martes, 25 de mayo de 2010

Pequeña pasión cinematográfica (crónica de los 70's)


Alejandro Rozado


Camino por barrios perdidos del norte de la ciudad de México. Sin rumbo. Vivo en un departamentucho de la colonia Estrella (en cuyo mercado venden inolvidables tacos de huitlacoche, chicharrón y flor de calabaza, que disfruto a la mesa frecuentemente compartida con rateros anónimos). A menudo salto al barrio de la Industrial y deambulo –como hoy- desde Potrero y Misterios hasta el cerro del Tepeyac. Procuro evitar el río humano que fluye por el gran camellón de la calzada de Guadalupe hasta La Villa. La procesión avanza ininterrumpidamente desde hace más de tres siglos, pero su colorido ritual está apagado para mí.

Es de noche a fines de los años setenta (ignoro si sobreviviré a esta época que después se dará en llamar “de la guerra sucia”). Vengo de una reunión clandestina de obreros de la Ford y las malas noticias de la célula de camaradas me embargan el ánimo. Tengo veinticuatro años y, a ratos, sospecho ser el último de los comunistas. Estoy atrapado. Mi trayectoria ortogonal por esa zona de la ciudad se parece a la de una rata de laboratorio conductista: doblo en una esquina hacia la derecha y, en la siguiente, a la izquierda, intuyendo alguna recompensa al final del laberinto.

Cuadrícula inconmensurable de calles.

Atrapado entre reuniones. Lecturas. Marchas obreras. Primeros de mayo. Círculos de estudio. Tácticas conspirativas. Detenciones. Disidencias. Burocracia. Proclamas. Torturas. Historia... Entre Potrero y Tepeyac. Los Misterios y La Villa. El volanteo de madrugada en la fábrica de papel San Cristóbal. Giro a la izquierda. Al cambio de turno de las seis. Tengo que pasar por don Salud Ceballos en la fundidora de acero. Ahora a la derecha. Llevarlo al aeropuerto. Reunión nacional de metalúrgicos. Sí, en Monterrey. Ya tengo el boleto. La pistola debajo del asiento. Exigimos la liberación de nuestros compañeros. Otra vez a la derecha. Inmediata. Qué buen puntacho, dijo un diputado priísta. No, no tengo tiempo. Ándale. No de veras, no puedo. La pistola. Doblo a mi izquierda. La pistola debajo del asiento. Hace cuánto que no voy al cine. Hablé con Valentín Campa y me dio instrucciones precisas. Debo ir a San Juanico. A casa de Patricio. Déjenlo, ya no le peguen. Nos vemos en el Puente Negro, tengo barba y llevo puesta una chamarra de mezclilla. Nunca pases solo por La Calavera porque ahí sí te matan. ¿Dónde está la carta de Siqueiros? No se la des. Tú algún día te vas a ir de aquí. Ahora síguete derecho. Pero los obreros nos tenemos que quedar. La pistola. Nosotros tramitamos su libertad. Hagan el favor de acompañarnos. ¿Dónde quedó la pistola? Ya te dije que debajo del asiento. Camaradas y amigos. Como cuatro. ¿Cuatro qué? Como cuatro años que no voy al cine...

Veo la marquesina luminosa del cine Tepeyac, una vieja sala de segunda. No me di cuenta cómo llegué hasta aquí. Anuncian Las mil y una noches, de Pasolini. El poeta comunista. Qué andará haciendo una película de Pasolini por estos pinches rumbos. Como cuatro años que no me paro en un cine, ni fiestas o reuniones familiares. Tampoco la playa. Todavía alcanzo la última función... Chin marín.

Han pasado más de tres décadas desde aquel entonces. Puedo afirmar que después de aquella atribulada noche, mi vida cambió. Durante tres horas de explosión erótica, colores y risas, atento al desarrollo narrativo de Sherezada (un relato dentro de otro relato dentro de otro y otro) y martilleada en mi mente la exclamación de uno de los protagonistas en busca de la mujer de su vida (“¡Sumurrud, Sumurrud!”), se me reveló –como si dios existiera- que algo muy íntimo y liberador estaba ocurriendo entre la pantalla y yo. Conmovido, sollocé en aquella sala mágica, semivacía y pulgosa. La obra de un poeta italiano me estaba convenciendo que la utopía había terminado para mí. Esa noche se me exhibió una función exclusiva: yo era el destinatario de esa historia oriental con sabor latino. Sentí nacer en mí una pequeña pasión cinematográfica. Al poco tiempo me retiré, no sin dolor, de la aventura revolucionaria que me había puesto al borde del frenesí y la muerte. De ahí en adelante el cine me ofrecería luz suficiente, como lámpara en la oscuridad.


               

3 comentarios:

  1. Diez años antes, vivi momentos similares, haciendo bombas molotov en la prepa 9, pintando Muera Diaz Ordaz en los trolebuses de Insurgentes, asistiendo a mitines incendiarios en el Zócalo, en Guerrero y San Fernando, perseguido por granaderos, incluso por los mismos rumbos. Algún provecho debería haber, quizás.

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  2. Alfonso: pues manufacturar bombas molotov requiere de cierta ciencia y, sobre todo, mucha química, ¿no es cierto? Tal vez ahí hubo algún beneficio insospechado... Gracias por tu comentario.

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  3. comparto la convicción de la posibilidad del uso de la palabra . Así sea un soliloquio... me propongo seguirte los pasos!

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