domingo, 12 de septiembre de 2010

Vindicación de Enrique González Martínez, poeta


Alejandro Rozado


A José Emilio Pacheco


Sentí que mil centurias forjaban mi destino,
que era forzado huésped de un mundo en senectud (…)

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ


Hace cien años, un médico tapatío de mediana edad hacía circular -por los inverosímiles rumbos de Mocorito, Sinaloa- modestísimos ejemplares de sus primeros poemarios. Se trataba de Enrique González Martínez, poeta mayor de las letras mexicanas.

Nadie como un escritor solitario para ofrecerse a la ilusión irrenunciable de ser leído –incluso en rancherías y poblados sin escuela. Y nadie como González Martínez para expresar, en pleno estallido revolucionario, un estoicismo intimista tan a contracorriente de aquellos tiempos. Parece mentira que hubiese existido, en años ruidosos como los de la Revolución Mexicana, alguien tan “ahistórico” que llegase a proclamar, en verso, “no turbar el silencio de la vida (…) porque la ley es ésa”. Y más inconcebible todavía que dicho principio intentara compaginar con funciones públicas intermedias desempeñadas por el “poeta filósofo” durante las dictaduras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Sólo alguien de la estirpe de un Séneca podría creer de verdad que poética y tiranía conviven sin distorsionar la existencia. Lamentablemente, el antiguo sabio romano identificó su error demasiado tarde; González Martínez, en cambio, lo hizo a tiempo.

¿A tiempo? Es sólo un decir; la realidad es que haber servido a los villanos de nuestra historia sigue repercutiendo en imperdonable condena de olvido, especialmente en el caso del poeta que nos ocupa. Mientras las obras de contemporáneos suyos, como Ramón López Velarde brillan como fuegos artificiales en el cielo de las letras modernas mexicanas, la de Enrique González Martínez apenas figura en algún discreto capítulo de la materia de literatura mexicana de la instrucción preparatoria.

Homenaje y olvido son dos términos de una misma equivalencia que se presenta en la historia de la literatura. Así, los honores recibidos en vida por el insigne poeta se corresponden con el abismal desconocimiento de su obra a poco más de los 50 años de su fallecimiento –ocurrido en la Ciudad de México, en 1952.

Pero así son las cosas de la historia. Incluso entre las plumas autorizadas no dejó de sentirse ese influjo de olvido, o una variante del mismo: la exclusión. Por ejemplo, en la selección colectiva titulada Poesía en movimiento (México, Siglo XXI eds., 1966), la obra de González Martínez fue excluida por “tradicionalista” bajo el argumento de que la singular edición tendría como propósito central incorporar una muestra representativa del espíritu “innovador” prevaleciente en la poesía mexicana -desde 1915 hasta el año de la publicación. Y a pesar de la oposición abierta de José Emilio Pacheco, la mayoría del grupo compilador (integrado por Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y el propio Pacheco) decidió que González Martínez no reunía ese requisito de innovación, no obstante que Octavio Paz había escrito años antes que el tapatío fue el único poeta realmente modernista de México. Paradojas históricas de los conceptos: para no pocos poetas modernos, los modernistas no fueron en realidad modernos sino tradicionalistas.

Sin embargo, tanto la vergüenza del pasado político de algunos escritores como la obsesión por el cambio constante en los poetas modernos han dejado de ser criterios centrales en la apreciación de las letras mexicanas. Una nueva mirada hacia nuestra poesía tendría ahora una profundidad de campo distinta respecto de lo hecho por González Martínez y otros poetas. La perspectiva que hoy nos permite vindicar al autor de Los senderos ocultos (1910) es, desde luego, el sentimiento de profunda decadencia que ofrece la vida en el siglo veintiuno. Durante los años sesenta, con el repunte político juvenil, el estallido erótico y la rebelión total de los sentidos que se extendió por Occidente, la consagración del instante fue la clave de la “innovación” ininterrumpida de la cultura; cuarenta años después, esos mismos jóvenes sesenteros, protagonistas de grandes batallas colectivas y personales por abrir sus propios horizontes, viven ahora en un inequívoco mundo desolado espiritualmente.

