jueves, 24 de septiembre de 2009

La invasión nocturna I (ensayo sobre "Libertad bajo palabra" de Octavio Paz)


Alejandro Rozado



Me es difícil escribir sobre poesía. No soy especialista ni conocedor profundo. Pero mi relación con Octavio Paz –personal e intelectual- me hizo un minucioso seguidor de su obra, además de asiduo lector de otros poetas -sobre todo modernos. Incluso, alentado por él mismo, escribí una treintena de poemas, no más. Leyendo a Paz, y platicando con él, tuve el privilegio de asomarme al mundo poético por una de sus ventanas principales. Fui descubriendo, bajo una conversión profunda, que la poesía dejaba de ser una mera estética externa para ser una fuente de moral íntima, un modo interno de vida y alternativo al de la religión y la política. Ante mí, el poeta pasó a ocupar un lugar central en la sociedad y en la historia.

Las siguientes líneas ensayan y opinan acerca de la obra poética del joven Paz hasta “Piedra de sol”, su pieza culminante escrita a los 43 años. Dicha obra fue recopilada por el autor bajo el título de Libertad bajo palabra; nunca pretendió ser una antología sino la reunión de su poesía escrita desde 1935 hasta 1957. Pero como cosa notable, se trata de un libro sometido a continuas metamorfosis a lo largo de casi medio siglo (por lo menos desde la edición de 1960 hasta la aparecida en sus Obras completas de 1997). En efecto, Octavio Paz se encargó de ofrecer hasta seis ediciones diferentes (aunque semejantes) que se corrigen entre sí; especialmente centró su atención en revisar sus poemas de los años treintas y cuarentas, algunos de los cuales nunca terminaron de satisfacerlo. Se preocupó, quizá demasiado, por retratar con la mayor fidelidad las diferentes etapas de su desarrollo poético; me temo, sin embargo, que sólo pudo dar cuenta del estado espiritual del poeta maduro al momento de revisar al poeta joven.

Aquí recojo como base de mi lectura la edición de 1968 (aunque ésta no sea la versión definitiva de Libertad bajo palabra) por una razón muy personal y arbitraria: fue el libro a partir del cual tuve fructíferas conversaciones con el autor. Con ello no creo transgredir el rigor metodológico del especialista que, en mi lugar, analizaría y cotejaría las distintas versiones para interpretar con objetividad los textos. Lo mío no es la investigación literaria. Busco los fundamentos de un pensamiento poético en tiempos en que la modernidad ha hecho crisis.

Me ha tomado varios años releer, pensar y destilar el contenido del libro. Mi propia necesidad espiritual ha estructurado estas reflexiones en dos grandes partes, la última de las cuales se refiere a La estación violenta, poemario magistral que en mi opinión merece una atención distinguida. En la primera parte de este ensayo, sigo el rastro que dejan los poemas del autor a lo largo del tiempo; en la segunda, en cambio, me encuentro con un poeta que se opone al propio transcurrir, eleva su poesía por encima de la historia y la interroga: se interroga. Poema y pensamiento son, entonces, iguales.

Libertad bajo palabra agrupa esta vasta producción en cinco grandes secciones: Bajo tu clara sombra, Calamidades y milagros, Semillas para un himno, ¿Águila o sol? y La estación violenta, ya mencionada. Cada una de estas secciones contiene poemarios de época. Hay, por lo mismo, cierto orden cronológico que nos permite identificar una columna vertebral en evolución, el crecimiento troncal de un poeta arbóreo; pero éste no es el único criterio de la edición, pues también influye en su configuración el follaje de temas, estilos, magnitudes, calidades, trinos y texturas.



Primera parte: Las huellas del tiempo


Repaso aquí en forma panorámica el continente poético recorrido por Octavio Paz, el territorio explorado con pluma insomne antes de llegar al valle personal: su primera obra madura. Procuro un esfuerzo aguileño (amplitud de perspectiva, agudeza visual) y, así, ser capaz de detenerme en poemas específicos que representen las huellas del itinerario de un poeta mayor que cuestiona al último de los siglos vividos.

