Alejandro Rozado
-Pensamientos nocturnos (Night
Thoughts), de Edward
Young, Londres, 1743 [versión en español de Juan Viana Razola, Madrid, 1828].
De los
llamados “poetas fúnebres” (graveyard
poets) ingleses del siglo XVIII, el más leído por los románticos europeos fue,
sin duda, el ministro anglicano Edward Young, quien entre 1742 y 1745 compuso
diez mil versos blancos para su obra mayor: la elegía “Pensamientos nocturnos”
(“Night Thoughts”), motivada por la
muerte de su hija, luego su mejor amigo, finalmente de su esposa. Tales golpes
cimbraron la vida oportunista y lisonjera que el abate había exhibido durante
su carrera pública en busca de fallidos mecenazgos.
Este largo
poema –ilustrado en una de sus ediciones de 1797 por William Blake- contiene
poderosas imágenes que abisman su lectura. Night
Thoughts versa mortuoriamente sobre el tiempo desperdiciado del hombre: una
vida rentada que anuncia su fin a cada instante:
Cada momento tiene su guadaña.
Envidioso del tiempo, enfurecido
escita cuya espada inexorable
imperios corta al borde de sus filos:
cada momento su asegar emplea
en el estrecho campo, en el recinto
del doméstico hogar, y de las dichas
que ofrecen al espíritu tranquilo
las sublunares bienaventuranzas
… ¡Las sublunares bienaventuranzas!...
¡Soberbias voces, términos vacíos! …
(NOCHE I, CANTO II)
La crítica esnob –como la de Cristopher Domínguez Michael- reduce el vigoroso poema de Young a un “Eclesiastés para anglicanos”. ¿De verdad?, ¿un mero pasaje de consolación divina respecto a la vanidad de la existencia?... Habría que sumergirse en el poema mismo –y no leerlo por encimita- para evitar comparaciones superficiales y constatar que el lirismo descorazonado de Young proviene de un genuino dolor por lo funesto y sin propósito ejemplar alguno. Aquí estamos lejos de Rousseau -y de Salomón.
… Pero el reloj… La una…
¡Desdichados!
¡Y que el tiempo veloz no conocemos,
ni se nos da de su existencia misma
otra señal que el hecho de perderlo!
...
¡Oh, cuánto que hacer resta! Aquí mi
miedo,
y mi esperanza aquí, se alarman
juntos,
y de la vida sobre el borde estrecho
miro abajo… y ¿qué miro?... ¡Me
confundo!
(NOCHE I, CANTO I)
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