jueves, 16 de mayo de 2024

El primer poema del romanticismo alemán fue una balada



Lenora, dibujo de Zwecker de 1860


Alejandro Rozado

-Lenora, de Gottfried August Bürger, Alemania, 1773.

Cierta noche, Wilhelm, un joven caído en batalla, llega a casa de su mujer -la inconsolable Lenora-, y la urge a montar a grupa en su caballo para llevarla entre bosques y valles hasta un cementerio situado a cien leguas de distancia donde los enamorados reposarán en su lecho nupcial. La cabalgata es trepidante.

El primer poema romántico del Sturm und Drang -que verdaderamente hechizó a los lectores- fue esta balada del poeta Gottfried August Bürger que recoge la honda tradición medievalista (de cantos populares) para relanzarla al futuro. Lenora es un viaje furioso por la noche del tiempo. Un vuelo fantástico entre muertos y procesiones, un recorrido terrorífico que espolea sobre los miles de ejecutados durante la Guerra de los Siete Años entre Prusia y Austria. Una loca y apremiante carrera de amor contra la medianoche funesta. La última batalla de un cadáver vivo -con cuenta regresiva. Un galope tan desenfrenado que la figura centaura va “más rápido que los muertos”:

Ora a la derecha, ora a la izquierda,
desfilaban montañas, árboles y setos
ora a la derecha, izquierda, derecha,
volaban ciudades, pueblos, aldeas.
-¿Qué te aflige, amada? La luna brilla,
los muertos cabalgan a gran velocidad;
¿acaso los muertos te dan miedo?
-¡Ay, no, deja a los muertos descansar!

El canto es bellísimo e inspiró a compositores y artistas plásticos posteriores con obras complementarias que subrayarían para la posteridad el hecho inaugural de Lenora.

Un año después vendría el Werther de Goethe. La revolución romántica había estallado.

"¡Venid ejecutados, venid aquí!"

Gottfried August Bürger, un profesor en la Universidad de Gotinga que sólo vivió 46 años –con tres matrimonios, dos lutos por viudez y un divorcio-, fue un baladista nato -algo así como un Bob Dylan del romanticismo germánico. También fue traductor y adquirió renombre internacional por su versión al alemán (1786) que hizo de la primera edición inglesa (1785) -a cargo del recopilador Rudolph Erich Raspe- de las aventuras fantásticas del Barón de Münchhausen. Sin embargo, su contribución al nacimiento del romanticismo en 1773 con su balada Lenora fue decisiva. He aquí otros versos sepulcrales de Bürger donde el jinete muerto y su amada son honrados por las víctimas de la Guerra de los Siete Años:

-¡Venid, ejecutados, venid todos aquí
y bailad para mí una danza nupcial!
¡Venid, ejecutados, venid y seguidme,
pues nos aguarda el lecho matrimonial!
La ronda enmudeció a su llamado
Y comenzó de inmediato a seguirlo
Como viento que sopla entre avellanos
Y arranca a las secas hojas chasquidos.
Y rápido, rápido, entre saltos y saltos,
emprendieron un galope desenfrenado:
caballo y jinete al unísono resoplaban
y chispas y grava volaban a su paso.

El Shakespeare de los románticos alemanes


Lady Macbeth recibiendo las dagas (1812), de Heinrich Füssli 


 Alejandro Rozado


-Shakespeare, de Johann Gottfried Herder, Alemania, 1772.

El ensayo estético sobre Shakespeare, de Herder, fue el principal texto del manifiesto del Sturm und Drang, editado en un cuadernillo junto a sus reflexiones sobre Ossián y un trabajito del joven Goethe acerca de la arquitectura alemana, centrada en la catedral de Estrasburgo. Reunidos bajo el título: Sobre el estilo y el arte alemán, estos escritos fueron el disparo del análisis romántico, el fogonazo iluminador, el cañonazo que resonó desde las filas alemanas durante doscientos años en toda Europa y parte de América Latina. Herder rompe aquí con el esquema universal aristotélico del teatro griego y consigna que los dramas de Shakespeare y de Sófocles son dos cosas que apenas tienen en común el mismo nombre:

Supongamos un pueblo que prefiriese inventar su propio drama. Es probable que lo invente conforme a su historia, al espíritu de la época, a las costumbres, opiniones, lengua, prejuicios nacionales, tradiciones y aficiones, e incluso a partir del carnaval y del guiñol. Lo inventado será drama si alcanza en ese pueblo… cierta sacudida del corazón.
Una conmoción del alma histórica. Herder afirma que el dramaturgo inglés instruyó, cimbró y formó “hombres nórdicos” componiendo acciones de elevado sentido medieval que rompieron la regla de las tres unidades del teatro griego. “Cuando leo al autor británico desaparecen teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos”. Para Herder, el rescate de Shakespeare era crucial en su filosofía de la(s) historia(s) -así, en plural, de ahí en adelante.