- La primera sección, Bajo tu clara sombra, reúne poemas del Paz veinteañero -de 1935 a 1944- agrupados en seis poemarios: Primer día (1935), Bajo tu clara sombra (1936), Raíz del hombre (1935-36), Noche de resurrecciones (1939), Asueto (1939-44) y Condición de nube (1944). La iniciación del futuro Premio Nobel de Literatura nos lanza a los ojos la luz de la pasión y el mar, mientras navega y vuela por las eras del verano fogoso -recorridas ya por uno de sus primeros maestros y amigo: Carlos Pellicer-, con aletazos hechos de sílabas y palabras que son frutas ó cuerpos tendidos sobre sonetos:


Bajo del cielo fiel Junio corría
arrastrando en sus aguas dulces fechas,
ardientes horas en la luz deshechas,
frutos y labios que mi sed asía.

Sobre mi juventud Junio corría:
golpeaban mi ser sus aguas flechas,
despeñadas y oscuras en las brechas
que su avidez en ráfagas abría.

(de “Sonetos”,
Primer día, 1935)


El verso joven se asolea sobre las olas y nubes de un mundo erótico sostenido por la incontenible energía poética. Vivimos la gran explosión de la palabra que se desnuda -sensual- ante el hombre, la palabra-mujer, tangible, sanguínea, corporal, la poesía como entidad femenina: “Deja que una vez más te nombre, tierra, / y que mi lengua sepa a tu sustancia.” (Bajo tu clara sombra). El poema erógeno es tan primigenio en la obra de Paz como la imitación que hizo de los juegos verbales vanguardistas. Raíz del hombre –poema extenso en su versión original-constituye el testimonio fundador de la estética del “cuerpo a cuerpo” de la poesía paciana:


(…) bajo el gran árbol de mi sangre,
tú reposas. Yo estoy desnudo
y en mis venas golpea la fuerza,
hija de la inmovilidad.

Éste es el cielo más inmóvil,
Y ésta la más pura desnudez.
Tú, muerta, bajo el gran árbol de mi sangre.


La condición anterior al choque apasionado de los cuerpos desnudos es la quietud mortal de los amantes. El origen del cosmos poético. El atisbo de la presencia sin más: “No hay vida o muerte, / tan sólo tu presencia, / inundando los tiempos, / destruyendo mi ser y tu memoria.” Y el acoplamiento de la atracción física es un acto verbal: “Dos cuerpos frente a frente / son a veces raíces / en la noche enlazadas. / Dos cuerpos frente a frente / son a veces navajas / y la noche relámpago” (de “Dos cuerpos”, Condición de nube).

Instrumento privilegiado para bautizar las cosas y darles vida, la palabra exhibe su poder benéfico y creador. El sujeto vive aún su propia inocencia de concebirse previo al poema y se asombra del encanto jabonoso del poema reificado: “Entre conversaciones o silencios, / lenguas de trapo y de ceniza / entre las reverencias, dilaciones, /.../ naces, poesía, delicia, / y danzas, invisible, frente al hombre” (de “Delicia”, en Asueto). El poema es un ser con vida pulsátil, flama desprendida que se agita delante de nuestra mirada atónita, vehículo precioso para respirar la existencia y cantarla. De esta primerísima etapa, hay señales, sin embargo, de otra percepción: “Oh mundo, todo es noche / y la vida es relámpago”. Pero en general, el poeta-artesano usa la palabra como herramienta para hacer maravillas con el sol; la blande como espada de luz que atraviesa los objetos inertes por voluntad del autor; éste es, sin duda, el protagonista que fabrica objetos verbales desde el centro del universo que descubre extasiado. El poeta adánico que emerge del vanguardismo.

Destaca mi atención un bello poema: “Nuevo rostro”, y que dice así:


Tu cabellera, sol que se retira,
se pierde en nubes negras y suaves.
La noche borra noches en tu rostro,
derrama aceites en tus secos párpados
quema en tu frente el pensamiento
y atrás del pensamiento la memoria.

