sábado, 30 de noviembre de 2019

Dolor físico: convertir el mal en literatura

Herramientas, instalación de Gabriel Orozco.


Alejandro Rozado

El dolor físico es un hecho cruel; su ferocidad depredadora no tiene la menor compasión por quien lo padece. Además es, en sí mismo, un hecho solitario, un fenómeno antisociológico: no es ninguna expresión social -a diferencia de otros fenómenos violentos como las guerras o las torturas y suplicios a que suelen ser sometidos ciertos prisioneros. El dolor físico, en su crudeza, es ajeno por completo a cualquier lazo social. Sin embargo, el ser dolido sí genera sociedad a su alrededor: lazos de compasión o de odio; también conversiones estéticas en busca desesperada de algún sentido para impactar con su poética urgente a los demás.

Durante prácticamente todo el mes de noviembre de 2019, padecí un dolor mudo y grave como punzón helado en la pierna izquierda. Tuvo nombre y apellido provisionales; se llamaba Herpes Zóster y llegó a mi vida con intensión de quedarse y enseñorearse sobre mi sistema nervioso periférico y golpear mi espíritu que yo creía inquebrantable -ahora veo que no lo es.  

Me odió y lo odié. Primero lo sufrí, luego me victimicé en vano. Intenté extirparlo con opiáceos, analgésicos y antivirales -pero nada. Ni con ozono inyectado se iba. La homeopatía y la acupuntura china se intimidaron con sólo escuchar su nombre maldito. Después de semanas de buscar alternativas reales y efectivas -y al darme cuenta que no me libraría de tan desagradable compañía-, decidí incorporarlo a mi vida, arrastrándolo a un rincón inmundo de mi ser y partirme la madre con él -hasta donde llegue. "Si no te largas -le dije-, entonces me acompañas, cabrón". 

Al maldito e impostor señor Herpes Zóster -un diagnóstico médico posterior lo desarticuló y re bautizó con su nombre definitivo: Espondiloartropatía lumbar con radiculitis secundaria- le gustaba atacar de noche con un largo y filoso cuchillo que me clavaba implacablemente en el alma, haciéndola trizas. Entonces decidí no dormir, ni siquiera intentarlo, y pasar con él noches interminables en vela oyendo blues, desde Ray Charles hasta el último disco de los Stones. Si el Dolor me sometería, lo enfrentaría con dos mil rolas de blues negro, a ver quién se cansaba primero. En las madrugadas terminábamos deshechos, pero al menos con un sentido configurado por John Lee Hooker. Dolor tenaz, traidor, cruel e irracional como un partido fascista, su viral locura intentó expandirse entre mis defensas. Yo me batí en retirada noche tras noche y traté de reagruparme. Como a Evo Morales, este Dolor me dio golpe de Estado y busqué con urgencia sobrevivir a sus fatales estragos. A su exigente egoísmo me fue imperativo oponerle la poca generosidad que me quedaba...Como en toda decadencia, siempre hay batallas que valen la pena dar. Entonces puse en el sonido de la computadora al viejo John Lightnin' Hopkins para encontrarle siquiera una pinche estética digna a ese dolor de mierda.

No se va; sólo se expande

Una noche, desesperado, llegué a consumir falsos extractos de cannabis en aceite (su dosis alta recomendada para el dolor del Herpes Zóster sin saber aún que lo realmente necesario para mi artropatía eran desinflamatorios) y lo único que logré es ir de nuevo a Pachuca -como en mis viejos tiempos. Buscando eliminar el dolor siquiera por un rato, fue angustioso ver cómo me sumergía -contra mi voluntad- en esa dimensión donde las cosas se abren y estallan como flores. Y luego, con la guitarra de Hendrix en turno... la violencia del supuesto herpes se inflamó amenazante sobre mí. De veras me arredró. 

Tras seis horas de locura, puedo consignar que el dolor no se va con esta maravillosa yerba; ni disminuye ni crece: sólo se expande. Como el espacio-tiempo. Sentí mi pierna allá abajo, al fondo de un valle incendiándose que poco parecía tener que ver conmigo. Si el dolor acaso fue más relativo, se debió con toda seguridad a que éste se desbalagó rodando por los pliegues negros de otra noche en vela. En esa alucinante ocasión, curiosamente no se trató de un sólo dolor sino de muchos, como una familia numerosa que se reúne a la mesa a platicar. Aquí la molestia física se desdoblaba en rostros alegres que bromeaban entre sí. El dolor, entonces, no era ya un intruso impuesto, sino un invitado más a la fiesta que desarreglaba todos mis sentidos. Un colado, quizá... Sí, el típico colado. ¿Y la fiesta? Recuerdo que en mitad de ella, la gente salía despavorida de sus casas para gritar la inminente desgracia que venía... Al final, me vino a la memoria la instalación de Gabriel Orozco, titulada Herramientas, que aparece como ilustración de esta entrada: clavos, martillos, serruchos y demás herramientas del trabajo digno se convertían bajo mi suplicio en instrumentos tormentosos que desgarraban mi ser con sus punzadas de hielo.

La historia semi-oculta de los dolores.

Los desinflamatorios y una rehabilitación adecuada domesticaron, finalmente, la dolencia asesina. Durante este largo y escalofriante periplo, descubrí entre mis cercanos y lejanos conocidos que existe una extendida comunidad de dolientes físicos. Cada cual me contaba su íntima experiencia: "yo tengo una neuropatía en el cuello que sólo controlo con inyecciones que me bloquean los dolores", "mi esposa no se puede levantar de la cama y habrá que hacerle cirugía pronto", "mi hija se lesionó la columna y jamás volverá a jugar tenis so pena de terminar en una silla de ruedas", etc. La vida urbana y sedentaria incuba tremendos relatos íntimos, ocultados por la idea de la privacidad, que delatan un tejido de dolencias corporales que van matando poco a poco al ciudadano de la modernidad. Un patrón de penalidades para una decadencia tan moderna como la nuestra.

Aterido por esta tortura, comprendo que he llegado a las puertas de mi propio invierno: mis 65 años están a la altura de este inexorable sino de la vida. La vejez, ni más ni menos. Un tiempo final, de recogimiento, cuidados, lecturas, chimeneas, paseos sosegados... Es la forma que elijo de vivir mi última etapa. Quizá dure unos veinte años...