Alejandro Rozado
El estremecimiento es la parte mejor del ser humano.
Por mucho que el mundo se haga familiar a los sentidos,
siempre sentirá lo enorme profundamente conmovido.
GOETHE
Es necesario distinguir entre horror y terror en el mundo del cine.
El sustento de ambas nociones es, desde luego, el miedo -suscitado en el ciudadano convertido en espectador- como
resorte específico de comunicación. Como se sabe, el miedo es tanto una función
animal necesaria como una respuesta social históricamente condicionada. Biología
y cultura. En el ámbito específico del cine, tanto el terror como el horror también apelan a esa emoción
básica de la existencia humana cuando de salvar el pellejo se trata; sin
embargo, no es el miedo ante cualquier peligro lo que dichos géneros abordan sino,
más específicamente, un miedo ante lo
monstruoso: una proyección magistralmente deformada de nuestras angustias
civilizadas.
De modo que lo monstruoso alimenta tanto
al horror como al terror. A esto habrá que añadir que lo monstruoso apela, en
la modernidad, al peligro catastrófico
de la muerte. A una inminente eliminación espantosa, cruel, inmisericorde,
malvada y sobre todo incomprensible. Fantasmas, demonios, muertos vivientes,
brujas, extraterrestres, virus desconocidos e incontenibles, mentes perversas e
incluso la naturaleza desatando su inclemente venganza, colocan en peligro
letal al individuo libre y autosuficiente bajo el gran periodo decadente de
nuestra civilización filmada.
Sin embargo, el tipo de impacto provocado
en la subjetividad del espectador es muy distinto –incluso opuesto- entre ambos
tratamientos. El terror consiste en
un conjunto de manipulaciones narrativas que buscan el morbo y el susto fácil,
prácticamente predecible, en las emociones y conductas de un público
condicionado para “brincar”, por decirlo así, de su butaca. Se trata de un
sistema pormenorizado de piezas y elementos narrativos que conducen al mismo
lugar emocional: un miedo negativo, evasivo, repugnante incluso, pero
adrenalínico y, por tanto, adictivo. Sus recursos son tan manidos y extendidos
que abaratan profusamente la oferta a un público-masa poco exigente y menos
calificado. Porque, en efecto, el terror es consumista y de mero
entretenimiento. Suspenso de fácil identificación, música admonitoria que
induce a la desconfianza, un acercamiento al rostro tenso de la protagonista
hasta cierto punto vulnerable, un instante de vacío angustioso y, de pronto... un
corte rápido en que irrumpe la ya adivinada violencia provocando el grito de pavor, el cierre automático de los párpados, las manos crispadas sobre los
ojos con el fin instintivo de no ver lo ansiadamente esperado, un giro del
rostro para evitar la vulgar impresión sanguínea o viscosa de la transgresión
escenificada en la pantalla. El miedo al peligro de lo monstruoso se diluye,
merced al terror, en un mero susto -o en una sucesión interminable de ellos. El terror es complaciente con su público y consigo
mismo. ¡Buh!
El horror,
en cambio, es un procedimiento de calidad superior, puesto que se trata de arte
cinematográfico del más elevado nivel. Al apelar al miedo mediante el peligro
de lo monstruoso, el horror tiene la peculiaridad de provocar, en vez de
evasión, fascinación; en vez de un reflejo condicionado de rechazo que tensa
los sentidos, una atracción inefable por lo asombroso; en lugar de que el
sujeto cierre los ojos por el pánico, los abre aún más por el indescriptible
estremecimiento ante el espectáculo desconcertante de la otredad. ¡Wow!
Mientras que el terror responde
exclusivamente al interés del consumo en el mercado de la exhibición
cinematográfica, el horror responde más a una necesidad del alma occidental por
registrar y transmitir su angustia epocal. Sin dejar de ser parte de una
industria necesitada de vender sus productos, el horror se permite dirigir a la
humanidad una tremenda advertencia acerca de nuestra vulnerabilidad cultural: a
saber, que Occidente se halla herido de muerte, por lo cual es inevitable su
desaparición próxima, con todo su glamour y derroche, su industrialismo, su
idolatría por el individuo, su ciencia y cotidianidad urbana. Las formas del
horror cinematográfico sentencian, a través de su ineludible seducción
estética, nuestro fin histórico y –más aún- nuestra inclinación afectiva hacia semejante desaparición.
El horror en el cine es un indiscutible mensaje
romanticista de oscuros presagios.
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