"Todo hombre viejo es siempre un Rey Lear"

Aunque parezca increíble, la moda dominante del teatro francés en el siglo XVIII menospreciaba la obra de Shakespeare por “primitiva” y cargada de “bajas pasiones”. Así que la reivindicación romanticista que Herder hizo del Rey Lear, por ejemplo, destrozó el establecido “esquema universal” de la estética:

He ahí a Lear -nos impele Herder a observar con atención-, el anciano brusco, cálido, noblemente débil: ¡cómo está ante su mapa y regala coronas y destruye países! Ya en la primera escena en que aparece lleva en sí todos los gérmenes de su suerte como cosecha del más sombrío futuro. ¡Míralo! El bondadoso pródigo, el repentino despiadado, el padre infantil, pronto estará en los ante patios de sus hijas pidiendo, rogando, mendigando, maldiciendo, enloqueciendo, bendiciendo, ¡ay Dios mío!, y recriminando su locura. No tardará en verse precipitado, con la cabeza desnuda, bajo el rayo y el trueno, entre la más baja clase de hombres, en la cueva de un mendigo estrafalario, con un loco, mientras la locura llama desde el cielo. Y ahora aparece tal como es, con la plena majestad de su miseria y abandono; ahora volviendo a sí, es iluminado por el último resplandor de la esperanza para que ésta huya para siempre, para siempre. Prisionera, la bienhechora, la que perdona, la hija, muerta en sus brazos; el padre muriendo sobre su cadáver; el viejo siervo muriendo tras el rey. ¡Dios, qué cambio de épocas, de circunstancias, de tempestades, de tiempo, de cursos temporales!

Partiendo de la intensidad estética de Herder, Goethe resumió lo anterior con esta frase de fondo: “todo hombre viejo es siempre un Rey Lear”. Aplícase también esta ley a las sociedades decrépitas: la demencia senil de un malvado puede llegar a ser conmovedora. Shakespeare y la estética de lo decadente.


Con Macbeth, ¿fuiste tú tan necio?

La crítica que Herder hizo de la estética universal del teatro nos interpela directamente -y todavía impacta nuestra sensibilidad debilitada por la decadencia civilizatoria en que vivimos- al increparnos:

Cuando, por ejemplo –escribe Herder sobre Shakespeare-, el poeta elaboraba en su alma la horrible muerte del rey, en la tragedia llamada Macbeth, ¿fuiste tú tan necio, querido lector, como para no sentir, en ninguna escena, la escena misma y su lugar? ¡Ay de Shakespeare, que es entonces una hoja mustia en tu mano! No has sentido nada de lo comunicado por las brujas en las landas, bajo el rayo y el trueno; no has sentido al hombre ensangrentado que trae a Macbeth un mensaje del rey, recompensando sus actos; no has sentido el nuevo cambio de escena en la que se revela el profético espíritu mágico y se combina el mensaje anterior con ese saludo en su cabeza. No has visto a su mujer pasearse por el castillo con aquella carta fatal. ¡Qué horriblemente distinto será después su paseo! No has respirado tan dulcemente el aire del atardecer con el silencioso rey, en sus últimos momentos, alrededor de la casa, donde la golondrina anida sin ningún peligro, pero donde tú, rey (y esto es en la obra invisible), te acercas a tu antro de asesinos. La casa, llena de inquietud, preparándose para los huéspedes, y Macbeth ¡disponiéndose para el asesinato! La nocturna escena preparatoria de Bancquo con la antorcha y la espada. El puñal, el escalofriante puñal de la visión. ¡La campana! Apenas ha sucedido, y la llamada a la puerta. El descubrimiento, la reunión: recórranse todos los lugares y épocas y dígase dónde podría ocurrir esto con tal propósito y en tal obra de otra forma. La escena del asesinato de Bancquo en el bosque; la cena y el espíritu de Bancquo. De nuevo las landas de las brujas (pues su horrible obra fatal ha llegado a su fin). Viene ahora la cueva encantada, el conjuro, la profecía, la ira y la desesperación. La muerte de los hijos de Macduff bajo las alas de su solitaria madre; y aquellos dos desterrados bajo el árbol; y ahora la siniestra caminante nocturna en el castillo y el admirable cumplimiento de la profecía; el atrayente bosque; muerte de Macbeth por la espada de un no nacido: debería describir todas las escenas, todas, para nombrar el idealizado lugar del inexpresable todo, del mundo de destino, de regicidio, de magia, mundo que, como alma, da vida a la obra, hasta en sus más pequeños detalles de tiempo, lugar, incluso de aparente confusión; para hacer de todo ello un conjunto horrible, inseparable. Y aun así, nada diría con todo ello.

