de telares donde labora, entre tantos otros trabajadores hilanderos, Steve Blackpool, un hombre maduro y ensimismado que ama a Rachel, una humilde obrera a la que sin embargo no puede unirse por estar casado con una mujer alcohólica y de vida disipada. El noble tejedor es despedido injustamente por su patrón y, después, acusado de un robo bancario que no cometió. Con la ayuda de Luisa Gradgrind, la joven esposa del arrogante capitalista Bounderby, Blackpool necesita aclarar los malos entendidos que se ciernen contra su serena templanza.

El contexto urbano en que transcurre esta micro historia de lucha de clases sitúa el tipo de adversidad que el espíritu de los personajes enfrentan. En efecto, la ficticia Coketown:
Era una ciudad de ladrillo rojo (…) una ciudad de máquinas y de altas chimeneas por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaba por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente; tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor y en el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía, lo mismo que la cabeza de un elefante enloquecido de melancolía. La ciudad contaba con varias calles anchas, todas muy parecidas, además de muchas otras estrechas que se parecían entre sí todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas horas, levantando en el suelo idéntico ruido de pasos, que se encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente. 

Si uno lee este relato de Dickens a la par de El Capital, de Marx, se encontrará con una correspondencia estética directa entre ambas obras: la analogía desglosada entre la opulencia y la pobreza, entre la mezquindad burguesa y la generosidad proletaria. También entre la máquina y el hombre... 

En Tiempos difíciles, el autor de Oliver Twist emula las visiones del revolucionario alemán con este párrafo: 
Steven se inclinó sobre su telar; tranquilo, vigilante, sereno. Formaba raro contraste -lo mismo que todos los demás hombres que trabajaban en el mismo bosque de telares que Steven- con el crujir, aplastar y chirriar de las máquinas que atendían.(…) Tantos o cuantos centenares de brazos en esta fábrica de tejidos; y tantos y cuantos centenares de caballos de vapor. Se sabe, a la libra de fuerza, lo que rendirá el motor; pero ni todos los calculistas juntos de la Casa de la Deuda Nacional pueden decir qué capacidad tiene en un momento dado, para el bien o para el mal, para el amor o el odio, para el patriotismo o el descontento, para convertir la virtud en vicio o viceversa, el alma de cada uno de estos hombres que sirven a la máquina con caras impasibles y ademanes acompasados. En la máquina no hay misterio alguno; en cambio, hay un misterio que es y será insondable para siempre en el más insignificante de esos hombres…

Cotéjese esta cita literaria con la siguiente conclusión de Marx acerca del papel del obrero en el tránsito hacia el sistema industrial de trabajo:
En la manufactura y en la industria manual, el obrero se sirve de la herramienta; en la fábrica, sirve a la máquina. Allí, los movimientos del instrumento de trabajo parten de él; aquí, es él quien tiene que seguir sus movimientos. En la manufactura, los obreros son otros tantos miembros de un mecanismo vivo. En la fábrica, existe por encima de ellos un mecanismo muerto, al que se les incorpora como apéndices vivos. (...) El trabajo mecánico afecta enormemente al sistema nervioso, ahoga el juego variado de los músculos y confisca toda la libre actividad física y espiritual del obrero. [Cap. XIII: "Maquinaria y gran industria", Sección Cuarta: "Plusvalía relativa", Tomo I de El Capital.
En 1854, ambos autores vivían en Londres -es sabido que se cruzaban en el camino- y escribían acerca del mismo tema: las condiciones de explotación de la clase obrera inglesa en el proceso productivo de trabajo. Y mientras la narrativa de uno era novelada, la del otro era analítica y dialéctica. Tiempos difíciles y la Contribución a la crítica de la economía política (con todo y su famoso prólogo) pueden considerarse una sola obra, simultáneamente concebida y realizada por el socialismo inglés de la época. Una pieza compuesta por separado: de amor por un lado (Dickens) y de compromiso por el otro (Marx) con los proletarios. Un dueto dedicado a observar con realismo el exprimidor trabajo fabril del capitalismo de entonces. Un testimonio más, un capítulo inglés acerca de la infamia del progreso universal, aunque -como dijeran los clásicos- "históricamente necesaria".

Novela de estereotipos dickensianos, la estampa modesta de Steve Blackpool contrasta con la grosera fanfarronería de su patrón: el buen sentido del personaje obrero se planta con sencillez frente a las continuas balandronadas clasistas del empresario acerca de la vida utilitarista que cualquier hombre "sensato" debería de poner en práctica, desterrando con ello de una vez para siempre -según el arrogante Bounderby- todo aquel estéril sentimentalismo "tipo Schiller" acerca de nada.

