sábado, 16 de marzo de 2019

Kafka y la culpa secular


Alejandro Rozado

- El proceso, Franz Kafka,  1925.
- El proceso (The Trial), de Orson Welles (1962-Francia), con Anthony Perkins, Jean Moreau, Rommy Schneider y Orson Welles.

Posiblemente algún desconocido había calumniado a Joseph K., pues sin que éste hubiese hecho nada punible, fue detenido una mañana. 

Esta primera oración de la novela resulta de antología, pues de algún modo tenebroso inaugura el rutinarismo del hombre moderno. La característica medular de la contemporánea grisura ciudadana quizá radique en que ésta despierta todos los días con la implacable posibilidad de ser sometida a un proceso legal de investigación. La historia de los juzgados y oficinas gubernamentales de cualquier país del mundo testifican lo anterior -al menos durante los últimos cien años. Alguna vez -seguramente de madrugada- llegarán abogados y oficiales mal encarados a golpear con severidad a tu puerta con una orden de cateo, de desalojo o de arresto. La Culpa convertida en narrativa secular. 

El personaje principal de El proceso, Joseph K, es un funcionario bancario joven y solitario que renta una habitación en cierta pensión para solteros en alguna vieja ciudad europea. El nítido alter ego del autor, Franz Kafka, deambulará a partir de la primera frase citada por un sinuoso y absurdo recorrido legal de antesalas para indagar de qué se le acusa específicamente... sin jamás llegar a saberlo. Desde el comienzo de su detención se proclama la ambigüedad del proceso: el acusado puede irse a trabajar:
-¿Es que puedo ir al banco estando arrestado? -pregunta Joseph K. 
-¡Veo que no me ha entendido! -contesta el agente- Es verdad que se encuentra detenido, pero eso no implica que no pueda atender a sus obligaciones. No debe usted perturbar su vida normal.

El acusado como normalidad ciudadana... una denuncia o sentencia jamás formulada por juez o fiscal ninguno... y, en fin, una culpabilidad apriorística e intemporal. La cotidianidad del poder ejercida a través de la penalidad potencial, ya sin Dios alguno como mediador. La historicidad de lo kafkiano radica precisamente en la logomaquia opresiva de la dominación burocrática, en la "pantalonada" detrás de todo escritorio.
(…) todos los expedientes –y lo más importante, el escrito de acusación del fiscal- no estaban al alcance del acusado y de su abogado defensor; por ello era imposible saber exactamente, y ni siquiera de una manera aproximada, adónde debía dirigirse la primera demanda.

Pero ello dista mucho de ser sólo una ficción literaria. Cuando, a comienzos del siglo XX, los aparatos burocráticos irrumpieron como forma visible de dominación -incluso como alternativa de empleo y de vida en la modernidad-, hubo un individuo pequeño-pequeño en el centro de Europa que tuvo la circunstancia de padecer y describir, desde el interior, la atmósfera opresiva y agobiante de sus laberintos. Este diminuto individuo triste y deprimido, desconocido en vida, fue Kafka; y su literatura se combina -no por casualidad- con los agudos textos sociológicos de Max Weber -coetáneo suyo- en los cuales auguraba para la humanidad el gélido invierno de la burocratización como forma absoluta de vida. El "aparato" como fin en sí mismo, que se auto reproduce en todos los mecanismos de producción, distribución y comunicación social, generando más burocracia, a través del papeleo. La tramitología como forma de intercambio reproductivo. Detrás de ese universo infinito de antesalas, gestiones, citas, audiencias, sellos, esperas y firmas autorizadas, yace el procedimiento maestro de la culpa. Ésta es preexistente bajo la modernidad ya sin alma. Y el acusado es su materia prima, sin el cual es imposible el proceso de reproducción de la burocracia misma. "El castigo es tan inevitable como merecido", asevera uno de los personajes de la novela.  

Por lo demás, el método estatal que describe Kafka es impecable: consiste, primeramente, en hallar al acusado; y sólo al final, probablemente, se descubrirá de qué se le acusa. Genial reificación. Joseph K clama desde la negrura de su propio destino:
-Mi inocencia no resuelve en absoluto el asunto –dijo sonriendo a su pesar, y meneando despacio la cabeza agregó-: ¡Es tan compleja y sutil la justicia! Termina por descubrir grandes delitos donde no existen.