Un cubetazo de agua fría en la somnolienta posmodernidad que nos postra.

lunes, 13 de mayo de 2024

Cada momento tiene su guadaña: la "poesía fúnebre" de Edward Young

 



Alejandro Rozado


-Pensamientos nocturnos (Night Thoughts), de Edward Young, Londres, 1743 [versión en español de Juan Viana Razola, Madrid, 1828].


De los llamados “poetas fúnebres” (graveyard poets) ingleses del siglo XVIII, el más leído por los románticos europeos fue, sin duda, el ministro anglicano Edward Young, quien entre 1742 y 1745 compuso diez mil versos blancos para su obra mayor: la elegía “Pensamientos nocturnos” (“Night Thoughts”), motivada por la muerte de su hija, luego su mejor amigo, finalmente de su esposa. Tales golpes cimbraron la vida oportunista y lisonjera que el abate había exhibido durante su carrera pública en busca de fallidos mecenazgos.

Este largo poema –ilustrado en una de sus ediciones de 1797 por William Blake- contiene poderosas imágenes que abisman su lectura. Night Thoughts versa mortuoriamente sobre el tiempo desperdiciado del hombre: una vida rentada que anuncia su fin a cada instante:


Cada momento tiene su guadaña.

Envidioso del tiempo, enfurecido

escita cuya espada inexorable

imperios corta al borde de sus filos:

cada momento su asegar emplea

en el estrecho campo, en el recinto

del doméstico hogar, y de las dichas

que ofrecen al espíritu tranquilo

las sublunares bienaventuranzas

… ¡Las sublunares bienaventuranzas!...

¡Soberbias voces, términos vacíos! …


(NOCHE I, CANTO II)


La crítica esnob –como la de Cristopher Domínguez Michael- reduce el vigoroso poema de Young a un “Eclesiastés para anglicanos”. ¿De verdad?, ¿un mero pasaje de consolación divina respecto a la vanidad de la existencia?... Habría que sumergirse en el poema mismo –y no leerlo por encimita- para evitar comparaciones superficiales y constatar que el lirismo descorazonado de Young proviene de un genuino dolor por lo funesto y sin propósito ejemplar alguno. Aquí estamos lejos de Rousseau -y de Salomón.


… Pero el reloj… La una… ¡Desdichados!

¡Y que el tiempo veloz no conocemos,

ni se nos da de su existencia misma

otra señal que el hecho de perderlo! ...

¡Oh, cuánto que hacer resta! Aquí mi miedo,

y mi esperanza aquí, se alarman juntos,

y de la vida sobre el borde estrecho

miro abajo… y ¿qué miro?... ¡Me confundo!

 

(NOCHE I, CANTO I)

Milton: la empatía por el diablo


 

Alejandro Rozado

El poeta y políglota inglés John Milton fue una de las mentes preclaras del esplendor occidental en el siglo XVII, el siglo de Shakespeare, Cervantes, Calderón de la Barca, Galileo, Kepler, Rembrandt, Spinoza y Descartes. Su poema épico El paraíso perdido, en que narra la formidable sublevación celestial que termina con la expulsión de las huestes rebeldes al infierno, expresa las inquietudes modernas del autor -quien participó activamente en la revolución de Oliver Cromwell contra la monarquía de los Estuardo.

El protagonista más interesante de este largo poema publicado en 1667 es, sin duda, un Satán que encabeza a sus miles de ángeles insurrectos con argumentos del liberal republicanismo de la época:

(…) y si no todos somos iguales, todos somos libres, igualmente libres, porque la diferencia de clases y dignidades no se opone a la libertad que, por el contrario, se reconcilia con ellas. ¿Quién, pues, ni razonable ni justamente podrá alzarse con la monarquía sobre los que de derecho son iguales suyos?