En efecto, en los alegatos y peroratas de Bounderby subyace la voluntad de vencer a las dos grandes corrientes críticas de la modernidad: el socialismo y el romanticismo. Los distintos personajes de Dickens encarnan las distintas ideas políticas y culturales en pugna de su época: por un lado, el par de amigos empresarios proclaman el triunfo del positivismo (comtiano) en la educación y en prácticamente todas las áreas de la vida; por otro, el punto de vista proletario tiene en Steve Blackpool, pero también en otros figurantes sindicalistas de intenciones más bien demagógicas, a protagonistas del mundo antagónico al empresarial; y, finalmente, la aparición del afectado Santiago Harthouse, un joven encantador y arribista que llega a Coketown comisionado por el parlamento para dizque asesorar el buen desarrollo de la industria, cristalizaría la caricatura del viejo y obsoleto romanticismo -ya de holgazanes y aventureros en un mundo como el británico que optó francamente por el progreso productivo y abandonó los devaneos estéticos de antaño.

Tiempos difíciles aquellos, muy difíciles -observa Dickens- para los hombres de la civilización Occidental y su criatura predilecta: el espíritu capitalista. 

miércoles, 20 de marzo de 2019

Halcón maltés


Alejandro Rozado

- El halcón maltés, Dashiell Hammett, 1932.

- El halcón maltés (The Maltese Falcon), de John Huston (EU-1941), con Humphrey Bogart, Peter Lorre, Sydney Greenstreet y Mary Astor. 

El detective privado Sam Spade, en San Francisco, vive una semana de enredosos misterios alrededor de ciertos clientes, taimados sin escrúpulos, que lo contratan para apoderarse de una joya histórica (una estatuilla de oro que representa a un altivo halcón templario) que vale miles de dólares... y muchas vidas. 


El tipo de novela norteamericana hard boiled que circuló durante la década de los treintas del siglo XX tuvo como figura principal al escritor norteamericano Dashiell Hammett. Eran los años en que despuntaba otra ola de pesimismo ilustrado en el mundo moderno. Las historias de hombres desangelados que se entremezclaban con el hampa comenzaron a publicarse en revistas y comics de la época. Los protagonistas masculinos exhibían amarga ironía a través de cáusticas muecas y comportamientos e iban en pos de dinero mal habido y dominio local, mientras -con el mismo fin- las mujeres ejercían su poder sexual con una astucia y atrevimiento casi desconocido hasta entonces en la literatura. Capaces de matar en última instancia, ambos sexos se cuidaban sin embargo de no hacerlo más que en caso necesario. Por ejemplo, en El halcón maltés, el personaje central le aclara a uno de sus ambiciosos clientes:

Se entiende que usted no me contrata para cometer asesinatos o robos por su cuenta, sino sencillamente para recuperar la estatuilla del halcón [maltés] por medios honrados y legales, si ello es posible.

Si ello es posible... Es decir, un código ético de intervención profesional que se desplazaba equívocamente sobre la difusa frontera entre la ley y el delito, entre el "bien" y el "mal" (aunque código al fin). No se trataba tanto -en esta clase de narraciones- de un desarrollo de la sociopatía compartida entre héroes y villanos, sino más bien el registro de la enfermedad de la sociedad misma que orilla a aquéllos hacia los linderos del crimen de éstos. Una forma también necesaria de infiltrarse o aproximarse al mundo criminal, practicar sus métodos y solucionar, así, intrincados dilemas ocultos a la ley.  


El detective privado, símbolo urbano del individualismo moderno, libre de jefes que obedecer, dueño de su propio tiempo y de su modo desenfadado y solitario de existir, es portador de una nueva prosodia cínica y directa que revienta los parlamentos literarios convencionales al mismo tiempo que deconstruye los protocolos del Estado y sus agencias policiacas: 

 -(…) Hace ya mucho tiempo que no lloro cuando le soy antipático a un policía -le dice Spade a un inspector.
O bien, cuando interpela a un ex colega del Departamento de Homicidios que sospecha de él: 
-Trataré de ser razonable, Tom. Recuérdame: ¿cómo maté a Thursby? Se me ha olvidado. 
El halcón maltés y el estilo anti psicológico de Hammett: el lector jamás se entera de los conflictos subjetivos de los personajes; sólo alcanza a atisbar el carácter de sus personalidades a través de palabras, movimientos corporales y acciones. Se trata de un portento de literatura behaviorista apropiadísima para el cine. Quizá por ello, el libro cobró incluso mayor impacto cinematográfico que literario gracias a la bien lograda adaptación que realizó el cineasta primerizo John Huston en 1941. Pues, en efecto, el filme The Maltese Falcon -además de ser el lanzamiento icónico de Humphrey Bogart- representó el inicio puntual del posteriormente llamado cine negro norteamericano con espléndidos resultados. 

