miércoles, 14 de marzo de 2012

El malestar del amor (apuntes sobre una pérdida de porvenir)




 
Alejandro Rozado


En el amor, la única victoria es la retirada.
NAPOLEÓN


Una lectura posmoderna de Shakespeare

Si Romeo y Julieta no hubiesen muerto y su anhelada unión hubiese llegado a buen término, veinte años después tendríamos a un Romeo panzón, calvo y desangelado, y a su linda esposa convertida en un desaliño total, llena de hijos y con la mirada extraviada. Tal sería un balance probable para el sentimiento amoroso en los tiempos que corren.

En la tragedia shakesperiana, la imposibilidad de concretar aquella conmovedora pasión no impidió la plenitud espiritual; la muerte física de los enamorados mantuvo, sin embargo, vivo el amor. Pero entonces eran grandes tiempos y el amor, inmortal... Cuatrocientos años después, esa virtud eterna que, de algún modo u otro, habían sostenido heroicamente generaciones de enamorados se ha evaporado y en su lugar permanece el cascajo de una gran idea: lugares comunes, falsas expectativas y una confusión general de los jóvenes (y no tan jóvenes) partícipes del impulso amoroso.

La crisis actual del amor -junto al estado de confusión que guarda el arte contemporáneo- es uno de los signos sociológicos más fuertes y claros de la decadencia cultural. No se trata solamente del carácter mercantil que el amor ha tenido durante siglos -incluso antes del capitalismo- sino de la irreversible devaluación del mismo en el tianguis global. Y no precisamente por la parafernalia sexual dominante sino más bien porque el amor occidental, al adolecer ya de futuro, da muestras de su pérdida de sentido.


El hedonismo cocacolero

Las rebeliones juveniles de los sesentas incorporaron el principio del placer como un valor central en el panorama de Occidente. Sin embargo, la derrota mundial del 68 abrió un gran espacio a los poderes corporatistas internacionales para convertir aquel saludable hedonismo libertario en un aberrante principio de la vida consumista. La reivindicación del famoso aquí y ahora que efectuaron los amplios movimientos poéticos, musicales y sociales de aquellos años desembocó, una década más tarde, en un ambicioso plan publicitario en manos de las empresas transnacionales para configurar y condicionar ese gran y apetitoso mercado que desde entonces representan los jóvenes -incluidos los niños.

El hedonismo cocacolero que hoy nos domina propone y dispone de un presente también cocacolero: "vive tu vida plenamente" y no te importe lo demás. Si antes vivir con intensidad el día a día significó una liberación de los yugos que imponía un sistema de vida y de trabajo enajenantes, ahora extraerle el jugo al instante inmediato equivale a consumir el refresco, auto, teléfono celular o zapato tennis mejor posicionado en el mercado. Equivale, en suma, a la más grande enajenación de la conciencia colectiva jamás antes vista (¿será necesario aquí desglosar un ensayo pormenorizado para demostrarlo?).

El costo de tan gigantesca operación ideológica es, sin duda, enorme; pero el meollo de este desastre cultural radica en la pérdida del sentido en nuestra civilización, sentido ligado indisolublemente a la noción de futuro. En efecto, la más importante creencia que durante siglos había sostenido a Occidente se ha desvanecido del panorama contemporáneo y su ausencia afecta no sólo la comprensión de la historia en general sino también la de las biografías particulares de la gente común: las vidas individuales, desprovistas de esta importante noción temporal, ven desestructurarse no sólo sus ideas sino sus afectos por igual en un fenómeno muy extendido que bien podríamos denominar malestar del amor.


Amor sin futuro

Hay algo profundamente triste en todo esto. En la medida que el futuro desapareció como punto de referencia central de la vida toda, las relaciones amorosas -antes con vocación de eternidad- ahora se ven sujetas a una indefectible fecha de caducidad. ¿Constituirá ello un cambio en la conciencia de la muerte del amor romántico? Sin duda: el modelo de amor para la modernidad, prologado por Shakespeare en Romeo y Julieta, está básicamente agotado.