Fracasados en su confrontación directa con el Omnipotente, y expulsados al Infierno, el Diablo discute en asamblea con los suyos una nueva estrategia de lucha contra la monarquía de Dios -que hoy identificamos como el paso de la "guerra de movimientos a la guerra de posiciones". Alejado del maniqueísmo cristiano, aquí Satán es el príncipe rebelde que no admite que el Creador deba ser el jefe autoritario de sus criaturas. No por ser éste el Padre debe decidir autoritariamente sobre la vida de los demás espíritus libres. El dolor, la indignación por la derrota, las dudas y reflexiones acerca del cambio de estrategia dirigida exitosamente contra Adán y Eva, hacen del Diablo un personaje moderno, contradictorio, dudoso, emocionalmente vulnerable, de gran carácter y capacidad de mando, pero desdichado en su destino:

¡Ah, miserable! ¿Por dónde huiré de aquella cólera sin fin, o de esta también infinita desesperación? Todos los caminos me llevan al infierno. Pero ¡si el infierno soy yo! ¡Si por profundo que sea su abismo, tengo dentro de mí otro más horrible, más implacable, que a todas horas me amenaza con devorarme! Comparado con él, éste en que padezco me parece un cielo… Renuncio, pues, a la esperanza, y con ella al temor, al remordimiento. No hay ya para mí bien posible.

La atmósfera infernal descrita por Milton es magistral y premonitoria de lo que el mundo viviría a partir del siglo XX:
Las desbandadas legiones veían por primera vez su triste suerte (…) todo un mundo de destrucción que Dios, maldiciéndolos, creó malo y únicamente bueno para el mal; mundo en que toda vida muere, en que toda muerte vive, y en que la perversa naturaleza engendra seres monstruosos, prodigios abominables, indefinibles, más repugnantes que los inventados por la fábula o concebidos por el temor…

El poema del republicano radical Milton influyó poderosamente en La Creación, oratorio compuesto por Joseph Haydn a fines del siglo XVIII. William Blake y Gustav Doré ilustraron ediciones de lujo de El paraíso perdido. El romántico inglés Thomas Carlyle recuperó el poema y su influencia llega hasta Mick Jagger y su Sympathy for the Devil, o la rola de Nick Cave and The Bad Seeds: Red Right Hand, tema musical de la serie Peaky Blinders.

Ciego como Homero, John Milton emuló la hazaña fundacional de aquél: si La Iliada dio fundamento a la cultura griega, El paraíso perdido hizo lo propio con la modernidad naciente.

La poesía inexistente de un gran poeta inexistente (notas sobre Ossián)


 

Alejandro Rozado

- Fingal, antiguo poema épico compuesto por Ossián [seis cantos], de James Macpherson, Dublín, 1762 [traducción de Don Pedro Montegón, Madrid, 1850].

James Macpherson fue un poeta escocés del siglo XVIII que, a los 26 años, se burló de lectores y críticos contemporáneos de la talla de Samuel Johnson. Publicó el poema épico Fingal, supuestamente cantado en antigua lengua gálica por el gran poeta Ossián -gallardo partícipe testigo de los hechos- y traducido por Macpherson, después de quince siglos, tras dizque hallar el manuscrito conservado en una aldea al oeste de Escocia. Así, los presuntos versos "ossiánicos" entonan las hazañas del rey Fingal, de honorable estirpe guerrera, quien acude en ayuda de la hermana nación irlandesa en peligro de ser conquistada por tribus nórdicas. Obviamente, el joven Macpherson jamás ofreció evidencias probatorias de sus "hallazgos"; sin embargo, su publicación entusiasmó a los poetas marginales ingleses. Mito de Macpherson acerca del mito de Ossián, el poema Fingal fue una auténtica "crítica moderna a la modernidad de la razón", la cual prendió entre los jóvenes románticos europeos.

Como si fuese una respuesta a las preguntas de su contemporáneo Rousseau, en el sentido de cómo refundar una civilización podrida como la Occidental, el poeta escocés acudió al simbolismo de un nuevo mito fundacional (como hizo Homero mil años antes), pero con la diferencia de que en la leyenda de Fingal no participan los dioses en ningún momento: se trata, entonces, de una epopeya en busca de orígenes remotos que emergen de la oscuridad del tiempo, sin ninguna explicación divina de por medio. Una nueva mitología secular sin otra magia que el vigor de las espadas enfrentadas al amanecer, sobre una fría playa, entre el mar embravecido y los bosques oscuros llenos de presagios. Justo las "virtudes humanas en la edad de las cabañas" que Rousseau hubiera querido evocar.