La cinta de Huston da rostros al texto, fijando a Bogart como el indisputable Sam Spade -también consagrando a la media luz oblícua en escenarios interiores como la atmósfera iniciática de un movimiento artístico único en la historia del cine de estadounidense. A diferencia de El ciudadano Kane (también del año 41), del grandilocuente Orson Welles, el filme The Maltese Falcon es más modesto, aunque no por ello menos eficaz. Sus secuencias son un cuidadoso trabajo en pequeño, como un traje de sastre hecho a la medida, con una cámara que sabe realizar discretos ajustes de movimiento a la necesidad del relato y sus personajes. En vista de que muchas de las escenas transcurren en habitaciones de hoteles con sofás y sillas, en despachos u oficinas, los encuadres de Huston en esta cinta se sitúan por lo regular a la altura del hombre sentado -quizá unos veinte centímetros más arriba que en el cine del maestro japonés Yasujiro Ozu, donde los actores, en lugar de sentarse, suelen permanecer arrodillados a nivel de piso para comer o tomar el té y conversar.



Hammett, para entonces, había dejado de escribir novelas y se dedicaba al cine. Años después, cuando Hollywood se vio sometida a la persecución macartista de los años 50, el novelista y guionista tuvo que enfrentar la cárcel al negarse a delatar a compañeros de trabajo acusados de comunistas. En la víspera de su arresto, el escritor declaró: 

No me va a pasar gran cosa, aunque creo que iré a la cárcel durante una temporada (…) quizá deba decir que si fuera algo más que la cárcel, si fuera mi vida, la daría por lo que yo creo que es la democracia, y no dejaré que ni los polis ni los jueces me digan lo que es la democracia. 




Dashiell Hammett y el desafío liberal del ego individual ante las instituciones de un Estado opresor -instituciones que un depresivo como el pobre de Kafka, por ejemplo, no pudo siquiera vislumbrar sino tan sólo padecer. De modo que: Dashiell Hammett hablando como su personaje Sam Spade... o quizá al revés.

sábado, 16 de marzo de 2019

Kafka y la culpa secular


Alejandro Rozado

- El proceso, Franz Kafka,  1925.
- El proceso (The Trial), de Orson Welles (1962-Francia), con Anthony Perkins, Jean Moreau, Rommy Schneider y Orson Welles.

Posiblemente algún desconocido había calumniado a Joseph K., pues sin que éste hubiese hecho nada punible, fue detenido una mañana. 

Esta primera oración de la novela resulta de antología, pues de algún modo tenebroso inaugura el rutinarismo del hombre moderno. La característica medular de la contemporánea grisura ciudadana quizá radique en que ésta despierta todos los días con la implacable posibilidad de ser sometida a un proceso legal de investigación. La historia de los juzgados y oficinas gubernamentales de cualquier país del mundo testifican lo anterior -al menos durante los últimos cien años. Alguna vez -seguramente de madrugada- llegarán abogados y oficiales mal encarados a golpear con severidad a tu puerta con una orden de cateo, de desalojo o de arresto. La Culpa convertida en narrativa secular. 

El personaje principal de El proceso, Joseph K, es un funcionario bancario joven y solitario que renta una habitación en cierta pensión para solteros en alguna vieja ciudad europea. El nítido alter ego del autor, Franz Kafka, deambulará a partir de la primera frase citada por un sinuoso y absurdo recorrido legal de antesalas para indagar de qué se le acusa específicamente... sin jamás llegar a saberlo. Desde el comienzo de su detención se proclama la ambigüedad del proceso: el acusado puede irse a trabajar:
-¿Es que puedo ir al banco estando arrestado? -pregunta Joseph K. 
-¡Veo que no me ha entendido! -contesta el agente- Es verdad que se encuentra detenido, pero eso no implica que no pueda atender a sus obligaciones. No debe usted perturbar su vida normal.

El acusado como normalidad ciudadana... una denuncia o sentencia jamás formulada por juez o fiscal ninguno... y, en fin, una culpabilidad apriorística e intemporal. La cotidianidad del poder ejercida a través de la penalidad potencial, ya sin Dios alguno como mediador. La historicidad de lo kafkiano radica precisamente en la logomaquia opresiva de la dominación burocrática, en la "pantalonada" detrás de todo escritorio.
(…) todos los expedientes –y lo más importante, el escrito de acusación del fiscal- no estaban al alcance del acusado y de su abogado defensor; por ello era imposible saber exactamente, y ni siquiera de una manera aproximada, adónde debía dirigirse la primera demanda.

