Alejandro Rozado
Hace tiempo leí un libro de Adolfo Sánchez Vázquez acerca de Rousseau, donde identificaba al pensador ginebrino no como un racionalista más de su época, sino como un filósofo del sentimiento. Todavía recuerdo la frase citada de Rousseau: "Puedo errar de lo que pienso, mas no de lo que siento". Ello excitó y sacudió mi estricta formación marxista. Seguí desordenadamente la pista del francés por adopción, leí El Contrato Social y muchas referencias donde se contrastaba el supuesto debate entre Hobbes y Rousseau acerca de la "naturaleza" del hombre: según esto, el primero afirmaba que el hombre era "malo" de inicio, en tanto que al segundo se le tergiversó con la versión de que hubo un "buen salvaje" -aunque desvirtuado posteriormente por los vicios de la civilización. En realidad no había tal debate, puesto que el hombre de naturaleza carecía de nociones como el bien y el mal. Así que ni al caso, decía Rousseau. Lo que éste aseguraba, más bien, era que el hombre originario poseía la "virtud" (el vigor de espíritu y cuerpo que requiere una vida salvaje), cualidad que el hombre civilizado sustituyó por una vida "viciosa", egoísta, desconfiada, acomodaticia, conformista, mansa y esclavizada por los ricos y poderosos.
Sin embargo, Rousseau -después de todo, hijo de su siglo- no pensaba en un "nosotros" comunitario primitivo sino en un individuo solitario y autosuficiente en mitad de la jungla. Más que una rigurosa reflexión socio-histórica, su relato fue una denuncia moral contra la desigual vida del progreso, una condena radical a los autoelogios que se prodigaba la Razón de su tiempo.
Se dice también que Rousseau -quien sólo hasta sus 38 años empezó a escribir filosofía- es un prerromántico. Después de leer más cuidadosamente su obra, creo que lo fue en el renglón de la "nostalgia por los orígenes": la vida anterior era mejor que el presente opresor, injusto y lleno de la hipocresía de las "buenas maneras". Los románticos alemanes posteriores a Rousseau también rechazaron al progreso. Emocional, poética y filosóficamente se inclinaron por la fuga al pasado más ancestral, así como hacia otras latitudes exóticas, al elogio de la vida en el medioevo y, sobre todo, a la muerte, sus fantasmas y horrores -también a la libertad revolucionaria, al patriotismo y casi cualquier cosa que se opusiera a la domesticación de la vida moderna. Para Rousseau, el verdadero horror estaba en el futuro de nuestra civilización. No le concedía el menor crédito. Creo que acertó.
El llanto de Rousseau
Hijo de un esmerado relojero suizo, Juan Jacobo Rousseau carecía, sin embargo de algún oficio específico y se dedicaba a transcribir partituras y a dar clases varias como inestable preceptor. En 1749, el inadaptado y áspero Rousseau iba en un carruaje desde París rumbo a la cárcel de Vincennes para visitar a su amigo preso, el enciclopedista Denis Diderot. A mitad del viaje, el ginebrino de 37 años leyó una convocatoria de la Academia de Dijon para participar en un concurso de ensayo con el tema de la utilidad de las ciencias y las artes en la civilización actual. La lectura de la convocatoria lo perturbó tanto que bajó del carruaje y se sentó bajo un árbol a la orilla del camino. Lloró y lloró hasta que sus lágrimas se confundieron con la lluvia copiosa que se desplomó sobre él. Y siguió llorando. Toda una vida de marginación social e intelectual, de choques amargos con amigos y de resentimientos banales por la falta de aceptación que el pensador experimentaba, se disiparon a través de un colapso emocional que lo llevó a una suerte de epifanía filosófica. El ya no tan joven Juan Jacobo vislumbró con claridad la tarea para la cual había nacido: criticar la sociedad corrompida del progreso mediante la reivindicación de la virtud, entendida como el vigor espiritual del ser humano, en todas las áreas posibles. Dedicar la vida a ello, sin un minuto más de espera.
Al año siguiente (1750), su ensayo ganó el concurso de Dijón y, desde entonces Rousseau no dejó de trabajar en su tema de vida. El 1754 entregó otro ensayo a la misma academia acerca del origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, y entre 1759 y 1761 publicó tres obras: su leidísima novela moral: Julia o La nueva Eloísa, su influyente ensayo de filosofía política que inspiraría la Revolución Francesa: El contrato social, y su extensa filosofía educativa Emilio. Las epifanías cambian la vida. Místicas o laicas, se trata de revelaciones poéticas en mentes sensibles que han batallado en sus búsquedas y están listas para dar inesperadamente con la verdad (su verdad). El proyecto für ewig al que se refería Gramsci.