Los amigos de los muertos no conocen el temor

El escocés James Macpherson formó parte de un núcleo de poetas británicos identificados como "Graveyards Poets", de oscuros vislumbres románticos. En particular, la poesía "ossiánica" de Macpherson tuvo enorme influencia en Goethe, Herder y, sobre todo, Walter Scott, quien emuló con novelas como "Ivanhoe" y "Rob Roy" la mitología de hombres y mujeres bravías, de temperamentos colectivos formados en las simas de escarpadas montañas y cañadas inexpugnables. "No conocen el temor los amigos de los muertos", anuncia Ossián entre batalla y batalla de las tribus irlandesas contra el invasor nórdico. Se podrá apreciar el lirismo épico de Macpherson en los siguientes endecasílabos traducidos al castellano por Pedro Montegón en 1850:

Como en otoño suelen desprenderse
De dos opuestos montes, y embestirse
Dos enemigos vientos, así corren
A enfrentarse los jefes, precediendo
Los hijos de Loclin y de Inisfela,
Que como dos torrentes derrumbados
Por escarpadas breñas, van mezclando
En la caída su hervorosa espuma
Con que luchar parecen, e impelerse
Por otros nuevos riscos y quebradas
Amenazando al llano la ruina.
Jefe con Jefe el brazo a medir llega;
Guerrero con guerrero; yelmo a yelmo;
Escudo a escudo apremia, se rechazan
Entre sí, y se acometen con las armas.
A pedazos desechos salta el peto;
Corre humeando la vertida sangre
Por el suelo en arroyos. Nube espesa
De rotas lanzas y arrojados dardos
Al cielo cubre, en que los hierros brillan,
Como los rastros de esplendor que alumbran
Al seno de la noche borrascosa.

(Del Canto I de Fingal entonado por el poeta anciano y ciego (igual que Homero), Ossián -pseudónimo del joven Macpherson.)


No deja de impactar que el surgimiento del Romanticismo europeo proviniese justo de los poemas inexistentes de un legendario bardo, Ossián; poemas que en realidad compuso James Macpherson en 1761… engañando a todos. Tal ocurre con las Cartas sobre Ossián, escritas por Johann Gottfried Herder en 1772: un documento que refleja el entusiasmo del joven genio alemán por el imaginado Ossián. Escribe Herder:

(…) cuanto más primitivos sean los pueblos, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones. (...) De lo lírico; de lo vivo y -por así decirlo, bailable- del canto; de la viva actualidad de las imágenes; de la cohesión y especie de urgencia del contenido de los sentimientos; de la simetría de las palabras, de las sílabas, a veces incluso de las letras; del ritmo de la melodía y de cien cosas más que forman parte del mundo vivo, de la canción gnómica y nacional, y que con ella desaparecen; de esto, y sólo de esto, dependen la esencia, el sentido, toda la fuerza admirable, que poseen esas canciones, del hecho de ser el encanto, el recorte, el eterno canto tradicional de alegría.

Lo maravilloso es que Herder aseveró esta gran verdad sobre la base de un material poético que resultaría, a la postre, falso -aunque portentosamente real... Como sea, el elogio de Herder a los cantos originales de los pueblos (estudiados por él mismo en los 60’s del siglo XVIII) es el mismo encomio de la virtud anhelada por Rousseau en los 50’s; constituye también una atención especial a lo señalado por Vico acerca de las sociedades “heroicas” en su Scienza Nuova de 1725.

Desde luego, Macpherson –el falso Ossián- también conoció a fondo la poesía popular de su natal Escocia; de lo contrario, no habría compuesto esa épica de 20 mil bellísimos versos que narran las hazañas del glorioso Fingal.

domingo, 12 de mayo de 2024

Rousseau: "Puedo errar lo que pienso..."



Alejandro Rozado

Hace tiempo leí un libro de Adolfo Sánchez Vázquez acerca de Rousseau, donde identificaba al pensador ginebrino no como un racionalista más de su época, sino como un filósofo del sentimiento. Todavía recuerdo la frase citada de Rousseau: "Puedo errar de lo que pienso, mas no de lo que siento". Ello excitó y sacudió mi estricta formación marxista. Seguí desordenadamente la pista del francés por adopción, leí El Contrato Social y muchas referencias donde se contrastaba el supuesto debate entre Hobbes y Rousseau acerca de la "naturaleza" del hombre: según esto, el primero afirmaba que el hombre era "malo" de inicio, en tanto que al segundo se le tergiversó con la versión de que hubo un "buen salvaje" -aunque desvirtuado posteriormente por los vicios de la civilización. En realidad no había tal debate, puesto que el hombre de naturaleza carecía de nociones como el bien y el mal. Así que ni al caso, decía Rousseau. Lo que éste aseguraba, más bien, era que el hombre originario poseía la "virtud" (el vigor de espíritu y cuerpo que requiere una vida salvaje), cualidad que el hombre civilizado sustituyó por una vida "viciosa", egoísta, desconfiada, acomodaticia, conformista, mansa y esclavizada por los ricos y poderosos.

