viernes, 1 de marzo de 2019

Dostoyevski preso




Alejandro Rozado

- Memorias de la casa muerta, Fedor M. Dostoyevski, 1862.

Tras habérsele conmutado -de última hora- una sentencia de fusilamiento, el joven conspirador anti zarista, Fedor M. Dostoyevski, fue enviado al presidio siberiano de Omsk, en donde permanecería recluido durante cuatro terribles años. La tortura física y el dolor moral que ello le significó se convirtió -con el paso del tiempo, la maduración psicológica y espiritual del escritor- en algo beneficioso en su atribulada vida. Una década después de su internamiento -y posterior liberación-, Dostoyevski recordaría aquella amarga estancia entre los seres más corroídos como una convivencia de bienaventuranza. El escritor apunta al comienzo de estas memorias:
En todas partes hay gente mala, y entre ella también la hay buena (...) ¿Quién sabe? Puede que estas criaturas no sean, después de todo, peores que las otras, las que quedan allá, afuera del presidio. 

Criminales, desertores del ejército, bandidos reincidentes de caminos y bosques, disidentes del régimen, infieles musulmanes y usureros desalmados, son descritos en estas páginas al ras del lodo, compartiendo en los inmundos dormitorios colectivos un estrecho espacio con los piojos y pulgas de la taiga septentrional rusa. Sin embargo -como ocurre con el efecto posterior de todo deslumbramiento visual en que la realidad recobra poco a poco sus formas-, conforme avanza la cronología de estas memorias de presidiario va emergiendo la percepción de una cierta calidad infantil profunda entre aquellos condenados al hoyo negro de la vida. 

Así, aparecen aquí y allá anotaciones sociológicas varias acerca de esa casa de los muertos y sus pobladores: uno de ellos reza todas las noches con perseverancia mística, otro se las arregla para comerciar tabaco en el mercado negro de la prisión, uno más se dedica a cuidar de ciertos animales (perros, gatos, burros) que se arriman a las barracas, aquel otro se entusiasma en participar en los ensayos de una representación teatral ante las autoridades del penal. Especialmente, la descripción de la función inaugural en vísperas navideñas mitiga con trazos humanos esta lectura acerca del sufrimiento padecido por las cuadrillas de trabajos forzados y los castigos corporales a que son sometidos los infractores del reglamento carcelario:
Diré que el teatro y la gratitud [de los presos a las autoridades del penal] por haberlo consentido fueron la causa de que los días festivos no se produjese en todo el presidio un desorden serio ni una riña de testigo de cómo se callaban algunos borrachos o pendencieros, solamente por el temor de que prohibiesen la función.  

Vindicación dostoyevskiana: el teatro es la esperanza, una luz en las tinieblas sepulcrales de la civilización. Los seres más rotos del submundo se restauran representándose a sí mismos en una comedia cualquiera que devuelve al alma de los despojados una chispa de significación. Bestias homicidas sin ningún porvenir, de pronto son capaces de dar lo que sea por opinar acerca del montaje, la decoración o la actuación de alguno de sus compañeros de galera. El espíritu redentor despierta, aunque sea por momentos, suscitado por los parlamentos y una ficción que traslada la imaginación de los pobres diablos al reino de la inocencia. Momento culminante de la narración.

También el novelista reconsidera un tema asiduo entre la intelectualidad y otras élites sociales de su tiempo: el abismo histórico respecto del "pueblo", esa noción tan romántica... tan rusa. Y nos sentencia:
Ni aunque toda la vida tratéis al pueblo, ni aunque por espacio de cuarenta años seguidos alternéis con él … con traza de protector y cierto paternal pensamiento, nunca conoceréis la realidad.
El pueblo ruso, en su lejana sabiduría milenaria, concibe al delito como una desgracia; y al delincuente como un desgraciado: alguien caído de la gracia de Dios. Esta honda percepción colectiva se expresa palmariamente con los reos que se hallan en espera de algún castigo físico. Las azotaínas propinadas por los guardias de la fortaleza de Omsk solían ser tan salvajes que los propios médicos mostraban consideraciones especiales del maltrato para el desdichado en cuestión. Tras el duro escarmiento, los presidiarios salían medio muertos, sin poderse sostener, desmayados con frecuencia y urgidos sin excepción de internamiento en la clínica carcelaria. Un halo de compasión colectiva recorría entonces los comedores y dormitorios, las brigadas de trabajo en el campo e incluso entre los aldeanos que regularmente ofrecían comida y consuelo al paso de aquellos des(a)graciados del tiempo.

Al terminar de leer esta obra testimonial de Dostoyevski -escrita sin asomo lírico victimario alguno- me es inevitable pensar en otras literaturas con experiencia de presidio. Solyenitsin, desde luego, y Shálamov (cuyos Relatos de Kolimá no he podido leer aún más que de manera fragmentaria). También la experiencia del exterminio vivida por Primo Levi en Auschwitz...

Pero pienso sobre todo en Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido. Hay un siglo de distancia entre las memorias del místico ruso y el testimonio del psiquiatra vienés. Asimismo, eran muy diferentes las finalidades de los campos de concentración en una y otra época, y los tipos de Estado que las imponían. Sin embargo, los intereses esperanzados tanto del ruso como del austriaco convergen hacia un punto focal: sus iguales, sus compañeros de infortunio, los prisioneros y sus terribles padecimientos. Mientras que Dostoyevski desarrolla apuntes harto sociológicos sobre la condición y el comportamiento de los condenados en Siberia, Frankl observa la psicología de quienes van a morir en Auschwitz. El primero aboga por la salvación de las almas en infortunio; el segundo, busca una terapéutica para la posmodernidad. Extraordinarios ambos. [Imagen: La ronda de los presos, de Van Gogh.]

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