Entre las sombras que te anegan
otro rostro amanece.
Y siento que a mi lado
no eres tú la que duerme,
sino la niña aquella que fuiste
y que esperaba sólo que durmieras
para volver y conocerme.

(de Condición de nube, 1944)


Aquí el poeta desciende al fondo de su amada, mirándola con ojos de búho, constatando la regresión nocturna y la metamorfosis de la mujer con quien duerme, a través del trance poético –forma privilegiada de conocimiento que comienza ya a emplear-, verdadero acto de amor que ejerce su derecho a no dormir, a habitar el sueño de ella, mientras ambos se internan en otros mares (“Aguas de lentos hombros nos empujan”). Quizá sea ésta la primera ocasión en que el poema es, al mismo tiempo, la inducción al trance poético. El poema es su propio método. Los primeros seis versos son claramente inductivos, pues evocan fenómenos de “afuera hacia adentro”, por decirlo así; mientras que la segunda parte es la ejecución, propiamente dicha, del trance: el golpe mágico que revela una realidad, aunque cotidiana, profunda.

Finalizo los comentarios de la primera sección citando este sugerente “Apunte del insomnio”:


Roe el reloj
mi corazón,
buitre no, sino ratón.

(de
Condición de nube)


- La segunda sección, Calamidades y milagros (1937-1948), consta de dos poemarios escritos en la curva de los treinta años de edad del poeta mexicano. En ambos casos, el canto se apaga. El optimismo se ausenta. Los pájaros emprenden la huida. Una sombra diferente opaca ahora las imágenes cada vez más portentosas: no la “clara sombra” de los primeros textos, sino el sol negro que William Blake alguna vez describiría en Las bodas del cielo y el infierno. Por los títulos de esta serie de poemas, podemos tener idea de la nueva tonalidad que ya no abandonará a Octavio Paz: “Nocturno”, “Otoño”, “Insomnio”, “Espejo”, “La caída”, “Crepúsculos de la ciudad”, “El muro”, “La sombra” y otros más que pertenecen al primer poemario: La puerta condenada, la puerta maldita que conduce al mundo demonizado de Baudelaire, en donde las palabras ya no son deliciosas maneras del canto, sino diablas odiosas que el poeta mancilla: “Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen putas), / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, / ínflalas, globos, pínchalas / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, / cápalas, / písalas, gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, / desplúmalas, / destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz que se traguen todas sus palabras” (de “Las palabras”).

Algo ya no le funciona al joven talento, las palabras dejan de ser dóciles amigas; ahora se vuelven rabiosas contra el escritor, lo muerden y traicionan. El sujeto queda perturbado; la desilusión pende sobre su cabeza. La poesía ya no es la noble herramienta de luz sino una puerta horrorosa, la que conduce a la vida desdichada, a la calle solitaria:


LA CALLE

Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está obscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.


Nadie es el punto de llegada del hombre en la búsqueda de sí mismo. El orden se vacía de sentido, pero el poeta camina su prolongada calle, sigue el eco de sus pasos, el ritmo de su respiración tras el vaho mortecino, y entonces concibe el abandono: “No nos espera Dios al fin de la semana. / Duerme, no lo despiertan nuestros gritos. / Sólo el silencio lo despierta. / Cuando se calle todo y ya no canten / la sangre, los relojes, las estrellas, / Dios abrirá los ojos / y al reino de su nada volveremos” (de “Cuarto de hotel”).