Pero ello dista mucho de ser sólo una ficción literaria. Cuando, a comienzos del siglo XX, los aparatos burocráticos irrumpieron como forma visible de dominación -incluso como alternativa de empleo y de vida en la modernidad-, hubo un individuo pequeño-pequeño en el centro de Europa que tuvo la circunstancia de padecer y describir, desde el interior, la atmósfera opresiva y agobiante de sus laberintos. Este diminuto individuo triste y deprimido, desconocido en vida, fue Kafka; y su literatura se combina -no por casualidad- con los agudos textos sociológicos de Max Weber -coetáneo suyo- en los cuales auguraba para la humanidad el gélido invierno de la burocratización como forma absoluta de vida. El "aparato" como fin en sí mismo, que se auto reproduce en todos los mecanismos de producción, distribución y comunicación social, generando más burocracia, a través del papeleo. La tramitología como forma de intercambio reproductivo. Detrás de ese universo infinito de antesalas, gestiones, citas, audiencias, sellos, esperas y firmas autorizadas, yace el procedimiento maestro de la culpa. Ésta es preexistente bajo la modernidad ya sin alma. Y el acusado es su materia prima, sin el cual es imposible el proceso de reproducción de la burocracia misma. "El castigo es tan inevitable como merecido", asevera uno de los personajes de la novela.  

Por lo demás, el método estatal que describe Kafka es impecable: consiste, primeramente, en hallar al acusado; y sólo al final, probablemente, se descubrirá de qué se le acusa. Genial reificación. Joseph K clama desde la negrura de su propio destino:
-Mi inocencia no resuelve en absoluto el asunto –dijo sonriendo a su pesar, y meneando despacio la cabeza agregó-: ¡Es tan compleja y sutil la justicia! Termina por descubrir grandes delitos donde no existen.

Desde luego, la fenomenología de la burocracia es aquí, en Kafka, necesariamente pesadillesca; su desalentador espíritu, la mediocridad; y el esfuerzo del acusado por defenderse ante la justicia, de lo más melancólico. 
Sufrir un proceso -afirma uno de sus personajes- es casi haberlo perdido.
En suma, Kafka asiste a la acción fundamental del Estado: succionar, como sanguijuela, la vitalidad de su propia sociedad. Para ello, era necesario que el artista mismo partiese de la aceptación de su más rotundo fracaso como condición creativa. Walter Benjamin anota con aguda perspicacia que:
Para hacer justicia a Kafka en su pureza y belleza peculiares, no se debe perder de vista lo siguiente: que fue un fracasado. Las circunstancias de ese fracaso son múltiples. Casi diríamos que cuando estuvo seguro de la frustración definitiva, lo lograba todo de corrido como en un sueño. Nada merece mayor consideración que el celo con que Kafka subrayó su fracaso.

Admitir valientemente e identificar esa terrible condición histórico-vital liberó, por decirlo así, a Franz Kafka de luchas estériles hacia su propia vindicación social. Cuando ya no hay nada que ganar tampoco existe nada que perder. Quizá por ello, haya escrito que "hay infinita esperanza, pero no para nosotros".... La liberación psicológica del mediocre empleado que fue lo convirtió, a su vez, en un decidido escritor de su tiempo, abierto a pormenorizar sin concesiones los distintos estamentos de la miseria ciudadana que lo corroía. 

Y si bien el libro no es un bello texto -pues su importancia literaria es justamente su importancia histórica-, la única versión cinematográfica que El proceso ha tenido (la realizada por Orson Welles en 1962) relanza la obra kafkiana a dimensiones artísticas inimaginadas por el escritor. Desde luego, el uso fotográfico de la profundidad de campo otorga una perspectiva de túnel al relato que arroja pasmosamente la mirada del espectador hacia los puntos de fuga mejor trabajados -considero yo- en la historia del cine. La maquinal atmósfera de las oficinas del banco donde trabaja Joseph K (representado por un extraordinario Anthony Perkins), el opresivo escenario del juicio, el caótico itinerario de los largos pasillos de la corte... despliegan fotográfica, espacialmente, lo que la letra difícilmente alcanza a sugerir. También, el diseño artístico del filme (apoyado en obras urbanas abandonadas de las afueras de París y en el agudo juego de luces y sombras que proviene de la vieja cinematografía alemana aprendida por Welles) se inspira visualmente para vestir a la narración de la nocturnidad onírica y neorromántica que agobia de pesimismo al producto. Pero lo que la cinta de Welles aporta con mayor fuerza definitiva al proceso kafkiano es ese inocultable sentimiento postrero que embarga al mundo agotado que vivimos.