Sin embargo, Rousseau -después de todo, hijo de su siglo- no pensaba en un "nosotros" comunitario primitivo sino en un individuo solitario y autosuficiente en mitad de la jungla. Más que una rigurosa reflexión socio-histórica, su relato fue una denuncia moral contra la desigual vida del progreso, una condena radical a los autoelogios que se prodigaba la Razón de su tiempo.

Se dice también que Rousseau -quien sólo hasta sus 38 años empezó a escribir filosofía- es un prerromántico. Después de leer más cuidadosamente su obra, creo que lo fue en el renglón de la "nostalgia por los orígenes": la vida anterior era mejor que el presente opresor, injusto y lleno de la hipocresía de las "buenas maneras". Los románticos alemanes posteriores a Rousseau también rechazaron al progreso. Emocional, poética y filosóficamente se inclinaron por la fuga al pasado más ancestral, así como hacia otras latitudes exóticas, al elogio de la vida en el medioevo y, sobre todo, a la muerte, sus fantasmas y horrores -también a la libertad revolucionaria, al patriotismo y casi cualquier cosa que se opusiera a la domesticación de la vida moderna. Para Rousseau, el verdadero horror estaba en el futuro de nuestra civilización. No le concedía el menor crédito. Creo que acertó.

El llanto de Rousseau

Hijo de un esmerado relojero suizo, Juan Jacobo Rousseau carecía, sin embargo de algún oficio específico y se dedicaba a transcribir partituras y a dar clases varias como inestable preceptor. En 1749, el inadaptado y áspero Rousseau iba en un carruaje desde París rumbo a la cárcel de Vincennes para visitar a su amigo preso, el enciclopedista Denis Diderot. A mitad del viaje, el ginebrino de 37 años leyó una convocatoria de la Academia de Dijon para participar en un concurso de ensayo con el tema de la utilidad de las ciencias y las artes en la civilización actual. La lectura de la convocatoria lo perturbó tanto que bajó del carruaje y se sentó bajo un árbol a la orilla del camino. Lloró y lloró hasta que sus lágrimas se confundieron con la lluvia copiosa que se desplomó sobre él. Y siguió llorando. Toda una vida de marginación social e intelectual, de choques amargos con amigos y de resentimientos banales por la falta de aceptación que el pensador experimentaba, se disiparon a través de un colapso emocional que lo llevó a una suerte de epifanía filosófica. El ya no tan joven Juan Jacobo vislumbró con claridad la tarea para la cual había nacido: criticar la sociedad corrompida del progreso mediante la reivindicación de la virtud, entendida como el vigor espiritual del ser humano, en todas las áreas posibles. Dedicar la vida a ello, sin un minuto más de espera.

Al año siguiente (1750), su ensayo ganó el concurso de Dijón y, desde entonces Rousseau no dejó de trabajar en su tema de vida. El 1754 entregó otro ensayo a la misma academia acerca del origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, y entre 1759 y 1761 publicó tres obras: su leidísima novela moral: Julia o La nueva Eloísa, su influyente ensayo de filosofía política que inspiraría la Revolución Francesa: El contrato social, y su extensa filosofía educativa Emilio. Las epifanías cambian la vida. Místicas o laicas, se trata de revelaciones poéticas en mentes sensibles que han batallado en sus búsquedas y están listas para dar inesperadamente con la verdad (su verdad). El proyecto für ewig al que se refería Gramsci.

Rousseau llorando bajo un árbol en el camino a Vincennes es el cuadro con que inicia una modernidad filosófica sui generis: la crítica a la razón. Un símbolo del romanticismo inminente.


Reivindicación de la virtud agotada

Con sus dos discursos filosóficos dictados en la Academia de Dijon contra la ciencia y las artes y sobre el origen de la desigualdad humana, Rousseau había plasmado ya, en negro sobre blanco, la declaración de su único propósito; sólo le quedaba desglosarlo en obras. Dedicó los siguientes siete años de su vida a concebir y desarrollar tres textos sucesivos: Julia o La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social. Podría decirse que en estos libros el filósofo marginado de los cenáculos intelectuales parisinos desplegó su necesidad de reencontrar la virtud humana en el amor, la educación y la política, respectivamente. Rousseau nació y vivió para este exclusivo programa crítico de restauración moral de la humanidad: la reivindicación de la virtud.