Para abrir esa puerta de la condena e incursionar en la galería penumbrosa y subterránea, abierta por los siglos del progreso, Octavio Paz encuentra en el verso endecasílabo la medida perfecta de su pulso poético; dicho ritmo deja suelto al surtidor de imágenes y permite al poeta escuchar sus monólogos justos y sentir la fuerza de la composición. Y aunque dicha métrica ha construido ya vibrantes sonetos y la tersura de varias silvas, el verso blanco de once sílabas, alternado en momentos precisos de apoyo con versos hepta y nonasílabos, es el habitat de Paz. Ahí se instala y tiene lugar su poesía más introspectiva, amnésica de rima y, en ocasiones, del escritor mismo. El dominio magistral de este formato desata un desfile de visiones formidables, la marcha fúnebre vestida de gala que arroja flores blancas a su paso, mientras una corte de azules cuervos negros contemplan silenciosos el sepelio vergonzoso de una época asesinada en las cámaras de gas:


ELEGÍA INTERRUMPIDA

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
De una puerta a morir hay poco espacio
y apenas queda tiempo de sentarse,
alzar la cara, ver la hora
y enterarse: las ocho y cuarto.


El segundo poemario, titulado igual que esta segunda sección que comento (Calamidades y milagros), es a mi entender el trabajo más romántico de la obra paciana. Reúne poemas más extensos y liberados de métrica –aunque utilice discrecionalmente la eficacia de sus ya probados endecasílabos. El formato libre corresponde aquí con dos temas medulares: por un lado, el compromiso y la crítica sociales que abordan la solidaridad con los pobres del campo y los exiliados españoles de la década de los treintas; y por otro, la invasión nocturna. En ambos, el poeta necesita expresarse a sus anchas, sin otro límite que el de la protesta interior. Aparece el largo y conocidísimo poema compuesto durante su experiencia socialista en Yucatán en 1937, “Entre la piedra y la flor”, y varias veces reelaborado por Paz a causa de su crónica insatisfacción con el mismo (“Dame, llama invisible, espada fría, / tu persistente cólera, / para acabar con todo, / oh mundo seco, / oh mundo desangrado, / para acabar con todo.”). Inmediatamente después de su hechura, el joven poeta es invitado a participar en el Congreso Internacional de Escritores celebrado en Valencia, en apoyo al bando de los republicanos españoles en plena guerra civil; de aquella experiencia podemos leer ahora “Los viejos”, sentido homenaje al exilio español que, por razones personales, me conmueve e íntimamente le agradezco a Octavio Paz su composición. Cito el fragmento final:


Bebe del agua de la muerte,
bebe del agua sin memoria, deja tu nombre,
olvídate de ti, bebe del agua,
el agua de los muertos ya sin nombre,
el agua de los pobres.
En esas aguas sin facciones
también está tu rostro.
Allí te reconoces y recobras,
allí pierdes tu nombre,
allí ganas tu nombre
y el poder de nombrarlos con su nombre más cierto.


Verdadera premonición de largo alcance que vislumbra ya el programa de rupturas y encuentros con la poesía fundacional que Octavio Paz escribirá hasta los años cincuentas: Beber la sinmemoria, olvidarse de su nombre para toparse con su verdadero nombre: el nombre.

También aparecen en este poemario –Calamidades y milagros- otras composiciones dedicadas al poeta exiliado español Luis Carnuda, al pintor jalisciense Juan Soriano y a nuestro Xavier Villaurrutia, todos los cuales figuran como los últimos escritos antes de su larga ausencia de México. Ya para 1944, Paz escribe en Berkeley un poema nodal: “Soliloquio de medianoche”, para mi gusto el más romántico de toda su obra y quizá el más puramente germano de la literatura mexicana. Desde el monólogo del insomne deprimido, narra el dolor de la orfandad frente a una historia sin clemencia, frente a los sueños desvanecidos a punta de bayoneta en todo el orbe: “Subieron por mis venas los años caídos, / fechas de sangre que alguna vez brillaron como labios, / labios en cuyos pliegues… / creí que la tierra me daba su secreto, / pechos de viento para los desesperados, / elocuentes vejigas ya sin nada: / Dios, Cielo, Amistad, Revolución o Patria”. Repasa, más atrás aún, su infancia, “fruto comido por los años, / barca de papel abandonada en el légamo una tarde de lluvia”. Todo el canto despide con hondo duelo los colores de la esperanza socialista y las ilusiones de un mejor porvenir; son los años bélicos de los cuarenta y la resaca es oscura y abismal:


oh corazón, noria de sangre, para regar ¿qué yermos?,
para saciar ¿qué labios secos, infinitos?
¿Acaso son los labios de un dios,
de Dios que tiene sed, sed de nosotros,
sima que nada llena, Nada que sólo tiene sed?