Y lo póstumo arrastra su propio sentido del humor. Cuando el petulante abogado Huld (personificado por el propio Welles) divaga ante su defendido señor K acerca del arte y las peculiaridades de su oficio, hay un instante magistral en que se aserta la siguiente bufonada:
-Si se les mira bien, los acusados son realmente guapos. Se trata evidentemente de un fenómeno muy particular, que en cierto modo cae dentro de las ciencias naturales. (…) Por supuesto, cuando se tiene experiencia en estas cosas, se puede reconocer a un acusado entre mil personas. ¿En qué?, preguntará usted. Mi explicación seguramente no le satisfará. En que siempre los acusados son los más bellos.

Los ojos del abogado miran oblicua y burlonamente a su incrédulo cliente ya en el borde de su propia exasperación existencial. Con todo lo cual me atrevo a afirmar que Orson Welles es coautor del libro de Kafka. En pocos casos como éste, literatura y cine colaboran de forma tan paradigmática en el acabado de una obra mayor. Es decir, El proceso constituye una obra histórica total cuya factura atravesó por dos momentos, a lo largo de casi cuarenta años: el momento Kafka y el momento Welles. Como ciertas grandes obras arquitectónicas que dilatan generaciones enteras en ser terminadas, El proceso es la creación compartida de una obra hecha a lo largo del vigésimo siglo de esta era. 

lunes, 11 de marzo de 2019

Todo se desmorona


Alejandro Rozado

- Todo se desmorona, de Chinua Achebe,1958.

Hace sesenta años se publicó la novela africana más influyente hasta la fecha: traducida a cincuenta idiomas y con más de ocho millones de ejemplares vendidos. El autor -quien nos otorgaría posteriormente La flecha de dios a manera de continuación- da cuenta, a través de relatos locales cronológicamente hilvanados del pueblo igbo, la riqueza cultural que florecía al sur de Nigeria a fines del siglo XIX, antes de la colonización británica y su veloz desmoronamiento bajo el influjo de la civilización occidental. 

Okwonko es un esforzado guerrero de la zona tribal de Umuofia, quien -con tiempo y fuerza de carácter- ha logrado destacar entre los suyos hasta formar parte de los "señores principales" del clan y sus 9 aldeas. Vive con su familia poligámica en un cosmos ordenado por una imbricada estructura de niveles normativos, entre dioses y mensajeros divinos, hombres sabios, sacerdotisas y antepasados. La nutrida cultura aborigen -que identifica a los arcoiris como "pitones del cielo"- se desenvuelve entre lo sacro, lo profano y lo maldecido, una diversidad de guisos de ñame y vino de palma, plagas de langostas que caen milagrosamente como manjares del cielo en tiempos de hambruna, y reglas mundanas precisas que rigen la vida imperfecta de los aldeanos.

Sin embargo, con la llegada de los primeros evangelizadores cristianos, todo ese lábil orden tradicional comienza a deteriorarse a pesar de la impaciente resistencia de su líder. La descomposición de la comunidad ancestral inducirá el destino trágico de Okwonko: un macho alfa fatalmente destinado por la adversidad, un héroe fallido por su propia circunstancia. Lo más dramático de esta historia es que aquel tiempo inmenso y originario, poblado por una riquísima cotidianidad, podrá caber -a la postre- en un méndigo párrafo en las memorias del inescrupuloso comisario inglés asignado al territorio igbo para "normalizar" la colonización. Los vencedores de Occidente conceden a los vencidos, si acaso, un pie de página en sus gloriosas memorias de conquista. 

Okwonko, ese león negro de la sabana, hombre de acción más que de ideas, solía decir: 
Yo no puedo vivir a la orilla de un río y lavarme las manos con saliva.

domingo, 10 de marzo de 2019

Los ruiseñores no dañan a nadie


Alejandro Rozado

- Matar a un ruiseñor, de Lee Harper, 1960.
- Matar a un ruiseñor (To Kill A mockinbird), de  Robert Mulligan (EU-1962), con Gregory Peck, Mary Badham y Robert Duvall. 

Descendientes de una finca algodonera de Alabama, la familia Finch vive modestamente en el apacible poblado de Maycomb, gracias a los oficios del padre, Atticus Finch, como abogado en el tribunal del condado. En cierto momento, una vecina blanca y con trastorno de personal es violada, por lo cual se extiende la natural indignación entre la población. Sin embargo, la sed ciudadana de justicia se descarga sobre un negro trabajador agrícola, a quien acusan más por necesidad social de enconar las diferencias raciales que por la recabación ponderada de evidencias probatorias. La problemática defensa del acusado es asignada a Atticus Finch. El proceso jurídico impactará cívicamente a los dos hijos del recto abogado -menores de edad-, por el resto de su vida. 