Antes, frente a la perspectiva romántica de la muerte y la imposibilidad de prolongar la juventud y vida misma del ser amado, el amante -lejos de rendirse a esa fatalidad- sublimaba su pasión en un para siempre que le permitiese tolerar la existencia; tal es el origen -entre otras cosas- de las sonatas para piano, las rapsodias regionales de profunda melancolía, los adagios sinfónicos y las canciones y poemas de amor que han conmovido la sensibilidad de Occidente y armado un sólido bloque cultural. Hoy, en cambio, la misma conciencia mortal desmotiva al sujeto posmoderno al grado de concebirse a sí mismo como portador de pasiones efímeras. El amante contemporáneo se ha convertido en un verdadero pusilánime de los afectos. "Si de todos modos esto que siento va a fenecer -se dice a sí mismo-, ¿para qué empeño esfuerzos superiores en ello? Sólo me resta pasarla bien y atender exclusivamente a los placeres que acepten colocar mi conciencia en el plano de existencia menos crítico: el de mis comportamientos inmediatos". Esta liviandad poco tiene que ver con el amor que aprendimos de nuestra propia modernidad. El alma occidental, entonces, se va deshabitando persona por persona hasta generalizarse por completo en una auténtica emigración espiritual -semejante a la acaecida en las postrimerías de la civilización romana. Los sujetos individuales de la historia cotidiana, Fulano, Mengano, todos y cada uno de ellos, se convierten en escenarios particulares del abandono paulatino de lo que ha animado tradicionalmente a la modernidad: un ánima susceptible de enamorarse y enlazar su destino a otra.

Para los hombres y mujeres modernos, amar significó entregar literalmente el cuerpo y el alma al ser amado... pero en esa ofrenda también se entregaba el futuro o cierta idea de él. Cierto, la fe en el progreso que predominó durante los siglos capitalistas absolutizó al futuro para justificar el sacrificio inescrupuloso de todo presente erótico; y el huracán del romanticismo muchas veces también arrasó con el presente amoroso. Pero en ambas versiones de la modernidad siempre permaneció vigente el mañana como articulador de sentido. En la era nocturna de nuestra civilización, en cambio, el porvenir es un edificio venido abajo, y todo proyecto de amor que hoy surge entre las nuevas parejas tiende a ser desmantelado por las circunstancias posmo.

Cada cultura posee su propia forma de expresar el sentimiento amoroso hasta su agotamiento, y nosotros solamente estamos viviendo la agonía del viejo modo de amar que generamos hace muchos siglos. Para alargar lo más posible la existencia de ese moribundo cultural que llamamos amor, la civilización se ha limitado a suministrarle una inescrupulosa vida artificial: dosis cada vez mayores de adrenalina, estímulos pornográficos que degradan el cuerpo de mujeres y niños principalmente, consumo complaciente de violencia sexual, un indecible auge industrial de la cirugía plástica, etc. Productos, en suma, de ese falso hedonismo que se obsesiona patológicamente en rendir culto al presente comercializado. Craso error de nuestra civilización en naufragio, porque hasta ahora para los occidentales el presente nunca ha tenido sentido sin su propio futuro.


Seguir siendo occidentales

La exaltación corporativista del presente ha devenido en una evasión psicosociológica colosal. Tras ella no existe ninguna posición filosófica fundamental sino un inmenso extrañamiento. Para la tradicional modernidad occidental -tanto en sus vertientes racionalista y romántica- el amor, la alegría, el disfrute de tantas áreas de vida, sin negar su impostergable necesidad, no significaban nada si carecían de sentido –y éste se veía intrínsecamente ligado al concepto también moderno de futuro; al grado de que un hombre o mujer verdaderamente modernos preferían el sacrificio, la tristeza y tantos otros estados adversos si -y sólo si- éstos tuviesen un para qué histórico particular. Éste podía ser: la prosperidad, la seguridad patrimonial, la feliz proliferación de la familia, o la unión perenne de los enamorados; pero todos ellos eran estados imaginarios lanzados por la creencia indudable en el carácter perfectible del futuro. Los labios que un romántico besara o el cuerpo que un apasionado melancólico abrazase, siempre se situaron en esa perspectiva. Ese es el único sentido que hasta ahora habíamos entendido. Y no olvidemos que, a pesar de todo, somos occidentales... y no nos queda otra que seguirlo siendo.

Ojalá pudiésemos ser apolíneos, como los antiguos griegos, y sólo vivir el presente inmediato y tangible como si fuese una mera magnitud positiva al margen del devenir. Pero también nuestras ciencias tendrían que verse afectadas: nuestra física tendría que ser estática y nuestra matemática tendría que limitarse a la geometría. De ahí que el actual culto hedonista al instante sea postizo: porque poco o nada tiene que ver con los paradigmas y símbolos de la cultura clásica de donde surgió. El placer posmoderno desconoce por completo aquel concepto de Epicuro: la ataraxia. 