Intenté salir a la noche
y al alba comulgar con los que sufren,
mas como el rayo al caminante solitario
sobrecogió a mi espíritu una lívida certidumbre:
había muerto el sol y una eterna noche amanecía,
más negra y más oscura que la otra,
y el mundo, los árboles, los hombres, todo, yo mismo,
sólo éramos los fantasmas de mi sueño,
un sueño eterno, ya sin día ni despertar posible,
un sueño al que ya no mojaría la callada espuma
un sueño para el que nunca sonarían las trompetas del
Juicio Final.
Porque nada, ni siquiera la muerte, acabará con este sueño.


Cierre tremendo de un poema emparentado en descendencia directa con el “Sueño” del romántico alemán Jean Paul Richter. Con él, a sus treinta años, Octavio Paz es invadido por la noche horrorosa e irreversible. No hay vuelta atrás en la banda de Moebius, en ese sueño interminable donde no existe muerte ni vida, tan sólo el alba ennegrecida del espíritu alemán que ya había engendrado gloriosas sinfonías y ahora innombrables holocaustos. El poema es un túnel sin luz al final y cuya entrada quedó cancelada por el derrumbe del tiempo. Y esto es lo que toca vivir. No lo deseable sino lo pertinente. Toma de conciencia: para que la poesía sea verdaderamente moderna debe olvidarse del florilegio modernista, las divertidas pero banales provocaciones vanguardistas, la solemnidad ideológica del compromiso social, y reconsiderar las aguas estancadas pero mágicas del romanticismo, beber a sorbos el misterio de su droga, y traspasar la “puerta condenada” después de la cual el mundo se revela ajeno y espantoso, sí, pero al alcance de cualquier hombre con una mínima conciencia de nuestra debacle histórica.


- La tercera sección de Libertad bajo palabra se llama Semillas para un himno, y es de corte minimalista; reúne pequeños poemas –semillas-, agrupados en tres poemarios: El girasol (1943-1948), Semillas para un himno (1950-1954) y Piedras sueltas (1955). Parece que lo peor en la vida del poeta ha pasado, y el cielo de su existencia comienza a escampar a manera de instantáneas anotaciones amorosas, oníricas y aforísticas –incluso refranes. La imagen es el trabajo relevante de Paz en este minigénero: disparos de luz que ofrecen descanso y el descubrimiento de que lo pequeño es hermoso:


NIÑO Y TROMPO

Cada vez que lo lanza
cae, justo
en el centro del mundo.


El hai ku, las lecciones de cosas, la historia espiral del pleito entre cónyuges (en “Llorabas y reías…”), una fábula, piedras sueltas, breves visiones, van poblando los huecos dejados por la lírica mayor del poeta. Hay una imagen certera de la neurosis femenina que me deslumbra: “Todas las noches baja al pozo / y a la mañana reaparece / con un nuevo reptil entre los brazos.” Pero no dejan de ser estos escritos figuras excepcionales dentro del largo período de la obra de Paz que aquí reviso; quizá una gimnasia visual que le da condición poética para lo que es realmente suyo: el alto vuelo; quizá también un merecido reposo agraciado por nuevas y mejores circunstancias. Pero me queda claro que él es definitivamente un ave baudeleriana, como el albatros cuyas enormes alas están hechas para grandes altitudes, no para tierra firme. Sin embargo, no puedo dejar de ilustrar la calidad del paisaje paciano, tocado por la ternura y el singular combinado de gozo y malestar:


Los insectos atareados,
los caballos color de sol,
los burros color de nube,
las nubes, rocas enormes que no pesan,
los montes como cielos desplomados,
la manada de árboles bebiendo en el arroyo,
todos están ahí, dichosos en su estar,
frente a nosotros que no estamos,
comidos por la rabia, el odio,
por el amor comidos, por la muerte.