La autora de éste su único libro, Lee Harper, se basó en los recuerdos sureños de su infancia para contar una historia entrañable que conmovió a la Norteamérica de los tiempos de Kennedy y de la lucha por los derechos de la minoría negra. Así, la narración corre a cargo de la pendenciera hija menor de los Finch, Scout, quien rememora el perfil de agrestes personajes y atmósferas rurales durante el depresivo año 32, desde el ángulo de la niñez -cosa que imprime al relato un estilo inocente, fresco y accesible a lectores menos exigentes. 

La celebrada novela da cuenta del esmerado esfuerzo de Atticus Finch por educar a sus hijos en el tortuoso proceso de adaptación a una sociedad al mismo tiempo civilizada e irracional, ordenada y cruel, democrática y racista. La defensa de su infortunado cliente es la culminación de ese duro proceso educativo. La clave de la pedagogía del noble Atticus es la adopción de cierto estoicismo liberal que defiende los principios de igualdad entre los hombres en medio de un mundo indispuesto a practicar esa norma de convivencia. Más que una prédica de los valores modernos y humanitarios, se trata de enseñar una ética de la compasión y el respeto, que se quiere universal, con el ejemplo, a través de un laconismo prodigioso de conductas y reflexiones. El padre de familia observa a su críos de doce y dieciocho años, desde la intimidad familiar que brinda la protectora sala de estar, lo siguiente:
Los ruiseñores no dañan a nadie, no arruinan cosechas, no forman plagas, sólo cantan para nosotros; matar a uno de ellos es lo más absurdo que hay.

Así, el fracaso anunciado de Atticus en proteger la vida de su cliente engrandece, sin embargo, su figura ante los menores. 

Un instante demoledor del relato ocurre cuando el joven Jem Finch, dolido por la incomprensible injusticia racista, rememora una temida leyenda del barrio acerca del aislamiento por décadas de un vecino, quien padece retraso mental y jamás sale de su casa por temor a la discriminación habitual. Después de cuestionarse por qué las personas no pueden tolerarse las unas a las otras, Jem concluye: 
Creo que empiezo a comprender por qué Boo Radley ha estado encerrado todo este tiempo... Ha sido porque quiere estar ahí dentro. 

Una vez que fue llevada con cuidadoso acierto la novela al cine, un maduro Gregory Peck logró encarnar a Atticus Finch de tal modo que actor y personaje son, desde entonces, una y la misma cosa. De la mano de la propia novelista Harper, la cuadra vecinal del pueblo de Maycomb fue reconstruida como escenario principal con asombrosa precisión. Ahí, cuando el sol cotidiano aplasta por igual -a ras del polvoso suelo- la conciencia de los buenos y pacíficos ciudadanos, reduciéndola a una mera mezquindad histórica, surge una secuencia formidable: del fondo de la calle donde viven los Finch, se aproxima, jadeante y desorientado, un perro rabioso que atemoriza al barrio entero. Será necesario matarlo de un tiro. No se sabe cómo ni cuándo se incubó el virus maligno en el cuerpo del desdichado can; lo cierto es que de pronto brota la rabia, trastoca la tranquilidad de todo el condado y cunde la fobia social a la hidrofobia. Irónicamente, designan al propio Atticus Finch para disparar arteramente al animal. Muerto el perro, se acaba la rabia.


Analogías del oficio literario



Alejandro Rozado


Escribir una novela es como una competencia de maratón: requiere la odiosa disciplina puritana de todo corredor de fondo, levantarse temprano y escribir de corrido sobre el papel en blanco dos, tres horas diarias. Luego, una ducha. 

Componer un poema es, en cambio, un salto al vacío: el instante eterno. Uno sólo espera la señal para lanzarse con la gracia de un clavadista. No se necesita un baño posterior, pues al fin del poema -de la caída- hay un rompiente chapuzón en aguas profundas.

¿Y el ensayo? Escribir un ensayo es como salir a la calle del barrio y echarte con los cuates una cascarita de fútbol: jugueteando con espíritu abierto y sin urgencia de tener la razón. Después, unas chelas bien frías. 

jueves, 7 de marzo de 2019

Tobacco Road: ¿qué esperan los Coen?



Alejandro Rozado

- Camino del tabaco (Tobacco Road), Erskine Caldwell, 1932. 

Erskine Caldwell, narrador identificado comúnmente con la llamada generación perdida norteamericana, tenía 29 años cuando publicó esta crudelista novela surgida de la gran depresión de los 30's en EU. 