Rousseau llorando bajo un árbol en el camino a Vincennes es el cuadro con que inicia una modernidad filosófica sui generis: la crítica a la razón. Un símbolo del romanticismo inminente.
Reivindicación de la virtud agotada
Con sus dos discursos filosóficos dictados en la Academia de Dijon contra la ciencia y las artes y sobre el origen de la desigualdad humana, Rousseau había plasmado ya, en negro sobre blanco, la declaración de su único propósito; sólo le quedaba desglosarlo en obras. Dedicó los siguientes siete años de su vida a concebir y desarrollar tres textos sucesivos: Julia o La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social. Podría decirse que en estos libros el filósofo marginado de los cenáculos intelectuales parisinos desplegó su necesidad de reencontrar la virtud humana en el amor, la educación y la política, respectivamente. Rousseau nació y vivió para este exclusivo programa crítico de restauración moral de la humanidad: la reivindicación de la virtud.
Julia o La nueva Eloísa fue una novela escrita en forma epistolar que tuvo gran éxito en su tiempo (1761) y que, sin embargo, hoy en día está prácticamente olvidada. ¿Por qué? La obra respondió, sin duda, a su circunstancia social, pues fue concebida en el seno de un fastidio espiritual contra las costumbres citadinas superficiales y la arrogancia que entre ellas tenía la “razón”. A la crisis del absolutismo monárquico se asociaba el apogeo de una clase intelectual ilustrada -pero cortesana- que adoptó poses de superioridad social con respecto a las formas de ser y pensar del pueblo raso. No obstante, el pronto olvido de la novela respondió, creo yo, a la anti histórica mirada del ginebrino y al carácter moralista de la novela misma.
La obra narra cómo el amor apasionado entre dos jóvenes suizos de una comarca apacible se desarrolla desde los impedimentos sociales más dramáticos y rupturas emocionales agudas hasta alcanzar un grado de reposo de las pasiones y el surgimiento de los mejores sentimientos humanos que reestablecen la paz y la inocencia entre el par de héroes y sus más cercanos allegados. Semejante maduración espiritual tarda diez años, después de los cuales la pareja, en un principio enamorada entre arrebatos de suicidio, termina reunida en tan impensables circunstancias bucólicas como lo puede ser una comunidad familiar integrada por ella (Julia), su viejo y estoico marido, su ex amante rehabilitado como amigo, su inseparable prima que le tira la onda a éste último (con el beneplácito de la santa Julia) y una mansa servidumbre de confianza y de peones que laboran la tierra felices cantando como los siete enanos.
De modo que la novela de Rousseau es en realidad un pretexto para exponer su anhelante filosofía que culmina en la arcadia de la virtud pastoral. Los personajes, dechados de honestidad, ternura, sabiduría y amor, son subsidiarios de una historia moral en que la acción se subordina en parrafadas extensas acerca del virtuosismo humano. Todo aquel elogio rousseauniano del individuo en estado de naturaleza -defendido una década anterior- desemboca, finalmente, en la armonía de una clase rural culta que prescinde de los vicios de la naciente modernidad egoísta. No hay área de la vida que no haya sido considerada por los personajes en sus inspiradas cartas: la amistad verdadera, la necesidad de la fe en Dios, el derecho o no al suicidio, la educación de los hijos, el equilibrio de la naturaleza y el hombre y –desde luego- la minuciosa organización de la servidumbre que garantice su lealtad eterna.
El hecho de elaborar con esmero un ideal quietista de vida, el cultivo paciente de las semillas de la virtud entre los hombres como garantía de una cosecha abundante de felicidad próspera e interminable, adolece sin embargo de historicidad. Al apostar Rousseau a los valores esenciales sin historia permite que ésta lo rebase y su novela quede en el olvido. Los románticos quisieron también cambiar la vida, pero a través del arte como acción revolucionaria –no a través de sermones filosóficos. Julia o La nueva Eloísa y el empeño irrenunciable de Rousseau de cambiar la vida mediante la educación moral. Hoy sabemos que, para cambiar la vida, hay que considerar a la historia –no negarla.
El bien común restaura la unidad perdida
Rousseau miraba con nostalgia las virtudes extinguidas del hombre en estado de naturaleza y rechazaba los vicios inherentes a la vida social “desviada” de la primera modernidad. Ante la irreversibilidad del avance capitalista, el pensador ginebrino opuso en El contrato social, su famoso tratado de filosofía política, un convenio que enderezase a la sociedad mediante la fundación de una "voluntad general" con la suficiente autoridad moral para contener la voracidad de los particulares y garantizar ante todo el bien común. El Estado y sus gobiernos serían derivaciones de este poder soberano, de modo tal que pudiesen ser sustituidos por el pueblo.
