miércoles, 3 de octubre de 2018

La sobrevivencia poética



Alejandro Rozado

Lo único que es invendible es la poesía. 

Por principio, la poesía no es negocio. Aunque todo mundo la escriba, en realidad no se compra ni se lee. En cambio, todo lo demás sí es negocio: la revolución, la literatura, el rock, las ideas, las religiones, la ciencia, la psicoterapia, la academia, el amor, el honor, el arte, el medio ambiente, la basura, la información, las leyes, la democracia, el pueblo. No existe ámbito de la vida humana que no sea mercancía y que no se convierta en parte de las cadenas de acumulación del capital -excepto la poesía. 

Se venderá, claro está, mediocremente algún tipo de poemarios, pero la poesía en sí misma, no. La experiencia de La divina comedia no está en venta, ni la locura de Hamlet, ni la mansedumbre maldita de Las flores del mal. Podrán comprar a Octavio Paz con un premio Nobel o con un contrato televisivo, pero su "Mono gramático" es invendible... 

Quiero decir, la poesía no se puede corromper. Se pueden masticar ad nauseam ciertos versos de Sor Juana, de Amado Nervo, de Sabines, o "el ser o no ser", pero el aliento poético que los anima, no. Esta reflexión nada tiene que ver con la pureza sino con lo genuino. Tampoco tiene que ver con la personalidad de los poetas -si fueron buenos ciudadanos o no- sino con sus poemas. Si éstos no son genuinos son nada. 

La imposibilidad de entrar a las leyes del mercado es algo que insinúa su autenticidad, lo que puede perdurar más. Hay algo de genuino en lo poético que se sustrae de la ley de la oferta y la demanda, algo incluso salvaje que lo mantiene al margen del paso del tiempo y de lo decadente de nuestra civilización. 

Lo poético permanece vivo en este cementerio planetario que es Occidente. Y es lo único que sobrevivirá.

martes, 25 de septiembre de 2018

El Silencio (mini-crónica del 68)




Alejandro Rozado


Conocí el verdadero silencio un día de septiembre de 1968. Polín y yo dijimos en casa que iríamos al cine, pero nos escapamos a la manifestación. Éramos un par de mocosos de catorce y trece años. Llegamos poco después de las cuatro de la tarde al lugar de la convocatoria, frente al Tláloc.

-¿Es aquí? –preguntó mi amigo.

-Creo que sí –contesté, mientras sacaba del bolsillo del pantalón el volante mimeografiado que un día antes había caído en mis manos. Lo desdoblé:


¡PUEBLO DE MÉXICO!
¡Únete a los estudiantes por tu libertad de expresión!
MANIFESTACIÓN DEL SILENCIO
Viernes 13 de septiembre, 4 PM
Museo de Antropología al Zócalo
CNH



La gente llegaba gradualmente. Mientras permanecíamos en formación, una chica con un rollo de maskin’ tape en la mano iba repartiendo trozos de cinta a todos. Como la prensa decía que los estudiantes nomás insultábamos al gobierno, nos tapamos el hocico con tela adhesiva -pa' que nadie dijera nada.
     
Lloviznaba. Era una tarde lúgubre. No como aquel día soleado en que marchó el rector de la UNAM, que hasta Polín y yo asistimos en bicicleta a recorrer a placer la avenida Insurgentes Sur: ¡sin tráfico! En cambio, ahora el cielo se vestía de luto con un capote negro sobre los hombros.
     
Marchamos por todo Reforma y Juárez hasta el Zócalo. Éramos un chingo. Los ciudadanos salían de sus trabajos, se juntaban a los lados del gran contingente formando una valla humana y nos aplaudían al pasar; eso nos emocionó más aún: nunca antes los adultos nos habían admirado tanto como aquella tarde.
     
Siguió lloviznando.
     
A cierta altura –creo que por El Caballito-, todos callaron: ni un ruido de autos, ningún aplauso, ninguna consigna. Sólo el chipi-chipi de la lluvia y nuestros pasos. Era un silencio inaudito hasta entonces, emanado de la mudez multitudinaria. La ciudad misma -sus edificios, sus monumentos- permanecía callada y se quitaba respetuosamente el sombrero al paso de los estudiantes. Estremecidos por el embrujo del instante, enfilábamos sin dudar hacia un túnel oscuro que la historia trazaba para después engullirnos. Esa tarde, incluso la represión se paralizó, estupefacta.
     
Cuando íbamos por Bellas Artes, Polín me tocó el hombro y se quitó la cinta de los labios:
     
-Mosco, ya va a anochecer –me recordó-; tenemos que regresar a casa antes que nos regañen.
     
Nos desprendimos con pesar de la procesión y corrimos hasta la calle Uruguay, donde tomamos un camión de la línea “Panteón Jardín” que nos trasladaría al sur de la ciudad.

Semanas después, varios de los ahí presentes fueron masacrados en Tlatelolco. De hecho, aquella fatídica noche del dos de octubre yo veía por televisión un juegazo de la Serie Mundial de Béisbol: Tigres de Detroit vs Cardenales de San Luis.