La producción tabacalera y algodonera del sur de Georgia se ve abandonada por los créditos; por consiguiente, los agricultores empobrecidos emigran a trabajar a las hilanderías de la región. De dicho contexto emerge, como las miasmas sureñas evaporadas por el sol inclemente, un "sentido común" aterrador entre los Lester: una de las infortunadas familias rurales que se niegan a adaptarse a la industrialización. Este clan hundido de pobres diablos ofrece (por ejemplo), a su hija menor de edad a un sucio vecino que al menos tiene empleo como trabajador agrícola. Con tal de no tener que mantenerla más, el padre Jeeter Lester, justifica su propia holgazanería culpando al slump productivo. Y Erskine Caldwell apunta:
Seguía sin comprender por qué no tenía nada ni lo tendría jamás, y no había nadie que lo supiera y fuese capaz de decírselo. 

En efecto, toda caída dramática de la inversión provoca una abrupta miseria económica, pero también una precipitación moral entre los afectados. Una calamidad arrastra siempre a la otra. Tanto la abundancia como la escasez detentan cierta cualidad reveladora: del mismo modo que propician el surgimiento de extraordinarios gestos de piedad y entereza, también desnudan la verdadera naturaleza de los hombres y mujeres ruines. Tal es el caso de los Lester, quienes inducidos por los peores trastornos de personalidad creen al mismo tiempo que practican la ley de Dios. El viejo Jeeter masculla, mientras ve con desprecio pasar a una cuadrilla de negros algodoneros por delante de su desvencijado porche
Esos negros están siempre haciéndose matar; por lo que parece, no hay modo de impedirlo. 

Como si, en verdad, el granjero en decadencia hubiese en su vida hecho algo al respecto... La inmunda existencia de los Lester, arrastrada hasta la ignominia del hambre y la promiscuidad, pretende normarse por un Dios que negocia sus pecados a través de Bessie, una amañada viuda cuarentona -y, por añadidura, predicadora-, quien convence a los famélicos Lester de permitirle casarse con el quinceañero Dude Lester, a cambio de perdonar los pecados de la familia y, de pilón, pasearlos por los polvosos caminos del tabaco en su coche recién comprado. ¡Ah, el automóvil!: ese objeto tan simbólico y seductor de un progreso impensable para ellos.




Por supuesto que el clan de inoperantes agricultores -en desgracia insuperable- termina por destrozar that brand new car en menos de una semana -como todo lo que cae en sus manos torpes e inescrupulosas. Porque están condenados a desaparecer en el despiadado darwinismo social.
Pensaban que el haber torcido el eje delantero, estrellado el parabrisas, rayado la pintura, estropeado los asientos y vendido la rueda de repuesto no eran más que percances corrientes cuando se viajaba en automóvil. Al aplastarse el guardabarros delantero y romperse el muelle de atrás había disminuido el entusiasmo inicial. 

Más allá de cierto humor macabro que se describe en las situaciones de absoluta indiferencia ante la muerte de un ser "querido" o simplemente la mala fortuna del prójimo, la novela narra -sin sermones- el estremecedor desencuentro de dos realidades históricas que apenas se tocan. Al fondo de la psicopatología fronteriza de los personajes (aquí expuesta con naturalidad pasmosa), se halla la imposibilidad definitiva de adaptación social de generaciones olvidadas que decidieron dar la espalda al tiempo mismo.

Tres décadas después de publicada la novela, circularon distintas versiones de un inspirado blues titulado igual (Tobacco Road), cuya letra dice:
I was born in a bunk / Mama died and my daddy got drunk / Left me here to die alone / In the middle of Tobacco Road.

No sé qué esperan los hermanos Coen para llevar Tobacco Road a la pantalla; está concebida para ellos.

viernes, 1 de marzo de 2019

Dostoyevski preso




Alejandro Rozado

- Memorias de la casa muerta, Fedor M. Dostoyevski, 1862.

Tras habérsele conmutado -de última hora- una sentencia de fusilamiento, el joven conspirador anti zarista, Fedor M. Dostoyevski, fue enviado al presidio siberiano de Omsk, en donde permanecería recluido durante cuatro terribles años. La tortura física y el dolor moral que ello le significó se convirtió -con el paso del tiempo, la maduración psicológica y espiritual del escritor- en algo beneficioso en su atribulada vida. Una década después de su internamiento -y posterior liberación-, Dostoyevski recordaría aquella amarga estancia entre los seres más corroídos como una convivencia de bienaventuranza. El escritor apunta al comienzo de estas memorias:
En todas partes hay gente mala, y entre ella también la hay buena (...) ¿Quién sabe? Puede que estas criaturas no sean, después de todo, peores que las otras, las que quedan allá, afuera del presidio. 