Desde luego, la fenomenología de la burocracia es aquí, en Kafka, necesariamente pesadillesca; su desalentador espíritu, la mediocridad; y el esfuerzo del acusado por defenderse ante la justicia, de lo más melancólico. 
Sufrir un proceso -afirma uno de sus personajes- es casi haberlo perdido.
En suma, Kafka asiste a la acción fundamental del Estado: succionar, como sanguijuela, la vitalidad de su propia sociedad. Para ello, era necesario que el artista mismo partiese de la aceptación de su más rotundo fracaso como condición creativa. Walter Benjamin anota con aguda perspicacia que:
Para hacer justicia a Kafka en su pureza y belleza peculiares, no se debe perder de vista lo siguiente: que fue un fracasado. Las circunstancias de ese fracaso son múltiples. Casi diríamos que cuando estuvo seguro de la frustración definitiva, lo lograba todo de corrido como en un sueño. Nada merece mayor consideración que el celo con que Kafka subrayó su fracaso.

Admitir valientemente e identificar esa terrible condición histórico-vital liberó, por decirlo así, a Franz Kafka de luchas estériles hacia su propia vindicación social. Cuando ya no hay nada que ganar tampoco existe nada que perder. Quizá por ello, haya escrito que "hay infinita esperanza, pero no para nosotros".... La liberación psicológica del mediocre empleado que fue lo convirtió, a su vez, en un decidido escritor de su tiempo, abierto a pormenorizar sin concesiones los distintos estamentos de la miseria ciudadana que lo corroía. 

Y si bien el libro no es un bello texto -pues su importancia literaria es justamente su importancia histórica-, la única versión cinematográfica que El proceso ha tenido (la realizada por Orson Welles en 1962) relanza la obra kafkiana a dimensiones artísticas inimaginadas por el escritor. Desde luego, el uso fotográfico de la profundidad de campo otorga una perspectiva de túnel al relato que arroja pasmosamente la mirada del espectador hacia los puntos de fuga mejor trabajados -considero yo- en la historia del cine. La maquinal atmósfera de las oficinas del banco donde trabaja Joseph K (representado por un extraordinario Anthony Perkins), el opresivo escenario del juicio, el caótico itinerario de los largos pasillos de la corte... despliegan fotográfica, espacialmente, lo que la letra difícilmente alcanza a sugerir. También, el diseño artístico del filme (apoyado en obras urbanas abandonadas de las afueras de París y en el agudo juego de luces y sombras que proviene de la vieja cinematografía alemana aprendida por Welles) se inspira visualmente para vestir a la narración de la nocturnidad onírica y neorromántica que agobia de pesimismo al producto. Pero lo que la cinta de Welles aporta con mayor fuerza definitiva al proceso kafkiano es ese inocultable sentimiento postrero que embarga al mundo agotado que vivimos.



Y lo póstumo arrastra su propio sentido del humor. Cuando el petulante abogado Huld (personificado por el propio Welles) divaga ante su defendido señor K acerca del arte y las peculiaridades de su oficio, hay un instante magistral en que se aserta la siguiente bufonada:
-Si se les mira bien, los acusados son realmente guapos. Se trata evidentemente de un fenómeno muy particular, que en cierto modo cae dentro de las ciencias naturales. (…) Por supuesto, cuando se tiene experiencia en estas cosas, se puede reconocer a un acusado entre mil personas. ¿En qué?, preguntará usted. Mi explicación seguramente no le satisfará. En que siempre los acusados son los más bellos.

Los ojos del abogado miran oblicua y burlonamente a su incrédulo cliente ya en el borde de su propia exasperación existencial. Con todo lo cual me atrevo a afirmar que Orson Welles es coautor del libro de Kafka. En pocos casos como éste, literatura y cine colaboran de forma tan paradigmática en el acabado de una obra mayor. Es decir, El proceso constituye una obra histórica total cuya factura atravesó por dos momentos, a lo largo de casi cuarenta años: el momento Kafka y el momento Welles. Como ciertas grandes obras arquitectónicas que dilatan generaciones enteras en ser terminadas, El proceso es la creación compartida de una obra hecha a lo largo del vigésimo siglo de esta era. 

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