O la vida es una calamidad en donde el hombre moderno no ha perdido aún su capacidad de goce, o es una espléndida ocasión de dicha que el hombre desperdicia sin cesar. Como se podrá ver a continuación, Paz atravesará esa disyuntiva por medios estrictamente poéticos.

- ¿Águila o sol? –uno de los libros más leídos del autor- reúne su prosa poética en los difíciles tiempos en que el poeta escribe también El laberinto de la soledad, en París, allá por 1950. No sólo es la época en que Octavio Paz ajusta cuentas con México desde una visión crítica, moral e histórica que le dotó su autoexilio, sino también el momento en que el poeta descubre su relación más acabada con la poesía. De ecos surrealistas, la declaración que da inicio a esta cuarta sección de Libertad bajo palabra es una bella meditación que lo instala de lleno en los umbrales de su propia madurez poética. Dice Paz: “Ayer, investido de plenos poderes, escribía con fluidez sobre cualquier hoja disponible: un trozo de cielo, un muro (…), un prado, otro cuerpo. Todo me servía: la escritura del viento, la de los pájaros, el agua, la piedra. ¡Adolescencia, tierra arada por una idea fija…! (…) Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: ¿cara o cruz, águila o sol?”

Cambio de perspectiva: antes, el poeta-sujeto empleaba sus “plenos poderes” para escribir, y “todo (le) servía”, había abundancia de imágenes, generosidad, fluidez, incluso chapoteo poético. Ahora, el poeta de treinta y cinco años sabe que todo ello fueron arranques de una juventud literaria, y que comenzar a peinar canas en este terreno de la vida pasa por modificar sustancialmente la relación con el poema; éste ya no es instrumento, tampoco sujeto alienado y fascinante que dialoga o discute con el autor en cierto plano de igualdad; ahora, el poema forma parte de una realidad mayor para el hombre. Los poemas no pertenecen al escritor o al lector; somos nosotros los que pertenecemos a ellos. Subjetividad sobredimensionada, la poesía es la voz que encuentra y adopta al hombre. Por eso, Octavio Paz extiende su afirmación: “La que me pertenece, a la que pertenezco”. ¿Cómo saberlo? ¿Águila o sol? El dilema casi pugilístico entre dos fuerzas (sujeto y objeto) se ve superado por la percepción más aguda de una realidad con más tamaño y estatura: una poética con vida y “leyes” propias:


(…) Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? (De “El ramo azul”.)


Un argot taurino dice que el hombre propone, Dios dispone y el toro todo lo descompone… En efecto, la relación de la poesía con el hombre parece ser aquí una estructura de planos distintos (mayor-menor), pero donde al final participa también un golpe de dados (tipo Mallarmé), una embestida de toro, un factor indeterminado dentro de su propia determinación –si se me permite decirlo así. Los Trabajos del poeta, primer poemario de esta cuarta sección, es la relatoría del parto de esa palabra –la Palabra, con mayúscula- con una prosa de discretos toques surrealistas. Y digo discretos, porque Paz estuvo más convencido del espíritu de dicho movimiento vanguardista que de sus resultados literarios; el poeta mexicano jamás se animó a ejercer con vigor la escritura surrealista, pero encontró en aquella sensibilidad de sus amigos Bretón, Péret y muchos más, la percepción de esa realidad mayor a la que me he referido. De hecho, a Octavio Paz le debemos las mejores páginas ensayísticas acerca de esta generosa legión de talentos. Como quiera que sea, desde los textos que aquí comentamos es posible atender la presencia de una praxis surrealista que niega la subjetividad del poeta. Así, el acto creativo es algo que “tiene lugar”, es un acontecimiento derivado no tanto de una búsqueda como de un encuentro: “Recorrí dos calles más, tiritando, cuando de pronto sentí –no, no sentí: pasó, rauda, la Palabra”. El toro que todo lo descompone.

