jueves, 16 de mayo de 2024

El Shakespeare de los románticos alemanes


Lady Macbeth recibiendo las dagas (1812), de Heinrich Füssli 


 Alejandro Rozado


-Shakespeare, de Johann Gottfried Herder, Alemania, 1772.

El ensayo estético sobre Shakespeare, de Herder, fue el principal texto del manifiesto del Sturm und Drang, editado en un cuadernillo junto a sus reflexiones sobre Ossián y un trabajito del joven Goethe acerca de la arquitectura alemana, centrada en la catedral de Estrasburgo. Reunidos bajo el título: Sobre el estilo y el arte alemán, estos escritos fueron el disparo del análisis romántico, el fogonazo iluminador, el cañonazo que resonó desde las filas alemanas durante doscientos años en toda Europa y parte de América Latina. Herder rompe aquí con el esquema universal aristotélico del teatro griego y consigna que los dramas de Shakespeare y de Sófocles son dos cosas que apenas tienen en común el mismo nombre:

Supongamos un pueblo que prefiriese inventar su propio drama. Es probable que lo invente conforme a su historia, al espíritu de la época, a las costumbres, opiniones, lengua, prejuicios nacionales, tradiciones y aficiones, e incluso a partir del carnaval y del guiñol. Lo inventado será drama si alcanza en ese pueblo… cierta sacudida del corazón.
Una conmoción del alma histórica. Herder afirma que el dramaturgo inglés instruyó, cimbró y formó “hombres nórdicos” componiendo acciones de elevado sentido medieval que rompieron la regla de las tres unidades del teatro griego. “Cuando leo al autor británico desaparecen teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos”. Para Herder, el rescate de Shakespeare era crucial en su filosofía de la(s) historia(s) -así, en plural, de ahí en adelante.

"Todo hombre viejo es siempre un Rey Lear"

Aunque parezca increíble, la moda dominante del teatro francés en el siglo XVIII menospreciaba la obra de Shakespeare por “primitiva” y cargada de “bajas pasiones”. Así que la reivindicación romanticista que Herder hizo del Rey Lear, por ejemplo, destrozó el establecido “esquema universal” de la estética:

He ahí a Lear -nos impele Herder a observar con atención-, el anciano brusco, cálido, noblemente débil: ¡cómo está ante su mapa y regala coronas y destruye países! Ya en la primera escena en que aparece lleva en sí todos los gérmenes de su suerte como cosecha del más sombrío futuro. ¡Míralo! El bondadoso pródigo, el repentino despiadado, el padre infantil, pronto estará en los ante patios de sus hijas pidiendo, rogando, mendigando, maldiciendo, enloqueciendo, bendiciendo, ¡ay Dios mío!, y recriminando su locura. No tardará en verse precipitado, con la cabeza desnuda, bajo el rayo y el trueno, entre la más baja clase de hombres, en la cueva de un mendigo estrafalario, con un loco, mientras la locura llama desde el cielo. Y ahora aparece tal como es, con la plena majestad de su miseria y abandono; ahora volviendo a sí, es iluminado por el último resplandor de la esperanza para que ésta huya para siempre, para siempre. Prisionera, la bienhechora, la que perdona, la hija, muerta en sus brazos; el padre muriendo sobre su cadáver; el viejo siervo muriendo tras el rey. ¡Dios, qué cambio de épocas, de circunstancias, de tempestades, de tiempo, de cursos temporales!

Partiendo de la intensidad estética de Herder, Goethe resumió lo anterior con esta frase de fondo: “todo hombre viejo es siempre un Rey Lear”. Aplícase también esta ley a las sociedades decrépitas: la demencia senil de un malvado puede llegar a ser conmovedora. Shakespeare y la estética de lo decadente.


Con Macbeth, ¿fuiste tú tan necio?

La crítica que Herder hizo de la estética universal del teatro nos interpela directamente -y todavía impacta nuestra sensibilidad debilitada por la decadencia civilizatoria en que vivimos- al increparnos:

Cuando, por ejemplo –escribe Herder sobre Shakespeare-, el poeta elaboraba en su alma la horrible muerte del rey, en la tragedia llamada Macbeth, ¿fuiste tú tan necio, querido lector, como para no sentir, en ninguna escena, la escena misma y su lugar? ¡Ay de Shakespeare, que es entonces una hoja mustia en tu mano! No has sentido nada de lo comunicado por las brujas en las landas, bajo el rayo y el trueno; no has sentido al hombre ensangrentado que trae a Macbeth un mensaje del rey, recompensando sus actos; no has sentido el nuevo cambio de escena en la que se revela el profético espíritu mágico y se combina el mensaje anterior con ese saludo en su cabeza. No has visto a su mujer pasearse por el castillo con aquella carta fatal. ¡Qué horriblemente distinto será después su paseo! No has respirado tan dulcemente el aire del atardecer con el silencioso rey, en sus últimos momentos, alrededor de la casa, donde la golondrina anida sin ningún peligro, pero donde tú, rey (y esto es en la obra invisible), te acercas a tu antro de asesinos. La casa, llena de inquietud, preparándose para los huéspedes, y Macbeth ¡disponiéndose para el asesinato! La nocturna escena preparatoria de Bancquo con la antorcha y la espada. El puñal, el escalofriante puñal de la visión. ¡La campana! Apenas ha sucedido, y la llamada a la puerta. El descubrimiento, la reunión: recórranse todos los lugares y épocas y dígase dónde podría ocurrir esto con tal propósito y en tal obra de otra forma. La escena del asesinato de Bancquo en el bosque; la cena y el espíritu de Bancquo. De nuevo las landas de las brujas (pues su horrible obra fatal ha llegado a su fin). Viene ahora la cueva encantada, el conjuro, la profecía, la ira y la desesperación. La muerte de los hijos de Macduff bajo las alas de su solitaria madre; y aquellos dos desterrados bajo el árbol; y ahora la siniestra caminante nocturna en el castillo y el admirable cumplimiento de la profecía; el atrayente bosque; muerte de Macbeth por la espada de un no nacido: debería describir todas las escenas, todas, para nombrar el idealizado lugar del inexpresable todo, del mundo de destino, de regicidio, de magia, mundo que, como alma, da vida a la obra, hasta en sus más pequeños detalles de tiempo, lugar, incluso de aparente confusión; para hacer de todo ello un conjunto horrible, inseparable. Y aun así, nada diría con todo ello.

Un cubetazo de agua fría en la somnolienta posmodernidad que nos postra.

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