Julia o La nueva Eloísa fue una novela escrita en forma epistolar que tuvo gran éxito en su tiempo (1761) y que, sin embargo, hoy en día está prácticamente olvidada. ¿Por qué? La obra respondió, sin duda, a su circunstancia social, pues fue concebida en el seno de un fastidio espiritual contra las costumbres citadinas superficiales y la arrogancia que entre ellas tenía la “razón”. A la crisis del absolutismo monárquico se asociaba el apogeo de una clase intelectual ilustrada -pero cortesana- que adoptó poses de superioridad social con respecto a las formas de ser y pensar del pueblo raso. No obstante, el pronto olvido de la novela respondió, creo yo, a la anti histórica mirada del ginebrino y al carácter moralista de la novela misma.

La obra narra cómo el amor apasionado entre dos jóvenes suizos de una comarca apacible se desarrolla desde los impedimentos sociales más dramáticos y rupturas emocionales agudas hasta alcanzar un grado de reposo de las pasiones y el surgimiento de los mejores sentimientos humanos que reestablecen la paz y la inocencia entre el par de héroes y sus más cercanos allegados. Semejante maduración espiritual tarda diez años, después de los cuales la pareja, en un principio enamorada entre arrebatos de suicidio, termina reunida en tan impensables circunstancias bucólicas como lo puede ser una comunidad familiar integrada por ella (Julia), su viejo y estoico marido, su ex amante rehabilitado como amigo, su inseparable prima que le tira la onda a éste último (con el beneplácito de la santa Julia) y una mansa servidumbre de confianza y de peones que laboran la tierra felices cantando como los siete enanos.

De modo que la novela de Rousseau es en realidad un pretexto para exponer su anhelante filosofía que culmina en la arcadia de la virtud pastoral. Los personajes, dechados de honestidad, ternura, sabiduría y amor, son subsidiarios de una historia moral en que la acción se subordina en parrafadas extensas acerca del virtuosismo humano. Todo aquel elogio rousseauniano del individuo en estado de naturaleza -defendido una década anterior- desemboca, finalmente, en la armonía de una clase rural culta que prescinde de los vicios de la naciente modernidad egoísta. No hay área de la vida que no haya sido considerada por los personajes en sus inspiradas cartas: la amistad verdadera, la necesidad de la fe en Dios, el derecho o no al suicidio, la educación de los hijos, el equilibrio de la naturaleza y el hombre y –desde luego- la minuciosa organización de la servidumbre que garantice su lealtad eterna.

El hecho de elaborar con esmero un ideal quietista de vida, el cultivo paciente de las semillas de la virtud entre los hombres como garantía de una cosecha abundante de felicidad próspera e interminable, adolece sin embargo de historicidad. Al apostar Rousseau a los valores esenciales sin historia permite que ésta lo rebase y su novela quede en el olvido. Los románticos quisieron también cambiar la vida, pero a través del arte como acción revolucionaria –no a través de sermones filosóficos. Julia o La nueva Eloísa y el empeño irrenunciable de Rousseau de cambiar la vida mediante la educación moral. Hoy sabemos que, para cambiar la vida, hay que considerar a la historia –no negarla.

El bien común restaura la unidad perdida

Rousseau miraba con nostalgia las virtudes extinguidas del hombre en estado de naturaleza y rechazaba los vicios inherentes a la vida social “desviada” de la primera modernidad. Ante la irreversibilidad del avance capitalista, el pensador ginebrino opuso en El contrato social, su famoso tratado de filosofía política, un convenio que enderezase a la sociedad mediante la fundación de una "voluntad general" con la suficiente autoridad moral para contener la voracidad de los particulares y garantizar ante todo el bien común. El Estado y sus gobiernos serían derivaciones de este poder soberano, de modo tal que pudiesen ser sustituidos por el pueblo.

Ésta sería la respuesta concienzuda de Rousseau a la gran preocupación sociológica posterior por la desaparición paulatina de los ancestrales lazos comunitarios depositarios de la virtud humana. Lo que Rousseau ideó fue una nueva forma de vida colectiva moderna que sometiera el capricho egoísta de jefes y particulares al interés común. Para ello, propuso categorías en órdenes analíticos diferentes: en un primer plano, la lucha de los intereses particulares enfrentados entre sí mediante la fuerza, la astucia, el abuso y el engaño; y en un segundo plano, la regulación de esa lucha mediante un pacto colectivo que comprometa a cada ciudadano particular al supremo deber del bienestar común a cambio de sus derechos particulares de la libertad y la propiedad. Es decir, que el nuevo contrato social supeditaría las pulsiones individualistas a la voluntad general –que no necesariamente es la voluntad de las mayorías. Aún más: la garantía del bien común sería constitutiva de las libertades individuales –y no a la inversa. La virtud natural perdida sin remedio sería recuperada, mediante la sensatez de la razón, por otra virtud (colectiva) con autoridad moral y legítima sobre los vicios de las civilizaciones.