El imperativo pesimista de estos tiempos nos impele, entonces, a reconsiderar casi todo, incluyendo a personajes como Enrique González Martínez. Y lo primero que constatamos es que aquel médico de Mocorito vislumbró, con poemas de un siglo atrás, la conciencia del acabamiento que hoy nos invade. No necesitó, para ello, ninguna cualidad profética acerca del futuro; tan solo la percepción inmediata que todo artista mayor tiene de lo vivo en su desarrollo. Esta mirada atentísima al transcurrir incesante de las cosas hizo que el poeta jalisciense adoptase, como es harto sabido, la figura del búho en contraste con la del cisne modernista. A partir de entonces, el escritor no sería más la estrella central que adornase al mundo con sus elegantes maneras y sus extravagancias vanas, sino el observador austero que testificase y comprendiese el derrotero del mismo. Lejos del sujeto manierista admirado en su languidez, González Martínez personificó al vigilante pormenorizado y extremo del pulso vital; ésa es la ruptura que subyace en “Tuércele el cuello al cisne”, el multicitado poema que identifica culturalmente a nuestro poeta con la tradición moderna del cambio. Esa mirada nocturnal y ornitológica (“Mira al sapiente búho… / Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta / pupila (…) interpreta / el misterioso libro del silencio nocturno”) hizo del poeta un virtuoso discreto y severo, un estoico necesario.

Como el doctor tapatío nunca fue un “poeta joven”, quizá por ello desde sus primeros títulos publicados dejó apreciar versos de honda perspicacia estética y moral, como el de “Irás sobre la vida de las cosas / con noble lentitud (…)”. Pensador serio, antepuso desde un inicio la instrucción de sí mismo en la afinación de su alma con el fin de “escuchar el silencio y ver la sombra” en sus detalles: dos disposiciones sólo factibles para quien se propone atender el decurso de la vida con la percepción intuitiva por delante. Con semejante equipamiento sensorial (esa mirada austera de ave nocturna), la poética de González Martínez durante los diez años de la confrontación armada fue un portentoso tránsito hacia la consolidación de una conciencia no inmediata; aquella que identifica lo perdurable entre las ruinas del presente. El éxtasis de saberse parte de una palpitación mayor de la vida, para luego abrir su universo interior hasta la elevación de una soledad meritoria; y la celebración de la madurez del poeta sólo para después acceder al vislumbre del apagamiento del alma; tales son los temas fundamentales que discurrieron por su producción literaria en tiempos en que el poeta meditó por encima de las balas, las asonadas, los pronunciamientos y las traiciones.

Así, en poemas como “A veces una hoja desprendida” y “Busca en toda las cosas”, Enrique González Martínez dialoga con un mundo pleno de animación:
¡Divina comunión!... Por un instante
son mis sentidos de agudeza rara…
Ya sé lo que murmuras, fuente clara;
ya sé lo que me dices, brisa errante.


No hay duda que el universo acompaña aquí al poeta a través de un graneado intercambio de signos. Si como él mismo escribe en “Psalle et Sile”, la ley consiste en “no turbar el silencio de la vida”, ese silencio no significa ausencia de comunicación; por el contrario: “Atan hebras sutiles a las cosas distantes; / al acento lejano corresponde otro acento”. El mismo principio epistemológico del romanticismo -que parte de que el universo tiene una coherencia analógica que jamás deja de sorprendernos- sirve como matriz a estos versos herederos del simbolismo europeo. La relación con la vida es de expectante certeza adivinatoria. El artista descifra e interpreta el flujo vital de la existencia, pero también en sentido opuesto: el diálogo completo se da cuando “el silencio de la vida” atiende lo que el poeta dice en su callar.
Vamos por el huir de los senderos,
y nuestro mudo paso de viajeros
no despierta a los pájaros… Pasamos
solos por la región desconocida;
y en la vasta quietud, no más la vida
sale a escuchar el verso que callamos.

(“Mi amigo el silencio”)

Sin embargo, muy pronto los poemas de González Martínez abandonaron el éxtasis fundacional que produce el atisbo de ese “divino coloquio de las cosas y el alma”. El contrapunto analógico de la comunión universal fue para el poeta jalisciense la soledad infinita, aquella que en medio del gran concierto de las cosas se aparta y se basta a sí misma. El mundo es una diversidad de mundos autosuficientes al interior de los cuales se reproduce interminablemente el mismo diálogo de silencios. Los elegantes versos de “El alcázar” refieren el alzamiento de un ímpetu enérgico, sin embargo contenido, en pos de ese estado:
Edifiqué mi alcázar en una soberana
cumbre, de aquellas cumbres en que el águila anida,
dejando una ventana abierta hacia la vida
cuyo rumor me llega como el de mar lejana.

