domingo, 3 de febrero de 2019

Historia de dos ciudades



Alejandro Rozado

- Historia de dos ciudades, Charles Dickens, 1859.

La primera novela madura de Dickens es comúnmente recordada por su espléndido y evocador párrafo inicial. Sin embargo, es menos sabido que el par de urbes referidas en el escrito son París y Londres al momento de la revolución francesa. Cierto que la historia se apoya en un drama familiar y un romance que entrelaza a ciudadanos ingleses y franceses de la segunda mitad del siglo XVIII; sin embargo, ahora el escritor originario de Portsmouth, en vez de centrarse casi exclusivamente en los personajes individuales, ahora a éstos bajo una mirada en lontananza -como desde lo alto de una colina- que contempla arrobadamente el paso huracanado del tiempo.

Se trata de una novela propiamente histórica en la que Dickens, ya consagrado al momento de publicarla, se permitió el lujo de distanciarse del estilo melodramático y cargado de agudísimo sentido del humor a la vez, que habían caracterizado a sus obras anteriores. Con Historia de dos ciudades, estamos ante una obra con perspectiva epocal; es decir, que si bien sus personajes siguen siendo retratados con minuciosidad impecable por la pluma de Dickens, el contexto en el que se mueven éstos posee una hondura y un peso mayores -un poco a lo Tolstoi. La entrada es, sin duda, formidable y da el tono de profundidad a lo que contará en adelante:
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; fueron años de buen sentido, fueron años de locura; una época de fe, una época de incredulidad; lapso de luz, lapso de tinieblas; primavera de la esperanza,  invierno de la desesperación; lo teníamos todo ante nosotros, no había nada ante nosotros; todos íbamos directo al cielo, todos marchábamos en sentido contrario.
Los contrastes perceptuales de una trágica época radical hicieron del tiempo del cambio un revoltijo histórico sombrío en la mirada del autor. Su descripción de la brutal toma de La Bastilla a cargo del barrio de miserables de Saint Antoine evoca aquel cuadro de Delacroix: La Libertad guiando al pueblo. Tanto la obra pictórica como la literaria son, así, convocadas por la convergencia de la historia.



Dickens escribe:
"¡A mí las mujeres! –gritaba la esposa del tabernero- ¡Sí! ¡Seremos tan buenas como los hombres para matar, una vez que la plaza sea tomada!" Y a ella acudieron, con un grito agudo y sediento, cuadrillas de mujeres diversamente armadas de iguales hambres y venganzas.
Fue la revolución más paradigmática; también la más cruel y vengativa. Un resentimiento popular acumulado por siglos despertó y se echó a andar en forma monstruosa sin el menor escrúpulo: no la gran institución de la justicia por la que lucharon sus ideólogos y notables líderes sino la inhumana maquinaria del ajusticiamiento. Dickens relata cómo personajes inocentes se ven arrastrados por el terror plebeyo como devastados por un océano furibundo que no da cuartel a quien se le oponga. Sólo la compasión de un humanista podría abordar semejante coyuntura histórica con más filosofía que con cualquier toma de partido particular:

(...) Y de igual manera que la simple inteligencia humana es capaz de descomponer un rayo de luz y de analizar su composición, quizá unas inteligencias más sublimes lean en el débil resplandor de esta nuestra tierra todos los pensamientos y todas las acciones, todos los vicios y todas las virtudes de cada uno de los seres responsables que hay en ella.
Vicios y virtudes que, bajo el crisol de esa gran épica de la modernidad, desató tanto el anhelo libertario como el instinto de la muerte. El resultado fue pasmoso para Dickens: la edificación del más formidable e impersonal culto al Súper Yo jamás visto antes:

Todos los monstruos devoradores e insaciables creados desde que la imaginación pudo registrar sus fantasías se han fundido en este monstruo único: la Guillotina.
La Edad de la Razón sustituía a los siglos de Dios a través de un miedo mayúsculo: Jehová fue destituido por la turba y en su lugar entronizó un aparato implacable y vertical como ningún otro: un perfeccionado invento industrial del señor Guillot, capaz de descabezar hasta mil doscientos aristócratas (mujeres y niños incluidos) en una sola noche de ebriedad plebeya. 

Sentimental, Charles Dickens, por supuesto, llora a lo lejos.

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