Ésta sería la respuesta concienzuda de Rousseau a la gran preocupación sociológica posterior por la desaparición paulatina de los ancestrales lazos comunitarios depositarios de la virtud humana. Lo que Rousseau ideó fue una nueva forma de vida colectiva moderna que sometiera el capricho egoísta de jefes y particulares al interés común. Para ello, propuso categorías en órdenes analíticos diferentes: en un primer plano, la lucha de los intereses particulares enfrentados entre sí mediante la fuerza, la astucia, el abuso y el engaño; y en un segundo plano, la regulación de esa lucha mediante un pacto colectivo que comprometa a cada ciudadano particular al supremo deber del bienestar común a cambio de sus derechos particulares de la libertad y la propiedad. Es decir, que el nuevo contrato social supeditaría las pulsiones individualistas a la voluntad general –que no necesariamente es la voluntad de las mayorías. Aún más: la garantía del bien común sería constitutiva de las libertades individuales –y no a la inversa. La virtud natural perdida sin remedio sería recuperada, mediante la sensatez de la razón, por otra virtud (colectiva) con autoridad moral y legítima sobre los vicios de las civilizaciones.
Más allá del carácter abstracto de su escritura (algo propio del estilo rousseauniano) y no exento de contradicciones teóricas y muchos cabos sueltos que confunden su lectura, El contrato social generó sociología inmediata, inspirando la configuración de la primera república de la Revolución Francesa. Rousseau fue muy claro en esto: un gobierno que, como instrumento de la voluntad general del pueblo, deje de garantizar el bien común, debe ser sustituido. Sospecho que la 4T es rousseauniana.
Las antinomias de Rousseau
Rousseau tuvo una mala vida –aunque no la peor vida. Hijo de un modesto relojero ginebrino, vivió una infancia sin madre. Aprendió varios oficios y, a partir de la adolescencia, su incontenible Edipo vagó por el regazo de sucesivas damas de sociedad que lo protegieron, mientras el beneficiado reñía malhumoradamente con ellas, con sus enemigos -incluso con sus amigos. Rousseau achacó sus fracasos personales a los demás; y en este empeño desarrolló un delirio de persecución bien delineado. Nunca pudo adaptarse a la vida citadina de París, Ginebra, Venecia o Londres, ¡y vaya que lo intentó! De ahí que su obra fuese una aguda crítica contra los fundamentos de la civilización moderna. Asediado por trastornos de personalidad que nunca lo dejaron en paz, murió a los 66 años de un paro cardiaco. Digo esto porque me es difícil seguir su tratado educativo, Emilio, sin perturbación. Cómo leer uno de tantos excelsos párrafos de su libro, en que el sabio Rousseau aconseja:
"Hombres, sed humanos; es vuestro primer deber… Amad la infancia, favoreced sus juegos, sus deleites y su ingenuo instinto […] ¿Por qué queréis evitar que disfruten los inocentes niños de esos rápidos momentos que tan pronto se marchan, y de un bien tan precioso del que no pueden excederse? ¿Por qué queréis colmar de amarguras y dolores esos primeros años tan cortos, que pasarán para ellos y ya no pueden volver para vosotros?"
¿Cómo interpretar esto, digo, sabiendo que el ínclito autor entregó en un orfanato estatal a cada uno de los cinco hijos que tuvo con su fiel criada? Ninguna de las tontas razones que dio a estos aberrantes actos sostienen el humanismo de su filosofía educativa. Exigía a sus contemporáneos comportarse como “humanos” cuando él no lo hacía. Para Rousseau, los niños se encuentran en condiciones muy similares a las del hombre de naturaleza: en completa libertad, sin influencia institucional alguna y sus acciones son inocentes. Es la sociedad quien corrompe al niño y le arrebata su virtud natural, a través del sometimiento que comienza con las ataduras de telas o pañales que oprimen las necesidades motrices de un bebé libre. Y así por el estilo, circulan en el Emilio centenas de consideraciones particulares -desde la tierna infancia hasta la adolescencia- que se contraponen a la inflexible educación autoritaria de su época que veía en los niños a "adultos chiquitos".
Tanto el Emilio como El contrato social, publicados en el mismo año de 1762, provocaron la censura y persecución de los regímenes de Francia y Suiza. Mas nadie persiguió al filósofo por abandonar a sus cinco hijos y no saber de ellos nunca más. Es extraña la forma en que la vida se edifica y somete a crueles demoliciones, grandes y pequeñas. Pero la historia no está para complacernos: ella es la principal e implacable educadora.
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