Y el lugar de encuentro de la Palabra puede ser la recámara del insomne o aquel minuto extendido poblado de sonidos: “Y el tam-tam continúa cada vez más fuerte: es un ruido de cascos de caballo galopando en un campo de piedra; (…) es una prensa de imprenta imprimiendo un solo verso inmenso, hecho nada más de una sílaba, que rima con el golpe de mi corazón; (…) es el mar…que cae y se levanta (…); son las grandes paletadas del silencio cayendo en el silencio”.

Paz, cansado de ser búsqueda, vaciado de la imagen estorbosa de su yo, no es más que una desesperanzada espera, una sequía del espíritu. Hasta que “una tarde cualquiera, un día sin nombre, cae una Palabra, que se posa levemente sobre esa tierra sin pasado. El pájaro es feroz y acaso te sacará los ojos. Acaso, más tarde, vendrán otros”…

Arenas movedizas son relatos reunidos a continuación, nada relevantes para mi gusto –quizá los menos relevantes de su obra. Cierto que el gran renovador de la prosa en México es Octavio Paz, pero lo es gracias a su ensayística maestra. En cambio, sus trabajos de narrativa son escasos, poco ágiles y escuetos. El autor-albatros no vuela, ni planea. Camina sin gracia.

En cambio, el tercer y último poemario que lleva el mismo título de la sección -¿Águila o sol?-, incorpora poesía en prosa excelsa, compuesta durante el bienio de 1949-50, a la par de su ensayo sobre lo mexicano –como ya he apuntado. Desde estos momentos históricos para las letras nacionales, Octavio Paz deja de ser “joven poeta”; a sus treinta y seis años, este hombre culto y sensible ha reunido tal bagaje de vida y obra que se eleva sobre el panorama hispanoamericano como poeta-intelectual con propia voz que –como veremos- no es tan propia, pues se trata más bien del resultado de la experiencia para convocar, invocar y evocar su otra voz. El Paz que traspone los límites de la madurez parece definir nuevos procedimientos poéticos: la apertura de un espacio interior libre para que la otredad se asome y despliegue sus signos; trabajar con esmero de orfebre los motivos a través de los cuales se accede a dicha convocatoria (es decir: afinar el mecanismo de inspiración por la vía del insomnio, el aletargamiento soporífero, el vacío existencial, la meditación, la divagación de la memoria o cualquier otro estado alterado de la conciencia); montarse en el caballo del ritmo poético, y dar “el salto a la otra orilla”, como él mismo lo llamará en El arco y la lira, el campo de batalla del inconsciente colectivo donde luchan a ciegas las creencias entre sí, el lugar de la concordia y la discordia entre los dioses del miedo, la pasión y la inteligencia, y en donde el ser humano es mera encarnación de dichas fuerzas históricas:


(La memoria no es lo que recordamos, sino lo que nos recuerda. La memoria es un presente que nunca acaba de pasar. Acecha, nos coge de improviso entre sus manos de humo que no sueltan, se desliza en nuestra sangre: el que fuimos se instala en nosotros y nos hecha afuera. Hace mil años, una tarde, al salir de la escuela, escupí sobre mi alma; y ahora mi alma es el hogar infame, la plazuela, los fresnos, el muro ocre, la tarde interminable en que escupo sobre mi alma. Nos vive un presente inextinguible e irreparable…)”
(De “Execración”)


La memoria nos recuerda. El presente nos vive –no al revés. En esta otra dimensión de la realidad poética, el poeta es cosa pequeña, un punto (aunque concentrado) de energía que dialoga ininteligiblemente con lo otro inmenso que no tiene rostro. El resultado es “una contemplación en la que el que contempla es contemplado por lo que contempla y ambos por la Contemplación, hasta que los tres son uno”.