Así que admitámoslo de una buena vez: hasta ahora lo único que existe es la declinación del amor occidental. La vida amororsa se acaba, su muerte se insinúa y, en medio, los enamorados... El amor contemporáneo es decadente porque se niega a toda idea moderna de desarrollo. Su ontología es un continuo decaimiento, desde el comienzo. Y cualquier instante es buen pretexto para convertirse en "el fin del compromiso" (el "no eres tú, soy yo" y otros clichés parecidos). Instintivamente, los enamorados se convierten en inmediatos verdugos de sus propias relaciones: ejecutan al amor del mismo modo que un jinete ejecuta a su caballo fracturado de una pata. Con un tiro de gracia… ¿Será posible concebir otra manera de amar a estas alturas de nuestra decaída historia cultural?


Amar para madurar

Existe una posibilidad histórica para el amor en la decadencia occidental que todavía pudiese adquirir algunos tintes claros de sentido; sólo que habrá que ajustar nuestra identidad con lo que entendemos por transcurrir. Hasta ahora, hemos concebido a éste como una realización del tiempo racional, el tiempo de la ciencia, el tiempo de Newton; es decir, como una dimensión externa al hombre. El corolario de esta dimensión temporal racionalista así concebida es la ideación de las nociones de pasado, presente y futuro dispuestas en un continuum unidimensional: la línea recta. Y el ritmo de semejante concepción del tiempo es uniforme, dictado por el segundero del reloj universal, en que un instante es siempre igual a otro indefinidamente. Como hemos visto, el amor occidental compartió esta matriz conceptual y se subió también –como la economía, la ciencia y la política- al tren que iba hacia el futuro con la firme idea de “avanzar” sobre el tiempo.

Pero ahora se trataría no de avanzar sino de crecer: madurar, cumplir los ciclos vitales con alta conciencia. La idea racionalista del tiempo no sirve ya a este propósito. Necesitamos otra fuente moderna de inspiración, que inevitablemente proviene del romanticismo; me refiero a una idea del transcurrir que tiene que ver con el concepto de la duración bergsoniana. La duración sería una dimensión “interna” de la temporalidad, una suerte de tiempo subjetivo que no corre en línea recta afuera de nosotros mismos sino que asciende “desde dentro”, por decirlo así, como el crecimiento de la fronda en cualquier árbol. La duración no se subdivide en ritmos uniformes y medibles como el segundo o el minuto, sino su rítmica proviene también de factores intrínsecos. Todo ser vivo tiene su propio timing de maduración biológica, emocional y, en el caso humano, ésta también se da en su conciencia histórico-existencial. Para distinguirlo del destino –asociado al tiempo exterior-, dicho timing lo podemos denominar como el sino: ese fatum intrínseco que portan todas las cosas vivas y que se manifiesta en una inclinación, una tendencia, a cursar irreversiblemente las etapas necesarias de la vida, desde el nacer hasta el morir.

Este rescate de la idea de duración ofrece al amor contemporáneo un nuevo sentido, un sino ajeno al tiempo lineal y que podría condensarse en la siguiente máxima: los hombres y mujeres de la posmodernidad se enamoran para madurar una vida en pareja -no para hacerla progresar necesariamente, ni para meramente disfrutarla; ni siquiera para detenerla en un instante eterno.

La misión intrínseca de un amor duradero sería la de realizar su ciclo vital, con el ritmo inherente de cada pareja, hasta que aquello que lo anime deje de vivir -independientemente de si dicho amor termina junto con la desaparición física de los enamorados o no. Ese tipo de amor es el único que todavía tendría significado en la posmodernidad: un sentido fuera del tiempo (extemporáneo) y duradero a la vez: el amor decadentista, propiamente dicho.

"Pero, ¿y el futuro? -me preguntará, entonces, el aguzado lector-, ¿dónde queda el futuro del amor en esta opción decadentista?"...¡Ah!, el futuro decadentista del amor es aquello que todo ciudadano occidental se ha empeñado en evadir sistemáticamente: su muerte inexorable, pero después de un espléndido auge amoroso y de una honrosa madurez de pareja.




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