Más allá del carácter abstracto de su escritura (algo propio del estilo rousseauniano) y no exento de contradicciones teóricas y muchos cabos sueltos que confunden su lectura, El contrato social generó sociología inmediata, inspirando la configuración de la primera república de la Revolución Francesa. Rousseau fue muy claro en esto: un gobierno que, como instrumento de la voluntad general del pueblo, deje de garantizar el bien común, debe ser sustituido. Sospecho que la 4T es rousseauniana.


Las antinomias de Rousseau

Rousseau tuvo una mala vida –aunque no la peor vida. Hijo de un modesto relojero ginebrino, vivió una infancia sin madre. Aprendió varios oficios y, a partir de la adolescencia, su incontenible Edipo vagó por el regazo de sucesivas damas de sociedad que lo protegieron, mientras el beneficiado reñía malhumoradamente con ellas, con sus enemigos -incluso con sus amigos. Rousseau achacó sus fracasos personales a los demás; y en este empeño desarrolló un delirio de persecución bien delineado. Nunca pudo adaptarse a la vida citadina de París, Ginebra, Venecia o Londres, ¡y vaya que lo intentó! De ahí que su obra fuese una aguda crítica contra los fundamentos de la civilización moderna. Asediado por trastornos de personalidad que nunca lo dejaron en paz, murió a los 66 años de un paro cardiaco. Digo esto porque me es difícil seguir su tratado educativo, Emilio, sin perturbación. Cómo leer uno de tantos excelsos párrafos de su libro, en que el sabio Rousseau aconseja:

"Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber… Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto […] ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros?"

¿Cómo interpretar esto, digo, sabiendo que el ínclito autor entregó en un orfanato estatal a cada uno de los cinco hijos que tuvo con su fiel criada? Ninguna de las tontas razones que dio a estos aberrantes actos sostienen el humanismo de su filosofía educativa. Exigía a sus contemporáneos comportarse como “humanos” cuando él no lo hacía. Para Rousseau, los niños se encuentran en condiciones muy similares a las del hombre de naturaleza: en completa libertad, sin influencia institucional alguna y sus acciones son inocentes. Es la sociedad quien corrompe al niño y le arrebata su virtud natural, a través del sometimiento que comienza con las ataduras de telas o pañales que oprimen las necesidades motrices de un bebé libre. Y así por el estilo, circulan en el Emilio centenas de consideraciones particulares -desde la tierna infancia hasta la adolescencia- que se contraponen a la inflexible educación autoritaria de su época que veía en los niños a "adultos chiquitos".

Tanto el Emilio como El contrato social, publicados en el mismo año de 1762, provocaron la censura y persecución de los regímenes de Francia y Suiza. Mas nadie persiguió al filósofo por abandonar a sus cinco hijos y no saber de ellos nunca más. Es extraña la forma en que la vida se edifica y somete a crueles demoliciones, grandes y pequeñas. Pero la historia no está para complacernos: ella es la principal e implacable educadora.

sábado, 11 de mayo de 2024

"Bajo el Puente Negro": tercera novela de la Trilogía Comunista de Alejandro Rozado




- Bajo el Puente Negro, de Alejandro Rozado, Guadalajara, Barker & Jules, 2024, 219 págs. Versión digital e impresa en   amazon.com


El marco histórico de esta trepidante novela de acción política es la campaña electoral, sin registro legal, que los comunistas mexicanos lanzaron en 1976 con el legendario Valentín Campa como su candidato presidencial.

Los hechos aquí narrados reflejan la adversidad que los militantes de aquella izquierda enfrentaron por adquirir el derecho a su existencia pública. La represión de Estado en las zonas obreras y marginales contrasta con cierta tolerancia para la clase media ilustrada de entonces.

En este relato, la sorda pugna en el país se singulariza en la zona industrial de Ecatepec a través de un comandante militar con abierta vocación criminal, un poderoso empresario del acero y un comunista empeñado en su utopía libertaria. Entre deliciosas digresiones sobre música, cine y literatura, el texto ofrece una radiografía política estremecedora, un corte transversal escalofriante de lo vivido en México hace medio siglo.

La novela Bajo el Puente Negro es la última entrega de la Trilogía Comunista del mismo autor, que incluye sus éxitos literarios: El Moscovita y La Zona Dos.