Aprisioné mis sueños, la pobre caravana
de mis errantes sueños… De nieblas circuida,
contémplase de lejos la insólita guarida
como esas viejas cúspides de cabellera cana.

Mis sueños allí aguardan que cierre ya la puerta,
y han de mirarme un día de la mansión desierta
cruzar, eterno huésped, las silenciosas naves.

Echados los cerrojos, levantaré el rastrillo,
y al foso que circunda los muros del castillo
una noche de orgullo arrojaré las llaves.


Lejos de los socorridos lamentos de todo solitario en desgracia, para el autor de El libro de la fuerza, de la bondad y del ensueño (1917), la soledad es resultado de labrar el huerto propio: un logro meritorio del espíritu, cultivo y cosecha de la más importante de las virtudes humanas en tiempos de calamidad. Este notable credo estoicista de González Martínez se expresa al final de “La lección de la montaña” como una máxima revelada por las augustas cumbres: “(…) esfuérzate y conquista / la gloria de estar solo (…)”. Del mismo modo, en el soliloquio de una roca montuna, el poeta traduce una excelsa oración que dice:
Señor, yo que no tengo ni musgo florecido
ni un arroyuelo bullidor,
haz que en mis abras forjen las águilas su nido
y hagan su tálamo de amor.

Mas si ha de ser forzoso que me aparte del mundo
y del concierto universal,
hazme símbolo eterno, inmutable y profundo
de la más alta soledad.

(“La plegaria de la roca estéril”)

Sin embargo, comunión y soledad son únicamente dos polos por los que se desliza un solo formato de la existencia: la extensión. Pero ella, por sí misma, es insuficiente para que la sensibilidad se asiente, pues hace falta la consideración del paso del tiempo. Un auténtico estoicismo moderno implica contar con una certera perspectiva temporal. Y lo que asombra en González Martínez es su casi inmediato acercamiento a tan crucial asunto. En este sentido, pocos poetas mexicanos de generaciones anteriores describieron un tránsito relativamente rápido que reflejase el cambio de las estaciones de la vida personal como orientación de su obra. Hay, por ejemplo, poetas de pronunciada vocación primaveral (Carlos Pellicer), así como los hay nacidos en un invierno permanente (Alí Chumacero). Pero Enrique González Martínez demostró que, en un lapso menor a una década, había comprendido cabalmente -a través de configuraciones poéticas identificables- aquello de que verdaderamente “lo nuestro es pasar”.

Para ilustrar lo anterior, sólo referiré dos poemas. El primero es “Meditación bajo la luna”, cuyos generosos tercetos se extienden sobre una reflexión acerca de sus escritos y motivaciones de antaño. El poeta divaga por un jardín en busca de “serenidad bajo la luna”; la atmósfera nocturna propicia no un lirismo inspirado sino un tremendo choque de sensibilidades:
y me pongo a soñar como solía
cuando era el alma, en la niñez lejana,
más pura, más ingenua y menos mía.


González Martínez proclama que el alma humana, aquello que otorga sentido a la existencia de los individuos y los pueblos, sólo despierta después de los años necios de juventud, plagados de amargura romántica, ilusiones y llanto: “¿Será fuerza llorar lo que he llorado?”. A lo que responde con un rotundo “¡… nunca, nunca más!… Y la conciencia / clama liberación (…)” El poeta discute, enérgico y furioso, con su pasado y decide escindirse de aquel que fue sí mismo. “(…) el lírico verso no provoca / el erótico afán, el vivo fuego / que iba del corazón hasta la boca”. Y repudia al verso adolescente de artificial dolencia que emerge, automático, a la conciencia:
Ya te me vas perdiendo en la cercana
penumbra del jardín: inútilmente
vuelves ahora y tornarás mañana…

¿Qué sabes de las ansias del presente?
¿Qué del afán de entonces, si estuviste
lejos del alma y de la vida ausente?

¡Ni lo que fui ni lo que soy!... No existe
en ti ni rastro de mi ser; me dejas
ni más regocijado ni más triste.

Oigo sin duelo tus vetustas quejas,
te miro huir sin emoción alguna,
y me pongo a pedir cuando te alejas
noble serenidad bajo la luna.
La negación del ímpetu primigenio se convierte de pronto en un elogio de la madurez (“…una tarde se trocó mi vida”). Y una nueva voz –la otra voz- le dice al poeta: “Medita y crea”, mientras suena “la oportuna campana de los tiempos”. Versos de valor incuantificable para una etapa de la historia como la nuestra, que se caracteriza por un superfluo hedonismo que se vanagloria de todo lo joven sin alma (lo des-almado). En cambio, para nuestro autor, el poema es la cristalización de un alma trabajada, una escultura labrada pacientemente; es el encuentro del aliento vital con el peso de los años. De la historia de los pueblos se puede decir lo mismo.