Qué cosa.



lunes, 24 de septiembre de 2018

Luego vino el temblor


Alejandro Rozado

Cuando el terremoto subió a la superficie, ya todo se había derrumbado. La casa, el consultorio, casi todos los bancos -hasta las vías férreas estaban reventadas. Cuando se abrió el suelo, el Periférico seguía inundado y del Edificio Condesa sólo quedaban las azoteas; Bellas Artes se había hundido minutos antes. Apenas se mantuvo en pie el Monumento a la Revolución: ahora se hará a su alrededor una gran explanada para concentraciones y palenques. Con la sacudida se desbordó el desagüe, pero ya tenía meses que las calles despedían olor a mierda y vómitos arcanos -aunque sólo en el primer cuadro. Yo no pude ser rescatado. Recuerdo que cuando los techos cayeron encima de mí, las ventanas que daban a la avenida se doblaron como plástico hacia adentro antes de quebrarse. Luego vino el temblor... Creímos que nos rescatarían de un momento a otro y eso nos mantuvo despiertos: se oían voces, golpes sordos y hasta melodías remotas como de mariachis.; pero los ruidos se fueron alejando más y más hacia el silencio. Todos nos desanimamos poco a poco, mis brazos, mi cabeza, mi espalda, hasta quedarme solo, desprendido. Queda de mí una pierna, atorada entre retratos de familia y espejos... Parece que ocurrió hace mucho el terremoto. Oigo risas de niños que juegan sobre mis escombros.

Ficción escrita en Canícula, septiembre de 1985.

jueves, 20 de septiembre de 2018

La Ley Bala


Alejandro Rozado


Hubo un tiempo en que regía la Ley Bala. Era imposible contener a la gente, así que se autorizó disparar contra los inconformes -que siempre resultaban ser pobres. Entonces ocurrieron muchas desgracias sin que con ello se detuviesen los reclamos. En cierta ocasión, una comunidad protestó en nombre de ciento noventa pueblos para restituir las oficinas de registro civil que habían sido retiradas. Sobre la carretera, los granaderos dispararon e hirieron a muchos. Entre ellos, un niño de trece años que salía de la escuela -fue impactado en la cabeza. Cuando la madre acudió en su ayuda, él alcanzó a decir: "Estoy bien, mamá... sólo estoy sangrando". A los pocos días, el chico falleció en el hospital como consecuencia del brutal balazo de goma que lo descalabró. Se llamaba José Luis Tehuatlie. Eso fue antes de la Gran Transformación, cuando se mataba con la mano en la cintura. Tiempo después se abolió la Ley Bala: "Ya pa'qué", se sabe que dijo la madre.


miércoles, 19 de septiembre de 2018

El tráiler de la muerte (cuento)


Alejandro Rozado

Desasido andabas por la Tierra suavemente,
como un espíritu.

A.W. SCHLEGEL

Nadie sabe quién lo conduce. Deambula de noche, recogiendo a los que no tienen en qué caerse muertos. Tampoco se sabe a dónde se dirige. Sólo rueda impasible. Sigue su itinerario por calles y caminos. Multitud de cadáveres lo esperan, impacientes, en esquinas y basureros. Presurosos, se trepan al contenedor para dormir siquiera un rato. Se cree que los llevan a la frontera, "al otro lado", porque en esta vida ya no caben. Aquí ya hay demasiados.



[En septiembre de 2018, en Jalisco, un traíler con un contenedor lleno de cadáveres fue abandonado -por las autoridades del servicio médico forense- a espaldas de cierta zona habitacional. Después se supo que eran dos los vehículos transportadores que almacenaban 300 cuerpos asesinados sin identificar.]

sábado, 1 de septiembre de 2018

Gorostiza y Paz: dos temporalidades



Alejandro Rozado

Cada uno compuso su mayor poema rondando los 40 años e hicieron del endecasílabo su ritmo preeminente. José Gorostiza escribió Muerte sin fin en 1939 y Octavio Paz, Piedra de sol en 1957. Ambos poemas son grandes percepciones del tiempo: una (la de Gorostiza), más conceptual; la otra (la de Paz), más vital. Críticos de la modernidad, los dos poetas asociaron al tiempo con el agua y su inasible liquidez; pero el "instante eterno", esa disrupción poética que revienta el avance lineal del progreso, es concebido de forma diferente por cada quien.

Para Gorostiza, lo instantáneo es como un vaso de agua quieta: 



Un cóncavo minuto del espíritu  
que una noche impensada (...) 
ocurre, nada más, madura, cae  
sencillamente.


Para Paz, en cambio, es como una fuente:


(...) un sauce de cristal, un chopo de agua  
un alto surtidor que el viento arquea, 

El tiempo de Gorostiza es metafísico; el de Paz, histórico.



Redondillas posmodernas




Alejandro Rozado


El más vivo entre los vivos,
el más muerto entre los muertos.
Y el más vivo entre los muertos,
el más muerto entre los vivos.

O bien:

El más divo entre los divos.
el más tuerto entre los tuertos.
Y el más divo entre los tuertos,
el más tuerto entre los divos.