Otro poema memorable es “La higuera”, referido al árbol de la casona de Mixcoac donde transcurrió la infancia del poeta: “¡Leer mi destino en las líneas de la palma de una hoja de higuera!”. Aquí, como en tantos otros sitios, las rebanadas de absoluto son repartidas a lo largo de un fraseo musical que tiene la cualidad de transportar la conciencia a través de un trance hipnótico –trance poético- regresivo; la enumeración lírica de la realidad inmediata embelesa los sentidos y confunde a la razón, la estructura del ego se licúa y emerge entonces desde el fondo de la mente la vívida y eterna infancia del tiempo subjetivo: “Arriba, en la espesura de las ramas, entre los claros del cielo y las encrucijadas de los verdes, la tarde se bate con espadas transparentes. Piso la tierra recién llovida, los olores ásperos, las yerbas vivas. El silencio se yergue y me interroga. Pero yo avanzo y me planto en el centro de mi memoria”. (De “Jardín con niño”.)

La vuelta al pasado no es una regresión necesariamente personal o protagónica, ni importa tanto para sanar traumas inconscientes sino para brincar al diálogo con el sujeto impersonal que no es el subconsciente ni el extra-consciente, sino las creencias y dudas de las que hablaba Ortega y Gasset. “No hay nadie arriba, ni abajo; no hay nadie detrás de la puerta, ni en el cuarto vecino, ni fuera de la casa. No hay nadie, nunca ha habido nadie. No hay yo. Y el otro, el que me piensa, no me piensa esta noche. Piensa otro, se piensa.” (De “Execración”.)

Como se podrá adivinar, el manantial de imágenes que documentan esta Contemplación es inagotable (“La vida fluye en línea recta, escoltada por dos riberas de ojos”). El ritmo es versátil. Cada frase es un verso; cada coma separa un hemistiquio. Paz escribe en automático. No es la escritura mecánica del surrealismo. Es la poesía que se escribe a sí misma… A mí me estremece “El sitiado”, antepenúltimo trabajo de este poemario. Es un poema eminente que sirve de antesala a La estación violenta, su obra cumbre. Después de la descripción, ya usual –ya única-, del derredor poético (“A mi izquierda, el verano despliega sus verdes libertades… Canta el mar de hojas. Zumba el sol”), Paz encara un dilema creativo: lo extenso o lo intenso, la sensualidad desbordada o la inteligencia crítica, hedonismo o estoicismo, el ser o el yo, hacer de la vida poesía o de la poesía, vida:


(…) Inclinado sobre mí mismo, me defiendo: aún no acabo conmigo. Pero insisten a mi izquierda: ¡ser yerba para un cuerpo, ser un cuerpo, ser orilla que se desmorona, embestida dulce de un río que avanza entre meandros! Sí, extenderse, ser cada vez más. De mi ojo nace un pájaro, se enreda la vid en mi tobillo, hay una colmena en mi oreja derecha;… Cruzan ejércitos de alas el espacio. No, no cedo. Aún no acabo conmigo.
A mi derecha no hay nada. El silencio y la soledad extienden sus llanuras. ¡Oh mundo por poblar, hoja en blanco!... ¡cuántas blancuras que esperan erguirse, cuántos nombres dormidos, prestos a ser alas del poema! (…) La yerba despierta, se echa a andar y cubre de viviente verdor las tierras áridas; el musgo sube hasta las rocas; se abren las nubes. Todo canta, todo da frutos, todo se dispone a ser. Pero yo me defiendo. Aún no acabo conmigo.
Entre extenderse y erguirse, entre los labios que dicen la Palabra y la Palabra, hay una pausa, un centelleo que divide y desgarra: yo. Aún no acabo conmigo.


Ese yo es un ser observado (contemplado) y el poema es una meta-contemplación del ser que está acabando con uno mismo sin acabar del todo nunca. Ese yo es una partícula en el cosmos paciano, partícula con voluntad diferencial, que no se disuelve místicamente en el absoluto y sus corrientes, sino que se preserva consciente de su reducido margen de opción. La libertad no es la hegeliana conciencia de la necesidad, sino el radio de acción que el hombre se da para decir sí o no a la necesidad. Estamos ya en el umbral de la obra mayor de Octavio Paz.

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