Finalmente, hay un segundo poema portentoso, con el cual González Martínez remata su concepción del transcurrir de la vida hasta su consecuencia final: la muerte, no necesariamente física sino anímica. Se trata de “Página en blanco”, que transcribo íntegramente para un mejor impacto en el lector:
Un día, no muy tarde, la inquietud que me acosa
para que diga el canto que conturba mi vida,
cesará, como flama por el viento extinguida,
y la voz será muda y el alma silenciosa.

Todo lo que en un tiempo suscitó mis asombros
y lo que fue codicia del pensamiento mío,
despertará a su paso un “qué sé yo” de hastío,
un desdeñoso y leve encogimiento de hombros.

Trémula ya la mano que oprimió los bordones
de la constante lira, se llevará el pasado
los ecos imprecisos de todo lo cantado
y el lívido fantasma de las meditaciones.

Recogidas las alas, el afán taciturno
no sabrá de las cosas penetrar el acento:
será viento tan sólo la palabra del viento
y rumor sin sentido el mensaje nocturno.

De esta vida de ensueño, de este mundo en que arranco
la visión de mis ojos, la canción de mi oído,
quedarán solamente un laúd sin sonido,
un espíritu en sombras y una página en blanco.


Quizá éste no sea el mejor poema de Enrique González Martínez, pero sin duda es el más lúcido, honesto y visionario de cuantos se lean de él. Vislumbrar el apagamiento de la combustión creadora de una vida, de una cultura, escuchar el llamado de la opacidad final donde no habrá ya nada que decir (la página en blanco) es alcanzar la visión definitiva de que un ser humano es capaz.

Enrique González Martínez, poeta. Un crítico de lo real a través del propio poema. Crítico de sí mismo; crítico del crítico de sí mismo; crítico de la poesía a través de la intuición de la muerte. Una pasión dominada, su estoicismo. Del mismo modo en que previamente hizo la negación de su poesía inicial, poco después realizó la negación futura de su obra de madurez. El poeta pronosticó la senectud y demencia final de lo que alguna vez fue una poética de pie. Con ello, la perspectiva se completó y el artista pudo desarrollar el resto de su obra ya sin tantos cuestionamientos filosóficos. Había comprendido lo fundamental; además, lo más importante: dio forma verbal a su visión. Fin del didactismo poético y comienzo de la poesía propiamente dicha. Con “Parábola del huésped sin nombre”, “El yunque”, “El puñal”, “El sembrador”, “La persecución” y “Hora fracta”, comprobamos que sus mejores poemas estarían por venir.


Guadalajara, septiembre de 2010.



NOTA BIBLIOGRÁFICA: El presente ensayo fue motivado por la lectura de notables ediciones mexicanas como: Antología de la poesía mexicana moderna, de Jorge Cuesta, primera edición, 1928; Antología del modernismo (1884-1921), de José Emilio Pacheco, primera edición, 1970; y Tuércele el cuello al cisne y otros poemas, de Enrique González Martínez, compilación y prólogo de Jaime Torres Bodet, primera edición, 1971.

2 comentarios:

  1. Mis felicitaciones para Alejandro Rozado por su apretada pero certera crítica sobre la obra poética de González Martínez. No he tenido la oportunidad de conocer la obra completa del poeta pero si la que contienen sus primeros 4 libros, publicados todos en Sinaloa. De ellos he afirmado que representan una crítica al modernismo de los seguidores de Darío y Guiérrez Najera, caracterizado por el pesimismo. Retomando de ellos el preciosismo del lenguaje y la universalidad, González formula un canto optimista a la naturaleza y a la vida, contribuyendo al cultivo de la sensibilidad y el espíritu crítico de sus lectores. Su posición social y sus compromisos y lealtades políticas no impidieron que difundiera ideas libertarias y que alentara la investigación científica, a la vez que el cultivo de la literatura, la música y el arte. Rigoberto rodriguez, U de sinaloa

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  2. Gracias, Rigo. Efectivamente, en los primeros 4 libros de González Martínez se expresa un vitalismo sin igual del autor; y dicho vitalismo lo conduce naturalmente a visiones muy honestas y dolorosas acerca de lo marchito y caduco de la misma vida. Un saludo.

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