Criminales, desertores del ejército, bandidos reincidentes de caminos y bosques, disidentes del régimen, infieles musulmanes y usureros desalmados, son descritos en estas páginas al ras del lodo, compartiendo en los inmundos dormitorios colectivos un estrecho espacio con los piojos y pulgas de la taiga septentrional rusa. Sin embargo -como ocurre con el efecto posterior de todo deslumbramiento visual en que la realidad recobra poco a poco sus formas-, conforme avanza la cronología de estas memorias de presidiario va emergiendo la percepción de una cierta calidad infantil profunda entre aquellos condenados al hoyo negro de la vida. 

Así, aparecen aquí y allá anotaciones sociológicas varias acerca de esa casa de los muertos y sus pobladores: uno de ellos reza todas las noches con perseverancia mística, otro se las arregla para comerciar tabaco en el mercado negro de la prisión, uno más se dedica a cuidar de ciertos animales (perros, gatos, burros) que se arriman a las barracas, aquel otro se entusiasma en participar en los ensayos de una representación teatral ante las autoridades del penal. Especialmente, la descripción de la función inaugural en vísperas navideñas mitiga con trazos humanos esta lectura acerca del sufrimiento padecido por las cuadrillas de trabajos forzados y los castigos corporales a que son sometidos los infractores del reglamento carcelario:
Diré que el teatro y la gratitud [de los presos a las autoridades del penal] por haberlo consentido fueron la causa de que los días festivos no se produjese en todo el presidio un desorden serio ni una riña de testigo de cómo se callaban algunos borrachos o pendencieros, solamente por el temor de que prohibiesen la función.  

Vindicación dostoyevskiana: el teatro es la esperanza, una luz en las tinieblas sepulcrales de la civilización. Los seres más rotos del submundo se restauran representándose a sí mismos en una comedia cualquiera que devuelve al alma de los despojados una chispa de significación. Bestias homicidas sin ningún porvenir, de pronto son capaces de dar lo que sea por opinar acerca del montaje, la decoración o la actuación de alguno de sus compañeros de galera. El espíritu redentor despierta, aunque sea por momentos, suscitado por los parlamentos y una ficción que traslada la imaginación de los pobres diablos al reino de la inocencia. Momento culminante de la narración.

También el novelista reconsidera un tema asiduo entre la intelectualidad y otras élites sociales de su tiempo: el abismo histórico respecto del "pueblo", esa noción tan romántica... tan rusa. Y nos sentencia:
Ni aunque toda la vida tratéis al pueblo, ni aunque por espacio de cuarenta años seguidos alternéis con él … con traza de protector y cierto paternal pensamiento, nunca conoceréis la realidad.
El pueblo ruso, en su lejana sabiduría milenaria, concibe al delito como una desgracia; y al delincuente como un desgraciado: alguien caído de la gracia de Dios. Esta honda percepción colectiva se expresa palmariamente con los reos que se hallan en espera de algún castigo físico. Las azotaínas propinadas por los guardias de la fortaleza de Omsk solían ser tan salvajes que los propios médicos mostraban consideraciones especiales del maltrato para el desdichado en cuestión. Tras el duro escarmiento, los presidiarios salían medio muertos, sin poderse sostener, desmayados con frecuencia y urgidos sin excepción de internamiento en la clínica carcelaria. Un halo de compasión colectiva recorría entonces los comedores y dormitorios, las brigadas de trabajo en el campo e incluso entre los aldeanos que regularmente ofrecían comida y consuelo al paso de aquellos des(a)graciados del tiempo.

Al terminar de leer esta obra testimonial de Dostoyevski -escrita sin asomo lírico victimario alguno- me es inevitable pensar en otras literaturas con experiencia de presidio. Solyenitsin, desde luego, y Shálamov (cuyos Relatos de Kolimá no he podido leer aún más que de manera fragmentaria). También la experiencia del exterminio vivida por Primo Levi en Auschwitz...

Pero pienso sobre todo en Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido. Hay un siglo de distancia entre las memorias del místico ruso y el testimonio del psiquiatra vienés. Asimismo, eran muy diferentes las finalidades de los campos de concentración en una y otra época, y los tipos de Estado que las imponían. Sin embargo, los intereses esperanzados tanto del ruso como del austriaco convergen hacia un punto focal: sus iguales, sus compañeros de infortunio, los prisioneros y sus terribles padecimientos. Mientras que Dostoyevski desarrolla apuntes harto sociológicos sobre la condición y el comportamiento de los condenados en Siberia, Frankl observa la psicología de quienes van a morir en Auschwitz. El primero aboga por la salvación de las almas en infortunio; el segundo, busca una terapéutica para la posmodernidad. Extraordinarios ambos. [Imagen: La ronda de los presos, de Van Gogh.]